El obispo Juan Rodríguez de Fonseca, cada vez más flaco, cada vez más ciprés, observó desde el otro lado de su enorme mesa de despacho siempre repleta de misteriosos mapas, secretos derroteros e inclasificables documentos, a su pequeño pero altivo visitante, y tras rascarse pensativo el mentón repetidas veces, señaló:

—Me preocupa que al recurrir a banqueros y prestamistas a la hora de poner en marcha una empresa de tanta enjundia como es establecer un virreinato en tierra de salvajes, corráis serios peligros cuando llegue el momento de repartir beneficios y al mismo tiempo impartir justicia.

—¿Y eso por qué?

—Porque esa clase de gente sólo atiende a los asuntos económicos, y cosa sabida es que dinero y justicia no suelen hacer buenas migas.

—No obstante, con vuestra venia lo intentaré, y procuraré obrar siempre con equidad.

—Me consta, pero como asegura el dicho popular, «el infierno está empedrado de buenas intenciones». Y eso no basta.

—¿Debo, según eso, renunciar a mi empeño?

—¡En absoluto, don Alonso! ¡En absoluto! —se apresuró a protestar don Juan—. Me agrada sobremanera vuestra iniciativa y además no soy quién para oponerme a los deseos de la reina. Lo único que intento es trasladaros mis inquietudes.

—Inquietud que comparto, si eso os alivia, monseñor, pero decidme: si la Corona no arriesga en semejante empresa ni siquiera un cobre, ¿cómo puedo arreglármelas para armar diez naves con los enormes gastos que ello conlleva?

—Difícil pregunta, a fe mía, o más bien cabría decir, difícil respuesta a una sencilla pregunta, porque nos encontramos, como casi siempre, entre las razones de los sueños y las pesadillas de la realidad. ¿Me permitís un consejo?

—Es lo único que demando de vuestra eminencia.

—Conceded a banqueros y prestamistas derechos sobre el oro, las perlas, los diamantes, las esmeraldas, las especias o el palo brasil, pero sobre nada más. Y eso bajo la condición de que nunca empleen mano de obra esclava.

—¡Difícil me lo ponéis vos ahora a mí! —se lamentó el conquense—. Por lo que tengo entendido, el trabajo en las minas de esmeraldas, o bucear en busca de grandes perlas suele ser duro, y no creo que haya muchos cristianos dispuestos a cruzar el océano para esforzarse, dejándose la piel en el intento, para que sean otros los que multipliquen sus riquezas.

—Lo supongo, y por eso me atrevo a advertiros que dejéis que sean los que aportan el dinero quienes contraten a ese tipo de trabajadores, mientras que vos os limitéis a negociar con marinos, soldados y agricultores. Una gobernación o un virreinato no se fundan sobre el oro o las perlas, sino sobre quienes conquistan las tierras, las cultivan y defienden.

—Creo que en eso tenéis razón, y lo que también es cierto es que al escucharos, a vos y a la reina, empiezo a tener la sensación de que gobernar grandes territorios, por muy nuevos que sean, no es tarea sencilla.

—Podéis jurarlo —replicó el eclesiástico—. Pese a la admiración y el respeto que siento por el legendario Centauro de Jáquimo, no puedo ocultaros que, al igual que ocurre con el Almirante, os considero más capacitado para explorar y conquistar que para administrar.

—Es un temor que me asalta con cierta frecuencia.

—Lo suponía, y por ello me atrevo a haceros una propuesta.

—¿Y es?

El Ciprés Burgalés se puso en pie, se paseó a largas zancadas por la amplia estancia como si necesitara tiempo y espacio para ordenar sus pensamientos, y por último se aproximó a su interlocutor. Apoyando la mano en la mesa, se inclinó para observarle muy de cerca y señalar:

—Estoy seguro de que podré convencer a sus altezas para que os confíen de nuevo cuatro naves con las que continuar con esa labor de adelantado que con tanta eficacia habéis llevado a cabo. Os asignaría una generosa cantidad para vuestros gastos personales y un quinto de los «rescates» en oro, perlas, esmeraldas, maderas y especias que trajerais de vuelta a casa.

—¿Acaso pretendéis que continúe siendo explorador por el resto de mis días, renunciando a mi propia gobernación?

—¡Exactamente!

—¡Oh, vamos, eminencia! —protestó Ojeda, como si aquélla fuera la propuesta más absurda que hubiera escuchado nunca—. ¿A quién, que no sea de sangre real, se les ha brindado la oportunidad de poseer sus propios territorios antes de haber cumplido treinta años?

—A nadie que yo sepa.

—¿Entonces…? ¿Cómo se os ocurre pedirme semejante cosa?

—Se me ocurre porque me precio de conocer a los hombres y estoy convencido de que vuestro destino no es sentaros en una mullida poltrona a contemplar el mismo paisaje hasta que os muráis de viejo.

—¿Cuál es, entonces? —quiso saber el de Cuenca—. ¿Vagabundear de un lado a otro matando salvajes hasta que uno de ellos se me adelante y no me permita llegar a viejo?

—¡Probablemente!

—¡Pues no le veo la gracia! Con todos los respetos, eminencia, no le veo la maldita gracia a la idea de pasar el resto de mi vida vomitando por la borda de un maloliente barco, o tratando de evitar que una flecha surgida de las sombras me salte un ojo. ¿Se la veis vos?

—Yo no soy Alonso de Ojeda, querido amigo —repuso el otro con una ancha sonrisa—. No os niego que a menudo he pensado que me gustaría serlo, pero por desgracia es algo que está fuera de mi alcance y del de cualquier otra persona que yo conozca. —Abrió las manos en un ademán que pretendía explicarlo y concluyó—: Por suerte o por desgracia, Alonso de Ojeda, el Centauro de Jáquimo, sólo hay uno.

—Me halagáis, pero no me convencéis.

—¡Lástima!

—¿Por qué?

—Porque cuando, como en vuestro caso, alguien nace con un talento especial para una determinada labor, no debería permitírsele que se dedicara a otros menesteres que no fueran aquellos para los que ha sido llamado. Un buen filósofo, un comediógrafo, un pintor o un escultor están obligados a ser lo que son y no otra cosa, porque el Señor así lo dispuso.

—¿Y realmente creéis que el Señor dispuso que yo fuera un matachín de taberna, un perdulario y un vagabundo? —bufó el conquense casi fuera de sus casillas—. ¡Por los clavos de Cristo!

—El matachín de taberna, el perdulario y el vagabundo no son más que fachadas que ocultan a un auténtico adelantado llamado a prestar grandes servicio a su patria. Creo que a eso es a lo que estáis abocado, no a engordar las posaderas vagabundeando por los salones de un palacio por grande que sea.

Muchos años después, ¡muchos!, cuando se encontraba ya casi a las puertas de la muerte, Alonso de Ojeda hubo de reconocer que su buen amigo, el inteligente obispo don Juan Rodríguez de Fonseca, tenía razón en sus apreciaciones y había demostrado conocerle mucho mejor de lo que él mismo se conocía.

La estrella bajo la que había nacido allá en un pueblecito de Cuenca era sin duda una estrella errante, o mejor aún, un cometa destinado a recorrer un universo desconocido, que no era otro que aquel recién descubierto Nuevo Mundo.

Resultaba evidente que ninguna corona se ajustaba a su cabeza, y que sus manos no estaban hechas para sostener un cetro sino una espada.

El título de «adelantado», pero adelantado a su tiempo y a sus contemporáneos, le cuadraba mucho mejor que el de «virrey», oficio para el que sin duda no estaba en absoluto dotado.

Aquella mañana, en aquel oscuro despacho repleto de documentos, y frente a aquel escuálido hombre convencido de lo que decía, Ojeda debía haber aceptado cuál era su verdadera misión, aquella para la que había nacido, pero la tentación de pasar de ser el segundón de una noble familia venida a menos, a gobernador de un mítico lugar llamado Coquibacoa, pudo más que la lógica.

Aquél fue sin duda uno de los mayores errores de mi vida.