Alonso de Ojeda se había construido, con la ayuda y los cuidadosos cálculos de maese Juan de la Cosa, una espaciosa cabaña al borde de un pequeño acantilado, y era cosa sabida que cada tarde, cuando el calor disminuía de forma notable, solía acomodarse en un gran banco de piedra a contemplar pensativo la puesta del sol.
Pese a ser hombre de tierra adentro, o quizá precisamente por ello, el conquense experimentaba una especial atracción por el mar, sobre todo cuando podía contemplarlo desde Tierra Firme.
Por ello, cuantos tenían necesidad de hablar con él acudían a visitarle a aquel lugar y aquella hora, sabiendo que era un momento propicio en el que se mostraba mucho más relajado y asequible que durante el pesado bochorno del día o las agitadas noches de vino y broncas. Para la mayoría de los colonos que no compartían la idea de que se obligara a trabajar a los indígenas, Ojeda se había convertido en una especie de guía espiritual, visto que su prestigio iba en aumento a medida que disminuía el de un almirante del cual ya la mayoría de los españoles había llegado a la conclusión de que no era el hombre apropiado para regir los destinos de la isla.
—¡Ojalá se embarque de nuevo! —decían—. Que encuentre su dichoso camino hacia la China y se quede allí para siempre.
Día a día se afianzaba el convencimiento de que era un pez fuera del agua; un auténtico genio sobre el castillo de popa de un navío, pero un absoluto inepto en los despachos del palacio de un gobernador.
Sabía más de estrellas que de hombres.
Eran por tanto legión los descontentos con sus caprichosas decisiones, y así, cuantos aspiraban a librarse de la férrea dictadura de los hermanos Colón acudían a pedir consejo al conquense, convencidos de que éste era el único que podía conseguir que una conspiración contra el tiránico poder establecido tuviera éxito.
Su respuesta era siempre la misma:
—Los reyes lo pusieron al mando, y por tanto únicamente los reyes pueden arrebatárselo. El resto es traición.
—Pero si tú intercedieras, los reyes te escucharían; sabes muy bien que su majestad doña Isabel te aprecia y respeta porque te considera el capitán más honrado y prestigioso a este lado del océano.
—Soy quien soy porque así lo quiso el mejor de los almirantes, pero dejaría de ser quien soy si me atreviera a juzgar al peor de los almirantes. No se puede aceptar lo que te conviene de un hombre y negar lo que no te conviene.
—¿Ni aunque te nombraran, con toda justicia, gobernador de la isla?
—Ni aun así, porque me consta que sería tan mal gobernante como él. Lo suyo es el mar; lo mío, la guerra. Ninguno de los dos hemos nacido para administrar; la única diferencia estriba en que yo lo sé y él se niega a admitirlo.
—Ten en cuenta que si tú, que conoces mejor que nadie la isla y sus problemas, no aceptas ponerte al frente de ella, pronto o tarde destituirán al Almirante. En ese caso nos enviarán desde Sevilla a cualquier cortesano lameculos que no tendrá ni idea de lo que es el Nuevo Mundo.
—Y vosotros tened en cuenta… —fue la serena respuesta— que aun en caso de que decidiera convertirme en traidor, para lo cual tendría que volver a nacer, si por casualidad se les ocurriera nombrarme gobernador de La Española y quisiera hacer bien las cosas, me vería obligado a permanecer cinco o seis años sentado en una poltrona impartiendo órdenes, en vista de lo cual «se me pasaría el arroz».
—¿Qué quieres decir?
—Que después de tantos años inactivo no tendría ya las condiciones físicas que se precisan a la hora de lanzarse a explorar nuevas islas, tierras, ríos o montañas…
Quien no sabe para qué ha nacido nunca podrá elegir su destino.
Pese a que fueron muchas y poderosas las presiones que recibió por aquellos tiempos el de Cuenca, ninguna se aproximó siquiera a la que recibió una tarde, cuando su siempre atenta mirada de hombre acostumbrado al peligro le alertó de que una treintena de guerreros indígenas lo espiaba desde las lindes de la cercana selva, e incluso desde las altas rocas que se abrían a su izquierda.
La única escapatoria que se le ofrecía si no pretendía enfrentarse a un número tan considerable de enemigos era lanzarse desde lo alto del acantilado a un mar en el que con frecuencia distinguía las amenazantes aletas de enormes y hambrientos tiburones.
Recordó los viejos tiempos en que su amado amigo Juan de Medinaceli, ahora ya todo un señor duque, le retaba a atravesar a nado el Guadalquivir, pero el agitado oleaje que rompía con fuerza contra las rocas lanzando altas columnas de espuma poco o nada tenía que ver con las tranquilas aguas del río sevillano.
Así pues, se limitó a comprobar que espada y daga se encontraban en su sitio, confiando en que, con la caída del rápido crepúsculo tropical y la llegada de las sombras, se le presentaría una oportunidad de escabullirse sin tener que derramar demasiada sangre, y sobre todo sin tener que ver cómo derramaban la suya.
El sol se ocultaba ya sobre la línea del horizonte cuando no pudo por menos que comentar en voz alta, como para que quienes lo acechaban le oyeran:
—¿A qué diantres estáis esperando, inútiles? Es ahora o nunca.
En ese preciso momento una alta figura surgió de la espesura, pero le resultó imposible distinguir de quién se trataba puesto que los últimos rayos del postrero sol se reflejaban en una especie de coraza dorada que le cubría del cuello a la cintura.
—¡Vaya! —masculló al tiempo que desenvainaba sus armas—. ¡Esto sí que es nuevo! Un guerrero con armadura.
Aguardó con los ojos entornados, deslumbrado por el fulgor de lo que le pareció una especie de cota de mallas de oro, y su sorpresa alcanzó el punto máximo cuando el sol se ocultó por completo en el horizonte, la armadura dejó de brillar y pudo advertir que quien se aproximaba con paso sereno y firme era la princesa Anacaona.
Por primera vez en su vida se quedó sin palabras.
Al final acertó a envainar de nuevo la espada y la daga, y dando un paso adelante ensayó la más cortesana de sus reverencias.
—¡Princesa! —saludó, sabiendo que la inteligentísima esposa del difunto Canoabo cada vez hablaba con mayor fluidez el castellano—. ¿A qué debo el inesperado placer de esta visita?
Ella, sin responder, continuó avanzando hasta llegar al banco de piedra, tomó asiento, observó unos instantes el cielo que se teñía de un rojo sangre y por fin mirándolo a los ojos y con desconcertante calma dijo:
—Vengo a ofrecerme a ti, como mujer y como reina. Si me aceptas, serás reconocido como cacique supremo de todas las tribus de la isla, porque estamos convencidos de que eres el único hombre que puede conseguir que los haitianos y los españoles convivamos en paz.
Lógicamente, el de Cuenca se quedó tan de piedra como el propio banco en que se vio obligado a sentarse, porque las piernas estaban a punto de fallarle, y tras sacudir una cabeza que se negaba a asimilar de entrada lo que acababa de escuchar, balbuceó apenas:
—¿Cómo has dicho?
—Me has entendido perfectamente… Soy una princesa a la que su padre dejó un gran reino, pero que se ha quedado viuda y precisa de un rey y un esposo si pretende seguir siendo mujer y reina. —Se despojó de la rústica pero pesada cota de mallas de oro dejando al descubierto sus fabulosos pechos, y se la entregó al tiempo que añadía—: Y nadie mejor que tú para convertirte en mi esposo y mi rey. Éste es mi regalo de bodas; apenas una pequeña muestra del oro que he conseguido reunir para ti. Si me desposas serás un soberano muy rico.
Ojeda tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su sorpresa e indignación.
—¿Pero qué clase de locura es ésta? —exclamó—. ¿Acaso te has creído que estoy en venta?
—¡No! —se apresuró a replicar ella—. ¡Seguro que no! Pero ten en cuenta que para nosotros ese oro no significa nada, aunque a vosotros os fascine.
El Centauro tomó la fastuosa cota de mallas tejida con fino hilo de oro puro, la sopesó como si calculara su valor y al poco inquirió:
—¿Realmente el oro no significa nada para vosotros?
—Lo mismo que una piedra.
Él se inclinó, cogió una piedra y se la entregó.
—¡Tírala al mar! —pidió.
La princesa obedeció un tanto desconcertada, y casi al mismo tiempo Ojeda lanzó detrás la cota de mallas, observando cómo giraba en el aire antes de chocar contra las aguas y desaparecer de inmediato.
—Si para ti el oro significa lo mismo que una piedra, para mí también —dijo entonces—. No se me compra, ni con oro ni con piedras.
—¿Significa eso que me rechazas?
El de Cuenca negó de inmediato, como si aquello fuera lo más absurdo que se pudiera escuchar en esta vida.
—¡A ti no! —exclamó—. Ningún hombre en su sano juicio sería capaz de rechazarte puesto que eres la mujer más fascinante que haya sido creada. Pero no puedo aceptar ni tu reino ni las riquezas que me ofreces.
—Juntos gobernaríamos en perfecta armonía, tal como lo hacen tus soberanos Isabel y Fernando, y nuestros hijos se convertirían en el símbolo de la unión de las dos razas.
—Sí, sería una unión perfecta y maravillosa si yo también fuera príncipe entre los míos —replicó Ojeda con una leve sonrisa—. Pero por suerte o por desgracia, sólo soy un simple soldado al que tuvieron a bien nombrar capitán. Aceptar una corona sería tanto como traicionar la confianza que los reyes depositaron en mí, y es posible que mi madre trajera al mundo a un desvergonzado ganapán bueno sólo en el manejo de la espada, pero no a un traidor.
—Pídeles permiso a tus reyes —señaló ella, pues al parecer se le antojaba una solución obvia—. Tal vez vean con buenos ojos que uno de los suyos gobierne nuestro pueblo.
El de Cuenca meditó la propuesta mientras las sombras comenzaban a apoderarse del paisaje, y al fin señaló seguro de lo que decía:
—Nunca lo aceptarían… Para ellos nadie puede ser rey si no corre sangre real por sus venas. Pero incluso en el absurdo caso que me concedieran sus bendiciones, ¿cuál sería mi posición cuando surgieran discrepancias, que ya existen, y muchas, entre tu pueblo y el mío?
—La que consideraras más justa.
—¡Difícil tarea! —exclamó—. ¡Imposible, más bien! Cuando en cualquier disputa le diera la razón a un español, los haitianos me acusarían de partidista, y cuando se la diera a un haitiano los españoles me acusarían de traidor. ¡No! —negó con firmeza—. Ni el mismísimo Salomón podría gobernar en semejantes condiciones.
—¿Quién es Salomón?
—Un antiguo rey que tenía fama de justo e inteligente.
—Estoy segura de que tú también serías justo e inteligente, aparte de que todos te consideramos el mejor y más valiente guerrero que ha existido. Para mí sería un honor convertirme en tu esposa.
—Y para mí un honor y un increíble placer convertirme en tu esposo, siempre que ello no me obligara a gobernar.
—¿Quieres decir que te atraigo como mujer?
—¿Atraerme? —se asombró el conquense—. Desde que te vi por primera vez no he dejado de pensar en ti ni un solo día.
—¡Demuéstramelo!
Durante casi dos semanas Alonso de Ojeda le estuvo demostrando a todas horas hasta qué punto le atraía como mujer, y durante el tiempo que permanecieron encerrados en la cabaña o retozando a la orilla del mar, dos docenas de guerreros apostados entre los árboles impedían que nadie se aproximara.
De tanto en tanto una muchacha nativa, casualmente la misma a la que el conquense había subido a la grupa de su montura el día en que secuestró a Canoabo, acudía con cestas de exquisitos manjares que depositaba ante la puerta de la cabaña para alejarse de inmediato en absoluto silencio. Aquélla fue sin duda la más gratificante experiencia en la vida del Centauro de Jáquimo.
Nos amamos hasta la extenuación, y en cierto modo continuamos amándonos de un modo muy diferente aunque la vida nos condujera por muy distintos caminos.
La noticia corrió por la isla como reguero de pólvora: un grupo de guerreros impedía que nadie se aproximara a la cabaña en que el capitán Alonso de Ojeda permanecía encerrado en compañía de la princesa Anacaona.
Aquellos que le admiraban le admiraron hasta el entusiasmo.
Aquellos que le envidiaban le envidiaron hasta la exasperación.
Maese Juan de la Cosa brindaba cada noche para que «la Cosa» de su mejor amigo dejara muy alto el pabellón nacional.
Ignacio Gamarra murmuraba a todas horas que sin duda en aquella cabaña se estaba fraguando una horrenda traición.
—Si eso es traición, no me importaría que me ahorcaran por ello —fue el comentario del cartógrafo cuando el rumor llegó a sus oídos—. Aunque me ahorcaran tres veces seguidas por cada «traición» cometida con semejante prodigio de mujer. —Alzó su jarra de vino en mudo brindis al tiempo que añadía—: Y los puercos envidiosos harían muy bien en meterse la lengua donde les quepa, no vaya a ser que Alonso se la corte en cuanto su ardiente princesa le deje un rato libre.
¿Qué más se podía pedir para que La Española se dividiera aún más entre «ojedistas» y «antiojedistas»? Para unos era el ejemplo viviente de que el valor, la abierta osadía, la fuerza de carácter y la incorruptible honradez obtenían su merecido premio; para otros, en cambio, constituía el ejemplo viviente de cómo un aventurero sin escrúpulos, un espadachín con docenas de muertes sobre la conciencia, un perdulario que debería pudrirse en prisión desde hacía años abusaba de una pobre salvaje a la que, además, le había secuestrado al marido.
—Apuesto a que acabará envenenándolo en cuanto se descuide… —masculló una moza de taberna—. Ésa lo que busca es venganza.
—¡Pues anda que se está llevando una buena ración de venganza para el cuerpo antes de liquidarle…! —fue la respuesta de otra camarera—. Y está claro que ese supuesto veneno no se lo administra en frasco sino a base de «polvos».
—¡Tú tómatelo a broma, pero me juego las enaguas a que el renacuajo la diña entre los muslos de esa zorra!
—Te garantizo que ese «renacuajo» es capaz de acabar con cuatro zorras como ésa, y no hace falta que te lo jure porque en cierta ocasión me aseguraste que casi acaba contigo.
Ignacio Gamarra escuchaba.
Ignacio Gamarra siempre escuchaba cuanto hiciera referencia a Alonso de Ojeda.
¿Por qué?
Nunca nadie ha sabido explicar cómo, cuándo y por qué nació la extraña obsesión de aquel oscuro personaje hacia la figura del más audaz, desinteresado y noble de los «adelantados» del Nuevo Mundo.
¿De dónde nacía su odio, si es que era odio, sin que se tenga noticia de que Ojeda jamás le hubiera hecho daño alguno?
Ésa es una pregunta que nunca ha tenido respuesta, porque la única respuesta válida se ocultaba en el corazón de un hombre que se la llevó consigo a la tumba.
El inesperado y tórrido romance con la princesa marcó un antes y un después en la vida de Alonso de Ojeda. Anacaona no era mujer que dejara indiferente a nadie, y su pequeño y fogoso Colibrí no fue evidentemente una excepción.
Los minutos, las horas, los días y las semanas que pasaron el uno en brazos del otro los marcaron para siempre, y pese a que ella se mostrara dispuesta a pasar el resto de su vida junto a un hombre al que consideraba un semidiós, el conquense llegó a la dolorosa conclusión de que si permitía que el embrujo de tan portentosa criatura le corroyera el alma tal como le había corroído el cuerpo, tendría que olvidar para siempre sus viejos sueños de gloria.
El sexo de la haitiana era como una droga que cuanto más cataba más necesitaba, y contra todo pronóstico la fatiga no hacía mella en ellos, sino que, por el contrario, experimentaban noche tras noche la imperiosa necesidad de aumentar la dosis, a tal punto que sus cada vez más frecuentes encuentros acababan por convertirse en un auténtico desenfreno.
¡Más!
¡Siempre más!
¿Qué sueño podía superar la realidad de sentirse dueño absoluto de aquel cuerpo firme y perfecto, aquella boca eternamente ansiosa y aquellos inmensos ojos que parecían extasiados en las más lejanas estrellas cuando él la penetraba?
¿Qué mejor destino que sentirse dueño de una soberana que reinaba sobre miles de súbditos?
¡Cacique de Haití, esposo de Anacaona!
Sonaba bien a los oídos de un muchacho nacido en el minúsculo villorrio de Oña, que acaba de cumplir veinticinco años y que había iniciado su andadura vital como simple paje de una noble casa andaluza.
Sonaba demasiado bien.
Tendido en la arena al pie del acantilado, admirando sin cansarse la espléndida desnudez de su amada, que retozaba entre las olas, Alonso de Ojeda no podía por menos que pensar que aquél era el auténtico Edén del que tanto había oído hablar, pero de cuya existencia siempre había dudado.
Si no existía mujer más fascinante ni paisaje más hermoso, ¿a qué otra cosa podía aspirar de cara al futuro?
—Así será siempre nuestra vida en Xaraguá… —le aseguraba ella—. Pondré mi reino a tus pies y únicamente te pediré a cambio amor, que es algo que te sobra. ¡Ven conmigo!
—Contigo iría a Xaraguá o al mismísimo infierno siempre que estuviéramos solos —le respondía el Centauro—. Incluso sería capaz de renunciar a mis ansias de descubrir nuevos mundos puesto que tú eres de por sí un mundo que nunca acabaré de descubrir por completo. —Abrió las manos como dando el tema por zanjado, y concluyó—: Pero tú nunca estarás sola; eres la reina.
—Cuando estoy contigo, estoy a solas contigo.
—Eso no es cierto… —replicó él acariciándole dulcemente la mejilla—. Cuando se supone que estamos a solas distingo a tu espalda miles de rostros que me observan ansiosos, esperando que me conviertas en el vengador que enjugue el dolor de la derrota que yo mismo les infligí.
—¿Quién mejor para comandarles que aquel que les venció? —replicó ella—. Te admiran y respetan.
—Y también muchos me odian, lo cual se me antoja justo. De niño yo también odiaba a quienes habían invadido nuestras tierras ocho siglos atrás… —Ojeda pasó la punta del dedo por el contorno de aquellos agresivos pechos que parecían desafiar todas las leyes de la gravedad, puesto que alzaban sus pezones hacia el cielo, y añadió con tristeza—: Supongo que pocas parejas estuvieron nunca tan unidas cuando era tanto lo que las separaba; distintas razas, distintas creencias, distintas posiciones sociales y distintas ideas… Si me pides que sea tu esclavo, lo seré, pero si me pides que sea tu rey, nunca podré aceptarlo.
—¡Inténtalo! —insistió ella, consciente de que era mucho lo que se jugaba además de la presencia del ser amado—. Inténtalo unos meses y si llegas a la conclusión de que no es tu camino, lo dejas.
—No se puede ser traidor sólo por unos meses; lo eres o no lo eres, y yo no lo soy. Además… —añadió con sinceridad— estoy convencido de que si viviera a tu lado sólo unos meses ya no podría seguir viviendo sin ti.
Su amor hacia la princesa Anacaona, su incapacidad de traicionar sus firmes principios, y la insoportable tensión que significaba continuar en una isla donde se respiraba un aire de eterna conjura contra los hermanos Colón, los cuales cada día cometían un error que superaba con creces el de la jornada anterior, tuvieron la «virtud» de conseguir que Alonso de Ojeda, el inagotable Colibrí, el invencible espadachín y laureado capitán capaz de enfrentarse sin pestañear a todos los peligros, decidiera reembarcarse rumbo a Sevilla, colocando entre él y la posibilidad de convertirse en rey la inmensidad del temido Océano Tenebroso.
Tenía plena conciencia de que la tentación era demasiado fuerte, y tan sólo la separación, por dolorosa que fuera, conseguiría impedir que se dejara vencer por ella.
Regresó, pues, cubierto de gloria pero con la cabeza gacha; derrotado por primera vez, pero derrotado únicamente por sí mismo, y fue a buscar refugio en los consejos de aquel que llevaba su propio nombre y su propia sangre, y que en esta ocasión no supo aconsejarle.
—Soy un hombre de Dios que nunca ha conocido la, al parecer, irresistible atracción de los placeres de la carne —le dijo—. A mis oídos han llegado noticias de la increíble belleza de esa mujer que te obsesiona, y en cierto modo me admira que hayas sido capaz de renunciar a ella y al reino que te ofrece; pocos hombres hubieran reaccionado como tú en semejantes circunstancias.
—¿Acaso imaginas que podría pasarme el resto de la vida avergonzado? —fue la respuesta—. Siempre he despreciado, y en ocasiones «trinchado», a los macarras que viven de las mujeres. De haber aceptado su propuesta me hubiera convertido en el rey de los macarras. Admito que he cometido la mayor parte de los pecados que se puedan cometer en este mundo, pero nunca aquellos que atentan contra mi honor; ese honor es la única herencia que me dejaron mis padres y lucharé hasta la muerte por conservarla intacta.
—Extraño suena oír hablar así a quien ha arrastrado su buen nombre por todos los tugurios de éste y el otro lado del océano… —comentó el buen fraile con una leve sonrisa de condescendencia—. Pero cierto es que cada ser humano marca los límites de lo que considera bueno o malo, justo o injusto, honorable o deshonroso, y si ésa es tu forma de entender el problema no me queda más remedio que aceptarlo. ¿Qué piensas hacer con tu vida?
—No tengo ni la menor idea.
—¿Te has parado a pensar en el peligro que corres ahora que tu fama como espadachín se ha visto superada por tu fama como militar o conquistador de fabulosas princesas? Tengo entendido que son legión los que aspiran a destruir la leyenda del mítico Alonso de Ojeda.
—¿Y qué puedo hacer para evitarlo?
—Enterrar tu espada.
—¿Y permitir que me maten a traición?
—Nadie aspira a la vergüenza de convertirse en el asesino de un héroe, pero me consta que son muchos los que aspiran a la gloria de vencerle en un duelo cara a cara.
—Pues en ese caso serán muchos los muertos; la Virgen me protege.
—No mezcles en esto a la Virgen; suena a blasfemia —protestó «El Nano» Ojeda—. Nada tienen que ver los cielos con esa endiablada habilidad que te ha sido concedida, supongo que por el mismísimo Satanás, a la hora de empuñar un arma. ¿Aún continúas sin saber lo que es sentir miedo?
—Resulta difícil sentir tanto miedo como el que he experimentado durante estos últimos meses. Me aterrorizaba la idea de no poder rechazar cuanto Anacaona me ofrecía. —El de Cuenca hizo una corta pausa antes de sentenciar con seguridad—: Ésa ha sido la más afilada espada a que me he enfrentado nunca.
—Alguien dijo: «El peor enemigo es el que llevamos dentro». Y tú lo has vencido.
—¡No del todo, Nano, no del todo! A cada minuto se rebela, cobra nuevas fuerzas y me acorrala, obligándome a recordar el tacto y el aroma de una piel tan dulce y suave que hace que en mi interior todo se derrumbe como un castillo de arena. Anacaona no es una mujer, primo, es una enfermedad que tanto más te mata cuanto más lejos se encuentra.
—¡Bien! —masculló el fraile lanzando un profundo suspiro con el que parecía querer indicar que aquel tema escapaba a su entendimiento—. ¡Olvidémonos por el momento de la dichosa princesa y vayamos a cosas menos espirituales! No tienes buen aspecto… ¿Cómo se encuentra tu bolsa?
—Anteayer la empeñé para pagar la cena… —admitió cabizbajo el Centauro.
—¡Lo supuse nada más verte! —masculló entre dientes su primo—. Vences en batallas imposibles, desprecias un reino, pretendes descubrir nuevos mundos, arrojas al mar una fortuna, pero ni siquiera tienes con qué pagarte una cena decente. ¿Cuándo sentarás la cabeza, hombre de Dios?
—Cada cual nace para lo que nace.
—Y está claro que tú has nacido para pobre.
—Si don Cristóbal hubiera sido rico no se habría lanzado a la aventura de atravesar el océano —fue la acertada respuesta—. El gran problema del dinero no es que sea de por sí cobarde; es que convierte en cobardes a quienes lo poseen.
—¡Pues a fe mía que no te vendría mal vender un poco de valor, aunque sólo fuera para comprarte unas calzas nuevas! ¡Mírate! Pareces un pordiosero… —Se aproximó al arcón que descansaba sobre una ancha mesa, extrajo un grueso anillo y lo colocó en la mano de su primo antes de cerrársela con fuerza—. Era de mi madre, y como sé que te adoraba estoy seguro de que se sentirá feliz de que sirva para algo más que para convertirse en un doloroso recuerdo escondido en el fondo de un arcón. Cómprate ropa nueva, come hasta que se te quite esa cara de muerto de hambre, date un baño que buena falta te hace, y ve a ver de mi parte a Fonseca.
—¿A quién?
—Al obispo de Burgos, Juan Rodríguez de Fonseca. ¿Nunca has oído hablar de él? —Ante la negativa, el fraile añadió—: Ahora se encuentra en Sevilla porque le han nombrado consejero real para Asuntos de Indias.
—¿Y por qué quieres que le vea?
—Porque me consta que te admira, aunque no entiendo sus razones —fue la humorística respuesta—. Aborrece al Almirante y barrunto que le anda buscando un sustituto digno de confianza, y al parecer le han llegado noticias de que eres el hombre más respetado al otro lado del océano.
—No seré yo quien sustituya a don Cristóbal, eso puedes darlo por sentado —replicó su primo, rechazando la idea con un brusco gesto de la mano—. Admito que ha cometido y continúa cometiendo infinidad de errores, pero hizo de mí quien soy, y antes prefiero dormir en una cueva que en su alcázar.
—Si algo te dio, mucho más le devolviste.
—¡Te equivocas! Me dio la dignidad y el mando, y le devolví lo que tenía que devolverle: fidelidad y victorias. En eso estamos en paz.
Juan Rodríguez de Fonseca, apodado entre los de la curia «el Ciprés Burgalés», tenía justa fama de hombre austero, y pese a que por razones de su alto cargo se veía obligado a residir en un palacio, corría el rumor de que dormía, nunca más de cuatro horas diarias, sobre un camastro de piedra en una diminuta celda sin ventanas.
Alto y flaco, se deslizaba por los pasillos y las estancias tan en silencio como si de una sombra de auténtico ciprés se tratase, y cuando Alonso de Ojeda penetró en su severo despacho tardó en alzar el rostro de los planos y documentos que estaba estudiando.
Al fin clavó los ojos en el recién llegado y éste tuvo la extraña sensación de que le estaba leyendo el pensamiento.
—Me habían advertido que erais de corta estatura… —fue lo primero que le dijo—. Por lo que no quiero ni imaginar adónde habríais llegado con mi altura.
—Al fondo de una tumba muy larga, monseñor, dadlo por seguro. Tanto hueso y tan poco nervio nunca conseguirían esquivar un hábil mandoble.
—Merecida tengo la respuesta, lo admito —reconoció el obispo con una leve sonrisa—. Y me complace comprobar que vuestra famosa audacia no se cohíbe en presencia de un consejero real. ¡Venid y dadme vuestra opinión sobre este mapa!
El de Cuenca se aproximó, estudió con profunda atención el pergamino que el otro le mostraba, y al fin inquirió mirándole a los ojos:
—¿Quién lo ha pintado?
—El Almirante en persona… —El religioso hizo una corta pausa antes de añadir—: Al menos eso asegura.
—En ese caso tenedlo por cierto… —dijo su interlocutor en un tono que no admitía réplica—. Don Cristóbal puede mentir en todo, menos en lo que se refiera al mar y las cartas marinas.
—¿En qué basáis semejante afirmación?
—En muchos años de conocerle; es un auténtico marino, el mejor que conozco, y ningún marino osaría mentir en lo que respecta a los derroteros o los mapas, del mismo modo que vos no mentiríais sobre Cristo o la Virgen María… —Hizo una breve pausa antes de añadir señalando el pergamino con un leve ademán de la cabeza—: ¿Qué costas son éstas?
—Las de una isla que ha bautizado Trinidad porque desde el mar se distinguen tres montañas iguales, y un lugar que ha llamado Paria, y que aunque el Almirante lo niegue empiezo a sospechar que se trata en verdad de tierra firme.
—¿Tierra firme? —se sorprendió el espadachín—. ¿Os estáis refiriendo a una isla muy grande, o a un nuevo continente?
—Todavía es pronto para aventurar la posibilidad de un continente desconocido. Demasiado pronto.
—¿Pero lo consideráis posible?
—¿Qué es lo posible o lo imposible, amigo mío? Colón aventuró la hipótesis de que el mundo es redondo y se podía llegar a oriente por occidente, pero resulta evidente que no ha llegado. ¿Cabe imaginar acaso que entre nosotros y la China se alce todo un continente del que ni nosotros ni los chinos tengamos conocimiento?
—Extraño parece.
—Y extraño es —admitió el religioso con un leve gesto de la barbilla que mostraba todo su escepticismo—. ¿Acaso a ese continente lo separa de la China un océano tan grande como el Atlántico? De ser así nos encontraríamos con un mundo muchísimo mayor del que habíamos imaginado.
El Centauro reflexionó aquellas palabras, aceptó la muda invitación de tomar asiento al otro lado de la enorme mesa cubierta de mapas, y por último adujo:
—De ser así, de existir otro océano, la ruta hacia China navegando hacia el oeste resultaría bastante más larga que circunnavegando África.
—¡Justa apreciación, sin duda! —admitió el Ciprés Burgalés—. Pero de momento el Almirante se niega a admitirlo, y sabido es que está considerado, incluso por vos mismo, la máxima autoridad mundial en materia de navegación. Sostiene que todo lo que se ha encontrado son islas, y que los viajeros que han llegado hasta el Extremo Oriente han hecho múltiples referencias a un gran archipiélago al sudeste de la China. Sostiene que es ahí donde ha desembarcado.
Ante el ceño y el nuevo silencio de su acompañante, le observó de soslayo para acabar por inquirir:
—¿Vos que opináis?
—No soy quién para opinar sobre asuntos del mar; en cuanto pongo el pie en una cubierta se me revuelven las tripas.
Juan Rodríguez de Fonseca abandonó su cómoda butaca, sirvió dos vasos de limonada de un aparador que se encontraba a sus espaldas, alargó uno de ellos a su interlocutor y bebió muy despacio, sin quitar ojo a quien le imitaba.
Al concluir, puntualizó:
—Me complace vuestra modestia pese a que sospecho que no es tal, sino un oculto deseo de no pronunciaros en contra de la opinión de un almirante al que al parecer debéis mucho. ¿Me equivoco?
—La experiencia me ha enseñado que todo aquel que concluye una frase preguntando si se equivoca, es porque sabe que no se equivoca, así que sacad vuestras propias conclusiones.
—¡De acuerdo! No insistiré sobre asuntos del mar; hablemos de asuntos de tierra adentro sobre los que no podéis alegar ignorancia. ¿Qué posibilidades existen de que Cuba o La Española se encuentren relativamente cerca de China o Japón?
—Ninguna.
—¿Estáis seguro?
—Seguro, seguro sólo está el infierno para la mayoría y el cielo para unos pocos, pero ni entre los haitianos ni entre los caribes he advertido un solo rasgo que pueda recordar a un lejano antepasado de raza amarilla.
—¿Qué quieres decir?
—Que no parece lógico que, en caso de que esas islas estuvieran tan relativamente cerca de China o Japón como aseguran esos viajeros, nunca llegara hasta sus costas un pescador o un navegante que plantara su semilla en unas hermosas mujeres que suelen mostrarse más que dispuestas a ser sembradas.
—Suena lógico.
—Todos los nativos son cobrizos, y no he visto otro rostro amarillo que el de los guerreros un momento antes de que les cortara la cabeza; y no era cuestión de raza, era cuestión de miedo.
—Entiendo… Según vos, «los amarillos» deben encontrarse muy lejos.
En el argot marinero de aquel tiempo, los mapas nunca estaban «trazados» o «dibujados», sino concretamente «pintados», por lo que a continuación el obispo de Burgos hizo girar el mapa para inquirir en un tono sorprendentemente serio:
—En ese caso, decidme, ¿qué pensáis sinceramente de lo que ha pintado el Almirante? ¿Se trata de una isla o de Tierra Firme?
Alonso de Ojeda estudió con detenimiento cada detalle de la carta marina, se rascó pensativamente la hirsuta barba, guiñó los ojos como si pretendiera aclarárselos y aguzar la vista, y cuando se decidió a hablar pareció convencido de lo que decía:
—Si este trazo es un río, y evidentemente lo es, su grosor responde a su mucho caudal, y me consta que don Cristóbal suele ser muy cuidadoso a la hora de pintar. —Apartó con un leve gesto el documento para concluir—: No se me antoja factible que semejante río pertenezca a una isla, a no ser que se trate de una isla en verdad gigantesca.
—En eso estamos de acuerdo.
—Pero el único modo de averiguarlo es ir allí y comprobarlo.
—También estamos de acuerdo… —admitió el religioso—. Y como por desgracia no confío en el criterio del Almirante, ya que consideraría un rotundo fracaso haberse equivocado en sus cálculos, he decidido que seáis vos quien se ocupe de tan delicado negocio.
—¿Yo?
—¿Quién mejor?
—Cualquiera.
—Nombrad uno.
—Juan de la Cosa; es geógrafo, cartógrafo, excelente pintor de mapas y a mi entender el hombre idóneo para empresa de tamaña importancia.
—Es el hombre idóneo para medir distancias y pintar mapas, de eso no me cabe duda, pero no para dirigir una expedición que probablemente se enfrentará a grandes peligros. En eso el hombre idóneo sois vos.
—Me temo que os precipitáis a la hora de elegir.
—¡En absoluto! —le contradijo el Ciprés Burgalés—. Lo meditaba desde que oí hablar de vuestras hazañas en La Española, y el hecho de conoceros me ratifica en mi decisión. —Sonrió apenas al recalcar en un tono diferente—: Por si os sirve de algo, os confesaré que también complace, y mucho, a su majestad la reina, que al parecer os tiene en gran aprecio.
—¡Favor inmerecido que me hace!
—Todavía recuerda con emoción vuestras andanzas en lo alto de la catedral.
—¡Tonterías de muchacho pretencioso!
—Aquel muchacho pretencioso se ha convertido en un hombre que sabe lo que quiere, y a mí no me engañáis, Ojeda: os brinca el corazón al saber que pronto estaréis al mando de cuatro naves con las que os lanzaréis a descubrir el mundo.
—¿Tanto se me nota?
—Desde aquí puedo oír sus latidos pese a ser algo duro de oído, carencia que compenso con un excelente olfato a la hora de juzgar a los hombres.