Siete jinetes, tal vez los siete primeros «centauros» de La Española, se presentaron una soleada mañana en el campamento que el cacique Canoabo había establecido en la amplia planicie formada por un tranquilo recodo del actual río San Juan, en su «reino» de la región Maguana.
Hombres y caballos lucían sus mejores galas, limpios, impecables, con banderas y gallardetes al viento, mientras cascos, espuelas, lanzas y corazas cuidadosamente bruñidos lanzaban destellos como un centenar de espejos, proporcionando a los jinetes que se aproximaban a un paso deliberadamente lento el aspecto de semidioses que hubieran descendido a la mísera tierra acompañados del esplendor y la parafernalia de los cielos.
Tintineaban los aceros al entrechocar, sonido extraño e inquietante para unos indígenas que hasta la llegada de los españoles jamás habían oído un sonido semejante, y las bestias piafaban de tanto en tanto, asustando a mujeres y niños.
Miles de ojos, ¡muchos miles!, observaban absortos cómo la comitiva de seres mitad hombres, mitad bestias, vadeaba sin prisa el remanso del río, haciendo que las quietas aguas devolvieran multiplicados los destellos metálicos y deslumbraran aún más a los impresionados indígenas, que parecían clavados en el suelo, temerosos de hacer un solo gesto que rompiera la magia del momento.
El Centauro de Jáquimo, que encabezaba la minúscula tropa a lomos de su terrorífico Malabestia, se inclinó para alzar por el brazo a una chicuela que se bañaba en la orilla del río, que se había quedado inmóvil como una estatua observándole boquiabierta de miedo o de asombro.
Con frecuencia un sencillo gesto que incluso nos pasa desapercibo marca nuestro futuro de una forma indeleble. Aquél fue uno de ellos.
Acomodó a la muchacha, que ya comenzaba a apuntar formas de mujer, sobre la grupa del caballo y continuó su pausada marcha para ir a detenerse, imitado por sus hombres, en el centro del amplio claro que se extendía frente a la cabaña más grande.
—¡Mi señor, el almirante don Cristóbal Colón, te envía sus saludos! —dijo sin desmontar y sin conseguir apartar la vista de los erguidos y desnudos pechos de la altiva princesa Anacaona, que se encontraba de pie a la derecha del temido cacique—. Hace votos para que renazca la paz entre nuestros respectivos pueblos.
—Mi pueblo no quiere la paz, sino la soledad —fue la seca respuesta—. Durante incontables generaciones hemos vivido en perfecta armonía con el paisaje que nos rodea, pero tu gente ha llegado de improviso trastocándolo todo. Es tiempo de que retornéis a vuestras naves y a vuestro lugar de origen.
—Quisqueya es muy grande… —señaló el conquense en tono apaciguador—. Debería haber espacio para todos.
—Eso pensábamos en un principio, pero hemos comprobado que cada uno de vosotros necesita el espacio que normalmente ocupa una tribu, y no hay lugar para tantos.
—Mi señor, el almirante don Cristóbal Colón, os propone dividir la isla en dos mitades. Se trazará una raya que ni unos ni otros cruzarán jamás.
—Si os damos la mitad de lo que siempre ha sido nuestro y quedamos a la espera de que lleguen nuevas naves con nuevas gentes, más caballos y más armas que escupen fuego, pronto exigiréis una mitad de nuestra mitad, y así sucesivamente… —intervino Anacaona con una voz que tuvo la virtud de atraer la atención de los escasos presentes que aún no estaban pendientes de ella—. Ya hemos cometido demasiados errores; es hora de acabar con todo esto y que dejéis de avasallarnos con vuestros sucios y terroríficos caballos.
—¿Por qué os asustan tanto los caballos? —quiso saber un en apariencia sorprendido Ojeda—. Ya ves que incluso una muchacha joven y tan delicada como ésta puede acomodarse a su grupa sin sufrir ningún daño. —Se volvió hacia Canoabo para añadir—: ¿Te gustaría tener un caballo?
El desconcertado cacique alzó la vista hacia su esposa, observó luego al enorme animal negro y reluciente que semejaba una estatua de ébano y al fin inquirió con incredulidad:
—¿Un caballo? ¿Insinúas que estás dispuesto a regalarme un caballo?
—Si eso contribuye a reforzar los lazos de amistad entre nuestros pueblos, estoy dispuesto a regalarte el mío.
—¿Ése?
—Éste.
—¿A cambio de qué?
—De tu amistad.
El indígena dudó; la tentación era asaz fuerte, pero estaba claro que la altura y el poderío de la negra Malabestia de ojos eternamente airados le impresionaba. De nuevo observó a su mujer, y a continuación recorrió con la vista los rostros de los guerreros que tenía más cerca y que no parecían perderse detalle.
El conquense comprendió que aquél era el momento para lanzar la pregunta clave.
—¿Acaso te asusta mi caballo? —inquirió al tiempo que acariciaba el largo cabello de la chiquilla, que no había hecho el menor movimiento y se limitaba a mirarle fija mente a los ojos—. Hasta ella puede montarlo sin peligro.
—A Canoabo nada le asusta —intervino la princesa—. Ha demostrado ser el guerrero más valiente de la isla.
—Nadie lo ha puesto en duda… —fue la tranquila respuesta—. Pero si desea tener un caballo que le sirva para distinguirse de los demás caciques de Quisqueya, lo primero que debe hacer es aprender a cabalgar, y yo estoy dispuesto a enseñarle.
—¿Por qué?
—Por amistad, ya te lo he dicho.
—No confío en la amistad de los españoles.
—¡Yo sí!
—¡Canoabo! —protestó su esposa al advertir que se había puesto en pie y avanzaba hacia los jinetes—. ¡No lo hagas!
—Lo que puede hacer un español o una niña, también lo puedo hacer yo —respondió su esposo, y ordenó en tono desafiante al de Cuenca—: ¡Enséñame a cabalgar!
—¡De acuerdo! —replicó Ojeda al tiempo que alzaba en vilo a la chicuela para depositarla en tierra, desde donde siguió contemplándole como hipnotizada—. Lo primero que has de hacer es meterte en el río. Nadie puede cabalgar si no se ha bañado primero.
—¿Por qué?
—Los caballos tienen un olfato muy fino y les molesta el olor a sudor.
El indígena pareció desconcertarse, bajó el rostro para olerse el sobaco, se encogió de hombros y se encaminó hacia la orilla, que se encontraba a poco más de cien pasos de distancia.
Los jinetes le siguieron muy despacio limitándose a observar, impertérritos, cómo se sumergía una y otra vez en el agua, frotándose con fuerza todo el cuerpo para quitarse todo rastro de sudor.
Al fin Ojeda hizo un gesto para indicarle que ya estaba suficientemente limpio, descabalgó y, cruzando las manos a modo de estribo, lo invitó a montar.
Uno de sus hombres se aproximó y cogió las riendas para que el animal no se moviera, y en cuanto el indígena se acomodó sobre la silla, el conquense señaló:
—Ahora necesitas algo de metal porque un caballo sólo avanza si se golpea metal contra metal. Dame las manos.
El otro obedeció y Ojeda le coloco en una muñeca un grueso y reluciente grillete de oro puro, lo cerró, pasó la cadena por una argolla que sobresalía de la montura, y le colocó el segundo grillete en la otra muñeca.
Canoabo le observaba con inquietud, se volvió una vez más hacia su esposa con una mirada que tanto podía ser de orgullo por sentirse tan importante, o temor por el contacto de la bestia, fue a decir algo, pero entonces Alonso de Ojeda se apoderó de las riendas que su compañero le alargaba, dio un ágil salto, se colocó a espaldas del indígena, lo sujeto con fuerza e, hincando las espuelas en los ijares del animal, aulló como un poseso:
—¡Vamos Malabestia! ¡Santiago y cierra España!
Los siete jinetes vadearon a toda prisa la mansa corriente ante la atónita mirada de cientos de nativos, alcanzaron la otra orilla y, una vez los cascos pisaron tierra firme, se lanzaron a galope tendido hasta perderse de vista en la distancia antes de que ningún guerrero alcanzara a tensar su arco.
Antes de que le embarcaran rumbo a Sevilla, adonde nunca llegó puesto que murió durante la larga travesía, Canoabo pasó mucho tiempo encadenado a la puerta del alcázar del Almirante, y siempre se comportó como lo que en realidad era, un cacique orgulloso y valiente. Jamás hizo declaración alguna ni se humilló ante nadie, pero en cuanto veía aparecer a Alonso de Ojeda se ponía en pie para agachar la cabeza en señal de respeto. Cuando le indicaron que no era ante Ojeda, un simple capitán, sino ante Colón, gobernador de la isla, ante quien tenía que inclinarse, replicaba:
—Colón es un caudillo cobarde; no se atrevió a ir en mi busca. ¡Ojeda sí!
Cosa sabida es que en la guerra vale todo, pero ello no basta para justificar ciertos actos. Aquél fue, desde el punto de vista de un caballero, del todo injustificable. Pero por suerte o por desgracia, aquella mañana yo no era un caballero; tan sólo era un soldado.
Eran tiempos de guerra, de eso no había duda, pero lo cierto es que Alonso de Ojeda nunca se sintió orgulloso por lo que muchos consideraron «la mayor hazaña en la historia de la conquista de La Española».
Le constaba que si no hubiera recurrido a tan sucia treta, muchos españoles, e incluso muchos haitianos, hubieran perecido en la contienda que Canoabo estaba fraguando, pero aun así siempre tuvo la amarga sensación de que aquella mañana, más que una heroicidad, lo suyo fue un acto de traición.
La eterna pregunta de si el fin justifica los medios le persiguió desde entonces, porque si bien admitía que el fin era evitar una carnicería, los medios fueron de lo más rastreros que quepa imaginar.
Durante años le resonaron en los oídos los gritos de dolor de hombres, mujeres y niños que asistían impotentes al descarado secuestro de su caudillo, así como el ronco estertor del pobre infeliz que intentaba arrojarse del caballo al galope porque advertía, encadenado e impotente, cómo le apartaban definitivamente de todo cuanto amaba.
Ya muy anciano, Ojeda reconoció que sólo quien, como él, había apurado en más de una ocasión la hiel de la derrota, podía imaginar lo que debía de sentir aquel hombre que minutos antes se consideraba un poderoso jefe de miles de fieles guerreros a los que confiaba conducir a la victoria, pero de pronto comprendía que se había convertido en el más miserable y ridículo de los prisioneros.
Siempre estuve convencido de que Canoabo habría preferido caer con honor en el campo de batalla a continuar viviendo con el deshonor de su vergonzante captura, de la que demasiado a menudo me siento culpable.
Lamentó su muerte, sobre la cual en ocasiones llegó a pensar que se trató de un asesinato, porque le constaba que era un hombre fuerte y no había motivo para que no soportara un viaje por mar, aunque fuera rodeado de ratas y encadenado en lo más hondo, oscuro y hediondo de la sentina.
Sin embargo, años más tarde tuvo que reconocer que la aparente fortaleza física de los nativos arauca de la isla no era tal: con excesiva frecuencia solía suceder que afecciones que apenas tenían consecuencias en los niños españoles mataban a un indio adulto en cuestión de días. Un simple catarro, el sarampión o unas fiebres de las que cualquier mocoso se recuperaba en una semana, mandaban a los guerreros a la tumba como si se tratara de la mismísima peste negra.
Muchos colonos les acusaban de no ser más que una pandilla de vagos que preferían dejarse morir a trabajar, pero por aquel entonces Ojeda empezó a intuir que no era una cuestión de esfuerzo sino de que, por alguna razón que no acertaba a entender, su constitución física era muy diferente de la de los europeos.
Maese Juan de la Cosa, un hombre de estudios y mucho más observador que cualquier otro, opinaba que la esencia del problema estribaba en que los naturales de la isla, y de todo el Nuevo Mundo en general, estaban acostumbrados desde el origen de los tiempos a trabajar lo justo para vivir en una tierra que siempre les había ofrecido cuanto necesitaban, y que por lo tanto nunca habían concebido tener que fatigarse con el fin de obtener aquello que se les antojaba superfluo.
—Si les exigiéramos a los colonos trabajar sudando de sol a sol para acumular piedras que no les sirvieran de nada, al cuarto día se rebelarían y preferirían dejarse matar a continuar haciéndolo el resto de sus vidas —señaló una noche de charla tabernaria—. Para estas gentes trabajar en una mina de oro es tanto como acumular piedras. ¡Una estupidez!
—El oro es oro.
—Para ti, para mí y para cuantos venimos de un mundo que ha convertido el más inútil de los metales en el eje sobre el que todo gira… —replicó con firmeza—. Pero un viejo navegante portugués me contó hace años que en ciertas regiones de África son las conchas marinas las que hacen las veces de dinero. —El cántabro observó a su amigo con sorna al inquirir—: ¿Te matarías a trabajar por conseguir conchas marinas?
—Depende de lo que me dieran a cambio.
—Nada que ya no tuvieras.
—En ese caso, naturalmente que no.
—Pues a esta gente le ocurre lo mismo; no les interesa trabajar para obtener un oro por el que a cambio les den algo que ya tienen.
Ojeda era un hombre más de acción que de pensamiento, pero las palabras de maese Juan le obligaron a reflexionar largamente sobre el futuro que les aguardaba en caso de que los europeos consiguieran afianzar su presencia en La Española, Cuba o cualquiera de las islas vecinas. Las órdenes de los reyes no dejaban lugar a dudas: los indios debían ser tratados con respeto porque, según las leyes que se habían promulgado, tenían los mismos derechos que los ciudadanos españoles, pero al propio tiempo esos mismos reyes exigían que las enormes sumas invertidas en la organización de las expediciones rindieran jugosos frutos.
No iba a resultar empresa fácil aunar ambos conceptos.
Por mucho que los escasos colonos llegados al Nuevo Mundo se esforzaran en extraer oro de las minas o los ríos las veinticuatro horas del día, tardarían medio siglo en reunir la suma que había costado armar la numerosa y bien pertrechada flota.
Y todo ello sin rendir ni un solo maravedí de beneficio.
Desde el punto de vista de los hermanos Colón, así como de la mayoría de los recién llegados, los nativos deberían contribuir con su esfuerzo a amortizar los ingentes gastos en que había incurrido para venir a arrebatarles sus tierras con la excusa de «civilizarlos» y «cristianizarlos».
El hecho evidente de que no tuvieran el menor interés en ser «civilizados» y mucho menos «cristianizados», a cambio de sus tierras y su trabajo, carecía de importancia; eran simples salvajes y por tanto no sabían lo que les convenía.
El licenciado Gamarra, aquel que jamás perdía de vista a Ojeda aunque bajo ninguna circunstancia le dirigiera la palabra, lideraba el grupo que con más empeño exigía que se obligara a los nativos a enjugar esa deuda; cada día que pasaba resultaba más evidente que era el hombre de confianza de los banqueros judíos.
—Estamos aquí con el fin de crear riqueza… —dijo una noche en que elevó la voz más de lo que solía, ya que normalmente hablaba casi en susurros—. Y sin mano de obra no existe forma humana de crear riqueza; esta tierra es muy generosa, pero exige que la atendamos como merece o no nos ofrecerá sus frutos.
Nadie le vio nunca al sol más que en el instante de cruzar la calle, ni hacer un trabajo que exigiera otro esfuerzo que tomar notas en su sobada libreta.
No obstante, al amanecer, cuando aún no apretaba el calor, se le podía ver paseando muy despacio por los senderos de las selvas cercanas, atento a cada árbol, cada raíz, cada planta y cada flor, a la búsqueda de aquellas especies exóticas, sobre todo la pimienta, el clavo y la canela que tanta aceptación tenían en las lujosas mesas de los decadentes palacios del Viejo Mundo.
Ignacio Gamarra tenía un olfato especial para todo lo que significase dinero, por lo que muy pronto se dedicó a ofrecerles bagatelas a los muchachos indígenas a fin de que le trajeran monos, loros, papagayos y toda clase de aves de colorido plumaje, pues en Europa se vendían a muy buen precio.
Su verdadera fortuna no comenzó hasta ocho años más tarde, cuando dejó de comerciar con esclavos tras percatarse de que unas hojas secas que cubanos y haitianos enrollaban con el fin de prenderles fuego y aspirar su humo empezaban a hacer furor entre los más distinguidos caballeros de la metrópoli, lo cual constituía un negocio mucho más seguro y rentable que el tráfico de unos seres humanos que solían tener la mala costumbre de morirse antes de tiempo.
Cuando al fin murió, demasiado tarde teniendo en cuenta el mucho mal que había causado en la isla, estaba justamente considerado el primer «rey del Tabaco» de las Antillas.
Sin embargo, y pese a ser inmensamente rico y tener cuanto un ser humano pudiera desear, cuentan que en el último momento tan sólo pronunció una palabra:
«¡Ojeda!»