¡El mar de los Caribes!

A Alonso de Ojeda le había sido concedido el dudoso «privilegio» de ser uno de los primeros cristianos que vieran con sus propios ojos cómo se cocían miembros humanos en las rústicas cazuelas de barro de aquellos desalmados, y estaba claro que mentiría si afirmara que tan horrendo espectáculo no le impresionó, consiguiendo que naciera en su corazón un odio visceral hacia todos los miembros de tan execrable pueblo, odio que le acompañaría hasta la tumba.

Siempre respetó, e incluso en determinadas circunstancias admiró, a quienes se oponían a que unos extraños llegados de allende el océano decidieran despojarles de tierras que les pertenecían desde cientos de generaciones atrás, y se enfrentó a ellos luchando con honor, aunque no siempre con razón, convencido de que era su deber conducirles a la civilización y a la fe en Cristo.

Pero nunca aceptó tratar de igual a igual a quienes, como algunas bestias, no dudaban en devorarse entre sí.

A su modo de ver no existía perdón posible para quienes se comportaban de un modo tan horrendo.

Ni perdón, ni posibilidad de recuperación por mucho que algunos frailes intentaran convencerle con mil rebuscados argumentos de que también eran criaturas de Dios.

Fueron famosas sus largas y en ocasiones acaloradas discusiones, en las que los religiosos porfiaban que incluso a los caribes se les debía tratar de igual a igual, cuando a Ojeda le constaba que estaban aguardando el menor descuido con la malvada intención de atacarlos por la espalda y devorarles las entrañas con sus afilados dientes de sierra.

¡Que Dios me perdone si me equivoco!

Dios y la Virgen, a la que tanta devoción profesaba, tal vez lo perdonarían, pero el de Cuenca juraba por sus antepasados que sería necesario que la mismísima Madre de Dios acudiera en persona a pedirle que cambiara de actitud para que se decidiera a hacerlo.

Ningún ser humano le convencería de que también los caribes eran seres humanos.

A su modo de ver pertenecían a un escalón intermedio entre el hombre y las bestias, y tendrían que pasar mil años antes de que evolucionaran lo suficiente para que los considerase sus iguales.

Por ello, allá donde los encontró los aniquiló sin el menor remordimiento, argumentando que si tenía que dar cuentas a Dios por ello, ya se las daría en su momento.

La amarga mañana, una de las más amargas de su vida, en que saltó a la arena de la playa frente al fuerte de la Natividad, lo hizo convencido de que a los pocos pasos se enfrentaría a un ejército de salvajes, y siempre reconoció ante sus amigos que lo que más le inquietaba en aquellos momentos no era la posibilidad de que lo mataran, visto que no se podía esquivar una flecha con la misma facilidad que una espada, sino la angustia de imaginar que, una vez muerto, arrastrarían su cadáver a la selva con la intención de devorarlo.

—Estúpido, ¿no es cierto? —solía decir—. ¿Qué importa lo que le ocurra a tu cadáver? Gusanos o caníbales, ¿qué diferencia existe?

Existía; naturalmente que existía. El gusano nace, nunca se ha sabido por qué, del propio cuerpo putrefacto que se consume a sí mismo hasta no dejar más recuerdo que unos huesos demasiado duros. El gusano se limita a cumplir la misión para la que fue creado cuando el dueño de ese cuerpo ha dejado de respirar.

Pero el caníbal no; el caníbal era antinatural: mataba y destruía.

Por ello Ojeda estaba convencido de que si moría en combate lo mataría un caribe; los aborrecía tanto que eran los únicos enemigos frente a los que no conseguía ser él mismo. Lo enfurecían y le hacían perder el control, que era lo único que lo diferenciaba de todos aquellos a los que solía derrotar con un arma en la mano.

Durante los incontables duelos que se vio obligado a librar, su gran mérito había radicado siempre en su habilidad a la hora de enfurecer con inesperadas fintas, saltos, burlas y, sobre todo, una sorprendente agilidad a quienes intentaban abatirle, con lo que conseguía que a la larga perdieran los nervios y cometieran errores a menudo fatales. No obstante, tan innegable ventaja se volvía en su contra cuando se enfrentaba a los caribes, y lo sabía.

Aquella mañana y entre los restos del incendiado fuerte de la Natividad, cualquier salvaje armado de un simple arco hubiera conseguido abatirle en el instante en que se lanzaba en ciega carrera hacia la floresta, pero por suerte la Virgen tuvo a bien que ese día no hubiera salvajes que castigaran su imprudencia.

Al cabo de una semana el Almirante le convocó a su camareta para comunicarle que pensaba fundar una ciudad, que se llamaría Isabela, en la costa nordeste de la isla, lejos del enclave maldito de la Natividad, pero mientras establecía sus cimientos, dos grupos de exploradores debían internarse en el corazón de la isla que los nativos denominan Haití, y que en su dialecto venía a significar «Tierra montañosa».

La misión de ambos grupos sería doble; por un lado hacerse una idea de cómo era el lugar donde pensaban establecerse los dos mil «hombres y mujeres de Colón» que acabarían por denominarse simplemente «colonos», y por el otro determinar hasta qué punto era aquélla una tierra rica en oro, que era lo que en verdad importaba a la Corona así como a los banqueros que habían financiado la expedición.

—El riesgo de tropezarse con los guerreros del feroz Canoabo o cualquier otro cacique hostil es innegable —concluyó el Almirante—. Por ello, en esta ocasión no te ordeno que te pongas al frente de uno de los grupos; simplemente te ofrezco la oportunidad de hacerlo.

Ojeda no había abandonado su patria, ni las alegres tabernas de Sevilla, con el fin de dedicarse a cavar zanjas, alzar muros o fortificar una nueva ciudad bajo un sol de justicia asaltado a todas horas por nubes de mosquitos; aquél no era su sueño. Su sueño era la gloria.

Así pues, se sintió feliz y sumamente agradecido por la oportunidad de ponerse al frente de quince hombres con los que aventurarse en el interior de una isla que a cada paso les sorprendía por la belleza de su paisaje, la fertilidad de sus tierras y la pacífica actitud de sus pobladores.

No obstante, el recuerdo de los esqueletos secándose al sol en el interior del fuerte de la Natividad obligaba a los españoles a no confiar en quienes al parecer se habían mostrado de igual modo amistosos e incluso sumisos durante el primer viaje del Almirante, por lo que permanecían siempre en guardia temiendo una emboscada.

Coronaron algunas cimas de la cordillera que atraviesa la isla de este a oeste, vadearon infinidad de riachuelos en cuyas arenas brillaban diminutos granos de oro, señal inequívoca de que venían arrastrados desde las tierras altas, y desembocaron por último en una increíble vega sembrada de toda clase de frutos, lo que le hacía parecer en verdad el soñado jardín del Edén.

La mano del Creador se mostraba allí increíblemente generosa, hasta en los mínimos detalles.

Tenían razón cuantos se habían aventurado a cruzar el llamado Océano Tenebroso en busca de un destino mejor para sus hijos; nadie hubiera podido soñar un destino mejor que aquel fabuloso valle al que Alonso de Ojeda denominó «La Vega Real».

El oro seguía apareciendo, aunque en pequeña cantidad.

Y la gente continuaba mostrándose afable y hospitalaria.

Pero ¿dónde se ocultaba el temible cacique Canoabo?