La primera claridad del día, una luz glauca y casi fantasmagórica, dejó a la vista unos rostros hinchados, unos ojos enfebrecidos y unas manos que apenas conseguían sostener los remos o las pértigas.

Y un muro de vegetación que no parecía ofrecer ni un pequeño resquicio por el que introducirse en busca de aguas libres. Era como si durante una sola noche nuevos árboles y cañaverales hubieran crecido de repente.

—¡Mal lugar para morir! —balbuceó un desalentado granadino al que le costaba terriblemente abrir los ojos, tan inflamados tenía los párpados—. Rodeados de «bichas» y sin un mal pedazo de tierra donde enterrarte.

—¡Nadie va a morir! —sentenció Alonso de Ojeda—. Lo primero que tenemos que hacer es orientarnos, o sea que treparé a la mayor de aquellas palmeras.

Cuando se encontraba en el punto indicado, pidió los cinco cinturones más resistentes, los unió entre sí, rodeó el tronco y se los pasó por la espalda. A continuación se descalzó y comenzó a ascender como un mono que no hubiera hecho otra cosa en su vida que escalar palmeras.

Afirmaba los pies en las rugosidades, alzaba los cinturones por encima de su cabeza, se elevaba a pulso, volvía a afirmar los pies y repetía la operación con casi matemática precisión.

Desde abajo le observaban con asombro.

Se necesitaba mucha fuerza, mucha agilidad y una total carencia del sentido del vértigo para conseguir trepar de aquel modo, metro a metro, pero al cabo de unos diez minutos Ojeda consiguió llegar a la cima, a unos cuarenta metros del suelo, desde donde extendió la vista sobre una infinita masa verde intenso.

Luego, a su izquierda, distinguió la línea azul del mar y las embarcaciones fondeadas en la amplia bahía. Durante un largo rato no hizo otra cosa que admirar el paisaje hasta descubrir a unas tres leguas de distancia, ahora a la derecha, el serpenteante cauce del río que corría desde el oeste. Lo estudió con detenimiento y al fin, extrayendo de la funda su afilada daga, se dedicó a cortar cocos que dejó caer al lado opuesto de donde se encontraban las falúas. Al descender, y tras aplacar el hambre y la sed con los cocos, señaló un punto y anunció:

—Hacia el sur se advierte menos espeso, y desde allí debe de haber una mejor salida hacia el mar.

Se abrieron paso a machetazos por entre las cañas, arrastrando a veces las embarcaciones con el agua a media pierna, sudando, resoplando y cubriéndose de rasguños, y al fin desembocaron en una amplia laguna tapizada casi totalmente de nenúfares por la que resultaba mucho más cómodo avanzar.

Incluso alcanzaron a ver el sol, ya casi vertical sobre sus cabezas.

No pudieron evitar lanzar suspiros de alivio y exclamaciones de júbilo al comprender que habían escapado de una traidora trampa, pero de improviso un alarido de dolor les puso la carne de gallina.

Un soldado, Sancho Iniesta, había cometido la imprudencia de dejar la mano fuera de la borda, rozando el agua, y un enorme caimán se la había cercenado de un solo bocado, cortándole limpiamente el brazo por encima de la muñeca.

El pobre hombre aullaba de dolor mientras contemplaba horrorizado cómo del muñón manaba un chorro de sangre, y tal fue su agitación que a punto estuvo de hacer zozobrar la frágil embarcación.

Ojeda no vaciló y, desenvainando la espada, le golpeó con la empuñadura en la cabeza, dejándole inconsciente.

A continuación le aplicaron un torniquete por debajo del codo para cortar la hemorragia, pero pronto vieron que aquello servía de poco.

—Tenemos que cauterizarle la herida —señaló el alférez Tapia—. De otro modo no llegará al barco.

—¿Y de dónde sacamos fuego?

—De donde lo haya.

Extrajeron yesca y pedernal, prendieron fuego a una camisa, desmontaron uno de los bancos y tras varios intentos consiguieron que ardiera vivamente por uno de sus extremos.

Dos hombres lo sostenían en alto mientras Ojeda mantenía sobre la llama la hoja de su daga; cuando al fin se encontraba casi al rojo vivo, la aplicó por tres veces sobre el muñón del infeliz Iniesta, que aun inconsciente como estaba lanzó un aullido de dolor.

El caimán regresó a la superficie en busca de una nueva presa y dos certeros disparos le volaron la cabeza.

Pocos minutos más tarde, media docena de congéneres se disputaban sus despojos mientras los expedicionarios se alejaban del lugar a toda prisa.

Caía la tarde cuando alcanzaron el mar, y con las primeras sombras trepaban a bordo.

—¿Y bien? —quiso saber maese Juan de la Cosa—. ¿Qué has descubierto?

—El infierno.

—A juzgar por tu aspecto debe de ser cierto, pese a que el Almirante asegura que al oeste de la bahía de Paria se encuentra el paraíso.

—Eso nos lleva a la conclusión de que infierno y paraíso no están demasiado lejos el uno del otro… —masculló el de Cuenca—. Nunca imaginé que pudiera existir un lugar tan hostil para el ser humano, pero aun así encontramos pruebas de que vive gente, aunque no vimos a nadie.

—¿O sea que estamos como al principio?

—¡No! Como al principio no. Tenías razón: alcancé a distinguir en la distancia el cauce de ese río antes de que se desparrame por el delta, y te aseguro que debe de tener casi dos leguas de ancho. Tanta agua ha de llegar desde muy, muy lejos.

El cartógrafo permaneció unos instantes pensativo, se rascó la enmarañada barba, señal de que algo le preocupaba, y por fin señaló:

—Durante el tiempo que has estado fuera no he dejado de preguntarme si los reyes preferirán saber la verdad, o continuar imaginando que sólo se trata de un grupo de islas.

—¿A qué te refieres?

—A que una ruta de navegación rápida y directa hasta el Extremo Oriente significa la posibilidad de establecer un próspero comercio que a la larga resultaría beneficioso para todos, sin otros problemas que los que puedan presentar en su momento el mar y el viento. —Sacudió la cabeza como si le costase aceptar aquella realidad—: ¡Pero un nuevo continente…!

—Un nuevo continente… ¿qué?

—Un nuevo continente exigirá un gigantesco esfuerzo de exploración y conquista.

—¿Y no te parece maravilloso? —se asombró el Centauro.

—¡Desde luego! ¿Pero cómo podrá una nación tan pequeña como la nuestra y que acaba de salir de una guerra que ha durado casi ochocientos años, encarar tamaña empresa? ¿De dónde sacaríamos los hombres, el dinero y las armas necesarias?

—Buena pregunta, vive Dios.

—¿Se te ocurre una respuesta?

—Tan sólo una.

—¿Y es…?

—Del hambre. La guerra con los moros ha concluido y tanto ellos como los judíos que no se han convertido al cristianismo han sido expulsados, con lo cual, y mal que nos pese, hemos perdido a los más capacitados para crear riqueza. Cuando la reina desaparezca, y lamentándolo en el alma imagino que no habrá de tardar mucho porque la muerte de sus hijos la ha afectado mucho, la nobleza se hará fuerte, y sabido es que a los nobles lo único que les importa es su propio provecho.

—¿Y ello traerá hambre?

—Hambre e injusticia, las dos razones básicas que empujan a los desesperados a lanzarse a una aventura por ardua que sea; lo sé por experiencia. —El Centauro hizo una pausa e indicó con un gesto la línea de la costa que, más que verse, se adivinaba en la distancia—. Una barriga llena o un corazón que no rebose furia jamás osará adentrarse en esa jungla, eso puedes jurarlo.

—Ahora tu barriga está llena, y que yo sepa tu corazón no rebosa furia —le hizo notar el de Santoña—. Y aquí estás.

—Ahora no, desde luego. Pero cuando me embarqué por primera vez mi bolsa no contenía un cobre, a la par que mi único futuro se centraba en poner mi espada al servicio de los poderosos, lo cual ciertamente me enfurecía. La fortuna ha sido, gracias a la Virgen, mi aliada, lo cual significa que me he visto por razones ajenas a mi voluntad involucrado en una aventura que sospecho no tendrá fin hasta que me sienta incapaz de sostener una espada.

—Puede que tengas razón en muchas cosas —fue la meditada respuesta—, pero en lo que a ti y a mí respecta no estoy de acuerdo. Nacimos para esto, y si el Almirante no se hubiera decidido a atravesar el océano, nos hubiéramos embarcado rumbo al África Negra, la India o la mismísima China por la ruta del este… ¿O no?

—Yo hubiera ido por tierra. Sabes bien que aborrezco navegar.

—Por tierra o por mar, ¿qué más da? —El cartógrafo se puso en pie, se aproximó a la borda, contempló el tranquilo mar que brillaba bajo la suave luz de una tímida luna y acabó por inquirir—: ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Lo más lógico. Después de haber conocido el infierno, intentaremos conocer el paraíso.

Levaron anclas rumbo al noroeste, sin perder de vista la costa, avistaron a estribor la isla de Trinidad, con los tres montes que le daban nombre y que ya el Almirante había pintado en su mapa, y penetraron por el canal de la costa sur en el gigantesco golfo de Paria, comprobando que durante cincuenta leguas habían continuado navegando sobre las turbias aguas que provenían del río Orinoco.

—Eso quiere decir que su desembocadura equivale a la distancia que separa Barcelona de Valencia —indicó un cada vez más perplejo Juan de la Cosa—. Sospecho que si regresamos diciendo que existe un delta que ocupa el espacio equivalente a casi una quinta parte de España y que de igual modo regaría Cuenca que Zaragoza, nos tomarán por locos, o al menos por disparatados fantasiosos.

Ojeda hizo un gesto hacia las tres naves que les seguían a corta distancia, y replicó con una sonrisa tranquilizadora:

—No tienes que preocuparte, contamos con cientos de testigos. —Hizo una pausa y añadió—: Muchos son expertos marinos y todos tienen ojos en la cara para comprobar el color de esas aguas.

—Aun así me sigue pareciendo un disparate. ¡Es todo tan grandioso!

—Deberías haberte hecho ya a la idea, amigo mío. Aquí los ríos, las selvas, las montañas y las distancias nada tienen que ver con lo que conocíamos, y nuestra obligación estriba en exponerlo todo en su justa medida para que quienes vengan detrás, que serán muchos, no se lleven las sorpresas que nos estamos llevando nosotros.

—Lo sé.

—Y yo sé que lo sabes, para algo estás considerado el mejor cartógrafo de este siglo. Tu trabajo consiste en ser exacto en tus mediciones y el mío en acompañarte y protegerte. O sea que aplícate a pintar un mapa muy preciso y a ir marcando los derroteros que habrán de seguir los exploradores del futuro. Vespucci puede echarte una mano.

—De poco me sirve en cuanto a pintar mapas, y además considero que no es buena idea poner en manos de un extranjero la detallada descripción de derroteros que sólo deberían conocer los mejores capitanes de la Corona española.

—¿Acaso desconfías de él?

—Digamos que no confío ni en sus habilidades como cartógrafo, ni en su desmedido afán por mostrarse servicial. Alega que su mayor ilusión es convertirse en súbdito español, pero no veo que muestre interés por conocer mejor nuestro idioma, nuestra historia o nuestras costumbres.

—Ciertamente resulta extraño que alguien que no pierde ocasión de afirmar que Florencia es la mejor ciudad del mundo, demuestre tanto interés por dejar de ser florentino… —El Centauro torció el gesto al añadir—: Tampoco me agrada que vaya haciendo preguntas a los hombres que estuvieron en el delta sobre qué clase de plantas y animales vieron.

El cosmógrafo arrugó el ceño al mascullar entre dientes:

—Empiezo a creer que no fue una buena idea permitir que embarcara.

—Siempre estamos a tiempo de tirarlo por la borda.

—¡No seas bruto!

—¿Bruto? —exclamó el conquense—. Si se confirmaran las sospechas de que está recabando información que puede afectar a los intereses nacionales, no dudes que lo arrojaría a los tiburones o lo haría colgar del palo mayor para ejemplo de futuros espías. Lo que está en juego no es una niñería, amigo mío; es la existencia de un mundo nuevo, lo que sin duda cambiará radicalmente el curso de la historia.

—En eso estoy de acuerdo.

—Así pues, no te extrañes si una mañana lo encuentras adornando las jarcias, aunque me preocupa que desde allí arriba pueda rociarnos con sus mocos… —Fue a añadir algo pero se interrumpió al ver algo que acababa de aparecer ante la proa—. ¡Rayos! —exclamó—. ¡Qué me cuelguen si aquello no es un poblado!

El de Santoña se abalanzó hacia la borda, aguzó la vista y confirmó:

—¡Lo es! Y bien grande, por cierto.

Media hora después, las cuatro naos habían lanzado las anclas sobre un fondo de arena frente a la desembocadura de un riachuelo de aguas cristalinas junto al que se alzaba una treintena de hermosas cabañas protegidas del ardiente sol por altos árboles de frondosas ramas y erguidas palmeras rebosantes de cocos.

La playa, muy blanca y muy larga, aparecía salpicada por un gran número de estilizadas piraguas talladas en oscuros troncos de chonta, y casi un centenar de indígenas desnudos observaban la llegada de los extranjeros sin demostrar la menor hostilidad.

Ojeda y De la Cosa embarcaron en dos falúas acompañados por una veintena de hombres que ocultaban sus armas en el fondo de las embarcaciones, pero no necesitaron exhibirlas puesto que los nativos, desnudos araucos de piel muy clara y anchas sonrisas, se mostraron desde el primer momento increíblemente amables y cariñosos.

Los españoles les obsequiaron con cuentas de colores, espejos, telas y cacerolas, y a cambio recibieron infinidad de hermosas perlas del tamaño de garbanzos, algunas de las cuales incluso abultaban lo que un huevo de paloma.

También les obsequiaron con vistosos papagayos.

El que le correspondió a Ojeda, blanco y rojo, lo primero que hizo fue picarle un dedo, por lo que éste no pudo por menos que exclamar:

—¡Hijo de la gran puta! Con gusto te retorcería el pescuezo, pero como eres muy bonito y en el fondo me caes bien, me quedaré contigo y te llamaré Malabestia en honor a aquel otro maldito hijo de puta al que tanto debo.

Los lugareños se apresuraron a ofrecerles toda clase de manjares y una sabrosa bebida alcohólica que recordaba a la sidra, y no pasaron más de dos horas antes de que las muchachas desaparecieran entre la espesura en compañía de los entusiasmados expedicionarios españoles.

—¡Esto es vida, capitán! —exclamaban alborozados mientras se alejaban playa adelante—. ¡Ésta es la clase de vida que veníamos buscando!

Los hombres del poblado se limitaban a reír a carcajadas, animando a las parejas a que se alejaran del grupo. A las preguntas de Ojeda acerca de las tribus caníbales de las islas antillanas que se encontraban no lejos de allí, respondieron que no les preocupaban, ya que con sus frágiles embarcaciones jamás conseguirían atravesar las peligrosas y traicioneras «Bocas del Dragón», el estrecho que separaban la bahía de Paria del mar de los Caribes.

La isla de Trinidad que les protegía por el este era demasiado extensa como para que ni el más hambriento caníbal se decidiera a circunnavegarla en busca de una víctima.

Las casi pantagruélicas comidas, a base de pescado fresco, enormes langostas, sabrosas ostras y grandes camarones, tenían la virtud de excitar aún más la ya de por sí activa libido de unos españoles que llevaban largo tiempo embarcados. Para todos ellos aquélla fue una escala gloriosa que colmaba hasta la saciedad sus más secretos anhelos.

Hubo incluso quienes aventuraron que lo mejor que podían hacer era dejar allí un barco y fundar lo que constituiría la primera colonia de aquella Tierra Firme, pero el conquense se negó en redondo, señalando que no lo habían enviado para instalar asentamientos, sino como explorador adelantado.

—Si dejara una nave en cada lugar en que nos dieran bien de comer y las mujeres fueran especialmente cariñosas, acabaría regresando a Sevilla en un bote de remos —señaló—. Tiempo habrá para todo, que si estas buenas gentes llevan aquí desde que el mundo es mundo, no van a marcharse ahora.

—¡Pero nunca encontraremos otro lugar en que abunden tanto las perlas! —protestó un excitado timonel al que le hervía la sangre en cuanto se le aproximaba una insinuante moza.

—¿Y de qué te servirían aquí las perlas, hijo? —replicó el de Cuenca—. Les molestan cuando comen las ostras y los chiquillos no las usan ni para jugar a las canicas; si la carne de la ostra se come y la perla no, lo que vale es la carne, no la perla. Por lo que tengo visto, sólo una de cada cien les llama ligeramente la atención y les ocurre como a los haitianos con el oro: les importa un bledo.

—¡Es que los haitianos también están locos!

—¡No te confundas, hijo, no te confundas! —le contradijo su capitán—. En lo que se refiere al valor de las cosas, no existen cuerdos ni locos; existen los que desean o necesitan algo, y los que no lo desean o no lo necesitan. Lo peor es que ninguno de ellos suele comprender el punto de vista del otro; o sea que haced buen acopio de perlas y disfrutad de tres días más de descanso, porque en la mañana del martes levamos anclas. —Hizo un gesto hacia el canal que se distinguía al norte y que les separaba de la isla—. Y por lo que cuenta esta buena gente, cruzar ese canal tiene sus bemoles.

Quien las bautizó como Bocas del Dragón sabía de qué hablaba.

Dos mares chocaban con inusitada furia, violentas corrientes cambiaban continuamente de rumbo y vientos entrecruzados, furiosos y aullantes, empujaban con fuerza a las naves hacia los traicioneros islotes más próximos a la isla de Trinidad o hacia los incontables bajíos más cercanos a Tierra Firme que hacían de improviso su aparición ante la proa.

Tras una larga semana de relajante paz en que las más duras batallas se habían librado cuerpo a cuerpo con hermosas muchachas revolcándose en las tibias arenas de la playa, la titánica lucha contra una naturaleza desmelenada a punto estuvo de enviarles al Averno de las profundidades marinas. Sólo cuando al fin comprobó que las cuatro naves habían alcanzado sanas y salvas aguas abiertas y relativamente tranquilas del Caribe, el atribulado Ojeda, que no había parado de vomitar, lanzó un hondo suspiro de alivio.

—¡Santa Madre de Dios! —no pudo por menos que exclamar—. Llegué a pensar que aquí acababa mi historia.

—Algún día te llevaré a la Costa da Morte, y sabrás lo que es bueno… —le replicó el cántabro, que parecía tan fresco como si la dramática y peligrosa travesía hubiera sido un juego de niños—. ¡Aquello sí que es divertido!

—¿Divertido? ¡Maldita sea tu estampa! —se indignó el conquense—. Prefiero una nueva batalla de Jáquimo con cien mil indios enfrente, a volver a atravesar ese dichoso estrecho. ¡Desde luego el mar no es para mí!

—Pues te queda mar para rato.

Quedaba, en efecto, hasta que avistaron una hermosa isla de tranquilas ensenadas y playas de arena dorada, y en la que abundaban tanto las perlas que Colón había decidido llamarla Margarita.

Hubiera constituido un lugar ideal para quedarse una larga temporada, e incluso para siempre, pero Alonso de Ojeda tenía plena conciencia de que sus soberanos le habían encomendado aquella expedición para que les aclarara qué era lo que existía en realidad al otro lado del temido Océano Tenebroso.

Continuaron por tanto costeando, mientras distinguían en la distancia tierras bajas, agrestes montañas, espesas selvas, incontables islotes y espesos manglares, para que el cartógrafo pudiese calcular posiciones, sondear fondos, estudiar la dirección y velocidad de las corrientes, tomar apuntes o pintar mapas, hasta que al fin fondearon en el centro de una pequeña ensenada rodeada de altas dunas de una arena firme y amarillenta que, vistas desde lejos, semejaban mujeres desnudas.

El calor agobiaba.

—Me recuerda la costa del Sahara… —señaló el de Santoña—. El mismo aire seco y bochornoso e idéntico paisaje. ¿Será posible que aquí también exista un desierto como el de África?

—Por lo que estamos viendo, no se privan de nada.

—¿Qué piensas hacer?

—Limpiar fondos. Se nos han pegado tantas algas, mejillones, caracoles y bichos de todo tipo que apenas avanzamos… —Indicó con la cabeza un largo y tranquilo playón que concluía al pie de la duna más grande, y añadió—: Ése es un buen lugar para varar las naves. No hemos encontrado otro mejor desde que abandonamos el Puerto de Santa María.

—Como varadero es bueno —admitió el otro—. Ahora falta saber si también es seguro.

—Está protegido de todos los vientos.

—No me preocupan los vientos, querido amigo, me preocupan los salvajes. ¿Son tan afectuosos como los de Paria o nos echarán a la cazuela en cuanto nos pongan la mano encima?

—Tendremos que preguntárselo. Enviaré patrullas de reconocimiento a ver qué encuentran detrás de esas dunas. Como comprenderás, no pienso sacar un barco del agua si esos malditos caníbales andan por las proximidades.

—Estoy de acuerdo. Y me vendrá bien pasar una semana en tierra para pintar con calma.

Al alba del día siguiente, antes de que el sol comenzara a calentar la arena, dos partidas de doce hombres cada una desembarcaron en el estrecho istmo de Coro, de unas cinco leguas de largo por media de ancho, y mientras una se encaminaba al norte, adentrándose en la península del mismo nombre, la otra se dirigía al sur con el fin de explorar lo que consideraban ya Tierra Firme.

Al Centauro de Jáquimo le hubiera gustado encabezar cualquiera de ellas, pero pareció comprender que, como comandante de la expedición, en aquel momento su obligación se centraba en supervisar los preparativos para que las naves pudieran vararse y tanto ellas como sus tripulaciones se encontraran suficientemente protegidas en caso de un ataque indígena.

Fondeado en el punto más alejado de la costa continental al que había llegado hasta entonces ningún navío español, no tenía forma humana de saber el número de esos indígenas ni sus intenciones.