Dos nuevos enemigos hicieron su aparición en el horizonte, y eran enemigos contra los que Alonso de Ojeda nunca había aprendido a luchar.

El primero y más poderoso, la avaricia.

Su escudero, de igual modo temible, la envidia.

La avaricia se presentó bajo la forma de dos untuosos y serviciales personajes, Juan de Vergara y García de Campos, que a la larga sería conocido como Ocampo, quienes se brindaron a proporcionar los medios para organizar la peligrosa tarea de conquistar Venezuela o Coquibacoa, a cambio de los dos tercios de las ganancias que se obtuvieran.

En su irrefrenable deseo de lanzarse cuanto antes a la aventura, el Centauro no dudó en aceptar una cláusula que indicaba que, como eran tres los socios, las decisiones se tomarían siempre por mayoría de dos contra uno. En el momento mismo de firmar semejante acuerdo pese a la oposición de la india Isabel, maese Juan de la Cosa, «El Nano» Ojeda y el obispo Juan Rodríguez Fonseca, Ojeda se puso en manos de dos miserables mercaderes a los que poco importaban los virreinatos, las conquistas o la difusión de la palabra de Dios.

La magna empresa con que el conquense soñaba se limitaba para ellos a obtener oro, perlas, diamantes, palo brasil o esmeraldas, y cualquier decisión que no fuera destinada a aumentar su botín quedaría relegada al olvido por la sencilla fórmula del voto mayoritario. Sabido es que todo ser humano acaba por hastiarse de comer, beber o fornicar, pero la avaricia es un pecado para el que jamás existe límite; por el contrario, a medida que va creciendo van aumentando sus ansias de engordar hasta que con frecuencia sucumbe bajo su propio peso.

El hombre al que no conseguían herir las espadas, las balas, las lanzas o las flechas, no atinó a esquivar los golpes de la intriga.

El hombre que no había dudado en matar a cuantos le ofendieron de palabra, no fue capaz de hacer lo mismo con quienes le engañaron de obra.

El hombre que tantas veces había demostrado ser el más valiente entre los valientes, se dejó derrotar por los cobardes.

Si en alguna ocasión la pluma se ha mostrado en verdad más poderosa que la espada, Alonso de Ojeda fue el mejor ejemplo, porque el ladino documento que Vergara y Ocampo le colocaron ante los ojos y que firmó con el entusiasmo de quien se imagina estar empezando una nueva vida en compañía de alegres camaradas, era tan confuso y estaba redactado con tanta habilidad por parte de un corrupto escribano ducho en tergiversar las ideas doblegando a su gusto las palabras, que cinco siglos más tarde continúa sirviendo de claro ejemplo para los estafadores.

Cuentan, aunque no se sabe si realmente es cierto, que fue el propio Ojeda quien, tras sufrir semejante descalabro y conocer más tarde la traición del florentino Amerigo Vespucci, pronunció la conocida frase:

Del agua mansa líbreme Dios, que de la revuelta ya me libraré yo.

Incapaz de ver la mala fe de quienes le rodeaban, el conquense sorteó con éxito las peores galernas, pero naufragó en aguas aparentemente tranquilas.

Tal como le señalara años más tarde su fiel amigo Juan de la Cosa, «nada hay más fácil que embaucar a un soñador y ésa es la razón por la que te engañan tanto. Tan sólo sabes asentar los pies en tierra en el momento de empuñar una espada».

El viaje estuvo marcado desde el inicio por un extraño maleficio que comenzó en cuanto abandonaron la isla de La Gomera, ya que al atardecer una gaviota negra se posó en los obenques de la carabela Magdalena, en la que navegaba Ojeda y estaba mandada por su sobrino Pedro.

Nadie había visto jamás una gaviota negra, lo cual espantó a los hombres, que comenzaron a clamar asegurando que pronto naufragarían, pese a que un grumete canario insistió en que aquello no era en realidad una gaviota sino una pardela, un ave de aspecto muy parecido a las gaviotas pero de un color grisáceo, muy abundante en los acantilados del archipiélago.

Por alguna extraña razón al animal en cuestión le había salido el plumaje más oscuro de lo normal, pero, según el gomero, no había razón para tomárselo tan a pecho.

—Así como las gaviotas resultan incomibles —dijo tratando de calmar los ánimos—, los polluelos de pardela están considerados un manjar entre los habitantes de las islas, que se arriesgan trepando por los farallones en busca de las cuevas en que anidan. No es de buenos cristianos creer en brujerías cuando los fenómenos, por extraños que parezcan, tienen una sencilla explicación.

Pese a la lógica de sus comprensibles argumentos, muchos consideraron que algo malo iba a sucederles debido a que el maldito bicho, gaviota, pardela o lo que fuera, se había posado en la nave y permanecido allí hasta bien entrada la noche.

Tres días más tarde les sorprendió una borrasca, con lo que el Centauro se vio obligado a encerrarse en su camareta sin posibilidad de relacionarse con una tripulación reclutada en su inmensa mayoría por Ocampo y Vergara, y animada por tanto de su mismo espíritu mercantilista. Para aquellos hombres, Alonso de Ojeda no era el mítico caudillo que habría de conquistar un reino, sino alguien con el que no se sentían identificados y cuya única misión era conducirles a un lugar donde podrían satisfacer sus ansias de rapiña.

Debido a ello se enfurecieron cuando al avistar al fin la isla de Margarita, en la que pensaban obtener un abundante botín en gruesas perlas, el de Cuenca les recordó que los reyes le habían prohibido expresamente desembarcar en ella puesto que era un territorio reclamado tanto por el Almirante como por el adelantado Rodrigo de Bastidas.

—¿Y quién va a saber que hemos estado aquí? —protestó De Vergara.

—Yo —replicó con firmeza—. Y con ello me basta.

—Pero ni el Almirante, ni Bastidas ni nadie puede alegar derechos sobre territorios de las Indias sin haber hecho fundaciones y haberse asentado en ellas. ¡No es justo!

—No se trata de lo que reclamen Rodrigo de Bastidas o el Almirante; se trata de lo que ordena la Corona. Si no respeto sus leyes, ¿qué derecho tengo a reclamar el reino que tan graciosamente me han ofrecido? Sigamos pues, que ya encontraremos riquezas que nadie más reclame para sí.

Resultaba muy duro navegar por unas aguas increíblemente cristalinas sabiendo que allí mismo, bajo las quillas, yacía un tesoro de incalculable valor que tal vez nadie acudiría nunca a recoger.

—Mala aventura es ésta en la que nos esperan infinitas calamidades, y encima no podemos compensarlas con un lógico beneficio —mascullaban los hombres en los sollados—. ¿A qué hemos venido?

Como buena haitiana, Isabel no entendía que nadie pudiera tener semejante interés por algo tan inútil como las perlas, pero menos aún entendía que existiera una ley que prohibiese que quien quisiera se lanzara de cabeza al agua y las cogiera.

—Si el mar está aquí desde antes de vuestra llegada, y las ostras crecen libres en el fondo, ¿por qué alguien se considera dueño de ese mar y de esas ostras? —inquirió en verdad perpleja—. Alcanzo a entender, aunque no demasiado, que los agricultores de Santo Domingo reclamen la propiedad de los frutos que producen los campos que han labrado a base de mucho sudar, pero que yo sepa, ni el Almirante ni ese tal Bastidas han plantado esas ostras bajo el agua; nacieron por sí solas, por sí solas producen las perlas y por sí solas morirán sin que nadie las aproveche.

Constituía en verdad un empeño harto difícil explicarle a una indígena, por muy bien que dominara el castellano, que para los habitantes de la vieja Europa todo, ¡absolutamente todo!, debía tener un dueño porque ése era el orden establecido, aunque no se supiera por quién, cuándo, ni dónde.

—Si en nuestra sociedad no existiera el concepto de propiedad, reinaría el caos —le explicó Ojeda.

—En Quisqueya nunca ha existido ese concepto y el caos únicamente reina desde que llegasteis los españoles afirmando que esto pertenece a éste y aquello a aquel otro —replicó ella—. Cada tribu vive en un territorio, pero nadie se opone a que una familia de otra tribu se establezca en él si acude en son de paz. Y cuando los huracanes destrozan las cosechas en una zona, sus habitantes se trasladan a otra que no haya sufrido daños, y los que allí viven comparten con ellos lo que tienen porque es probable que al año siguiente la región afectada sea la propia… ¿De qué te sirve ser dueño de los mejores frutales si el huracán los destruye y tu vecino no te ayuda? Te morirás de hambre igual que si nunca hubieras tenido nada.

Isabel, o Jinetilla, como al conquense le gustaba llamarla en la intimidad, se había convertido en la esposa legal del adelantado, no sólo a causa del ruego de la reina, lo cual evidentemente debió influir de forma positiva, sino sobre todo porque Ojeda sabía que la mayoría de los colonos que convivían con nativas continuarían considerándolas meras concubinas sin derecho alguno hasta que comprobaran que personajes de auténtico prestigio en el Nuevo Mundo accedían a casarse con ellas.

Y también sabía que, si bien muchos no se decidirían a hacerlo por simple respeto a esas mujeres, tal vez lo harían por los futuros derechos de los hijos habidos con ellas, puesto que no se reconocía su legitimidad como herederos, e incluso como hombres libres, a aquellos niños cuyos padres no estuvieran casados por la Iglesia, por lo que se les proporcionaba el mismo trato que al resto de los indios.

Y ese trato se prestaba a múltiples y complejas interpretaciones.

Pese a que la Corona hubiera ordenado bajo pena de muerte que se devolvieran a La Española a todos los indios que había traído Colón en sus primeros viajes, aboliendo al propio tiempo cualquier tipo de esclavitud y estableciendo, sin dar pie a la menor duda, que los nativos gozaban de los mismos derechos y deberes que los españoles, lo cierto es que al otro lado del océano las cosas solían interpretarse de forma muy diferente.

El comendador fray Francisco de Bobadilla zarpó de Sevilla en junio de 1500 llevándose de regreso a La Española a todos los indígenas esclavizados, y portando al mismo tiempo un mandato real por el que se le designaba gobernador de la isla en sustitución de los desacreditados hermanos Colón, cuyos abusos de autoridad y desconcertantes arbitrariedades llevaban camino de provocar una auténtica guerra civil.

Extralimitándose de forma evidente en sus funciones, el pesquisidor Bobadilla, tan prepotente o más que el propio Almirante, aunque con muchísimos menos méritos en su haber, apresó en público a los tres hermanos y los envió de regreso a España cargados de cadenas, detalle este último que desagradó de forma harto notable a sus majestades, quienes los dejaron de inmediato en libertad, aunque sin devolverles el gobierno de las colonias.

Pero así como el comendador había dado evidentes pruebas de excesiva firmeza y premura a la hora de encarcelar a quienes consideraba sus más peligrosos enemigos, no demostró idéntica eficiencia cuando llegó el momento de aceptar los mandatos reales respecto a los derechos de los nativos, acogiéndose a un conocido y antiquísimo precepto que ha guiado a los gobernantes cualquiera que sea su lugar de origen:

«Las leyes deben aplicarse con todo rigor, siempre que personalmente no nos perjudiquen».

Obedeciendo por tanto los mandatos de la reina Isabel, Bobadilla estableció una norma de obligado cumplimiento: los pacíficos indios araucos que nunca hubieran tenido intención de alzarse en armas contra la Corona no debían ser esclavizados, pero en compensación podían serlo todos aquellos a los que se acusara de «rebeldes», así como los bestiales antropófagos de origen caribe.

¿Cómo pretende un asno como Bobadilla, que ni siquiera sabe qué es lo que le diferencia de una mula, distinguir entre un indio amigo y un enemigo, o entre un comedor de hombres y otro de yuca?

La triste realidad se concretó en que a partir de entonces bastaba una simple acusación y la resolución de un funcionario para que un nativo, hombre, mujer o niño, pudiera ser declarado «rebelde» o caníbal, y por tanto esclavo.

Y por desgracia los funcionarios eran en su inmensa mayoría desvergonzados prevaricadores y reconocidos corruptos, puesto que no se habían arriesgado a cruzar el océano y habitar «en tierra de salvajes» para conformarse con un ridículo estipendio de amanuense.

A las Indias Occidentales se acudía huyendo de la justicia o a hacer fortuna, y cuando no se podía comerciar con oro, perlas, esmeraldas o palo brasil, se comerciaba con seres humanos.

Mucho más respetuoso con el espíritu que animaba a su soberana, el Centauro había decidido convertirse en el primer español que contraía oficialmente matrimonio con una nativa, con la esperanza de que de esa forma germinaría la semilla de una sociedad mixta en la que unos y otros pudieran integrarse de una forma pacífica.

Se esforzó para que Isabel aprendiera a leer y escribir con soltura, de modo que pudiera conocer cuanto fuera posible sobre la cultura llegada de la vieja Europa, pero insistió en que no intentara comportarse como una dama española sino que mantuviera la natural esencia de su origen haitiano, un difícil equilibrio entre dos mundos.

Siempre quise enriquecerla, nunca cambiarla.

El conquense entendía que resultaba muy sencillo disfrazar a una salvaje a base de vestirla con un corpiño y unas faldas, obligándola a caminar sobre unos incómodos zapatos, pero que así lo único que se conseguía era una patética y casi ridícula réplica de una señorita andaluza, no una verdadera hispano-haitiana.

En justa contrapartida aprendió su idioma y a comportarse en muchos aspectos como un verdadero indígena, y aceptó que aquel obsesivo y desmedido sentido de la propiedad privada era el principal obstáculo que separaba a ambas culturas.

Por ello, y a la vista de la isla de Margarita, le resultaba extremadamente difícil hacerle entender a su esposa que se veía obligado a respetar los deseos de unos lejanos reyes, lo que le impedía permitir que, contra toda lógica, sus hombres se apoderaran de unas perlas que si se quedaban allí nunca aprovecharían a nadie.

—La segunda barrera que separa nuestros pueblos de forma difícilmente salvable es el sentido de la jerarquía… —le explicó—. Por lo que he podido advertir, entre vosotros las órdenes de vuestros jefes sólo son de obligado cumplimiento en momentos de grave crisis, como una guerra o una catástrofe natural, pero entre nosotros cada acto está regido por unas leyes muy estrictas que no podemos ignorar sin exponernos a sufrir un duro castigo.

—¿Y eso no os convierte en esclavos de quienes dictan tales leyes? —quiso saber ella.

—Probablemente, pero de otro modo cada cual actuaría como le viniese en gana, apoderándose impunemente de lo que pertenece a otros.

—Volvemos a lo mismo… —razonó la muchacha—. Tales leyes existen por el hecho de que existe la propiedad privada. Cuanto más os conozco, más llego a la conclusión de que vuestros problemas nacieron la primera vez que alguien dijo «esto es mío».

—Supongo que tienes razón —se vio obligado a reconocer él.

—No pretendo tener razón, sino entender cómo funciona el sistema que estáis intentando imponerle a mi pueblo. Entre vosotros alguien dice «esto es mío», y en lugar de mandarle al diablo, se monta una complicada estructura en la que todos sufren las consecuencias de los caprichos de un estúpido que acabará muriéndose del mismo modo que se morirá el que nada tiene. —La peculiar y hermosa muchacha negó una y otra vez con la cabeza como si todo aquello se le antojara lo más absurdo del mundo—. Cuanto más intento entenderlo, menos lo entiendo.

—El problema no estriba en la primera vez que alguien dijo «esto es mío», sino en el hecho de que de inmediato otros le imitaron apoderándose de otra cosa.

—¿Y todos están ahora muertos?

—¡Naturalmente!

—Eso significa que cada uno de vosotros continúa sufriendo las consecuencias de lo que dijo un muerto. ¡Estúpido! ¡Estúpido y absurdo!

Resultaba en verdad estúpido y absurdo ir dejando atrás la amplia playa circular de la serena bahía de Juan Griego, abandonando un tesoro que se deslizaba bajo las quillas.

Aquél fue sin duda otro de los graves errores que cometiera el conquense a lo largo de su vida, puesto que los avariciosos comenzaron a comprender que con un capitán tan escrupuloso con los mandatos de los reyes poco provecho obtendrían.

—La pobre reina está tan preocupada por las locuras de doña Juana que no se enteraría de nada de lo que aquí ocurriese, mientras que a don Fernando tan sólo le interesan el vino y las mozas —decían—. ¿Es justo que sigamos siendo unos miserables muertos de hambre cuando a estas alturas podríamos nadar en la abundancia sin hacer daño a nadie?

Todos habían oído hablar de los «sacos de perlas como garbanzos» que la tripulación de Rodrigo de Bastidas había desembarcado en Sevilla, y las hermosas casas, las lujosas ropas y las costosas carrozas que docenas de hombres habían adquirido a cambio de ellas.

¿Acaso ellos eran menos españoles o menos valientes que quienes acompañaron a Rodrigo de Bastidas?

¿Acaso sus vidas no valían tanto como las de aquéllos?

¿Quién era Ojeda para decidir quién debía regresar rico y quién pobre?

Ocampo y Vergara se encargaban de avivar el fuego de un descontento que, a decir verdad, no necesitaba de excesivo aliento.

A ojos de su tripulación Alonso de Ojeda pasó en cuarenta y ocho horas de ser el admirado Centauro de Jáquimo al aborrecido Cretino de Margarita.

¡La propiedad privada! Siempre la propiedad privada.

¡Y la obediencia! Siempre la ciega obediencia.

La Jinetilla no dudó en advertírselo claramente:

—Intentas comportarte como nosotros, pero cuando se presenta la ocasión no lo haces —dijo sin mostrar en absoluto acritud—. No se trata de un caso de guerra o catástrofe y a nadie perjudica que esas perlas sean cogidas, salvo a ti mismo, pero has elegido ser el perro fiel de tus señores a ser el dueño de tu destino. ¡Rezo para que no tengas que sufrir las consecuencias!

De nada valdrían tales rezos; aquélla era una ofensa que muchos estaban esperando devolver con creces. Para colmo de desgracias, en su afán de respetar las leyes y no arriesgarse a iniciar la conquista de su virreinato en tierras que ya hubieran sido reclamadas, el Centauro tomó la decisión de alejarse aún más hacia el oeste. Sin la ayuda de su fiel amigo De la Cosa, perfecto conocedor de las estrellas, las latitudes y las longitudes, no podía confiar más que en un cosmógrafo de tercera fila, Vidal, que ninguna experiencia tenía del Nuevo Mundo puesto que aquélla era su primera travesía del océano.

—¿Nos encontramos aún en los territorios reclamados por Rodrigo de Bastidas? —insistía Ojeda una y otra vez.

—Lo ignoro, capitán. Todas estas selvas, cabos y ensenadas se parecen tanto entre sí que resulta imposible determinar en qué punto de la costa concluyó su andadura. Ni siquiera con un mapa conseguiría determinarlo con total exactitud, y no contamos con ningún mapa.

—Continuemos pues hacia el oeste.

Cada día de navegación eran nuevas leguas que les separaban de las ansiadas perlas de Margarita, y por tanto otro día en que aumentaba el descontento de sus hombres.

Por fin, consciente de que si continuaba navegando sin destino las tripulaciones acabarían por amotinarse, el Centauro decidió desembarcar en una región agreste y desolada en la que los indígenas no tardaron en mostrar una actitud decididamente hostil.

No era un lugar apropiado para fundar la capital de un glorioso virreinato, y en nada se parecía al Edén que habían encontrado en la fabulosa Venezuela, pero al Centauro de Jáquimo no le quedaba otra opción que establecerse allí, o regresar a Margarita traicionando sus promesas a la reina.

—Ni una legua más al oeste… —le habían advertido en tono amenazante Ocampo y Vergara a poco de poner pie en tierra—. Aquí parece haber rastros de oro y aquí nos quedamos.

Eran dos votos contra uno.

Había oro, en efecto, pero en tan poca cantidad y de tan baja calidad que era necesario trabajar muy duramente para extraerlo, o luchar con demasiada ferocidad con el fin de arrebatárselo a unos esquivos indígenas que apenas lo usaban como sencillos adornos.

Se inició un largo y doloroso calvario de incierto futuro en un desesperado intento por alzar una «ciudad» en el lugar menos apropiado que nadie hubiera podido elegir.