A una lejana isla llegó una tropa famosa
en demanda del Cipango,
aunque lo que se encontró fue un mango,
que es una fruta sabrosa
muy típica del lugar.
Mas conviene destacar
que la importancia del mango
no estaba en el mango en sí,
en su aroma o su sabor,
sino en que quien lo mostró
fue la reina Anacaona,
esposa de Canoabo.
—¡Más vale que no continúes con esa miserable cancioncilla!
La reina Anacaona es,
según cuentan los doscientos
que la han conocido a fondo,
una diosa hecha por Dios,
la mujer hecha mujer,
la belleza hecha belleza,
la luz donde la luz brilla
la pasión hecha pasión,
un auténtico pendón,
y más lista que una ardilla.
—¡Te lo advierto! ¡O te callas o te vas a arrepentir!
El mango de Anacaona
más que un sabroso manjar,
es un extenso poema
que me encanta recitar.
Es muy dulce y muy sabroso,
es muy tibio y perfumado,
dicen que es muy terso por fuera
y por dentro sonrosado.
Hendido por la mitad
por una sencilla raya,
juran quienes lo han catado
que más bien sabe a papaya.
Alonso de Ojeda abandonó de mala gana el trozo de cordero asado que estaba saboreando, apartó con delicadeza la mano de su amigo que pretendía detenerle, se puso en pie y se encaminó despacio hacia el hombre que rasgueaba una vieja mandolina con la que intentaba acompañar, con una música ramplona, su desvergonzada tonadilla.
—¡Tienes la boca demasiado sucia! —le espetó, y extendiendo la mano se apoderó del cochambroso instrumento y lo partió en dos contra el canto de la mesa más cercana.
El «trovador» dio un salto desenvainando su espada y exclamó fuera de sí:
—¡Maldito hijo de puta! ¡Te voy a sacar las tripas!
Desde su mesa, y aún con la boca llena de cordero, maese Juan de la Cosa suplicó:
—¡No lo mates del todo, Alonso! No vale la pena. —Y dirigiéndose al músico, comentó con una leve sonrisa—: Te advierto que estás a punto de enfrentarte a don Alonso de Ojeda.
La espada rebotó de inmediato contra el entarimado, el pobre hombre palideció, y alzando las manos balbuceó presa del pánico:
—¡No ha sido mi intención ofenderle, don Alonso! ¡Por Dios que no! Y le pido perdón humildemente.
—¡A mí no me has ofendido, mentecato! —le espetó el de Cuenca—. Pero sí a una de las mujeres más maravillosas que hayan nacido nunca. O sea que te voy a cortar la lengua para que no vuelvas a hacerlo.
—¡Dios Bendito! —sollozó el infeliz—. ¡Por favor, señor! Me gano la vida como trovador…
—Pues de ahora en adelante tendrás que aprender a bailar si quieres continuar ganándote la vida… —Extrajo con estudiada parsimonia su afilada daga y aproximándose al desdichado, que se había dejado caer en el taburete, ya que las piernas no le sostenían, ordenó secamente—: ¡A ver! ¡Saca esa sucia lengua!
—¡Misericordia, don Alonso, tengo tres hijos!
—Y podrás tener otros tres más, pero en silencio.
—¡Alonso…! —suplicó de nuevo el cartógrafo, acudiendo de mala gana a sujetarle el brazo—. ¡Vamos, hombre de Dios, no es para tanto!
—No lo será para ti, que no has conocido a Anacaona.
—La conozco por lo mucho que me has hablado de ella, y eso me basta… —Le quitó con cuidado la daga de la mano al tiempo que afirmaba—: Y estoy convencido de que este buen hombre no volverá a repetir esa canción ni en el retrete… ¿Me equivoco?
—¡En absoluto, señor, en absoluto! —sollozó el infeliz, que ya se había orinado encima—. ¡Lo juro por mi hijo!
—¿Cuál de ellos?
—¡Los tres!
—¿Lo ves? —insistió De la Cosa—. ¡Vamos, hombre! Ya te ha pedido perdón. ¡No seas rencoroso!
—La ofensa ha sido grande y con pedir perdón no basta… —replicó el de Cuenca—. Esa sucia lengua merece un castigo… —Se volvió hacia el orondo posadero, que había asistido a la escena tan quieto como una estatua de sal, al igual que la mayoría de sus parroquianos, y ordenó—: ¡Trae una fuente de esas guindillas con las que has adobado el cordero!
El aludido desapareció como alma que lleva el diablo en la cocina y de inmediato regresó con lo pedido. Ojeda hizo un gesto indicándole que las colocara en la mesa, junto al amedrentado «trovador», y ensayando una amistosa sonrisa, señaló:
—Podrás marcharte cuando te las hayas comido todas, la lengua se te haya hinchado de tal forma que no puedas hablar durante una semana y te salgan unas almorranas que te impidan sentarte en un mes.
—¿Todas, señor? —se horrorizó el otro.
—¡Hasta los rabos!
—¡Que Dios me ampare!
Se llevó la primera guindilla a la boca, y Ojeda regresó a su mesa con la intención de concluir su apetitoso cordero, aunque sin dejar de lanzar ojeadas al sufrido «trovador», cuyo rostro enrojecía por momentos y sus desorbitados ojos rezumaban gruesos lagrimones.
Al rato se derrumbó como si le hubieran cortado las patas al taburete y las guindillas se desparramaron por el suelo, pero las fue recogiendo una por una para comérselas a duras penas.
Maese Juan de la Cosa insistió:
—¡Por los clavos de Cristo, Alonso! ¡Me estás echando a perder la cena!
El Centauro hizo un gesto con la mano al desgraciado, indicándole que podía marcharse, y el otro se alejó casi a rastras hasta perderse de vista en la oscuridad de la noche.
Al cabo de un rato el cántabro comentó:
—A veces puedes ser muy cruel.
—Tan sólo soy cruel cuando envío a un patán al infierno —fue la seca respuesta—. Lo de esta noche no ha sido crueldad, sino justicia. Ese cretino se lo pensará muy bien antes de volver a atentar contra el honor de una mujer, sea quien sea.