Se trataba en verdad de una decisión difícil, y no debido tan sólo a que estuvieran en juego muchas vidas, ya que en el momento de firmar el rol de enganche todos sabían que corrían el riesgo de no regresar jamás a sus hogares.
Era el precio, asumido de antemano, que debían pagar a cambio de encontrar gloria y fortuna.
Desde el momento mismo en que subieron a bordo y se levaron anclas, aceptaron que su destino, bueno o malo, quedaba en manos de un hombrecillo de estatura baja, aparentemente frágil y sin la prestancia física que suele atribuirse a los héroes legendarios, pero que había demostrado hasta la saciedad que nadie llegaba a su altura moral ni a su increíble coraje.
No era por tanto cientos de vidas humanas lo que estaba en juego; era mucho más.
Alonso de Ojeda tenía plena conciencia de que a los seis años y medio de que Rodrigo de Triana, con el que en más de una ocasión se había peleado muchos años atrás a orillas del Guadalquivir, puesto que el vigía de la Santa María siempre había sido un chicarrón lenguaraz y pendenciero, avistara por primera vez una diminuta isla en la inmensidad del océano, ningún acontecimiento relacionado con las tierras recién descubiertas había tenido la importancia de lo que se encontraba en juego en aquellos momentos.
Sus majestades le habían encomendado la delicada misión de determinar de una vez por todas si lo que el almirante Colón había descubierto era sólo un nutrido archipiélago no demasiado alejado de las costas de Asia, o un nuevo, gigantesco y fabuloso continente del que el mundo «civilizado» no había tenido conocimiento desde antes de que el primer faraón fuera enterrado bajo una altiva pirámide.
De lo que Juan de la Cosa y él averiguaran dependería también que los geógrafos pudieran calcular con nuevos datos el posible tamaño de la Tierra.
¡Virgen Santa!
¿Acaso no era un peso excesivo para mis hombros? ¿Acaso no lo era para los hombros de cualquier ser humano?
Navegar rumbo sur cruzando la línea ecuatorial significaba constatar cuál era la auténtica extensión de aquella masa de altos árboles en apariencia ilimitada, pero tal como el piloto cántabro aseguraba, implicaba el riesgo de no regresar a poner en conocimiento de los reyes la verdad o la mentira de sus descubrimientos.
—Como es lógico, la Tierra rota siempre en la misma dirección… —le había indicado una tranquila noche de charla sobre cubierta el siempre fiable Juan de la Cosa—. Y por lo que hemos podido comprobar, en la latitud en que nos encontramos, y preferentemente en otoño, los vientos reinantes atraviesan el océano llegando desde Europa, mientras que más al norte suelen soplar en dirección contraria durante la primavera… —El de Santoña hizo una breve pausa e inquirió—: ¿Tienes idea de lo que te estoy hablando?
—Hasta ahora sí.
—Bien. Esa parte del problema la conocemos, pero lo que me preocupa es que resulta muy posible que bajo la línea del Ecuador la tendencia sea la misma, lo que nos obligaría a continuar muy hacia al sur con el fin de encontrar vientos que nos devolvieran a las costas de África o al océano Índico. Sería un viaje de muchos meses y carecemos de agua y provisiones para tamaña aventura.
—Por lo que hemos comprobado, por estas latitudes llueve en abundancia y tal vez podamos abastecernos por el camino.
—¡Tal vez! —reconoció el cántabro—. Pero hay algo de lo que puedes estar seguro; cuatro naves no pueden mantenerse a la vista la una de la otra navegando tanto tiempo por mares desconocidos en los que reinan vientos igualmente desconocidos. Lo más probable es que perdiéramos la mitad por el camino.
—¡Feo lo pintas!
—No me has nombrado tu piloto mayor para que te pinte las cosas del color que te gustan, sino para exponerte, con la mayor claridad y sinceridad posibles, los pros y los contras en temas de navegación.
—Cosa que te agradezco, por supuesto, pero no por ello me facilitas la labor. No me agrada la idea de depender de los caprichos del viento, pues me consta que ni el valor, ni las espadas, ni incluso los cañones, le hacen cambiar de opinión; cuando sopla, sopla, y nos convierte en sus esclavos.
—Veo que lo has comprendido. Quienes nacemos y nos criamos en el Cantábrico tenemos muy claro que el viento es el rey indiscutible, y cuando ruge no queda otro remedio que agachar la cabeza y rendirle tributo.
—Soy de Cuenca, donde el viento no reina de ese modo, pero no estúpido, y a mi pesar ya he navegado lo suficiente para saber cómo se las gasta.
—No existe ninguna otra fuerza natural que pueda comparársele cuando decide desmelenarse, exceptuando tal vez los terremotos, mucho menos frecuentes, eso sí, que las galernas.
—Pero si ponemos rumbo norte sólo habremos completado la mitad de nuestra tarea —puntualizó visiblemente decepcionado el Centauro.
—La mitad de algo es siempre mejor que nada.
—Cierto, pero nunca he sido hombre que se conforme con mitades.
—No te han confiado cuatro barcos para que demuestres una vez más tu coraje, que nadie se atrevería a discutir, sino para que cumplas una misión en la que la mejor prueba de valor es la prudencia.
—¿Quién te ha conferido esa maldita habilidad para tener siempre en la boca la frase justa? —refunfuñó el conquense negando con la cabeza—. Todavía espero que llegue el día en que no tengas una respuesta a flor de labios.
—¡Quién fue a hablar!
—Admito que tampoco suelo ser parco en palabras, pero te aseguro, querido amigo, que en ocasiones todo este asunto me deja sin habla. —Se volvió para mirarlo con fijeza a la luz de una clara media luna que había hecho su aparición en el horizonte arrancando destellos de plata a las tranquilas aguas de la pequeña ensenada en que se encontraban fondeados, para inquirir más como súplica que como pregunta—: ¿Crees que es posible que todo un continente haya permanecido oculto sin que ni los europeos ni los asiáticos hayan tenido nunca la más mínima noticia?
—¡Difícil pregunta, a fe mía! Tal vez la más difícil que me hayan hecho nunca, pero admito que también yo suelo hacérmela casi a diario. Sabes que admiro a Colón como marino, pero durante el primer viaje constaté que nuestros cálculos en lo que se refiere al posible diámetro de la Tierra no coincidían.
—¿Debido a qué?
—Supongo a que él trabajaba sobre la base de la latitud en la que nos encontrábamos en aquellos momentos, quince o dieciséis grados norte, minimizando en exceso lo que aumenta ese diámetro con cada grado que se desciende hacia el sur.
—¡Confieso que me pierdo! —no pudo por menos que exclamar un desorientado Alonso de Ojeda.
—Debo admitir que en ocasiones yo también, pero quiero suponer que a mayor tamaño de la Tierra, mayor aumento exponencial de ese diámetro, con lo que el primer error nos conduce al segundo. Si don Cristóbal partió de la base de que todo era más pequeño, todo continuaba siendo, a su modo de ver, más pequeño.
El de Cuenca sacudió la cabeza como queriendo desprenderse de unas ideas que le confundían, se puso en pie, dio un corto paseo por cubierta y al fin apoyó la espalda en la borda para observar a su mejor amigo a la luz de la luna.
—No soy un hombre de ciencia… —dijo—. Y por desgracia tampoco de letras. Sólo soy un hombre de armas, al que todas estas disquisiciones suenan a chino. ¿Qué opina el tal Vespucci?
—Nunca opina.
—¿Cómo que nunca opina? —se sorprendió el Centauro—. Según ha dicho, es cosmógrafo, y lo lógico sería que un cosmógrafo comentara sus puntos de vista sobre un tema que le atañe tan directamente.
—Amerigo habla de infinidad de temas intrascendentes, pero respecto a problemas científicos es como un búho: se fija mucho pero nunca dice nada.
—Así pues, ¿para qué demonios te sirve?
—Para tomar notas, pintar mapas o calcular el punto donde nos encontramos, siempre que el barco no se mueva demasiado.
—¿Crees que valió la pena traerle?
El cántabro se limitó a encogerse de hombros con indiferencia y dijo:
—Es como un grumete más, con la diferencia de que se paga su manutención.
—Pero un grumete con mocos…
—¡Eso sí! Es un auténtico taller de fabricar mocos; si fueran velas se haría rico.
—¡Bien…! —acabó por mascullar un fatigado Alonso de Ojeda—. Llevamos tres días en esta preciosa ensenada y no hemos distinguido ningún indicio de presencia humana. La gente se inquieta y los bastimentos se consumen. Esa selva no produce nada que nos sirva de alimento y, aunque la pesca es buena, no hemos venido tan lejos para dedicarnos a pescar. Creo que ha llegado el momento de levar anclas. Zarparemos al amanecer.
—¿Rumbo a…?
—¡Maldita sea, Juan! ¿Qué quieres que te diga? ¡Hacia donde mañana sople el viento!
El viento llegaba desde el este empujando masas de nubes que se adentraban en la infinita selva que se abría ante ellos, rumbo al lejano macizo guayanés, pero como quienes se encontraban a bordo no tenían la menor idea de que tal lugar existiera, optaron por bordear la costa rumbo norte.
Ni siquiera una columna de humo en la distancia.
Nada que invitase a suponer que semejante lugar se encontraba habitado.
Al cuarto día avistaron varios islotes, el último de los cuales, una roca pelada de apariencia en verdad terrorífica, les impresionó por la inaccesibilidad de sus acantilados, a tal punto que Ojeda comentó:
—Ésa debe de ser la guarida del Diablo.
Poco sospechaba entonces que con el transcurso de los años tan desolado lugar acabaría por ser denominado, efectivamente, «isla del Diablo», el más temido penal que haya existido nunca.
Llovía a mares y el calor era denso y pegajoso.
Por la amura de babor la selva continuaba apareciendo inmutable como una línea del horizonte casi idéntica a la del mar, que se distinguía por la banda de estribor.
Un primer río, el Esequibo, les sugirió que semejante caudal de agua tenía que llegar desde muy lejos, pero cuando al fin se enfrentaron al gigantesco delta del soberbio Orinoco, cuyas oscuras aguas avanzaban sobre el mar dejando una mancha marrón sobre su superficie, hasta el último grumete llegó a la conclusión de que se encontraban ante un nuevo y portentoso continente.
—Por mucho que llueva, y a fe que llueve a destajo, recoger y canalizar tanta agua requiere una enorme extensión de terreno —sentenció el cartógrafo—. Tiene que provenir de miles de leguas tierra adentro. O yo no sé una palabra de mi oficio, o sólo la cuenca de este río debe de ser casi el doble de nuestra península.
—¿En qué te basas para hacer semejante cálculo?
—En que al lado de este río, la unión de los cauces del Tajo, el Ebro y el Guadalquivir parecerían una simple meada de burro… —El de Santoña meditó, observó la fuerza con que la corriente chocaba contra el océano, y por último añadió—: No me atrevería a asegurárselo a los reyes, pero a ti puedo confesarte que, a mi modo de ver, se trata del río más caudaloso del mundo.
—¿Del mundo? —se sorprendió el Centauro—. ¡Pero qué bobadas dices!
—Ninguna bobada, amigo mío… —replicó su amigo, cada vez más convencido—. Ni el Rin ni el Nilo, ni ningún otro río europeo, africano o asiático de que se tenga noticias, y te garantizo que son temas de los que entiendo, se le puede comparar ni de lejos.
—¡Cuesta creerlo!
Costaba creerlo, en efecto, pero lo cierto era que, a maese Juan de la Cosa le asistía toda la razón; aún tardarían años en descubrirse el Amazonas y el Misisipí, los dos únicos ríos capaces de superar en volumen de agua al Orinoco, por lo que, en aquel preciso momento histórico, aquél era sin lugar a dudas el más caudaloso del mundo conocido.
Y es que cuando estaba a punto de nacer el año 1500 nadie podía imaginar que los tres ríos más caudalosos del planeta se encontraran en un mismo continente del que aún ni siquiera se tenían noticias.
—Durante el viaje del descubrimiento… —señaló a poco el de Santoña— el Almirante consultaba a menudo un atlas, la Cosmographia, publicado en 1477 y realizado por los mejores geógrafos de su tiempo basándose en los datos del greco-egipcio Tolomeo, que en el año 150 hizo unos cálculos bastante exactos a partir de los relatos de viajeros y navegantes de la época.
—También yo vi cómo los consultaba durante su segundo viaje, aunque nunca tuve muy claro por qué lo hacía —comentó Ojeda.
—Porque Tolomeo fue el primero en llegar a la conclusión de que el mundo era esférico y no plano, aunque aquélla era una teoría inaceptable para los sabios de su tiempo. Colón defiende a pies juntillas sus teorías, pero como Tolomeo no tenía la menor noticia de un continente entre Europa y Asia, Colón se empeña en negar que ese continente exista. Me temo que, siendo tan testarudo como es, baje a la tumba sin reconocer que aquel a quien siempre ha considerado su maestro pueda haber errado de una forma tan notable en sus cálculos.
—Y tú empiezas a creer que erró… —observó el conquense.
—Este río viene a demostrar que Tolomeo, aunque acertado en la teoría, se equivocó en la práctica.
—Supongo que en el Egipto de hace más de mil trescientos años resultaría casi imposible imaginar la existencia de semejante caudal de agua.
—¡Lógico! Para ellos las crecidas del Nilo no tenían parangón, y te garantizo que el agua que arroja al Mediterráneo los días de máxima crecida no se aproxima ni remotamente a lo que estamos viendo ahora.
—Así pues, querido amigo, ¿podremos asegurarles a los reyes que efectivamente hemos topado con todo un continente?
—Todavía es pronto para afirmarlo de un modo taxativo… —respondió el cosmógrafo—. Estimo que lo más conveniente sería establecer contacto con los nativos, pues tal vez podrían aclararnos algo al respecto.
Aquélla era, sin lugar a dudas, una sugerencia digna de ser tenida en cuenta, pero en lo que se refería al enorme delta que conformaba el Orinoco, una cosa era intentar establecer contacto con los nativos, y otra muy diferente conseguirlo.
Fue el propio Ojeda quien se puso al frente de una docena de expedicionarios que bajaron a tierra en dos falúas para parlamentar con algún indígena, aunque muy pronto comprobaron que apenas había tierra a la que bajar. El agua lo cubría todo, y donde acababa el agua comenzaban espesos manglares o intrincados cañaverales que daban paso a una selva oscura, tórrida, de calor agobiante, altísimos árboles e imponentes palmeras. Resultaba muy fácil separarse, así que tuvieron que amarrar la popa de una embarcación a la proa de la siguiente para permanecer unidos en un laberinto de canales que a veces semejaban una alfombra de nenúfares.
Marinos y soldados, acostumbrados a la luz y los espacios abiertos, experimentaban una extraña sensación de claustrofobia, inmersos en aquel universo en penumbras donde el sol apenas filtraba de tanto en tanto un tímido rayo que nunca alcanzaba el agua y confería al paisaje un extraño aire de catedral gótica.
Impresionaba el profundo silencio, roto de tanto en tanto por el seco graznido de un ave invisible, lo cual tenía la virtud de conseguir que el silencio que le sucedía pareciese aún más profundo.
Largas serpientes se deslizaban por los troncos de los árboles y enormes cocodrilos acechaban semiocultos entre las islas de jazmines.
Tuvieron que abrirse paso a duras penas clavando pértigas en un fondo de limo, antes de toparse con tres cabañas alzadas sobre troncos de casi cinco metros de altura, lo que les dio una ligera idea de qué nivel podían alcanzar allí las aguas durante las crecidas.
Pero ni rastro de sus moradores.
Quienesquiera que fuesen los propietarios de tan rústicas viviendas al parecer preferían espiarles desde la espesura.
—Los presiento… —susurró el Centauro—. Intuyo que se encuentran ahí, observándonos desde los manglares o las copas de los árboles, pero me temo que ni si quiera alcanzaremos a distinguirlos. Deben de estar acostumbrados a mimetizarse con el entorno.
—¿Cree que son caníbales, capitán? —inquirió con preocupación el alférez Tapia, que había formado parte como simple soldado de la expedición al interior de la isla de Guadalupe siendo apenas un muchacho, y que se había convertido en uno de los hombres de confianza del conquense.
—Confío en que no, Marcelo… —fue la esperanzada respuesta—. Confío en que no, pero a fe que no puedo asegurarlo.
—Con todos los respetos, capitán, caníbales o no, dudo que consigamos ponerle la mano encima a uno de esos salvajes. Este lugar es un maldito laberinto en el que más factible resulta que nos cacen ellos a nosotros que nosotros a ellos.
—Estoy totalmente de acuerdo…
—¿Y qué hacemos?
—Dar media vuelta. Un soldado debe estar siempre dispuesto a enfrentarse al enemigo, pero cuando el enemigo no aparece todo resulta inútil.
Pero «dar media vuelta» en pleno corazón del delta Amacuro no significaba lo mismo que «dar media vuelta» en cualquier otro lugar del mundo.
Habían llegado hasta allí por el agua, sin dejar huella alguna de su paso, y cada árbol, cada palmera, cada manglar o cañaveral era prácticamente idéntico al vecino, y como las tupidas copas de los árboles impedían ver dónde se encontraba exactamente el sol, no tenían forma humana de orientarse con un mínimo rigor.
Al cabo de dos horas, el contramaestre que timoneaba la primera falúa comentó como si se tratara de algo absolutamente banal:
—Me da la impresión de que nos hemos perdido.
—Lo lógico sería que dejándonos llevar por la corriente acabáramos por desembocar en el mar.
—Si hubiera corriente, capitán. Aquí el agua está más estancada que en el aljibe de mi abuelo.
—Pues según maese Juan éste es el río más caudaloso del mundo.
—Con todos los respetos a maese Juan, al que admiro, la vegetación forma un muro tan espeso como la piedra. Por ahí no hay quien pase. ¿Qué hacemos?
—¿Y qué podemos hacer? Dar media vuelta.
Podía pensarse que cuando avanzaban en determinada dirección, una gigantesca mano invisible cerraba el paso a sus espaldas, por lo que al intentar desandar la misma ruta se veían obligados a desviarse.
—¡Esto es cosa de locos! ¿Cuándo oscurecerá?
—Dentro de unas tres horas.
—Pues debemos salir de aquí antes de que anochezca o no saldremos nunca.
Tres horas de luz en mar abierto o en las llanuras de La Mancha son siempre tres horas de luz, pero el mismo tiempo bajo el manto de vegetación de la jungla del Bajo Orinoco se convertía en apenas una hora de tenue claridad que al poco daba paso a las confusas sombras que precedían a las tinieblas.
Sin apenas darse cuenta descubrieron que ya ni si quiera podían distinguir el rostro de quien se sentaba a su lado.
—¡Que el Señor nos proteja!
Y con la oscuridad llegó el peor enemigo imaginable. No se trataba de feroces caníbales, temibles cocodrilos o venenosas serpientes, sino de millones de mosquitos que se abalanzaron sobre ellos dispuestos a succionarles hasta la última gota de sangre.
Se protegieron como pudieron, arrebujándose en el fondo de las embarcaciones, y se dispusieron a pasar la que sería una de las peores noches de sus vidas.