El Almirante nunca llegó a comprender que el enclave elegido para fundar la primera ciudad del Nuevo Mundo era inapropiado, tanto por lo malsano de los pantanosos terrenos circundantes, plagados de mosquitos, como por las escasas posibilidades de una defensa efectiva en caso de un ataque masivo por parte de los nativos.

Su primer empeño fue lógicamente fortificar la plaza alzando empalizadas y emplazando los cañones de los navíos, así como repartir las tierras cercanas entre quienes ansiaban cultivarlas para comenzar una vida distinta y repleta de posibilidades.

No obstante se mostró prudente en lo referente a la aventura de lanzarse a la conquista del resto de la isla, consciente de que estaba en condiciones de defenderse pero no de atacar a un enemigo infinitamente superior en número, sobre todo si las tribus que se mostraban tan amistosas se sentían de pronto amenazadas y decidían unirse bajo el mando del violento y astuto cacique de Managua.

Su buen amigo el sumiso cacique Guacanagarí le había asegurado que, si bien el poderoso Canoabo era a todas luces violento, su tan pregonada astucia no era tal, sino que le venía otorgada por su joven esposa, la princesa Anacaona, una mujer de legendaria belleza que ejercía, casi desde niña, un irresistible poder de seducción sobre los hombres.

—Si Anacaona desapareciese, Canoabo desaparecería de igual modo —sentenció el indígena, convencido de lo que decía—. Pero si Canoabo desapareciese, Anacaona colocaría en su lugar a cualquier otro cacique.

—¿De cuántos guerreros dispone?

—De muchos.

—¿Cuántos son «muchos»?

Difícil pregunta para quien no sabía contar más que los dedos de las manos, y a partir de diez ya siempre eran «muchos», lo cual lo mismo podía significar once que once mil.

A la vista de que era una pregunta demasiado directa que nunca obtendría respuesta, don Cristóbal se limitó a señalar con un amplio ademán de la cabeza al conjunto de los españoles que habían llegado con él.

—¿Más que todos nosotros?

El aludido se limitó a mostrar las palmas de las manos con los dedos muy abiertos al replicar con seguridad:

—Tantos como estos más.

El Almirante se volvió hacia maese Juan de la Cosa, el único testigo de la entrevista, para comentar bajando la voz:

—¡Veinte mil por lo menos! —exclamó—. Una amenaza inquietante, a fe mía; más vale que no se diga una palabra de esto o cundirá el pánico al recordar lo ocurrido en el fuerte de la Natividad. Más de la mitad de nuestros hombres no tiene la menor idea de cómo se maneja un arma, o sea que estamos en terrible desventaja.

No obstante, el principal problema que se le presentaba a Colón no estribaba en el hecho de que pudieran ser atacados por los nativos: muy pronto cayó en la cuenta de que muchos de quienes habían llegado a la isla con ánimo de labrarse un porvenir, empezaban a comentar que aquélla era una tierra en la que se sudaba demasiado trabajando de sol a sol mientras «una pandilla de inútiles salvajes» se limitaban a mirar lo que ellos hacían.

Fortificar una ciudad, levantar casas y labrar la tierra en un clima tropical desconocido para la mayoría de los «colonos» se convertía en una tarea excesiva e irritante, en especial cuando se advertía que aquellos a quienes les estaban arrebatando sus tierras lo único que hacían era curiosear, sin acabar de entender por qué se esforzaban tanto.

A los naturales de Haití les había bastado, desde tiempo inmemorial, con una fresca cabaña de techo de paja y el pequeño esfuerzo de alargar la mano para coger los frutos que la generosa tierra y el igualmente generoso mar les ofrecían.

Cultivaban sus campos, pero siempre lo justo y sin pensar en el futuro porque sabían que no les aguardaba otro futuro que el que la Naturaleza quisiera proporcionarles.

No existía el concepto de propiedad privada, nada era de nadie y a nadie le pasaba por la cabeza tener más de lo necesario para seguir viviendo en perfecta armonía con el entorno.

Según aseguraba el propio Colón, un español comía en un día lo que un nativo en una semana.

Y a esos nativos jamás se les había ocurrido que el oro sirviera para algo más que para verlo brillar al sol en el fondo de los arroyos más cristalinos.

A su modo de ver, aquellos afanados hombres y mujeres que se cubrían con ropas pesadas, calurosas y malolientes, debían de estar locos para esforzarse tanto por acumular unas riquezas que seguirían estando allí años después de que hubieran muerto de puro agotamiento. Por tanto, el primer gran enfrentamiento entre las dos culturas no vino dado por cuestiones religiosas o políticas, sino por la evidencia de que los recién llegados pretendían tener más de lo que necesitaban y los lugareños consideraban que no necesitaban más de lo que tenían. Cuando Alonso de Ojeda regresó de su larga expedición al interior de la isla y le explicó a su buen amigo Juan de la Cosa que el suyo no había sido más que un agradable paseo por un auténtico paraíso, la respuesta del vasco no pudo por menos que preocuparle:

—Guarda esos recuerdos en tu memoria porque a no tardar mucho ese paraíso se habrá convertido en un infierno.

—¿Debido a qué?

—A que por desgracia para muchos el paraíso no basta.

«El paraíso no basta».

La terrible frase que, casi sin proponérselo, acuñara aquella noche maese Juan de la Cosa, cuando aún no se habían cumplido dos meses del masivo desembarco de las huestes del Almirante en La Española, con el transcurso del tiempo se convertiría en la leyenda que debería haberse grabado con letras de oro en las banderas que recorrieron de punta a punta el Nuevo Mundo: «Plus Ultra», «Más Allá». Es necesario ir siempre más allá porque el paraíso no basta.

Cualesquiera que fueran los dones, las riquezas o los ingentes tesoros que encontraran a su paso, nada consiguió colmar la desmedida ambición de quienes consideraban que lo mucho era poco, y lo demasiado apenas suficiente. Porquerizos que se convirtieron en virreyes, rufianes en gobernadores, lavanderas en princesas, sacristanes en arzobispos o gañanes en terratenientes, murieron soñando con ascender aún más por una escalera a la que nunca consiguieron verle el final.

Los nativos no salían de su asombro, y en cierto modo ese asombro todavía perdura en muchos de ellos.

El primer gran ejemplo de esa ambición desmedida lo vino a dar un tal Pedro Margerit, un rastrero cortesano de baja ralea que a base de adulación y humillaciones se había ganado el favor del Almirante, quien decidió ponerle al frente del fuerte que se había empezado a construir en la llanura de Jáquimo, en pleno corazón de aquella fértil y maravillosa Vega Real que explorara en primer lugar Alonso de Ojeda.

Con tan sorprendente decisión Colón cometió en el mismo día dos gravísimos errores:

El primero, soliviantar a los nativos que, al comprender que los extranjeros no se limitaban a quedarse en Isabela dedicados a cambiar el inútil oro por hermosas telas, cascabeles y cuentas de colores, sino que pretendían establecerse en el corazón de la isla con la aparente intención de apoderarse de sus mejores tierras, comenzaron a reconocer que Anacaona y Canoabo tenían razón y había llegado el momento de exigirles a tan malolientes barbudos que embarcaran en sus naves y regresaran a sus lejanos hogares.

El segundo, otorgarle tanto poder a un canalla.

Cosa es sabida; cuando se le concede poder a un miserable, el miserable no se vuelve poderoso, es el poder el que se vuelve miserable.

Al poco de tomar tan nefasta decisión, el Almirante optó por reembarcarse con la declarada y manifiesta intención de encontrar al fin la ansiada ruta que habría de conducirle a la China, sin caer en la cuenta de que dejaba tras de sí una malsana ciudad repleta de descontentos y un fuerte aislado, demasiado lejano y de difícil acceso, del que se había convertido en dueño y señor un codicioso y lascivo tirano.

—La pólvora ya está seca… —sentenció en tono grave maese Juan de la Cosa—. Seca y extendida al sol; ahora tan sólo falta que alguien le acerque una pequeña llama.

—¿Por qué te muestras siempre tan pesimista? —no pudo por menos que echarle en cara su mejor amigo.

—Porque esta hermosa barba ha tardado años en crecer, y ése es tiempo suficiente para aprender a conocer a la gente —replicó el de Santoña, convencido de sus indiscutibles argumentos—. Cuanto tiene de extraordinario Colón como Almirante, lo tiene de pésimo gobernante; poner a ese cerdo ladrón y libidinoso al mando del fuerte de Santo Tomás es como poner a un ciego borracho al timón de la nao capitana; antes o después acabará naufragando…

Si existía algo que Ojeda aborrecía de su bienamado amigo maese Juan de la Cosa, era su ilimitada capacidad para vaticinar calamidades, pero ni una maldita vez acertaba en sus pronósticos cuando se trataba de adelantar buenas noticias.

¡Qué excelente oráculo en todo lo referente a desgracias!

A su modo de ver, pocos hombres habían existido tan excepcionalmente brillantes y tan puñeteramente cenizos.

Aunque lo cierto es que maese Juan jamás vaticinaba; se limitaba a aplicar la lógica de alguien que era a la vez astrónomo, cartógrafo y matemático, con una mente tan lúcida que le permitía adelantarse a los acontecimientos siempre que éstos se encontraran directamente ligados a los incontables vicios de los seres humanos.

—Margerit es una babosa, un adulador, falso y ladrón que sabe muy bien que repugna a las mujeres —sentenció como quien imparte una lección magistral—. Corrompe cuanto toca, pues está convencido de que el oro gana más voluntades que el amor a la patria o las banderas al viento. Tres meses le doy de plazo, ni un día más; él es sin duda la llama que todo lo incendiará en este lugar bendito de los dioses.

Con frecuencia Alonso de Ojeda se preguntó cuál era la oculta razón por la que había matado a tantos hombres que escaso daño habían hecho, pero permitió continuar viviendo a sanguijuelas como el tal Margerit.

¿Qué le hubiese costado?

Con el paso de los años llegó a la conclusión de que no acabó con él por una simple cuestión de disciplina militar: al haber sido nombrado comandante del fuerte de Santo Tomás, el rango de Margerit era superior al suyo, y si había aceptado de buen grado que Colón le nombrara capitán, no era justo discutir si había acertado o no a la hora de decidir entregarle el mando de tan estratégica plaza a un sucio malandrín.

Ponerlo en cuestión era tanto como cuestionar su propio nombramiento, y partirle el corazón de una estocada a semejante perdulario no hubiera estado bien visto entre compañeros de armas.

¡Malos tiempos aquellos!

De los peores que recordaba.

Alonso de Ojeda siempre se consideró a sí mismo un hombre de acción, pero por entonces las únicas armas que alcanzaba a tocar eran las espadas de la baraja.

Y si bien es cierto que las de acero siempre habían sido sus mejores amigas, más cierto es que las que aparecían pintadas sobre una cartulina siempre se le mostraban especialmente esquivas.

La maldita sota de espadas solía aparecer en el momento más inoportuno dando al traste con mis posibilidades de ganar una mano.

Había regresado a los días de largas siestas y noches de taberna, con la única diferencia de que en la insalubre, bochornosa e inhóspita Isabela, las tabernas no eran más que tristes bohíos de techos de paja con goteras, a la par que el excelente vino andaluz que habían embarcado en Palos de la Frontera se había avinagrado al «marearse» durante la larga travesía oceánica.

Nunca había sido hombre al que agradase perder tiempo y dinero. Éste no le importaba, volvía o no según su capricho, pero el tiempo nunca regresaba más que en la memoria.

En cierta ocasión, allá en Sevilla, había tenido una joven amante; una condesita tan caprichosa, enredadora, mentirosa y traidora que acabó por llamarla «Memoria», lo cual, lejos de ofender a la pizpireta muchacha, la divertía, ya que estaba de acuerdo con el conquense en que ninguna otra palabra designaba con mayor acierto los rasgos más representativos de su inestable carácter.

Con respecto a ciertos acontecimientos, en ocasiones la memoria de Ojeda fallaba, pero en lo que se refería a aquellos largos meses de inactividad se le enturbiaba, como si intentara atisbar el pasado a través de una ventana empañada por un denso vaho.

De lo único que tenía auténtica constancia era de una pesada modorra; un desganado dejar pasar los días aguardando excitantes acontecimientos que, estaba convencido, debían llegar, aunque se hacían esperar en demasía. Incluso tuvo que reconocer que en cierto modo hizo dejación de sus funciones, porque de continuo le llegaban noticias de los brutales abusos, arbitrariedades y latrocinios que cometía el despreciable Margerit, pero no se decidió a tomar cartas en el asunto.

Un desertor del fuerte de Santo Tomás, apresado cuando intentaba abandonar la isla, juró y perjuró que aquella horda de indignos garduños raptaba mujeres indígenas, casi niñas, con el fin de abusar de ellas, y que cuando sus padres acudían a buscarlas sólo se las devolvían a cambio de una bolsa de pepitas de oro.

Ojeda se negó a creerle.

En su mentalidad de hombre de bien no cabía semejante comportamiento, y no aceptaba la posibilidad de que caballeros españoles pudieran actuar de ese modo; de lo único que tenía constancia era de que un soldado que había abandonado su puesto intentaba justificar su deserción a costa del honor de quienes se enfrentaban valientemente al enemigo.

Corrían rumores de que muchos descontentos, aprovechando que Colón aún se encontraba embarcado, comenzaban a conspirar contra la autoridad del «puerco genovés», como muchos lo denominaban. Ojeda llegó a la conclusión de que si en aquellos momentos decidía enfrentarse a quien Colón había puesto al mando del fuerte, en cierto modo se estaría sumando, o al menos dándoles la razón, a los conspiradores.

¡Malos tiempos aquellos!

Los peores que recordaba.