Corrió la voz de que el gran Alonso de Ojeda estaba aparejando cuatro naves que se lanzarían a la aventura de explorar y colonizar nuevas tierras allende el océano por mandato del obispo Fonseca, que era tanto como decir de los propios reyes.

Y se murmuraba que en este caso especial se daba la gozosa circunstancia de que por primera vez desde el Descubrimiento la expedición no dependía ni directa ni indirectamente de la suprema autoridad del almirante Colón, lo cual significaba que debido a su pésima gestión como gobernador se le despojaba del privilegio de una total exclusividad en cuanto se refería a la travesía del Océano Tenebroso rumbo a las Indias Occidentales.

Tales Indias Occidentales iniciaban por tanto una nueva andadura. Y la iniciaban de la mano del mejor de sus capitanes.

Por si todo ello no bastara, se daba la circunstancia de que el segundo al mando sería un geógrafo de tan reconocido prestigio como maese Juan de la Cosa, por lo que a no tardar comenzaron a acudir candidatos a tomar parte en la expedición desde los más lejanos puntos de la geografía nacional.

Marinos, soldados de fortuna, buscavidas, comerciantes en demanda de nuevos productos, e incluso algún que otro fugitivo de la justicia corrieron a alistarse sin tener la más remota idea de su destino, ni qué les esperaba al final de tan incierta aventura.

Para la mayoría de ellos, y a tenor de lo que les habían contado, al final del viaje caerían en brazos de una hermosa mujer que descansaba a orillas de un cristalino riachuelo en cuyo fondo brillaban, como doradas estrellas, infinidad de pepitas de oro.

Para cuantos aspiraban a embarcarse, el Viejo Mundo olía a rancio; a viejas sotanas, mujeres enlutadas, ajo y cebolla, sudor y mugre; por el contrario el Nuevo Mundo debía de oler a tierra mojada, flores y especias, mujeres muy limpias y, sobre todo, sexo; mucho sexo.

En el Viejo Mundo se pasaba hambre, mientras que era cosa sabida que en el Nuevo Mundo bastaba con alargar la mano para coger una sabrosa fruta.

¿Quién podía resistirse a tan fascinantes tentaciones si además sabían que viajarían bajo la protección de un legendario espadachín protegido por los dioses y al que incluso la muerte respetaba?

Andaluces, extremeños, castellanos, vascos, catalanes, gallegos, aragoneses, canarios y hasta italianos llegaban a caballo, en carretas o a pie, para colocarse al final de una larga hilera de soñadores y estampar su firma, la mayoría una tosca cruz, al pie del documento que los contramaestres les colocaban delante.

—¿Adónde vamos exactamente? —solía ser la pregunta de quienes se enrolaban.

—A Roma… —respondían los contramaestres con sorna, al tiempo que se guiñaban un ojo.

—¿A Roma? —se asombraban—. No es eso lo que tenía entendido. ¿Cómo se explica una expedición de este calibre sólo para ir a Roma? ¿Acaso vamos a conquistarla?

—Porque Roma es el único lugar al que conducen todos los caminos, cabeza hueca —era la rápida y divertida respuesta—. Por si no te habías enterado, éste es un viaje de exploración cuyo objetivo es descubrir lugares desconocidos… ¿Cómo pretendes que te digamos a qué lugar vamos si todavía es desconocido, pedazo de acémila?

—¡Visto así…!

Una fría noche de marzo de 1499, un hombre que tenía la mala costumbre de hablar tan bajito que obligaba a alargar el cuello e inclinar la cabeza a sus interlocutores, se plantó ante la mesa en que Ojeda y maese Juan de la Cosa, quienes se encontraban cenando en la vieja posada por la que no había vuelto a dejarse ver aquel sufrido «trovador» al que aún debía de arderle el estómago, con el fin de suplicar en un perfecto castellano pero en el que se advertía un leve acento extranjero:

—¿Serían tan amables de dedicarme unos instantes?

—Si deseáis alistaros, mis contramaestres os atenderán en el puerto… —le dijo Ojeda.

—Ciertamente es lo que deseo. Pero como no soy marino, cirujano, ni hombre de armas, y ya no estoy en edad de fregar cubiertas, mi solicitud ha sido rechazada.

—¿Y qué sois exactamente? —quiso saber el de Cuenca.

—Astrónomo.

—¿Astrónomo?

—Aprendiz de astrónomo, para ser más exactos.

—¿Aprendiz a vuestra edad?

—Son tantas las estrellas y tan infinito el firmamento, que estoy seguro que por mil años que viviera siempre me consideraría un aprendiz.

—En eso tenéis toda la razón… —intervino maese Juan de la Cosa—. Llevo toda la vida en este oficio y cada vez que alzo los ojos al cielo llego a la conclusión de que mi ignorancia crece con el paso de los años.

—Sensación que comparto.

—Y angustiosa… —puntualizó el cosmógrafo, e inquirió—: ¿Sois por ventura florentino?

—¿Tanto se me nota el acento?

—Lo suficiente pese a que habláis tan bajito que me cuesta captarlo incluso a mí, que me precio de ser capaz de identificar cualquier acento. —Le sirvió un vaso de vino que le alargó señalando—: Bebed algo, a ver si así se os aclara la garganta. Decidme, ¿tenéis experiencia en navegar guiándoos por las estrellas?

—¡En absoluto! —susurró el recién llegado—. De hecho, debo reconocer que jamás he pisado la cubierta de un barco.

—Poco bagaje tenéis para aspirar a formar parte de una expedición de semejante envergadura —observó Ojeda al tiempo que se llevaba una pata de pollo a la boca—. ¿Qué pensáis aportar que nos compense los gastos de manutención y el espacio que ocuparíais a bordo?

—Dinero.

—Por suerte es la primera vez en mi vida que no lo necesito… —respondió el Centauro—. La Corona corre con los gastos de la expedición.

—Obediencia…

—Todo el que embarca conmigo obedece o salta por la borda.

—Buena voluntad.

—Nos sobra gente con buena voluntad y que además posee una gran experiencia como marino o con las armas.

—También sé pintar mapas y puedo ser de gran utilidad como ayudante de maese Juan.

Ojeda se volvió hacia su amigo al tiempo que inquiría con una leve sonrisa:

—¿Por ventura necesitas un ayudante?

—Nunca he tenido un ayudante, pero imagino que en un viaje tan incierto y complejo como éste, en el que al parecer navegaremos más al sur de lo que hemos hecho hasta ahora, no estaría de más que alguien me echara una mano para estudiar el movimiento de estrellas desconocidas o pintar la línea de una costa.

—En ese caso la decisión es tuya.

—De acuerdo. —El cántabro meditó unos instantes y luego dijo al florentino—: Dejadme pensarlo una semana.

—Os quedaría eternamente agradecido si me aceptarais. —Inclinó levemente la cabeza y se despidió—. No os molesto más. Buenas noches.

Se dirigió hacia la puerta, pero apenas había dado un par de pasos cuando Ojeda lo llamó:

—¡Señor! ¡Un momento, señor! No habéis dicho vuestro nombre.

—¡Vespucci! —replicó el otro alzando la voz un poco más de lo que acostumbraba—. ¡Amerigo Vespucci!

Cuando se hubo marchado, el de Cuenca preguntó a su amigo:

—¿Qué opinas?

—No lo sé.

—¿Puede serte de ayuda?

—Tendría que comprobar si realmente sabe de estrellas o no es más que un simple aficionado con ganas de ver mundo.

—Se puede saber mucho de estrellas sentado en una azotea pero ser incapaz de distinguir Andrómeda de Casiopea desde el castillete de un navío que se balancea sin cesar.

—Sobre todo si uno es de los que echan hasta la última papilla como un Ojeda cualquiera.

—En el viaje de vuelta apenas me mareé.

—¡Natural! ¡El mar estaba como un plato! —El de Santoña hizo un gesto hacia la puerta por la que había salido el tal Vespucci—. ¿Qué hacemos con ése?

—Si se paga sus gastos y obedece no creo que nos cause molestias… —Sonrió de oreja a oreja mientras sostenía la pata de pollo—. Y si se vuelve un engorro se lo regalamos a los caribes para que lo conviertan en una apetitosa «menestra a la florentina».

Nunca aprendía juzgar a los hombres y con demasiada frecuencia pagué muy caro el no haber prestado atención a lo que se ocultaba más allá de su apariencia o sus palabras.

Amerigo Vespucci sabía de estrellas y reproducía con bastante fidelidad los mapas que el cántabro pintaba, pero estuvo a punto de no embarcar por el hecho de que muy pronto Alonso de Ojeda consideró que incordiaba más que «una ladilla turca».

Untuoso, sumiso, servicial, ceremonioso y halagador hasta el empacho, hacía tantos esfuerzos por ganarse el puesto y la simpatía de cuantos le rodeaban que lo que en verdad provocaba era hastío.

Y además de continuar hablando en susurros, una vez embarcado se habituó a estornudar y sorberse los mocos, por lo que a los pocos días de navegación la mayor parte de los tripulantes le conocían por el apodo de «el Mocoso».

Si era el agua de mar, el viento salino, la brea de calafatear, la madera o la humedad lo que le producía tan molesta alergia, nunca nadie conseguiría averiguarlo, pero lo cierto era que no pasaban cinco minutos sin que lanzara un sonoro estornudo que salpicaba a cuantos se encontraban a su alrededor.

—¿A qué se debe que los niños anden siempre con los mocos colgando y en cuanto se convierten en adultos dejen de hacerlo? —inquirió en cierta ocasión un perplejo Alonso de Ojeda tras uno de los sonoros estornudos del florentino—. A mi primo el Nano le bajaban «velas verdes» hasta los labios para desesperación de mi tía, pero un buen día le desaparecieron y jamás regresaron.

—No tengo ni la menor idea… —admitió el de Santoña—. Yo era bastante mocoso de pequeño, pero no recuerdo cuándo dejé de serlo.

—Qué curioso.

—Le preguntaré al médico por qué diablos Vespucci no para de moquear.

—¿A Quijano? —se asombró el de Cuenca—. Ése aparte de hacerte una sangría o cortarte una pierna no sabe nada de nada; si se le presenta la oportunidad de examinarle probablemente opte por rebanarle la nariz.

Lo cierto es que, con mocos o sin mocos, el italiano fue aceptado a bordo de la nao capitaneada por maese Juan de la Cosa, puesto que Alonso de Ojeda había entendido desde el primer momento que en cuanto se refería a negocios del mar debía ser el cántabro el que marcase la pauta, aunque la responsabilidad del futuro de la expedición continuara bajo su mando.

—Al César lo que es del César… —fue su comentario en cuanto quedaron atrás las costas de Cádiz—. Cuando haga su aparición una ola grande y demos el primer bandazo, me encierro en mi camareta y no vuelvo a salir hasta que me avises que hemos llegado a tierra.

Era, según algunos historiadores, el 18 de mayo del último año de un siglo que daba paso a otro en el que el mundo conocido se ampliaría de forma inesperada gracias a hombres como los que en aquellos momentos abandonaban el estrecho de Gibraltar. Aunque hay quien opina que la escuadra zarpó dos días más tarde, ése es un detalle que carecía de importancia en una época en que los caprichos del mar y el viento podían hacer que una travesía oceánica se prolongara dos semanas o se adelantara dos semanas.

Lo que en verdad importaba no era cuándo se abandonaba puerto, o cuánto se tardaba en llegar al destino final, sino el hecho de llegar sanos y salvos, aunque la mayor parte de las veces no se tuviera ni la menor idea de adónde se llegaba.

Tras una obligada escala en La Gomera, por tradición el último puerto en que se hacía aguada y se cargaban vituallas frescas, se emprendió al fin lo que constituía la verdadera y peligrosa travesía del océano.

Cuenta la leyenda que fue precisamente en esa isla donde Cristóbal Colón tuvo la mala fortuna de embarcar durante su segundo viaje dos cerdas preñadas cuyas crías fueron las que posteriormente inocularon la peste porcina a los haitianos, provocando una horrenda mortandad.

Peste porcina, viruela, gripe, sarampión y tuberculosis constituyeron el peor obsequio que los europeos transportaban en sus naves.

En el transcurso de apenas un siglo estuvieron a punto de borrar del mapa a los habitantes de todo un continente, ya que no tenían defensas contra unas enfermedades totalmente nuevas para ellos.

Corrían tiempos en los que la culpa únicamente se podía achacar a la ignorancia.

Por fortuna, y que se sepa, en las cuatro naves de la escuadra de Ojeda no viajaban la peste porcina, la viruela, la tuberculosis ni el sarampión, por lo que, exceptuando los estornudos del florentino, cabría asegurar que aquélla fue una expedición que sanitariamente no causó daño alguno.

A partir de que perdieron de vista las costas de La Gomera y desapareció de igual modo la silueta del Teide, que dominaba la aún inconquistada isla de Tenerife, el cántabro marcó rumbo oeste sur-suroeste buscando alejarse de la conocida y frecuentada ruta que le llevaría directamente al mar de los Caribes.

Su intención era comprobar, por mandato de los reyes, si aquella supuesta Tierra Firme que hacía su tímida aparición en la carta de navegación pintada por Colón, se prolongaba hacia el sur o se trataba en realidad de una isla.

La travesía transcurrió sin mayores incidencias hasta que en el amanecer del día veinticuatro, un rapaz de Tarifa que había ganado justa fama de tener vista de lince, aulló desde lo alto del palo mayor:

—¡Tierra a la vista!

Pero a decir verdad no era tierra lo que se distinguía, sino una especie de interminable alfombra verde esmeralda que nacía al borde mismo del agua y se extendía monótona y sin un solo relieve hasta perderse en la distancia.

—¿Se puede saber dónde nos encontramos, maese Juan? —quiso saber el conquense tras observar largamente un paisaje que más bien parecía la continuación del mar, pero de un verde mucho más oscuro.

—Anoche el astrolabio señalaba tres grados de latitud norte, es decir, casi en la misma raya del ecuador.

—Háblame en cristiano, querido amigo —protestó el otro—. ¿Eso qué diablos significa exactamente?

El de Santoña señaló con la mano el horizonte a su izquierda y, extendiendo el brazo muy lentamente hacia la derecha, puntualizó:

—Que si desde aquí hasta el punto, a once grados norte, que marca el Almirante en el mapa de la península de Paria, esa línea de árboles no alcanza a quebrarse ante la aparición de un ancho canal de agua de mar, sospecho que hemos tropezado con un auténtico continente.

—¿Y que por lo que se ve continúa hacia el sur?

—Eso parece.

—¿Y qué hacemos? —quiso saber el conquense—. ¿Continuamos bordeando hasta ver dónde acaba todo esto, o ponemos rumbo norte para comprobar si desde aquí hasta Paria no existe ningún brazo de mar que lo convierta en una isla más?

—Tú estás al mando —fue la parca respuesta.

—En efecto, estoy al mando, pero lo primero que aprendí cuando me pusieron al mando de una tropa es que más vale aceptar un buen consejo que encajar una mala derrota. ¿Tú qué opinas?

El curtido marino nacido a orillas del bravío Cantábrico, piloto veterano antes incluso de embarcarse con Cristóbal Colón en el viaje que habría de concluir con el descubrimiento del Nuevo Mundo, estudió con detenimiento el cielo, el mar y el horizonte, meditó largamente, y por último señaló:

—Si nos aventuramos tres grados más hacia el sur, atravesando la raya del ecuador, nos arriesgaríamos a encontrar vientos contrarios que nos impedirían regresar ignoro por cuánto tiempo, puesto que éstas son latitudes que nadie ha alcanzado con anterioridad a este lado del océano… —Humedeció de saliva el dedo índice y lo alzó sobre su cabeza para añadir—: Ahora tenemos un buen viento que nos empujará tranquilamente hacia la isla de Trinidad, la entrada del mar Caribe y por tanto a Paria. —Sonrió de oreja a oreja al tiempo que le guiñaba pícaramente un ojo a su amigo y superior en el mando y añadía—: Eso es todo lo que puedo decir respecto a nuestra situación, así que tú decides.

—Pero no has respondido a mi pregunta.

—¡Ni pienso hacerlo!

—¿Y eso?

—No quiero que recaigan sobre mi conciencia las vidas de tantos hombres.

—¿Acaso tienes miedo?

—Nadie ha sabido nunca con exactitud cuál es la delgada línea que separa la prudencia del miedo, querido amigo. Pero puedes estar seguro de que si a bordo de estas naves sólo estuviéramos tú y yo, no dudaría en continuar rumbo sur. No obstante, me parece injusto que descargues sobre mis espaldas una responsabilidad que te corresponde por derecho.

—De acuerdo —masculló de mala gana el Centauro—. Ocúpate de buscar una ensenada tranquila y fondear. Necesito un par de días de descanso y mar en calma hasta que se me asiente la cabeza y consiga pensar con claridad. No es una decisión sencilla.

—Por eso te pagan mejor que a mí.