Caían del cielo como una lluvia fina, silenciosa y mortal, surgiendo de las profundas tinieblas de una noche sin luna, como estrellas fugaces que surcaran la bóveda celeste sin que se advirtiera su presencia hasta que se clavaban profundamente en la carne.

Un infeliz serviola que se había acostado muy cerca de la orilla del agua ajeno a cualquier tipo de peligros no llegó a despertar porque una de las flechas que llegaron con la primera andanada le penetró justamente por el ojo derecho clavándole el cráneo en la arena.

Media docena de hombres aullaron de dolor.

Eran flechas muy largas, o mejor sería decir simples varas de bambú de casi metro y medio y el grosor de un dedo, afiladas por un extremo y con una muesca y un manojo de plumas de papagayo en el otro.

Pero cuando caían de casi cuarenta metros de altura podían atravesar a un hombre de parte a parte e incluso de arriba abajo.

Siguió un denso silencio roto tan sólo por los lamentos de los heridos y las voces de Ojeda ordenando a sus hombres que buscaran refugio bajo los cascos de las naves varadas en tierra.

—¿Dónde están?

Ésa era la pregunta clave: ¿dónde demonios estaban? Ni un leve rumor ni un ligero movimiento delataban su presencia, y cuando cuatro hombres abandonaron espada en mano el seguro refugio de las naves para ir en busca del enemigo, una nueva nube de flechas los alcanzó de inmediato.

—¿Cómo es posible? —exclamó alguien—. ¿Acaso son gatos que ven en la oscuridad?

Debían de serlo; gatos o jaguares, pues mientras los españoles andaban a tientas incapaces de distinguir un cuerpo a tres metros de distancia, al parecer sus enemigos los distinguían con tanta nitidez como si se encontraran a plena luz de día.

Pasó un largo rato y cuando confiaron en que al fin el peligro había pasado, de nuevo se precipitó sobre ellos una nueva lluvia de flechas, la mayor parte de las cuales fue a clavarse en la cubierta o los cascos de los barcos.

Alonso de Ojeda las observó muy de cerca, y luego mascullo:

—Vienen de todas partes, incluso del mar. A los que se esconden en tierra no podemos alcanzarlos, pero sí a los que estén en las piraguas. ¡Fuego en esa dirección!

Descargaron cuanto tenían a mano y el estruendo fue tal, ya que no la eficacia, que a poco pudieron percibir que el enemigo se alejaba y no volvieron a ser molestados durante el resto de la noche.

El amanecer ofreció un paisaje desolador, con un hombre muerto, una docena de heridos, tres de ellos de consideración, y una playa donde las varas de bambú coronadas de plumas parecían haber crecido en la arena como espigas en un erial.

Pero ni el menor rastro de presencia humana en tres leguas a la redonda.

—¡Hijos de la gran puta!

—¿Qué hacemos, capitán?

—¿Y qué podemos hacer? —inquirió a su vez el de Cuenca—. Mantener los ojos bien abiertos, continuar reparando las naves y dormir bajo techo.

—¿Es que no piensa castigarles?

—¿Cómo? ¿Persiguiéndoles entre esas dunas para que nos vayan eliminando a flechazos? Eso es lo que querrían: llevarnos a su terreno para irnos cazando uno tras otro.

—No nos asusta una pandilla de salvajes desnudos.

—¡No, claro que no, hijo! —replicó el Centauro—. Estoy seguro de que no os asustan, pero os prefiero vivos y asustados a valientes pero muertos. No nos enviaron aquí a demostrar nuestro valor matando salvajes, sino a explorar y contar con la mayor fidelidad posible cuanto veamos. Y lo que estamos viendo es que existe gente pacífica y gente hostil, de la misma manera que animales tan inofensivos y perezosos que tardan un día en trepar a un árbol, y otros tan feroces y rápidos que te arrancan una mano en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Pero es que somos soldados!

—¡Cuando soldado, soldado; cuando adelantado, adelantado!

Se oyeron murmullos de protesta, pero la mayoría aceptó que su comandante tenía razón, y que ningún provecho se obtendría de perseguir y castigar a una cuadrilla de salvajes que al fin y al cabo se limitaban a defender sus tierras de unos extraños seres llegados desde el otro lado del océano.

El conquense cumplía a rajatabla las órdenes que le había impartido el obispo Fonseca: «Se trata de saber, no de matar —le había señalado muy seriamente—. Me consta que eres de los mejores a la hora de matar, pero eso puede hacerlo cualquiera; lo que necesito que me traigas no son victorias, sino conocimientos».

Así pues, se limitaron a dar cristiana sepultura al malogrado serviola que ni siquiera se había enterado de que caían estrellas de muerte, curar a los heridos y volver a la tarea de librar de parásitos las naves.

El calor arreciaba y el agua comenzaba a escasear. Maese Juan de la Cosa insinuó la posibilidad de abandonar la nao más dañada y continuar el viaje en las tres restantes, aunque eso sí, bastante apretados, pero su amigo se negó en redondo:

—Los reyes me confiaron cuatro barcos, y cuatro barcos devolveré a no ser que una galerna, una poderosa escuadra enemiga o un verdadero ejército me lo impida. Como comprenderás, no puedo regresar a contarle al obispo Fonseca que me vencieron unos sucios gusanos.

—¡A fe que suena ridículo! —admitió el otro y soltó una divertida carcajada—. El gran Alonso de Ojeda, el Centauro de Jáquimo, el mejor espadachín conocido y el hombre que secuestró a Canoabo ante las mismísimas narices de cientos de guerreros, derrotado por la puta carcoma. ¡Tu prestigio se iría al traste!

—Hace tiempo aprendí que quien se preocupa en exceso por su prestigio acaba por desprestigiarse —fue la respuesta—. Pero quien se preocupa por cumplir la palabra dada siempre mantendrá la cabeza alta. Y yo ya soy suficientemente bajito para no querer empeorar las cosas teniendo que agachar la cabeza.

—Para mí que tú sólo has agachado la cabeza ante Anacaona —bromeó el otro dándole un leve codazo—. Y no por humildad, sino por razones bastante más apetitosas.

—¡Yo nunca he hecho esas cosas!

—¡Pues tú te lo pierdes! Y tiempo al tiempo, que ya lo dice el refrán: «Cuando las fuerzas no alcanzan para empuñar la espada, se empuña la daga».

—Todavía me quedan fuerzas para empuñar la espada cuanto haga falta… Y algunas muchachas de Paria pueden dar fe de ello. Pero dejémonos de guarradas y vayamos a lo que importa. Estoy pensando seriamente en la posibilidad de enviar uno de los barcos a hacer aguada.

—Tú eres el jefe, pero con dos naves en tierra y una sola protegiéndonos, nuestra posición resultaría bastante comprometida en caso de un ataque masivo por mar, y por lo que llevamos visto el enemigo abunda. Todo dependerá del número de piraguas de que dispongan esos salvajes.

El conquense pareció aceptar que aquél era un razonamiento inteligente.

Dos naves ancladas y con todo su armamento a punto apenas si bastaban para defender la entrada de la amplia ensenada, por lo que no podía arriesgarse a reducir a la mitad su potencia de fuego.

Así pues, se limitó a pedir a los carpinteros que pusieran a toda su gente a trabajar a destajo, pese a que resultaba obvio que con los escasos medios disponibles no era tarea sencilla reparar una embarcación de tales dimensiones.

Se vieron obligados a desmontar tablas de la cubierta y doblarlas con sumo cuidado a base de fuego y agua para luego encajarlas en las cuadernas con largos clavos que fabricaban en una improvisada fragua.

Después llegaba el momento de calafatear.

A la tercera noche se repitió la lluvia de flechas. Esta vez sólo alcanzaron a dos hombres, pero a la luz del alba descubrieron que cientos, tal vez miles de nativos aparecían y desaparecían entre las dunas, probablemente a punto de lanzarse al ataque.

—Mal sitio es éste, de espaldas al mar y sin capacidad de movimiento a la hora de presentar batalla… —dijo Ojeda al alférez Tapia—. Ellos pueden lanzar sus flechas protegidos por las altas dunas, mientras nuestras armas de fuego resultan poco menos que inútiles. Lo único que harán es ruido.

—¡Dudo que a la larga el ruido les asuste, capitán!

El Centauro fue a responder, pero se abstuvo y con un gesto de la mano le indicó que aguardara. Se alejó playa adelante con aire pensativo, y cuando a los pocos minutos regresó su expresión había cambiado a ojos vista.

—Ve a bordo de las naves; que las campanas no paren ni un instante de tocar, y todos los hombres que no tengan nada que hacer que se dediquen a golpear cacerolas y todos los objetos metálicos que encuentren —ordenó—. Y que todos los espejos que tengamos se empleen en reflejar el sol hacia donde se encuentran los indios.

—¿Y qué piensa conseguir con eso, capitán?

—Desconcertarles. Esa gente nunca ha oído un ruido metálico ni ha visto un espejo; tal vez el hecho de descubrir que podemos apoderarnos del sol y devolvérselo o de provocar unos sonidos absolutamente desconocidos les lleve a considerarnos dioses.

Maese Juan de la Cosa siempre afirmó que si aquel día los indios hubieran decidido atacar, la contienda habría sido recordada como «la batalla de los Espejos», pero lo cierto fue que al cabo de dos horas de parpadeantes luces y resonar de campanas, los indígenas comenzaron a retirarse y no volvieron a dar señales de vida.

Aquélla fue sin duda mi mayor victoria, porque no me vi obligado a derramar ni una sola gota de sangre. Ojalá todas las batallas en las que intervine hubieran sido iguales.

La siguiente escala fue Curaçao, donde encontraron gentes pacíficas, tan altas, de piel tan clara y tan hermosos cuerpos, tanto los hombres como las mujeres, que Alonso de Ojeda no pudo por menos que exclamar:

—¡No será ésta una isla a la que yo aspire a gobernar! ¿De dónde habrán salido tales gigantes si en nada se parecen ni a los araucos ni a los caribes?

—Supongo que es uno de los tantos misterios de estas tierras repletas de misterios. Tal vez algún día lo averigüemos.

No hubo ocasión de averiguarlo, puesto que casi treinta años más tarde una epidemia de viruela aniquiló hasta el último representante de aquel extraño y llamativo pueblo.

Levaron anclas, en cierto modo acomplejados, y de nuevo ordenó el conquense poner rumbo oeste.

Dos días más tarde fondearon en un lugar en verdad paradisíaco; una bahía de aguas transparentes prácticamente cubierta por infinidad de cabañas que conformaban un bien diseñado poblado lacustre por donde multitud de afectuosos pobladores circulaban con sorprendente habilidad a bordo de diminutas piraguas.

—¡Me recuerda Venecia! —señaló el conquense.

—¡Qué más quisiera la hedionda Venecia que tener unas aguas tan limpias! —le hizo notar Amerigo Vespucci en tono despectivo hacia una ciudad con la que su natal Florencia solía mantener una abierta rivalidad.

—¡Éste será algún día mi reino! —aseguró Ojeda, convencido de lo que decía—. Y pese a que no te guste la idea se llamará Pequeña Venecia. Venezuela, para ser más exactos.

De ese modo fue un nativo de Cuenca, y no un indígena o un extremeño, quien le dio nombre a un futuro país del nuevo continente.

Por su parte, los lugareños denominaban Coquibacoa a su ciudad, pero no obstante el conquense insistió en denominarla como la bautizó aquella mañana, y el mayor anhelo de su vida se centró en conseguir establecer su imperio en lo que consideraba, con toda justicia, el auténtico jardín del Edén.

—Éste es el reino que desearía compartir con Anacaona —le confió a su fiel amigo cántabro mientras observaba extasiado cómo los muchachos saltaban una y otra vez desde las cabañas al agua y cómo pescaban los indios en la ensenada—. Conseguiré que los reyes me concedan la gobernación de esta provincia en pago a mis servicios, y haré de ella un ejemplo de cómo distintas razas pueden convivir en paz y armonía.

—¡Sueñas!

—¡Pobre de aquel que no sueña! Y quienes estamos siendo testigos de cómo aparece ante nosotros un mundo de prodigios, tenemos la obligación de soñar con más intensidad que cualquier otro.

—¿Y a qué viene soñar si existen tantas riquezas tangibles?

—A que no aspiro a acumular oro y perlas para regresar a pavonearme de mis riquezas en los salones de los palacios sevillanos —repuso el conquense—; aspiro a ser un hombre nuevo en un mundo nuevo.

—¡Fácil lo tienes!

Tres días más tarde, una patrulla de las tres que habían enviado a explorar la zona regresó contando una absurda historia acerca de que habían encontrado una pequeña laguna de un líquido espeso, oscuro y maloliente al que los nativos denominaban mene y del que aseguraban se trataba de la auténtica Orina del Diablo.

—Y lo curioso es que arde —aseguraron—. Y con mayor intensidad que la madera más seca.

—¿Un líquido que arde? —no pudo por menos que asombrarse el Centauro—. ¿Qué estupidez es ésa?

—¡Ninguna estupidez, capitán! Si aguza la vista puede distinguir la columna de humo detrás de aquella colina.

Era en efecto un nuevo prodigio en una tierra que derrochaba prodigios, y el cartógrafo de Santoña, que también había acudido a contemplar el desconcertante fenómeno de un agua que ardía como si fuera yesca, insistió en llenar y sellar con cera una vasija de aquella maloliente Orina del Diablo con el fin de mostrársela a sus majestades. Hay quien asegura que dicha vasija permaneció durante casi un siglo en los almacenes de la Casa de Contratación de Sevilla sin que nadie experimentara el menor interés por averiguar cómo había llegado hasta allí, qué contenía y para qué servía, si es que servía para algo aparte de arder expeliendo un humo negro y maloliente. Y es que a nadie podía pasarle por la cabeza el hecho de que cinco siglos más tarde la Orina del Diablo, el mene, se denominaría «petróleo», el eje sobre el que giraría el mundo.

Cuando al cabo de una semana las cuatro naves se internaron en el gigantesco lago Maracaibo, el calor alcanzó tales cotas que la brea que calafateaba la tablazón comenzó a derretirse a tal punto que resultaba casi imposible maniobrar sobre cubierta sin quedarse pegado al suelo. A la vista de ello, y de lo inquieta que comenzaba a mostrarse la tripulación por culpa del intenso calor, Ojeda decidió abandonar cuanto antes aquella especie de gigantesca sauna y continuar rumbo al oeste para intentar averiguar dónde acababa aquel nuevo continente de apariencia ilimitada.

No obstante, a la mañana del tercer día el piloto mayor le pidió permiso para hablar en su camareta, y en cuanto se encontraron a solas comentó en voz baja:

La broma sigue gastando bromas, capitán. He medido casi tres cuartas de agua en las sentinas, y el problema va en aumento; pronto las naves resultarán tan pesadas y lentas que se volverán ingobernables y en una semana más pueden irse a pique.

—¿Tanto así?

—No me gusta ser alarmista, pero como la tripulación se dé cuenta tendremos problemas. Reconozca que no es plato de gusto encontrarse en latitudes desconocidas a bordo de unas naves que empiezan a pudrirse.

—¡Ciertamente que no! ¿Qué me aconsejas?

—Dar por concluida, de momento, la expedición. Poner rumbo a La Española y reparar allí los barcos como Dios manda, cambiándoles por completo los fondos, y decidir luego qué se debe hacer. También necesitamos velas nuevas y bastimentos; a estas alturas nos encontramos casi en precario.

—Necesito pensarlo.

—Vuestra es la responsabilidad… —repuso el otro—. Os consta que os respeto como militar y como comandante de la escuadra, pero recordad que en lo referido a barcos, vuestros conocimientos son escasos.

—¡No así los vuestros, querido amigo! ¡No así los vuestros! —Ojeda sonrió como un chiquillo que solicitara un último caramelo al inquirir—: ¿Podríamos avanzar un día más? ¡Tan sólo uno!

—Y hasta dos si ése es vuestro capricho, porque, a menos que al abandonar la protección de las costas de Tierra Firme nos sorprenda una mar gruesa que nos convierta los fondos en astillas, confío en alcanzar La Española sin mayores problemas.

—¡Astuto sois, Hernando, maldita sea vuestra estampa! —masculló el conquense—. ¡Muy astuto! Poned rumbo a esa dichosa isla que tantos recuerdos me trae y no se hable más. ¡Hasta este justo punto llegamos!

Ningún español había alcanzado nunca un lugar tan remoto, de eso estoy seguro, y ese simple hecho colmaba de momento todos mis sueños y ambiciones.

Pusieron rumbo a Santo Domingo, donde se vieron obligados a reparar de un modo mucho más eficaz los incontables desperfectos que la broma había causado en el fondo de las naves.

Con la llegada de los vientos propicios de abril Ojeda ordenó zarpar con destino a Sevilla, a cumplir con la orden de informar a sus majestades sobre la realidad del Nuevo Mundo.

¿Se trataba simplemente de un numeroso grupo de islas o de un auténtico continente?