La sangrienta batalla de Jáquimo ó de La Vega Real constituyó sin duda un durísimo golpe para los nativos de Haití, a la que algunos de ellos preferían llamar Quisqueya. Optaron por desperdigarse, aterrorizados ante la espantosa masacre e incapaces de aceptar la existencia de seres mitad hombres, mitad bestias, que escupían fuego, truenos y plomo por medio de unos extraños y relucientes tubos que provocaban la muerte a enormes distancias.
Nunca, ni en sus más terribles pesadillas, habrían imaginado que algo semejante pudiera suceder, y por lo tanto se ocultaron en lo más profundo de la selva y en lo más intrincado de la alta cadena montañosa que dividía la isla, confiando, como los niños, en que sus enemigos decidieran regresar a su lugar de origen en las gigantescas casas flotantes sobre las que habían llegado.
Incluso el desconcertado Canoabo, herido en la refriega, parecía incapaz de reaccionar, por lo que tuvo que ser su esposa, la bellísima Anacaona, quien convocara a los caciques supervivientes del desastre a fin de recuperar el espíritu de lucha y conseguir arrasar de una vez Isabela o el fuerte de Santo Tomás, tal como se había hecho con el de la Natividad.
—Lo que está en juego no es sólo nuestro futuro o el de nuestros hijos y nietos —explicó—, sino el de todas las generaciones venideras, porque si permitimos que esos salvajes, que huelen a sudor y perros muertos, se instalen definitivamente en la tierra de nuestros antepasados, acabarán por esclavizar a nuestros descendientes. Son peores que los caribes que de tanto en tanto llegan de las islas del levante, porque ellos sólo matan para saciar su hambre, mientras que los españoles no se detendrán hasta que arranquemos hasta la última pepita de oro de la última montaña, y eso puede llevar siglos. —Hizo una larga pausa para observarlos desafiante, con sus increíbles ojos azabache en los que parecían arder todos los fuegos del Averno, para añadir al fin—: Pero si nuestros guerreros huyen y se esconden como niños asustados, seremos las mujeres quienes nos lancemos a la lucha, conmigo al frente, porque no estoy dispuesta a sufrir para traer al mundo hijos que no sean tan libres como lo fui yo en mi infancia. ¡No pariremos una raza de esclavos!
Se extendió un murmullo de asentimiento. La princesa era una criatura carismática cuya sola presencia subyugaba a los hombres, pero al poco un anciano, que tal vez por su edad parecía inmune a sus innegables encantos, inquirió con acritud:
—¿Y cómo esperas enfrentarte a las bestias de cuatro patas o a los bastones que lanzan rayos de muerte?
—De la única manera con que se puede luchar contra un enemigo más poderoso y mejor armado: con valor.
—La mayoría de los que derrocharon valor en la batalla nunca regresaron.
—¿Pretendes decirme que eran los únicos valientes? —replicó en tono desafiante Anacaona—. Si es así ofendes a mi esposo, que regresó herido, y a muchos a los que las bestias y los truenos desconcertaron en un primer momento, pero que no por ello fueron cobardes. Ahora sabemos que los caballos son vulnerables y por tanto también quienes cabalgan sobre ellos. De igual modo sabemos que sus rayos matan a un hombre, pero no atraviesan las rocas; por tanto, debemos estudiar la forma de enfrentarnos a sus bestias y sus armas.
—¡Difícil tarea!
—Más difícil resultará vivir como esclavos.
—¡Bien! —intervino al fin Canoabo, que había asistido en silencio a la discusión y que al parecer no deseaba que los restantes caciques pensaran que era su esposa quien tomaba las decisiones—. Éste es sin duda un tema de guerreros y, por tanto, debe ser tratado por los guerreros. Tendremos en cuenta tus opiniones, que agradecemos, pero debe ser, como siempre, el Gran Consejo de Quisqueya el que dicte las normas.
—De acuerdo —admitió la princesa—. Pero ten presente que si los hombres se comportan como mujeres, nosotras nos comportaremos como madres. Y ninguna madre aceptará engendrar un hijo que acabará siendo esclavo, de la misma forma que nunca hemos aceptado parir hijos destinados a ser cebados.
Hacía alusión al hecho de que cuando una muchacha arauca era raptada por los caníbales y éstos la violaban hasta dejarla embarazada, prefería abrirse las venas y morir antes que traer al mundo un niño que acabaría siendo devorado por su padre, sus tíos y sus abuelos.
Caribe no come caribe, pero come todo lo demás.
Semejantes bestias sólo respetaban a los de su propia sangre por parte de padre y madre, a tal punto que en cuanto nacía un niño le ligaban las pantorrillas, lo que les deformaba las piernas horriblemente y constituía un distintivo de su raza, el único salvoconducto que les libraba de acabar sirviendo de almuerzo a sus congéneres. La amenaza de la indómita princesa implicaba, por tanto, no el hecho de que las mujeres se cortasen las venas en caso de quedar encintas, sino la firme decisión de no permitir que sus hombres las dejasen embarazadas. Los miembros del Gran Consejo de Quisqueya así lo entendieron, conscientes de que si la influyente princesa proclamaba que ninguna mujer debía mantener relaciones sexuales con su esposo hasta que éste decidiera comportarse como un valiente guerrero, la inmensa mayoría acataría sus órdenes sin la menor reticencia.
O libres, o nada.
Una semana más tarde, quienes habían huido a lo más profundo de las selvas comenzaron a salir de ellas, quienes se ocultaban en las cuevas de las montañas descendieron de nuevo a los valles, y quienes hasta poco antes lloraban y temblaban apretaron los dientes y serenaron el pulso.
Sonaron las caracolas.
Su llamada era densa, profunda, como un lamento surgido de las mismísimas entrañas, sin un solo tono agudo, pero con tanta fuerza que corría sobre los prados, atravesaba los barrancos, se alzaba sobre las ceibas y las palmeras y penetraba al fin en el corazón de los bohíos, obligando a los guerreros a ponerse en marcha rumbo a Maguana, donde el ya casi repuesto Canoabo los esperaba con los brazos abiertos.
El viejo Guacanagarí, que se había convertido en el único cacique que todavía confiaba en que podría existir algún tipo de entendimiento entre dos pueblos y dos culturas tan distintas, expresó su sentir ante un descorazonado Cristóbal Colón.
—Los hombres acuden al campamento de Canoabo en oleadas, como las nubes que preceden al gran viento del sureste, el temido Ur-a-kan que todo lo destruye a su paso —señaló pesaroso—. Son incluso más de los que aquella nefasta mañana cubrían las llanuras de Jáquimo, y en esta ocasión ya saben a qué van a enfrentarse, por lo que ni siquiera el astuto Ojeda será capaz de sorprenderlos. —Agitó una y otra vez su larga melena blanca para concluir—: O te esfuerzas por conseguir que tu gente deje de perseguir y avasallar a la mía, o correrá tanta sangre que los ríos se teñirán de rojo.
—No puedo exigirle a un pobre campesino que se mata trabajando de sol a sol, que no persiga a palos a un nativo que le roba sus frutas tras haberse pasado el día sentado a la sombra… —replicó el Almirante de la Mar Océana—. ¡No es justo!
—¿Y por qué razón son «sus frutas», si esas tierras y esos árboles están ahí desde hace mil años y nadie nos impedía cogerlas?
—Porque yo concedí a los agricultores esas tierras y les autoricé a cultivarlas.
—¿Y quién eres tú para conceder lo que no es tuyo?
—Sus majestades los Reyes Católicos me otorgaron el poder de hacerlo.
—¿Y qué derecho tienen esos reyes tuyos para decidir, desde el otro lado del mar, que las tierras y los árboles que siempre fueron de todos, ahora sólo son de unos pocos? —El anciano se sumió en sus pensamientos y cuando pareció aclararse, añadió—: Empiezo a temer que todo intento de convivencia es inútil; pretendéis imponer vuestras absurdas costumbres por la fuerza, vivís obsesionados con esa estúpida manía de un oro que para nada sirve, y el único camino que nos estáis dejando es la guerra. Me marcho porque he llegado a la conclusión de que continuar siendo tu amigo me convierte en traidor a mi pueblo; la odiosa brutalidad de Canoabo se me antoja un juego de niños comparada con la vuestra.
El Almirante lo dejó marchar, comprendiendo que tenía razón y consciente de que estaba en juego su futuro y el de cuantos habían llegado con él.
Lo que estaba sucediendo nada tenía que ver con lo que imaginara años atrás. Su sueño era abrir una ruta comercial más corta entre Europa y el Extremo Oriente, y en sus raíces y convicciones genovesas nunca había estado la idea de conquistar islas y esclavizar a sus habitantes. Lo único que pretendía era enriquecerse intercambiando vino, aceite o trigo por perlas, sedas y especias. Siempre había sido un experto en el regateo y en el arte de obtener jugosos beneficios, pero ni siquiera sabía cómo manejar una espada, y mucho menos cómo enfrentarse aun ejército, por muy primitivo que éste fuera.
Por ello, no le quedó más remedio que recurrir de nuevo al único hombre en que confiaba a la hora de plantar cara al enemigo: Alonso de Ojeda.
—Ahora no se trata de trescientos a uno, sino casi de quinientos a uno, y hemos perdido nuestro mejor aliado; la sorpresa… —le hizo notar el Centauro en cuanto escuchó sus demandas—. Una nueva batalla en campo abierto significaría el total aniquilamiento de nuestras fuerzas, y si nos encerramos en los fuertes acabarían por matarnos de hambre tras un largo asedio.
—¿Qué otra solución queda?
—La astucia.
—Explícate.
—Debemos hacer aquello que ni por lo más remoto se les ocurra que podemos hacer.
—¿Y es…?
—Todavía no lo sé… —fue la sincera respuesta de Ojeda, acompañada de una leve sonrisa—. Debo pensarlo.
—Pues te aconsejo que pienses rápido porque el tiempo apremia —repuso don Cristóbal Colón—. En cierta ocasión, allá en las Canarias fui testigo de la llegada de una plaga de langostas, y te aseguro que ahora me siento como una lechuga a la espera de que millones de voraces insectos se arrojen sobre mí y no me dejen más que el tronco y las raíces.
El Almirante insistía casi a diario con sus demandas de que encontrara una rápida salida a la difícil situación, y sabido es que cuanto más se apremia menos ideas acuden a la mente.
Un cretino, un estúpido al que en cualquier otra circunstancia Ojeda ni siquiera se hubiera molestado en propinarle unos azotes con la parte plana de la espada, tuvo la mala ocurrencia de irritarle esa noche con sus insistentes bravatas, y aun a sabiendas de que no era más que un pobre payaso que jamás podría hacerle daño, le invadió la ira y perdió los estribos. A las primeras de cambio, y de un solo golpe, le arrancó de cuajo el antebrazo, por lo que su mano voló por los aires aún aferrada a la empuñadura de la espada que, curiosamente, fue a clavarse en el poste central de la taberna.
El Centauro de Jáquimo siempre recordaría el tétrico sonido del acero vibrando, los chorros de sangre mientras la mano se estremecía y cómo caía al fin al suelo para quedar con la palma abierta hacia arriba, implorando tal vez una limosna ya que a partir de aquella noche su dueño se convirtió en el primer mendigo del Nuevo Mundo.
Más tarde le remordía la conciencia al verle sentado a la puerta de la iglesia del convento de San Francisco, a la que acudía cada día a oír misa, lo que en ocasiones le hacía pensar que cuando se desenvaina es preferible matar que mutilar, y escribió al respecto:
A los muertos pronto o tarde se les olvida dado que no acostumbran sentarse a las puertas de las iglesias a mostrar a la luz el muñón de su antebrazo, pero a los mutilados, no.
¡La ira…!
¡El peor enemigo de un soldado!
En un momento dado la ira puede ganar un combate cuerpo a cuerpo, pero jamás ganará una batalla.
Las batallas y las guerras las ganan aquellos que conservan la calma, permanecen agazapados y aguardan pacientes el ataque de ira del enemigo, lo que acabará por conducirles a la derrota.
Si alguien pudo vencer a Ojeda durante un duelo, fue sin duda aquel infeliz que acabó manco.
Le hubiera bastado con aguantar sus dos primeras y ciegas embestidas para abrirle en canal al tercer intento, pero por suerte su espada era tan roma como afilada su lengua.
Conociendo a Ojeda, sin duda esperaba que, como de costumbre, el conquense se limitara a esquivar sus ataques mientras recitaba poemas o hacía bromas sobre lo sencillo que le resultaba desarmarle, razón por la que se quedó de piedra cuando éste se abalanzó sobre él sin miramientos y le lanzó un terrible mandoble que no sólo le arrebató la espada, sino también el antebrazo.
Resulta curioso que Ojeda se disculpara y perdonara a sí mismo docenas de muertes, pero nunca consiguiera perdonarse por haberle cercenado el brazo a aquel desgraciado. Y también que si el hecho de encontrarse cegado por la ira suele considerarse un atenuante a la hora de juzgar un delito, Ojeda siempre argumentara que se trata del peor agravante.
Fue por aquellos tiempos de dudas y desconcierto cuando el conquense tuvo por primera vez conocimiento de la existencia del licenciado Gamarra, un individuo que desde entonces siempre estuvo presente de un modo u otro en los incontables avatares de su vida, y tal vez fue en parte culpable de la mayor parte de las desgracias que posteriormente le acaecieron.
Ignacio Gamarra era un hombre muy alto, extremadamente delgado, pálido hasta parecer cadavérico, con prominentes bolsas oscuras bajo unos ojos grises que parecían espiarlo todo, tan silencioso como una serpiente, eternamente vestido de negro y siempre desarmado. Había llegado con las naves de Bartolomé Colón, disponía de dinero en abundancia y no se le conocía ocupación alguna, por lo que se aseguraba que, aun siendo cristiano viejo, actuaba en realidad como observador de un poderoso grupo de banqueros judíos que le habían enviado con el fin de que les informara sobre la conveniencia o no de invertir grandes sumas en el recién descubierto Nuevo Mundo.
Solía sentarse en el más apartado rincón de las tabernas, casi siempre solo, y portaba a todas partes recado de escribir, con el que tomaba notas sobre infinidad de cosas en un extraño código que sólo él entendía.
Con excesiva frecuencia Ojeda le sorprendía observándole, como si tuviera un especial interés en su persona o sus actos, pero como de inmediato desviaba la mirada hacia la botella o cogía el vaso para beber, nunca se decidió a interrogarle sobre los motivos de tan molesta curiosidad.
Estaba desarmado y aquélla constituía su mejor defensa.
No era de recibo que alguien de su fama retara a un pacífico parroquiano que jamás se metía con nadie acusándole de mirarlo en exceso, salvo que sospechara que tras semejantes miradas se ocultara la intención de proponerle el «pecado nefando», lo que no era el caso.
A Gamarra jamás se le vio en compañía de dama o prostituta alguna, cristiana o nativa, pero tampoco dio nunca motivos para que se le pudiera considerar afeminado o bujarrón.
Cuando el de Cuenca le comentó a maese Juan de la Cosa que le incomodaba la continua atención que tan inquietante personaje le dedicaba, su respuesta, en lugar de servirle de ayuda, contribuyó a desconcertarle.
—Sin duda lo hace porque en el fondo desea parecerse al Centauro de Jáquimo.
—¿Parecerse a mí alguien de su enorme estatura, licenciado en leyes, con una bolsa siempre repleta y que no tiene que trabajar ni batirse en duelo con cuanto insensato se cruza en su camino? —no pudo por menos que replicar el otro, estupefacto—. ¡Qué estupidez!
—Ninguna estupidez… —insistió el cartógrafo—. Pese a su altura, sus estudios y su dinero, no deja de ser un hombre tan gris que pasa desapercibido hasta que se cae en la cuenta de que nadie repara en él. Cruza por la vida como si no existiera, ni para bien ni para mal, mientras que tu, pese a medir medio metro menos, te conviertes en la atención de todas las miradas en cuanto haces tu entrada en cualquier lugar. La gente te admira, te odia, te teme, te respeta o te adora, depende de cada cual, pero desde luego no resultas indiferente a nadie. Sois como la noche y el día, y supongo que a Gamarra le gustaría convertirse en día.
—Da gracias a Dios de que te dotara de talento para pintar mapas… —repuso su amigo con sorna—. Si tuvieras que ganarte la vida como adivino o como estudioso del comportamiento humano te morirías de hambre.
—Y tú da gracias a Dios de que te dotase de talento para manejar la espada, de lo contrario también te morirías de hambre… —Maese Juan hizo una pausa y luego añadió con inquietud—: ¿Has encontrado ya alguna estrategia que impida que esos salvajes nos arrojen al mar o nos corten en pedacitos?
—Aún no, pero lo estoy pensando.
—Pues piensa rápido porque el tiempo apremia.