A los dos meses de luchas, trabajos, discusiones, sinsabores, penalidades, escaramuzas, emboscadas, muertes y desgracias de todo tipo, una lluviosa mañana hizo su aparición una especie de espantajo humano, mitad español y mitad indio, que dijo llamarse Juan de Buenaventura, y al que Rodrigo de Bastidas había abandonado años atrás en una selvática región de la actual Santa Marta, en las costas de Colombia.

Había convivido todo ese tiempo con los indígenas, aprendiendo su idioma y sus costumbres, pasando hambre e infinitas calamidades, y lo primero que dijo contribuyó en mucho a aumentar las tribulaciones del ya más que atribulado Alonso de Ojeda.

—Me temo, capitán, que os habéis establecido dentro de los límites de la gobernación que la Corona otorgó a Rodrigo de Bastidas. Todas las obras de fundación de una ciudad que estáis realizando pasarán a ser de su propiedad el día de mañana, y por contento podréis daros si no os denuncia por invasor e intruso.

—¡No le creo capaz!

—¡Pues creedlo! Es un hombre muy celoso de su autoridad, y aunque no suele tener mal carácter se encuentra muy influenciado por su lugarteniente, Juan de Villafuerte, que es un redomado hijo de puta. Por una simple trifulca en la que ni siquiera corrió la sangre, obligó a Bastida a que me abandonara al más cruel de los destinos: vivir en un infierno verde.

—¡Loado sea Dios!

—Dios todavía no se ha dejado ver por estos lares, capitán, os lo aseguro —replicó con amargura el desterrado—. Llevo años buscándolo y aún no me ha dado la menor señal de que se haya dignado pisar Tierra Firme.

—¿También tú eres de la opinión de que nos encontramos en un nuevo continente?

—¿Y qué otra cosa puede ser si los nativos hablan con frecuencia de poderosas tribus riquísimas en oro y esmeraldas que habitan a dos meses de marcha, más allá de imponentes cordilleras eternamente nevadas? —Buenaventura hizo un expresivo gesto con las manos alzándolas hacia el cielo, pues de su estrecha relación con los nativos había tomado la costumbre de explicarse con grandes aspavientos—. ¿Os imagináis qué altura deben de tener esas montañas si jamás pierden la nieve pese a encontrarse en una zona donde todo el año persiste este increíble calor?

—¿Dos meses de marcha? —repitió el de Cuenca, como si le costara admitir que ello pudiera ser posible—. ¿Estás seguro de que dijeron dos meses?

—Seguro, capitán. Fueron muchos y de muy distintas tribus los que me contaron la misma historia, y aunque es cierto que son gente asaz exagerada y mentirosa, los datos que he ido obteniendo aquí y allá de distintas fuentes me obligan a aceptar que, en efecto, al suroeste, en una remota región extremadamente montañosa, existen ciudades cuyas casas tienen los techos recubiertos de láminas de oro.

—¿Podría tratarse de ciudades de la China? —Ante la muda negativa del otro, insistió—: ¿Por qué no?

—Porque sus habitantes son cobrizos, no amarillos; ningún salvaje que yo conozca ha oído hablar nunca de hombres blancos, negros o amarillos.

—¿O sea que nos encontramos en un continente que nada tiene que ver con Europa, África y Asia?

—Eso lo dice usted, capitán, que yo poco entiendo de continentes ni de apenas cosa alguna que sirva para nada. A los quince años abandoné por piernas Ronda por culpa de una pelea, a los diecisiete embarqué en mala hora por culpa de otra trifulca, y dos meses después me abandonaron en tierra de salvajes.

—Por culpa de una tercera riña.

—Ciertamente. Por desgracia, y pese a que soy un muchacho de carácter apacible, en cuanto bebo media jarra de vino se me nubla el sentido, pierdo el control de mis actos y saco a relucir la navaja a las primeras de cambio.

—Suele suceder… —admitió el de Cuenca—. Al igual que cierta clase de mujeres, el alcohol tiene la virtud de amansar a los violentos y el vicio de excitar a los pacíficos… —El Centauro soltó un suspiro de resignación antes de reconocer a su pesar—: Por desgracia, a lo largo de mi vida me he topado con muchos de esos mentecatos a los que el vino transforma en lo que no son, a tal punto que en cuestión de minutos pasaron de ser de alegres vivos a tristes difuntos.

—Vuestra fama como invencible espadachín ya era conocida allá en Ronda cuando yo apenas levantaba un palmo del suelo.

—La fama ha sido siempre uno de mis peores enemigos, muchacho, pero dejemos un tema que pertenece al pasado. ¿Crees que se podría llegar por mar a esas fabulosas ciudades de casas con techo de oro?

—No, que yo sepa. Y ni siquiera a través de ríos, que por aquí son increíblemente caudalosos. Por lo que tengo entendido, aquéllos son territorios especialmente agrestes y en los que jamás podría vivir un cristiano.

—¿Y eso a qué se debe?

—A que por lo visto escasea el aire.

El de Cuenca observó con mayor atención al andrajoso personaje, esquelético, barbudo y cubierto de llagas que se sentaba frente a él. Lo que acababa de escuchar era desconcertante, así que inquirió con incredulidad:

—¿Cómo has dicho?

—He dicho que los salvajes aseguran que allá arriba, donde viven los que tienen casas con techos de oro, el aire escasea.

—¿Cómo puede escasear el aire? —masculló su confundido interlocutor—. ¡Todo lo que nos rodea es aire! ¿O no?

—Eso parece.

—¿Entonces? ¿Qué hay en lugar de aire? ¿Agua?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa, mi capitán? Un viejo chamán que fue esclavo de los que viven en las montañas me aseguró que allá arriba casi no podía respirar, pero que los nativos de la zona están tan acostumbrados que no lo notan… —Se encogió de hombros como si nada de aquello fuera culpa suya—. Pero como ya le he dicho, estos salvajes suelen ser exagerados o descaradamente mentirosos, o sea que no me haga mucho caso.

—Puede que sean en efecto mentirosos… —admitió el conquense con cierto aire fatalista—. Aunque son tantos los prodigios a los que he asistido desde que pisé por primera vez las Indias Occidentales, que no me cuesta demasiado aceptar cualquier cosa que me cuenten. ¡Bien…! —añadió como dando por concluido el asunto—. Te agradezco la información, aunque las noticias no sean todo lo satisfactorias que esperaba. ¿Estás seguro de que éstos siguen siendo territorios reclamados por Rodrigo de Bastidas?

—Bastante seguro.

—¡Lástima! Aunque tal vez sea mejor así, puesto que, pensándolo bien, como reino no valen gran cosa. Buscaré otro lugar más al oeste. ¿Te quedarás aquí o prefieres regresar a España?

—Regresaré en cuanto se me presente una oportunidad. Ya he tenido suficiente Nuevo Mundo para el resto de mis días; lo único que deseo es volver a Ronda, donde tal vez pueda ganarme la vida relatando por las plazas de los pueblos la historia de mis andanzas entre los salvajes.

Veinte hombres de una partida de treinta y cinco murieron en una emboscada en la selva, y cuando un enfurecido Ojeda les preguntó a los supervivientes por qué habían abandonado el improvisado fortín sin su permiso, le respondieron que lo habían hecho por orden de Ocampo, quien les había enviado a «rescatar» oro a un lejano poblado indígena.

—¿Desde cuándo das órdenes sin que yo tenga conocimiento de ello? —le espetó a su desvergonzado socio, esforzándose por contenerse y no partirle la cabeza de un solo tajo.

—Desde que he tenido conocimiento de que éste no es tu territorio, sino el de Rodrigo de Bastidas. Aquí careces de autoridad.

—La Corona me puso al frente de la expedición.

—Pero a condición de que no hicieras ningún asentamiento fuera de tu jurisdicción.

—Te recuerdo que fuisteis Vergara y tú los que me impedisteis continuar hacia el oeste, que era lo lógico.

—Será tu palabra contra la nuestra… —fue la descarada respuesta.

—Mañana empezaremos a recogerlo todo y nos iremos.

—Más al oeste no… —le advirtió Ocampo—. Aquí hay oro, no mucho, pero el suficiente para rentabilizar la expedición, y ya hemos perdido toda esperanza de encontrar ese fabuloso reino de Coquibacoa del que tanto hablas. Así que elige: o esto, o Margarita y sus perlas.

—Las dos cosas suponen traicionar a la Corona.

—Eres tú quien ya la ha traicionado estableciéndose aquí.

Cuando el de Cuenca regresó junto a Isabel, la muchacha no pareció sorprenderse del nuevo rumbo que tomaban los acontecimientos.

—Tu error no fue elegir un punto de desembarco equivocado, sino elegir los hombres equivocados… —dijo—. No entiendo mucho sobre las leyes que rigen en tu mundo, que me parecen demasiadas, pero si abandonas todo lo que habéis cogido, y que al parecer no os pertenece, ni el tal Rodrigo de Bastidas ni nadie tendrá derecho a protestar.

—Dudo que Vergara y Ocampo lo acepten.

—¿Acaso para ellos no rigen tales leyes?

—Las únicas por las que en verdad se rigen son las de su avaricia.

—Sobre eso no puedo aconsejarte… Es algo nuevo para mí.

Era nuevo para ambos, ciertamente.

El Centauro, ducho en toda clase de enfrentamientos cara a cara, ágil, fuerte y decidido a la hora de empuñar una espada o abalanzarse lanza en ristre contra un enemigo muy superior en número, se sentía como un niño desamparado frente a las trampas, mentiras y conjuras de unos ladinos personajes expertos en el engaño.

Buscó amigos que pudieran aconsejarle, pero no encontró demasiados, porque hasta el último grumete del último barco se sentía decepcionado por el amargo devenir de los acontecimientos. Se habían enrolado en una expedición que prometía riquezas, paisajes de ensueño y hermosas muchachas desnudas que se entregaban alegremente a cuantos se lo solicitaban, y lo único que habían encontrado era miseria, una tierra agreste y media docena de huidizas y sucias mujerucas cubiertas de harapos y aspecto tan desagradable que ni el más ardiente serviola se armaba de valor a la hora de intentar una aproximación.

—¡Todo era mentira! —mascullaban indignados—. ¡Todo era mentira! Ese hijo de perra de Ojeda nos ha engañado.

Los pocos que aún confiaban en el Centauro procuraban pasar desapercibidos, conscientes de que salir en su defensa podía significar amanecer con una daga clavada en el pecho.

Curiosamente, el zarrapastroso Buenaventura, que al parecer no tenía otro interés que regresar cuanto antes a su añorada Ronda, fue de los pocos que se pusieron abiertamente de su lado.

—¡Andaos con ojo, capitán! —le advirtió—. He escuchado rumores y me consta que entre esta gentuza hay mucho degenerado con ganas de ponerle la mano encima a vuestra esposa.

—Será pasando por encima de mi cadáver.

—Eso lo tienen asumido, capitán —ironizó el de Ronda—. ¡Muy asumido! ¿Me aceptaríais un consejo?

—Necesitado estoy de ello.

—Por lo que tengo entendido, vuestro otro socio, ese tal Vergara, ha viajado a Jamaica en busca de provisiones, pero tarda más de lo que se suponía.

—Así es, en efecto, y preocupado me tiene semejante tardanza.

—Enviad otro barco en su busca, uno en cuyo capitán podáis confiar, y haced que vuestra esposa se vaya en él. De allí no le resultará difícil pasar a Santo Domingo, donde se encontrará a salvo hasta que las cosas se calmen y encontréis un lugar para fundar vuestra ciudad en paz y armonía.

—Conociéndola como la conozco, no creo que acepte.

—Hacedle comprender que se encuentra en grave peligro y que al propio tiempo os pone en peligro a vos. —Buenaventura hizo un significativo gesto hacia la reluciente espada que descansaba sobre la tosca mesa de la pequeña estancia y añadió—: Si os encontráis solo y sin trabas sois muy capaz de enfrentaros a tanto perdulario sin conciencia, pero si tenéis que estar pendiente de doña Isabel a todas horas os sorprenderán tarde o temprano.

El conquense meditó en lo que el medio andaluz y medio indio acababa de decirle, recorrió con la vista el destartalado fortín por el que vagabundeaba un centenar de «colonos» que más bien tenían aspecto de presidiarios, y acabó por asentir con un leve ademán de la cabeza.

—De acuerdo —dijo—. Pero con una condición: te convertirás en escudero y protector de Isabel hasta que se encuentre a salvo en Santo Domingo.

—Para mí será un honor.

—Aún tengo suficiente dinero para que puedas regresar a Ronda y vivir una temporada sin necesidad de contar tu historia por los pueblos.

—¡No os preocupéis por mí! —exclamó el otro—. Una vez en Santo Domingo, sabré apañármelas; después de haber sobrevivido entre estos salvajes, nada me asusta.

—¡Insisto!

—¡Oh, vamos, don Alonso, no seáis tan iluso! —no pudo por menos que replicar el rondeño—. Os encontráis empeñado en la ardua empresa de fundar un reino, y no se os ocurre nada mejor que entregarme lo poco que os queda pese a que soy muy capaz de pagarme el pasaje de regreso fregando cubiertas. Guardaos vuestro dinero, que el mero hecho de haber servido de algo al heroico Centauro de Jáquimo me basta y me sobra. Lo único que os pido a cambio es que algún día os acerquéis por Ronda, a garantizarles a mis paisanos que me encontrasteis aquí viviendo como un auténtico salvaje, y todo lo que les habré contado es cierto.

—¡Cuenta con ello! Y ahora hazme el favor de ir a buscar a Juan López, que debe de encontrarse a bordo de la Magdalena y es el único piloto en quien confío a estas alturas. —El conquense soltó un profundo resoplido y añadió con preocupación—: El verdadero problema será convencer a Isabel.

La india Jineta, o la cristiana Isabel, que venía a ser lo mismo, adoraba a su esposo y odiaba la idea de separarse de él ni siquiera por un día, pero al escuchar lo que éste le proponía se quedó muy quieta, y en lugar de la encendida reacción que Ojeda esperaba, se limitó a asentir al tiempo que señalaba:

—En cualquier otra circunstancia me habría negado, puesto que mi obligación es permanecer a tu lado en lo bueno y en lo malo, tal como prometí ante el altar. —Lanzó un hondo suspiro de resignación antes de añadir—: Sin embargo hay un pequeño detalle que cambia las cosas; no quise decírtelo antes para no preocuparte aún más, vista la situación, pero ahora creo que debes saberlo: estoy embarazada.

Cambiaba mucho las cosas, desde luego.

Un niño, la primera criatura nacida de una haitiana y un español casados según los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, era un auténtico símbolo, un ejemplo de cómo debería ser en el futuro la relación entre dos pueblos de religiones y costumbres muy diferentes.

Alonso de Ojeda colocó suavemente una mano sobre el vientre de su esposa y musitó:

—Gracias por darme un hijo. También le doy gracias a Dios, y ruego a mi protectora, la Virgen María, que le ayude desde el mismo momento de nacer, porque tanto los de tu raza como los de la mía le considerarán «diferente» y probablemente le rechazarán por ello. Su vida no será fácil si tú y yo no sabemos proporcionarle todo el amor que va a necesitar para enfrentarse a su incierto futuro.

—¿Preferirías que hubiera esperado más tiempo a la hora de venir? —quiso saber ella.

—¡En absoluto! —replicó su esposo—. Tarde o temprano algún niño como él había de nacer, y confío en que herede la entereza con que nos hemos enfrentado a la incomprensión. La mayoría de los mestizos suelen ser bastardos, lo cual les avergüenza y les condiciona doblemente. Lo que deseo es que nuestro hijo se sienta doblemente orgulloso por tener una madre haitiana y un padre español.

—No sólo eres un soñador en lo referido a reinos y descubrimientos; también lo eres respecto a las personas, y me preocupa que ello te acarree más disgustos que las batallas y exploraciones —señaló su joven esposa con su calma habitual—. Ten presente algo importante: nadie será nunca como tú quieres que sea, porque lo que pretendes es que sean como tú, y eso es imposible.

Una mujer enamorada casi siempre considera que su amado es diferente, pero en el caso de la india Jineta tal convencimiento no era únicamente fruto del profundo amor que sentía por el mítico Centauro que apareció en su vida siendo aún una niña, sino que se basaba en que conocía de primera mano sus increíbles hazañas y le había dado evidentes muestras, día tras día y noche tras noche, de que nada tenía que ver con el resto de los seres humanos.

Había sido testigo, horrorizada, de cómo arremetía lanza en ristre contra una multitud de guerreros que intentaban derribarle de su montura; había sido testigo, devorada por los celos, de cómo había arrojado al mar el oro que le entregaba Anacaona; había sido testigo, agradecida, de cómo se enfrentaba a quienes intentaban disuadirle de que contrajera matrimonio con una «sucia salvaje», y cada día era testigo, emocionada, de cómo intentaba imponer sus principios a una inmunda cuadrilla de desvergonzados facinerosos.

Se sentía tan orgullosa de él, que lo único que le pedía a su nuevo Dios y a su Santa Madre, la Virgen, era que el niño que llevaba en las entrañas fuera digno de aquel ser irrepetible que por alguna extraña razón el destino le había regalado.