Cinco meses y cinco días estuvo navegando Colón por el mar de los Caribes, a la búsqueda de una ruta directa hacia el Cipango, o tal vez en procura de la indiscutible constatación, que personalmente se negaba a aceptar, de que había arribado a tierra firme de un nuevo continente.
Pero si al fin regresó a Isabela no fue por propia voluntad, sino debido a que de improviso cayó en un letargo tan profundo que hizo pensar a los miembros de su tripulación que estaba muerto o a punto de perecer.
Era el suyo una especie de sueño sin final del que resultaba imposible despertarle, y cuando muy de tanto en tanto recobraba la conciencia muy brevemente parecía encontrarse en un mundo al que nadie más tenía acceso.
Las únicas explicaciones aceptables que existen a la hoy en día inusual enfermedad remiten a un ataque de reumatismo agudo a causa de la persistente humedad que se había apoderado de su destrozada nave, o a la que antaño se denominaba «gota remontada», es decir, un exceso de ácido úrico en la sangre que afecta directamente al cerebro.
La gota era por aquellos tiempos un mal muy extendido por culpa de unos hábitos alimenticios que favorecían de modo notable su desarrollo.
Cinco meses en alta mar a base de pescado, jamón y tasajo, sin probar apenas frutas o verduras, debieron ejercer un efecto muy negativo sobre la salud de un hombre de constitución tan sanguínea como Colón, que a la larga desembocó en la violenta crisis que le conduciría a las mismas puertas de la muerte.
El regreso del virrey en semejante estado sumió en un desconcierto aún más profundo a unos ya de por sí atribulados colonos, que lo que de verdad necesitaban era que alguien tomara las riendas del poder y les indicara el rumbo a seguir, no a un moribundo.
Pero como él mismo reconocería más tarde, Colón era hombre capacitado para fundar y descubrir, no para asentar y consolidar. El Almirante fue toda su vida un desmesurado soñador y un aventurero nato, virtudes tradicionalmente reñidas con el reposado y reflexivo carácter del buen administrador que vive con los pies en la tierra.
Y si sus aptitudes como gobernante eran ya de por sí escasas, su misterioso mal las reducía a la mínima expresión, agravado todo ello por el hecho de que la insalubre y húmeda Isabela no era, desde luego, el lugar ideal para que tan ilustre enfermo se recuperase con rapidez. Sería su hermano Bartolomé quien, año y medio más tarde, encontraría un enclave perfecto para fundar una nueva capital en la desembocadura del río Ozama; un puerto provisto de un magnífico fondeadero para naves de gran calado, y fue únicamente entonces cuando el Almirante aceptó, en una de las pocas decisiones acertadas que tomaría como gobernador de la isla, abandonar para siempre Isabela y establecer la capital del Nuevo Mundo, en la que acabaría llamándose Santo Domingo, en honor de su padre Domenico Colón.
Este excelente fuerte fácil de defender se encontraba además mucho más cerca de las ricas minas de San Cristóbal, y sabido era que su oro era lo que más interesaba a la Corona y sobre todo a los banqueros judíos, quienes en realidad habían financiado la mayor parte de la expedición. Y, lógicamente, a la mayoría de quienes se habían embarcado en tan incierta aventura.
No obstante, por el momento el Almirante continuaba respirando las miasmas del pestilente aire de Isabela, enclave elegido desde el punto de vista de un marino que necesitaba una enorme rada protegida de los vientos como refugio para sus naves, y no desde el punto de vista de los fundadores de ciudades de tierra adentro, para los que resultaban prioritarias otras necesidades.
El traidor Margerit pareció comprender que si Colón se recuperaba le pediría cuentas por sus múltiples iniquidades, mientras que si por el contrario moría, serían otros quienes le colgarían de una verga, por lo que se las ingenió a la hora de sobornar al capitán de una de las naves en que había llegado Bartolomé Colón, embarcó en plena noche todo el oro que había conseguido arrebatarle a los nativos a cambio de sus hijas, y levó anclas de regreso a un Viejo Continente en el que desapareció sin dejar rastro.
Alonso de Ojeda se lamentaría el resto de su vida por haber permitido que semejante sanguijuela, culpable de la mayor parte de las desgracias que se abatirían con el tiempo sobre la isla, escapara sin recibir su más que merecido castigo.
Uno de los mayores errores de mi vida se centra en que maté a pocos de los que se lo merecían y a muchos de los que no se lo merecían. Deberían castigarme por ello.
La huida de Margerit no significó, ni mucho menos, el final de los incontables problemas que había generado; las semillas de injusticia, violencia y maldad que con tanta generosidad había derramado sobre los fértiles suelos de La Vega Real comenzaron muy pronto a dar sus frutos, de tal modo que el indomable Canoabo, señor de Maguana, consiguió al fin que los caciques de Samaná, Higüey, Yuna, Niti y El Neira se le unieran para arrasar el fuerte de Santo Tomás.
El aún convaleciente Colón, consciente de que su talento militar, al igual que el de su hermano Bartolomé, era más bien escaso, decidió en buena hora entregar el mando de sus tropas, unos doscientos infantes y veinte jinetes, al único hombre en que ya confiaba, Alonso de Ojeda.
—¿A cuántos enemigos nos enfrentamos? —quiso saber el recién nombrado comandante en jefe.
—Nuestros informadores aseguran que pueden llegar a cien mil… Pero es de suponer que los auténticos guerreros sean apenas la mitad; el resto debe de pertenecer a la «intendencia».
—Trescientos a uno no es precisamente una proporción halagüeña, pero se hará lo que se pueda… —observó el conquense.
La primera gran batalla de la Conquista tuvo lugar el 25 de marzo de 1495, en Jáquimo, y la mejor y más exacta descripción que se tiene de ella se debe al prestigioso historiador Ricardo Majó Framis, quien escribió textualmente:
Las filas de indios que se presentaban distribuidas en forma de hoz eran abstrusas: unas se aglomeraban detrás de las otras para dar densidad a aquella gran línea curva en que se mostraban. El llano era inmenso, el paraje mismo en que ahora se erige la ciudad de Santiago. Era un prado de césped, incrustado aquí y allá de feroces guijarros como armaduras de mutilados titanes. No había árboles; sólo en la lejanía de unos azulados visos se levantaba el rizo, leve al aire, de algunas cayas y del arbolillo llamado cuerno de buey. Colón y su hermano Bartolomé tremecían allá lejos, en un altozano no sabido de los indios. El auténtico caudillo de las huestes fue Ojeda que, aunque caballero en su caballo parecía mandar solamente sus jinetes, de hecho dirigía la totalidad de la tropa.
Las bombardas hendieron la muchedumbre india y partieron la clave de aquella especie de arco que hacía el ejército indio. Mas éste era escaso adelanto en presencia de la abigarrada multitud, de color de cobre, palpitante sobre la llanura de un crepitar ondulado de rebaño o de superficie movida del mar. Por doquier, el lujo de los penachos de plumas al viento que delataban la posición de los caciques y señores. Un horizonte de flechas, casi redondo como el mismísimo horizonte celeste, lejano, se abatía y tornaba incansable a abatirse en redor de la escasa hueste española. Los mosquetes y espingardas herían a la multitud india, pero era como una maza esgrimida contra un enjambre de insectos.
Estaba ya en apuros la victoria cuando Alonso de Ojeda, con la gallardía del rey de los centauros que en un friso helénico se encamina a combatir a los lapitas, descendió del altozano a la llanura con los veinte jinetes a su mando. La voz de ¡Santiago, Santiago! vibró en la garganta de aquellos veinte hombres. Sus corazas eran espejos al sol, sus espadas relámpagos de luz. Los indios sin duda advirtieron la proximidad de aquellos jinetes con un estupor religioso. No eran hombres cabalgando bestias; eran el mito vivo, el mito realizado. Penetraron en la masa india, según se pinta, el propio Santiago con la espada siempre delante y los ollares de los caballos espumosos, seguidos de una dislocada jauría de perros de presa, dislocada porque no iban en traílla y en cuerda, sino que cada can precedía a un jinete con una especie de furor semejante a la de ese Cerbero que la mitología antigua ponía a la puerta del reino de los muertos. El caballo y el can eran lo tremendamente desconocido para la indiada, aun más que el estallido de la pólvora que vagamente ellos comparaban con el trueno y el rayo.
Se produjo la dispersión de la masa india y la consiguiente matanza de los fugitivos, ya por obra de la infantería castellana que se adelantaba, ya de los jinetes que se adelantaban más. Ojeda tornó al lado de los Colón, indemne; sin haber sufrido un rasguño en su piel. Por algo escribió fray Bartolomé de las Casas aquello de que «nunca jamás en su vida fue herido ni le sacó hombre sangre hasta la obra de dos años antes de que muriese…».
La victoria estaba del todo lograda; el caballo del guerrero venía tinto en sangre india hasta los ijares; la espada del vencedor era oscura de tanto haber penetrado en la carne enemiga. ¿Ojeda estaba contento? En cuanto vencedor, sí. Pero en lejanísima tristeza, como el vapor impreciso que levanta y arrebata con sus dedos el crepúsculo, flotaba allá, en el mismo álveo secreto y sin corriente de sus pensamientos. Comenzaba a padecer la peor de las enfermedades que tener puede un guerrero: la ternura humana de la piedad.
Le dolían los brazos de tanto blandir la espada descargándola sobre las cabezas de aquellas pobres gentes, le dolían las piernas de tanto apretarlas contra el vientre de Malabestia, le dolía la garganta de tanto gritar órdenes, y le dolía la cabeza a causa del estruendo de la batalla y los gritos de dolor de los moribundos, pero a decir verdad, cuando todo hubo acabado y sobre el llano de La Vega Real no quedaron más que cientos de cuerpos destrozados, le dolió el alma porque aquélla no era la misión que había venido a cumplir desde tan lejos.
«Civilizar» y «cristianizar» poco tenía que ver con abrir cráneos o cercenar brazos de infelices que lo único que pretendían era defenderse de unos bárbaros invasores llegados de allende los mares.
Fue a raíz de la batalla de La Vega Real cuando Alonso de Ojeda recibió su sobrenombre de «el Centauro de Jáquimo» y también cuando comenzó a cuestionarse, aun sin tomar conciencia de ello, que el comportamiento de sus compatriotas no estaba siendo el correcto.
Distinta hubiera sido su actitud de haberse enfrentado a los feroces caribes devoradores de hombres; a su modo de ver, aquel repugnante pueblo sí era ciertamente merecedor de un castigo ejemplar, habían hecho méritos más que suficientes como para que les obligaran a cambiar de costumbres por las buenas o por las malas, pero consideraba que la mayoría de los nativos de Haití eran gente pacífica a la que habían venido a destruir su hermoso paraíso.
De la noche a la mañana, y cuando aún no había cumplido los veintisiete años, se había convertido en el primer héroe de las Indias Occidentales pero, aunque es de suponer que a muchos les costará aceptarlo, semejante honor no se le antojaba motivo de especial orgullo.
Sus sueños de niño siempre fueron vencer en una feroz batalla contra los moros que habían invadido tanto tiempo atrás la península Ibérica, o incluso contra los gabachos si se les ocurría atacar desde el norte, pero nunca soñó con cercenar cabezas de pobres seres que se limitaban a mirarle con los ojos desorbitados cuando le veían llegar a lomos de un enorme animal que lanzaba espumarajos por la boca.
Malabestia se había ganado el nombre a pulso, no sólo por ser el animal más bronco, indomable y encabronado que hubiera parido yegua alguna allá en su Córdoba natal, o porque el largo viaje por mar le hubiera agriado aún más el endiablado carácter, sino sobre todo porque se abalanzaba sobre el enemigo con los ojos inyectados en sangre, mostrando los amarillentos dientes como dispuesto a arrancarle la yugular de un mordisco a quien se le pusiera por delante.
Grande, más bien enorme, negro como el azabache, de largas crines y un piafar que ponía la carne de gallina, el simple hecho de verle venir de frente precedido de dos grisáceos perros de presa canarios que más parecían leones sin melenas que simples canes, y llevando a su grupa a un Ojeda cubierto con una resplandeciente coraza, una lanza en una mano y una espada en la otra, debía de constituir un espectáculo alucinante que obligaba a huir aterrorizados a unos pobres indígenas que los considerarían sin duda monstruos surgidos del mismísimo Averno.
Aun siendo su dueño, el Centauro siempre reconoció que aquel animal era un redomado hijo de puta de instintos asesinos, pero de igual modo reconocía que le debía la vida. En más de una ocasión le había sacado de situaciones harto apuradas, puesto que se le diría dotado de un olfato especial a la hora de detectar la inminencia del peligro: entonces se erguía sobre las patas traseras, giraba sobre sí mismo, daba un salto, coceaba a quien estuviera al alcance de sus herraduras y se abría paso a galope tendido para ponerse a salvo.
El olor a sangre lo excitaba tanto como si le hincaran las espuelas; era un caballo nacido para la guerra.
En una ocasión Ojeda lo perdió jugando a las cartas, pero al cabo de una semana su nuevo dueño se lo revendió por la cuarta parte de la suma apostada. Resultó que el animal lo había descabalgado tres veces, le había descoyuntado un brazo y arrancado parte de una oreja de un mordisco.
Cuando Ojeda acudió a recuperarlo, el caballo, furioso, le lanzó un par de coces que si no hubiera esquivado a tiempo le habrían estampado los sesos contra un muro.
Malabestia era, a decir verdad, una mala bestia. Tuvo dos hijos, Malbicho, que participó en la conquista de México, y Malaleche, que a punto estuvo de desgraciar a Juan Ponce de León, el que acabaría siendo conquistador de Puerto Rico, un excelente capitán dotado de magníficas dotes de mando pero que, como jinete, no estaba capacitado para montar a un miembro de aquella estirpe de fieras de tendencias asesinas.
Por desgracia, en La Española de aquellos tiempos abundaban las malas bestias, aunque la mayoría de ellas no tenía cuatro patas.
A la vista de que su fama había aumentado a causa de su brillante victoria en la brutal batalla de La Vega Real, algunos imbéciles sedientos de fama habían vuelto a las andadas, por lo que de continuo le retaban a duelos a primera sangre, e incluso en un par de ocasiones a muerte.
¿Cómo se entiende que fueran tan obtusos?
¿Y tan ineptos?
¿Les gustaba sentir miedo?
En ocasiones creo que ésa y no otra era la oculta razón por la que osaban desenvainar la espada en mi presencia; el hecho de sentir que las manos les temblaban, las piernas les flaqueaban, y una especie de velo oscuro y denso que les empañaba la mente debía de causarles una emoción irresistible. ¡Cosa de locos!
Tal como se supone que debió de sentir él mismo cuando se le ocurrió la absurda idea de trepar a lo alto de la catedral de Sevilla.
Tal vez fuera un desmedido amor al peligro, o más bien el absoluto desprecio a toda clase de peligros que años más tarde el conquense descubriría en el loco de Vasco Núñez de Balboa, lo que les impelía a retarle aun a sabiendas de que saldrían malparados, si es que salvaban la vida.
Uno de ellos, el cacereño Diego Bretón, ¡hombre bruto a conciencia!, no escarmentaba por más que le sacudiera una y otra vez, a tal punto que no le quedaba una sola parte del cuerpo libre de cicatrices. La vida se le iba en curarse las heridas, tomar nuevas clases de esgrima e inventar absurdas estocadas con las que esperaba sorprender al de Cuenca. En cuanto se encontraba repuesto y en buenas condiciones físicas, acudía a insultarle a gritos dondequiera que se encontrase.
Lo que tenía de acémila lo tenía de noble, eso sí, porque su único sueño era vencer en buena lid, lo cual impedía a Ojeda acabar de una vez con tan ridícula historia atravesándole de una estocada el corazón, que debía de ser la única parte de su cuerpo que permanecía intacta.
Murió en la cama en que había pasado gran parte de su vida, pero lo curioso del caso es que después de tanto esforzarse en docenas de duelos murió a causa de un mal parto.
Estaba ayudando a dar a luz a una yegua a la que el potrillo le llegaba atravesado, y el pobre animal le propinó sin querer tal coz en la cabeza que tras una semana de delirios abandonó este mundo sin ver cumplido su sueño de rozar al Centauro con la punta de su espada.
No es que éste echara de menos sus insultos y provocaciones, pero lo cierto es que lamentó su muerte puesto que, de tanto pincharle y sacudirle, había llegado a tomarle cierto aprecio.