—¿Realmente es tan hermoso?
—Hablar de hermosura aquí, en los jardines de la Alhambra, resulta en verdad harto difícil, señora. Dudo que ni el mejor poeta fuera capaz de describir la grandiosidad de los ríos, los montes, los lagos y sobre todo las selvas que encontramos en nuestro camino. Además, no soy más que un pobre soldado parco en palabras.
—Hasta ahora lo estáis haciendo muy bien. Continuad.
Alonso de Ojeda observó con pesar aquel rostro cansado, aquellas manos temblorosas y aquellos ojos antaño desafiantes; ojos de una mujer que sabía dueña del mundo y madre de reyes, y ahora se mostraban apagados, mustios y como sin vida porque habían visto tanta desgracia que se diría que ya no deseaban continuar mirando alrededor.
—Es como un inmenso bosque que comenzara en los Pirineos y concluyera en Cádiz, y donde árboles de treinta metros de altura se encuentran tan pegados los unos a los otros que a menudo un hombre no puede pasar entre ellos. Sus copas proporcionan tal sombra que os aseguro que ni un rayo de sol tocaría nunca el suelo de nuestra patria.
—¿Ni siquiera en La Mancha?
—Ni siquiera en La Mancha, majestad.
—¡Exageráis, Ojeda! No alcanzo a imaginar esas interminables llanuras sin estar castigadas por un sol de justicia.
—Como gustéis, alteza, pero a fe de caballero que durante una semana de navegación no distinguimos en cuanto alcanzaba el horizonte más que un verde manto de vegetación que le hacía la competencia al mar. Y en cuanto desembarcábamos, ese manto nos cubría a tal altura que se nos quebraba el cuello de mirar hacia arriba.
—¿Cuántas naves se podrían construir con tanta madera?
—Las suficientes para embarcar en ellas a todos los cristianos e incluso a la mayor parte de musulmanes.
La boca, arrugada y reseca, desechó por un instante su eterno rictus de amargura en lo que aspiraba a ser una leve sonrisa.
—Muchas naves son ésas, sin duda, y creo que no estaría de más que de ahora en adelante enviáramos a las Indias a nuestros mejores carpinteros de ribera con el fin de que las construyan allí y respeten de ese modo nuestros bosques.
—Una decisión muy acertada, sin duda.
—Se la trasladaré al obispo Rodríguez de Fonseca. Y ahora decidme: ¿cómo están las cosas por La Española?
—Revueltas.
—¡Eso ya lo sé, Ojeda, no me toméis por tonta! No quiero que repitáis los informes oficiales que me llegan de allende el océano. A fe que son demasiados y con frecuencia farragosos, cuando no contradictorios; lo que me interesa es la opinión de alguien en quien confío y que conoce el tema a fondo.
—Le debo mucho al Almirante, majestad.
—Más le debéis a vuestra reina… ¿O no?
—Sin duda alguna, majestad.
—En ese caso, hablad con absoluta libertad a sabiendas de que nada de lo que digáis saldrá de mis labios. ¿Es cierto que don Cristóbal hace mal uso de la autoridad que le concedimos?
—Con todos los respetos, majestad, no le concedisteis autoridad, sino poder.
—¿Y cuál es a vuestro modo de ver la diferencia?
—La autoridad se limita a hacer cumplir leyes previamente establecidas; el poder crea nuevas leyes y las impone por la fuerza.
—¡Sutil diferencia! —admitió la anciana con un leve ademán de asentimiento—. ¡Sutil, en verdad, pero acertada! Enviamos a don Cristóbal a las Indias con el mandato de propagar la fe en Cristo, explorar nuevas tierras y tomar posesión de ellas en nombre de la Corona, lo cual significa que deben estar sujetas a las normas que Nos dictamos. No obstante, si impone otras leyes, y por vuestras palabras deduzco que eso hace, esas tierras y sus gentes no se encuentran realmente bajo el mandato de la Corona.
—Son muchos los que allí opinan que los indígenas no deben ser tratados como ciudadanos españoles sino como esclavos.
—Me consta y lo repruebo, pero al parecer mi voz no es suficientemente potente para que se escuche al otro lado del océano.
El Centauro nada dijo, puesto que aquélla era una afirmación que, pese a ser cierta, tan sólo le estaba permitido expresar a la propia interesada.
Ésta bajó la vista para observarse largamente las manos, como preguntándose si aquella piel cubierta de manchas y aquellos dedos encorvados eran los mismos que la habían acompañado toda su vida. Por último inquirió sin alzar la cabeza:
—¿Y vos qué opináis de todo ello, Ojeda? ¿Consideráis que los nativos son iguales a nosotros?
—Mi esposa es una india, majestad.
—¿Vuestra esposa o vuestra concubina? Por lo que tengo entendido, no os habéis casado con ella.
—Isabel aún no ha sido bautizada, por lo que no entiende muy bien lo que eso significa. Pero en cuanto esté debidamente preparada me casaré con ella.
—¿Isabel…? —se sorprendió la reina—. ¿Acaso es ése también un nombre indígena?
—¡En absoluto, majestad!
—¿No pretenderéis hacerme creer que le habéis puesto ese nombre en mi honor?
—No lo pretendo, majestad.
—¡Pero es cierto! —De nuevo la sonrisa asomó a sus cuarteados labios—. ¡O al menos así quiero creerlo! ¿Cuál era su nombre original?
—Jineta.
—¿Jineta? ¡Extraño sin duda en una isla en la que no existían los caballos! ¿A qué se debe?
—Es una larga historia, majestad.
—Resumidla.
—Se trata de la muchacha a la que obligué a subir a la grupa de mi caballo la mañana que secuestré a Canoabo. Hace tres meses, cuando me encontraba reparando las naves en Santo Domingo, poco antes de emprender el regreso, se presentó una noche en mi casa y me dijo: «Quiero que vuelvas a subirme a tu caballo».
—¡Increíble!
—Al parecer, el animal, la coraza, los gallardetes, las armas y todo cuanto ocurrió aquel día, que fue a decir verdad harto movido, la impresionaron de tal forma que a partir de entonces decidió llamarse Jineta, y su único deseo fue revivir aquel momento.
—¡No me sorprende! —reconoció la anciana—. Sin duda os convertisteis a sus ojos en la encarnación del dios de la guerra; esa especie de héroe mitológico con el que sueñan todas las muchachas cualquiera que sea la raza a la que pertenezcan.
—Lo malo es que siempre llega un momento en el que comprenden que no tenemos nada de héroes mitológicos y sí mucho de míseros seres humanos. Un hombre no pueda andar a todas horas con el casco, la espada y la coraza.
—Ése no es vuestro caso, Alonso; estoy segura de que no es vuestro caso y sabréis hacer honor a todas las esperanzas que esa muchacha ha puesto en vos. —Hizo un leve gesto con la mano para dar por zanjado el tema y dijo—: Pero sigamos con el negocio que nos ocupa; según parece, el Almirante actúa más como rey que como virrey. ¿Me equivoco?
El de Cuenca meditó la respuesta; recorrió con la vista el hermoso paisaje que se extendía ante ellos, con Granada al fondo, y tras lanzar un suspiro para señalar la dificultad que entrañaba dar una respuesta correcta, respondió:
—Para alguien que no ha nacido en noble cuna y por lo tanto no está habituado desde muy joven a lo que significa ser siempre obedecido, debe de resultar muy difícil asimilar el hecho de que de improviso se ha convertido en todopoderoso. En mi modesta opinión, eso le ha ocurrido al Almirante. Al propio tiempo, y a causa de su desmedido afán por encontrar un camino hasta la China, desatiende con demasiada frecuencia el gobierno de la isla dejándola en manos de incapaces.
—Lo sé. Y también sé que existe una facción descontenta que capitanea un tal Roldán. ¿Qué sabéis de él?
—Que algo de razón le asiste, aunque ello no justifique su rebeldía, más motivada por la ambición que por el ansia de justicia que pregona. A decir verdad, señora, son negocios de política en los que intervienen demasiados intereses, y eso es algo de lo que ni entiendo ni tengo interés en aprender. Soy un soldado, un hombre de acción, no un intrigante.
—Me consta, y ello os honra. Por eso os aprecio tanto —fue la amable respuesta—. No obstante, si como parece aspiráis a la gobernación de ese virreinato de Coquibacoa, Venezuela, o como gustéis llamarlo, deberíais empezar a preocuparos por licenciaros en el arte de la intriga política, o duraréis muy poco en el mando. Os lo dice alguien de sobrada experiencia en ese campo.
—¿Acaso aprende el perro viejo a cazar perdices? —repuso el conquense—. Mi vida son las armas y encarar de frente al enemigo, por lo que dudo que algún día sea capaz de distinguir al verdadero amigo del mísero intrigante que aspira a despojarme de lo que obtuve en buena lid.
—¡Mal destino os espera en ese caso, Ojeda! ¡Malo en verdad! ¿Es cierto que sois el único que ha regresado de las Indias sin un cargamento de oro y perlas?
—No me enviasteis a por oro y perlas, majestad, sino a determinar si las Indias son simples islas o un auténtico continente.
—¡Cierto! Pero igualmente cierto es que una cosa no quita la otra. Por lo que me habéis contado, hicisteis escala en Margarita, donde las perlas abundan como la arena. Cristóbal Guerra ha traído sacos repletos de ellas. Y sin embargo, vos, nada. También me consta que habéis recorrido las costas del país de las esmeraldas, y tampoco os habéis preocupado de hacer un buen acopio de unas joyas que aquí tanto se aprecian… —La anciana negó con la cabeza como si le costara admitir tanta inocencia—. ¿Pero qué clase de hombre sois, que de ese modo desprecia la riqueza?
—El que mi madre trajo al mundo, con sus escasas virtudes y sus muchos defectos; y entre ellos nunca estuvo la avaricia.
—Existe una gran diferencia entre la avaricia y el buen entender, Ojeda —intentó hacerle comprender la reina—. No os interesan las riquezas, pero ahora me estáis pidiendo capitulaciones para armar una escuadra con la que conquistar un reino de nombre casi impronunciable, Coquibacoa. ¿Con qué contáis a la hora de financiar tan costosa aventura?
—Con nada.
—Me lo temía. —La anciana lanzó un sonoro suspiro y exclamó—: ¡Ay, Señor, Señor! ¿Por qué me habéis enviado este castigo? Cuando encuentro un hombre en el que puedo confiar, resulta ser un iluso, mientras que aquellos que tienen los pies bien asentados sobre la tierra, no suelen ser de mi agrado. Rodríguez de Fonseca, que os quiere bien, me aconseja que acepte vuestra propuesta siempre que estéis en condiciones de armar diez naves para garantizar el éxito de la empresa.
—¡Diez naves! —no pudo por menos que exclamar horrorizado el Centauro—. ¡Qué la Virgen me asista! ¿De dónde voy a sacar diez naves con todos sus pertrechos y tripulantes?
—Lo ignoro, pero ¿es que pretendíais conquistar un reino sin contar con los medios apropiados? —pareció asombrarse ella—. Mi señor, don Fernando, os aprecia casi tanto como yo, pero me ha dado a entender, y comparto su criterio, que la Corona no se puede arriesgar a un fracaso cuando ingleses, franceses y holandeses tienen los ojos puestos en las Indias.
—¿Qué pretendéis decir?
—Que en especial los ingleses son como buitres al acecho; nada pueden hacer por el momento, pero estoy convencida de que acudirán al olor de la carroña allí donde los nativos nos hayan vencido. ¡Únicamente la fuerza mantiene a raya a la fuerza!
—Entiendo.
—Eso me congratula, porque tener presente que cada vez que una de nuestras banderas caiga, aparecerá un inglés dispuesto a alzar en su lugar la suya… —Cerró los ojos y de nuevo se sumió en un largo silencio fruto sin duda del cansancio, pero cuando su interlocutor hizo intención de retirarse discretamente, le detuvo colocándole con suavidad la mano sobre el antebrazo—. ¡Quedaos! Sois de las pocas personas con las que a estas alturas de la vida aún me agrada hablar, tal vez porque sois de los pocos que aún conserva, pese a vuestra triste fama, la inocencia. —Retiró la mano, se la pasó por el rostro y al poco añadió—: He vivido mucho, tal vez demasiado puesto que me ha tocado ver cómo aquellos a los que más quería me dejaban, y por si fuera poco, mi hija me inquieta por lo enfermizo de sus celos, aunque justificados. Temo por su futuro y tal vez preferiría no verlo, pero por otra parte lamento no ser testigo de los fabulosos acontecimientos que están por llegar. ¡Loado sea Dios! ¡Todo un continente por descubrir y cristianizar!
—En vuestro nombre se hará, y serán vuestras banderas las que ondeen en cada ciudad que se funde al otro lado del océano.
—¡Poco queda cuando lo único que quedan son banderas, querido amigo! —le hizo notar ella, convencida—. No obstante, cuando llegue el momento de rendir cuentas podré alegar que transformé una serie de pequeños reinos enemistados entre sí en un verdadero país en el que la unión hace la fuerza, expulsé a los infieles de nuestro suelo, e intenté llevar la palabra de Dios a los confines del mundo. ¿Bastará con eso?
—Nadie habrá tenido más motivos para entrar por la puerta grande en el Reino de los Cielos… —sentenció Ojeda—. Y en la historia.
—La historia tan sólo son palabras huecas que demasiado a menudo dependen de quien las pronuncie. Llegará el día en que otros encuentren argumentos para justificar que la España que acabamos de crear deba desmembrarse de nuevo para mayor gloria de míseros reyezuelos ambiciosos. —Hizo un gesto con la mano como desechando ideas molestas, para cambiar de tono y añadir—: ¡Pero vayamos a lo que importa y no pensemos en un futuro a largo plazo! Habéis venido en demanda de un virreinato y os lo concedo bajo las siguientes condiciones: primera, os haréis cargo de los gastos de la empresa sin que la Corona aporte ni un solo maravedí, pero ésta recibirá a cambio un quinto de todos los beneficios que se obtengan, provengan de donde provengan. Segunda, acataréis nuestras leyes sin dictar otras nuevas; trataréis a los nativos como a los cristianos y os estará prohibido bajo pena de muerte comerciar con esclavos. Y tercera, pero no la menos importante, llevaréis la fe en Cristo hasta el último rincón de vuestro «reino».
—Se hará como ordenáis. Tan sólo una pregunta: ¿el título será hereditario?
—En principio no, aunque todo dependerá de vuestros méritos y de quien esté llamado a sucederos. El hecho de que fuera un mestizo, hijo de español y nativa, sería a mi modo de ver un punto a su favor, pero tened por seguro que ya no seré yo quien os juzgue con la excesiva benevolencia que a menudo os dispenso. Son muchas las mujeres que han acudido a mí rogando que os castigue por haberlas dejado viudas antes de tiempo.
—Su majestad sabe muy bien que jamás busqué ni deseé tales muertes.
—¡Gracias a ello no colgáis hace tiempo de un árbol! —De nuevo un amago de sonrisa y de nuevo una negación con la cabeza—. Siempre me ha asombrado el hecho de que siendo como sois, tan dulce y agradable en el trato, tengáis no obstante esa sorprendente capacidad para atraer la violencia como la miel atrae a las moscas. ¿A qué lo achacáis?
—¡Ojalá lo supiera, señora! —fue la sincera respuesta—. ¡Ojalá lo supiera! Recuerdo que en cierta ocasión estaba cenando tranquilamente en una posada de Segovia en la que nadie me conocía y donde había casi medio centenar de parroquianos armando bulla. De pronto entró un malandrín con ganas de armar bronca, observó uno por uno a todos los presentes, y sin mediar palabra vino directamente hacia mí, pese a que yo ni siquiera le había mirado.
—¿Y qué ocurrió?
—Que intenté convencerle de que me permitiera acabar con una porción de cochinillo que me estaba sabiendo a gloria, pero al muy desvergonzado no se le ocurrió nada mejor que escupir en mi plato.
—Conociéndoos, imagino que poco afortunada fue esa idea. ¿Lo matasteis?
—No fue necesario; le desarmé tres veces y a continuación le obligué a comerse el plato, escupitajo incluido.
—¿El plato? —se asombró ella—. ¿Obligasteis a un hombre a comerse un plato de madera?
—Era de barro, majestad, y permití que lo machacara bien y lo fuera ingiriendo lentamente, cucharada a cucharada, acompañado de un buen vino. Acabó completamente borracho.
—¡Sois increíble, Ojeda! ¡Realmente increíble! Cuando os escucho me obligáis a pensar seriamente en no concederos ese virreinato, porque lo que en verdad me apetece es teneros cerca para que alegréis mis últimos años con el relato de vuestras fabulosas hazañas. ¿Es cierto que jamás habéis sentido miedo?
—No lo es, majestad.
—¡Ya me lo parecía! ¿Cuándo lo sentisteis?
—Prefiero no hablar de ello.
—Pero yo quiero saberlo.
—¡Por favor!
—¡Es una orden!
El de Cuenca dudó, y se le notaba extrañamente nervioso; recorrió con la vista el jardín buscando ayuda o cerciorándose de que nadie más iba a escucharle, y lanzó una suplicante mirada a su soberana, pero como ésta insistía asintiendo con la cabeza al tiempo que fruncía el ceño, musitó de forma casi inaudible:
—Fue una noche en que la princesa Anacaona me pidió que le hiciera el amor.
—¡Curioso! —exclamó la reina, un tanto confusa—. ¿Acaso sois impotente? No es eso lo que tenía entendido.
—Es que era la octava vez que me lo pedía en menos de seis horas.
—¡La octava! —se horrorizó ella—. ¡Santo Cielo!
—Eso mismo dije yo.
—Como probablemente sabéis, he dictado una ley por la que ningún hombre puede solicitar de su esposa que le atienda en ese aspecto más de seis veces diarias, pero que una mujer lo solicite ocho se me antoja un abuso. ¿Lo conseguisteis?
—¡De milagro, majestad! ¡De auténtico milagro!
—¡A veces ocurren, y me alegra que en esa ocasión sirviera para que dejarais en buen lugar el pabellón español! ¿Es tan hermosa como aseguran?
—Mucho, alteza, y no sólo físicamente; es inteligente, amable, magnífica poetisa, y canta y baila en fiestas que los nativos llaman areitos de una forma harto sensual, pero en absoluto provocativa. Estoy seguro de que os agradaría conocerla.
—Tal vez la haga venir, porque resulta evidente que ya no estoy en condiciones de atravesar el océano. Probablemente ello contribuiría a que nuestros respectivos pueblos se entendieran mejor, que es lo que tanto don Fernando como yo deseamos. Mi intención no es anexionar, sino unir. ¿Entendéis la diferencia?
—Digamos que es algo así como convivir con Isabel como mi concubina, o casarme con ella.
—¡Exactamente! Y por tanto os suplico, que en este caso no os ordeno, que como mi capitán más fiel y amado, al que todos admiran y respetan, deis cuanto antes ejemplo de cuáles son nuestros deseos.
—¡Se hará como ordenáis!
—Repito que no es orden sino ruego.
—Un ruego de vuestra majestad siempre será una orden.