El fiel piloto Juan López se las ingenió para hacer subir a bordo de la Magdalena a la mayoría de aquellos marinos en los que aún confiaba; a media noche envió una chalupa a tierra con la orden de recoger a «la señora» y al estrambótico Juan de Buenaventura, y en cuanto éstos pusieron el pie en cubierta ordenó levar anclas incluso antes de que la primera claridad del alba se mostrara en el horizonte.
—¡Traición! —aulló un furibundo Ocampo al levantarse y descubrir que únicamente dos naves se balanceaban en la quieta ensenada—. ¡Ese sucio Ojeda ha desertado dejándonos a merced de los salvajes!
—¡Contened vuestra lengua o no respondo de mis actos! —le espetó el conquense, apareciendo a sus espaldas como surgido de la nada—. Alonso de Ojeda jamás ha desertado ante el enemigo.
—¡Pero el barco…!
—Lo he enviado en busca de Vergara.
—¿Sin consultarme?
—Sigo siendo la máxima autoridad de la expedición, y al faltar Vergara no podéis aplicar esa maldita cláusula de «dos votos contra uno».
—¡No obstante…! —intentó insistir el otro.
—Si tenéis algo que alegar hacedlo espada en mano, o de lo contrario guardad silencio —fue la cortante y áspera respuesta—. He hecho lo que estimé conveniente y hecho está.
Nadie, y el ladino mercader menos que nadie, habría osado «alegar» algo espada en mano frente al Centauro de Jáquimo, y pese a que el atemorizado Ocampo lanzó una significativa mirada alrededor buscando ayuda, ni uno solo de los presentes demostró el menor interés en apoyar a quien no les pagaba lo suficiente como para arriesgarse a quedar con las tripas al aire incluso antes de haber conseguido desenvainar.
Era sabido que una especie de fuerza sobrenatural protegía al de Cuenca a la hora de enfrentarse a sus enemigos, y también que la reina mandaría ahorcar a cuantos tuvieran la loca ocurrencia de rebelarse contra quien la Corona había designado gobernador de Coquibacoa. Todos tenían muy claro que la única forma de acabar con Ojeda era escudándose en la noche y el anonimato si querían eludir tanto el filo de su espada como la soga del verdugo.
También Ojeda lo sabía y, consciente de ello, a partir de aquel día decidió alejarse playa adelante en cuanto caía la tarde, buscar un rincón entre la maleza y dormir con un ojo cerrado y otro abierto, decidido a abrir en canal a quien tuviese la mala ocurrencia de aproximarse a menos de veinte metros de distancia.
Malo es tener que enfrentarse a quienes siempre han sido mis enemigos, pero peor se antoja tener que enfrentarme a quienes consideraba mis amigos.
Amigos apenas le quedaban, puesto que la mayoría habían partido a bordo de la Magdalena, y ahora se sentía como un animal acosado en una tierra hostil. Tanta amenaza cabía esperar de los salvajes que le acechaban desde la espesura como de los cristianos que dormían en su «ciudad».
El gobernador de Coquibacoa ni gobernaba ni, al parecer, se encontraba en Coquibacoa.
Durante el día los hombres le temían, pero no le respetaban debido a que al organizar la expedición había cometido el grave error de permitir que fueran sus socios «capitalistas» quienes les reclutaran, por lo que no era gente de armas, acostumbrada al mando y la disciplina, sino una heterogénea pandilla de ex presidiarios y buscavidas en los que el ánimo de lucro prevalecía sobre cualquier otra consideración.
Y a decir verdad, a gran parte de ellos no se les podía echar en cara su comportamiento: hijos del hambre y nietos de una guerra de reconquista que había durado ocho siglos, la aventura del Nuevo Mundo era una forma como otra cualquiera de escapar de la miseria, por lo que en buena lógica les apetecía mucho más regresar de tan incómoda y arriesgada expedición nadando en la riqueza que cubiertos de gloria.
Tardé en aprender que lo peor de la gloria es que tan sólo compra vanidad; el resto se paga mejor con oro. Tal vez por ello conseguí tan pocas cosas tangibles en la vida.
Uno de los mayores problemas que acosaron al Centauro de Jáquimo a lo largo de esa vida fue una casi enfermiza obsesión por mantener impoluta su fama de hombre íntegro, quizá por su necesidad de justificar que tenía plena conciencia de que desde muy joven había causado demasiado daño en estúpidos duelos sin sentido.
A su modo de ver, a un «matachín» tan sólo podía disculpársele que fuera por el mundo cortando en rodajas a quienes le provocaban, si en el resto de sus actividades se comportaba con una nobleza y honradez a toda prueba. Era como si continuamente tuviera que colocar en los platillos de una imaginaria balanza el peso de sus buenas y sus malas acciones.
Si, tal como aseguran crónicas y testigos fidedignos, participo en casi mil duelos y siempre fueron sus contrincantes quienes salieron malparados, resulta evidente que debió de verse obligado a colocar muchos pesos en el platillo opuesto de esa balanza en busca de un difícil equilibrio.
Sin embargo, nunca llegó a aprender que el precio de la honradez era demasiado alto; tanto más alto cuanto más corruptos eran quienes le rodeaban.
Y ahora allí, en Venezuela, Coquibacoa, o donde diablos quiera que hubiera ido a parar, que ningún historiador ha sido capaz de determinarlo con exactitud, se encontraba rodeado de mercaderes, mercenarios y facinerosos de la peor calaña.
«Desertores del arado y fugitivos del cadalso», solía llamarles, y le sobraba razón; entre acémilas incapaces de entender una simple orden y malandrines especializados en tergiversarlas, no había modo de conseguir que la magna empresa que se había propuesto progresara. Echaba de menos a maese Juan de la Cosa, su mejor amigo y consejero, aquel al que no había querido escuchar cuando le advirtió que estaba poniendo proa al desastre al asociarse con usureros sin escrúpulos, y el único hombre de este mundo con el que podía sincerarse.
Le había dejado en su amplio estudio abierto al mar, rodeado de extrañas anotaciones y misteriosos cálculos, empeñado en la difícil tarea de pintar lo que confiaba fuera el primer mapamundi de la historia; aquel con el que siempre soñara el egipcio Tolomeo.
—A ti te recordarán como el más valiente adelantado que haya existido nunca; a mí por este mapa… —le había dicho en el momento de la despedida—. Supongo que tu destino será morir en el campo de batalla, con una espada en la mano, pero el mío es quedarme frito sobre esta mesa de dibujo con un pincel en la mano.
¡Cuán errado estuvo el cartógrafo de Santoña en sus predicciones! ¡Cuán lejos de lo que el futuro les deparaba!
El tiempo se encargaría de demostrar, una vez más, que nada existía sobre la faz de la tierra más caprichoso que el destino.
En aquellos momentos ese mismo destino se divertía jugando a convertir a un supuesto virrey en virtual prisionero de unos supuestos súbditos que, desoyendo sus estrictas órdenes, se lanzaban de tanto en tanto a saquear los poblados indígenas de tierra adentro.
En uno de tales sanguinarios saqueos García Ocampo había tenido la suerte o la desgracia, según se mire, de hacerse con un tosco ídolo de barro cuya frente aparecía adornada con una esmeralda del tamaño de un huevo, lo cual había contribuido de forma notable a despertar aún más su ya de por sí despierta avaricia.
¡Esmeraldas!
Sus tripulantes no podían saberlo, pero los cambiantes vientos habían empujado las naves al país de la «fiebre verde», y aunque las grandes minas de las valiosísimas piedras se encontraban a muchas leguas de distancia montaña arriba, en aquellas remotas cumbres en que, según Juan de Buenaventura, «escaseaba el aire», algunas piedras habían conseguido llegar hasta la lejana costa caribeña.
Cuando regresó Juan de Vergara de su viaje a Jamaica en busca de provisiones sin haberse cruzado en su camino con la Magdalena, y su compinche Ocampo le mostró el tesoro que había descubierto en la frente de un ídolo, no dudó a la hora de ordenar que se torturara a los nativos hasta que confesaran de dónde habían sacado tan fabulosa joya.
—Es cosa de los antiguos… —señalaron los pobres interrogados—. Una tribu que huía de otra mucho más poderosa, la trajo de tierra adentro hace muchos años.
Pero la sinrazón de la avaricia no se presta a razones. Tres nativos murieron a manos de sus verdugos antes de que la noticia llegara a oídos de Alonso de Ojeda, que se apresuró a intervenir en un intento por imponer su menguada autoridad.
—¡Ninguna esmeralda vale lo que la vida de un ser humano! —dijo.
—No se trata de seres humanos; se trata de indios.
Aquélla era la peor respuesta que se le podía dar a quien esperaba un hijo de una india, por lo que en un abrir y cerrar de ojos Juan de Vergara se encontró con la punta de una espada contra la nuez.
—¡Discúlpate o eres hombre muerto!
A nadie le gusta que una docena de testigos asistan al bochornoso espectáculo de ver cómo se orina en las calzas, y pese a que salvó la vida a base de pedir humildemente perdón por «sus desafortunadas palabras», aquélla fue una afrenta pública que el rencoroso usurero jamás perdonaría.
Cuentan las crónicas que los dineros de Vergara procedían de un acaudalado clérigo al que había servido a lo largo de más de veinte años, y que murió de repente, los menos aseguran que de una apendicitis aguda, conocida por aquellos tiempos como cólico miserere, y los más que de un estofado de cordero con setas preparado con especial esmero por su fiel criado.
Fuera lo que fuese lo que le llevó a la tumba, también se llevó el secreto de dónde guardaba una cuantiosa fortuna en escudos de oro y algún que otro de los recién acuñados doblones, y que curiosamente aparecerían años más tarde en Sevilla como parte de la financiación de la expedición de Ojeda a Venezuela, sin que nadie mostrara un especial interés en averiguar cómo habían llegado a manos de Vergara.
Desaprovechada la opción de las perlas de isla Margarita, los socios financieros de la arriesgada aventura no se mostraban dispuestos a desperdiciar de igual modo la opción de las esmeraldas, por lo que decidieron hacer oídos sordos a las protestas del conquense.
Cuando a los pocos días éste volvió a la carga, la única salida que encontraron, y que ya tenían ensayada, fue que seis hombres se lanzaran de improviso sobre Alonso de Ojeda, lo inmovilizaran y le cargaran de cadenas encerrándole, a pan y agua, en una sucia y minúscula cabaña.
La acusación: traición.
—¿Traición? ¿A quién?
Pedro de la Cueva, el único hombre honrado que quedaba entre tanta chusma, fue el encargado de darle una respuesta:
—Dicen que has traicionado a la Corona al establecerte en territorios de Rodrigo de Bastidas, y a ello le añaden que tuya es la culpa de las muertes, tanto de españoles como de indígenas.
—¿Mía por qué, si siempre he intentado evitar los enfrentamientos?
—Ocampo alega que la actitud hostil de los nativos se debe a que les atacaste durante tu viaje anterior.
—¿Y cómo puede decir semejante disparate si resulta evidente que no se trata del mismo lugar ni de la misma tribu?
—En mi pueblo tenemos un viejo dicho, capitán: «Cuando no puedas vencer a un enemigo, mándale un escribano».
—¿Y qué pito toca aquí un escribano?
—Levantará acta afirmando que varios indígenas aseguran que fue la crueldad de tu comportamiento anterior lo que les empujó a la guerra, y como ninguno de ellos podrá desmentirlo, debido entre otros motivos a que estarán todos muertos, quien te juzgue en Santo Domingo se verá obligado a condenarte basándose en unas actas respaldadas por las firmas de una docena de ganapanes al servicio de ese par de hijos de puta.
—Ningún juez les creerá.
—¡Capitán…! —pareció asombrarse el otro, y le habló como si se dirigiera a un niño—: Los jueces que decidieron emigrar a la isla, deportados o castigados la mayoría de ellos, sólo creen lo que el oro quiere que crean, y por tanto la verdadera justicia, si es que existe, se encuentra al otro lado del océano, a miles de leguas de distancia. Ocampo y Vergara saben que tu vida es sagrada, y como no pueden atentar contra ella, atentan contra tu honor.
—Que para mí es más importante que mi vida.
—Me consta. Y por ello voy a hacer algo que tal vez te sorprenda: aceptaré la invitación que me han hecho de ser uno de los que firme esa acta de acusación.
—¿Y eso? —se alarmó el conquense—. ¿Acaso también piensas traicionarme?
—¡En absoluto! Pero si me negara a hacerlo, mi vida no valdría un mal maravedí, por lo que a buen seguro que no podrías contar conmigo a la hora de defenderte en Santo Domingo. Pero si en el momento oportuno me desdigo en público afirmando que fui coaccionado bajo amenazas de muerte, el juicio sufrirá un vuelco de tal magnitud que el gobernador se verá obligado a remitirlo a la audiencia de Sevilla. Allí, a la sombra de una horca de la que la mayoría de estos perdularios andan esquivando casi desde que nacieron, y sin la presión de Vergara y Ocampo, la mayoría cambiarán de opinión en menos que canta un gallo.
—¡Nunca imaginé que fueras tan astuto! —no pudo por menos que exclamar el Centauro de Jáquimo—. Para mí eras un tipo apocado y silencioso de los que procuran pasar por la vida sin hacer ruido ni buscarse problemas.
—A quien suele hacer ruido nadie le escucha, pero quien nunca lo ha hecho sorprende y desconcierta cuando lo hace. Por eso, a partir de hoy no volveré a visitaros, y os ruego que no os molestéis si os menosprecio en público como si fuera vuestro peor enemigo.
—Triste será perder al único amigo que me queda, pero me compensará saber que con ello estás demostrando ser doblemente amigo.