Si la naturaleza hubiera decidido actuar en buena lógica, aunque tan sólo fuera en esa ocasión, repartiendo en su justa proporción los defectos y virtudes de los dos Alonso de Ojeda que en el mundo eran, habría obtenido un par de seres humanos bastante aceptables en lugar de un espadachín y un santo.
¿Cómo se entiende que, corriendo por sus venas la misma sangre y habiendo sido educados en los mismos principios, ambos primos se enfrentaran a la vida desde puntos de vista tan diferentes?
«El Nano» Ojeda era alto, fuerte y con aspecto de leñador vasco, a tal punto que se le consideraba capaz de derribar un mulo de un puñetazo, pese a lo cual su primo estaba convencido de que preferiría que le aplastaran un dedo antes que retorcerle el cuello a una gallina aun desfalleciente de hambre.
Respiraba bondad por cada poro de su gigantesco cuerpo y al espadachín le constaba que, pese a que reprobaba su forma de comportarse, jamás saldría de sus labios una palabra de condena. A lo más que llegó en una ocasión fue a comentar que no era quién para criticar las decisiones del Altísimo.
Según decía, si así había hecho el Señor a su descarriado primo, era porque así debía ser y sus razones tendría para haberle creado de esa manera.
Aparte de sus muchos y buenos consejos, éste jamás percibió de él ni siquiera un atisbo de reproche, lo cual a decir verdad le pesaba más que un largo sermón cargado de razones.
Que le sobraban.
Para «El Nano», la vida humana era lo más sagrado que el Señor había puesto sobre la Tierra, y por tanto no entendía que su querido pariente hubiera acabado con tantas y no le reconcomieran los remordimientos.
¿Cómo podía explicarle el duelista que su vida era igualmente sagrada y lo único que intentaba era evitar que algún cretino sediento de gloria se la arrebatara por el simple placer de alardear de haber conseguido acabar por fin con la fama de intocable del escurridizo Ojeda?
Cierto que éste nunca debió haber permitido que tan trágica espiral de dolor y muerte iniciara su andadura, pero también es cierto que sus sinceros y denodados esfuerzos por detenerla resultaron baldíos.
Cuándo y dónde empezó todo, nadie lo recordaba. Probablemente con bromas de muchachos sobre su corta estatura que poco a poco degeneraron en trifulcas de las que sus rivales salían malparados, puesto que si bien la naturaleza no le había proporcionado altura se lo compensó con agilidad y una fuerza excesiva para su delgada constitución.
De las manos y los ojos morados se pasó sin saber cómo a las armas y las heridas, y de allí a una primera herida sangrante que Ojeda no supo o no quiso evitar, la de un rufián que alardeaba de maltratar a las mujeres y vivir a su costa, por lo que a su entender se llevó su merecido. Para colmo de desgracias, tres días más tarde descalabró a uno de los hermanos del proxeneta, que había acudido a retarle sediento de venganza, y de esa manera la macabra noria comenzó a girar de forma imparable.
En sus ansias por alejarse lo más posible de tan triste fama, Ojeda le rogó a su primo que intercediera para conseguirle una plaza en la nueva expedición a las Indias Occidentales que estaba preparando Colón, puesto que le había conocido años atrás, cuando acudía de vez en cuando a solicitar ayuda al palacio de los Medinaceli, y de él llegó a escribir:
Debo admitir que por entonces se me antojaba un paría que pretendía embaucar a unos cuantos incautos, obtener unos sueldos con la absurda promesa de una nueva ruta hacia la China y emprender las de Villadiego. Cierto es que por aquel entonces yo no era más que un mozalbete con la cabeza a pájaros, al que importaban más las nuevas faldas que los nuevos mundos. Al fin y al cabo, cada falda es un mundo.
No obstante, a la vista de las maravillas que los compañeros de viaje de Colón contaban sobre islas paradisíacas pobladas por bellísimas y complacientes muchachas que ni siquiera usaban falda, la sangre de Ojeda hervía ante la oferta de fabulosas aventuras al aire libre y a cielo abierto, lejos de las oscuras y pestilentes posadas en que cada noche se veía obligado pararle los pies al provocador de turno.
Debido a la machacona insistencia de su primo, fray Alonso de Ojeda, se vio obligado a mover todos sus hilos, incordiando a sus muchas amistades con el fin de conseguir que nadie se opusiera a que el más famoso pendenciero de su tiempo viajara a bordo de unas naves que se lanzaban a la aventura de «cristianizar» y «civilizar» a los pobres salvajes de las nuevas tierras con que don Cristóbal Colón se había tropezado en su largo viaje con destino a China.
La mayoría de los organizadores de tan magna expedición opinaban, y era algo que nadie podría echarles en cara, que semejante «perdulario provocador» no ofrecía ni remotamente un ejemplo de lo que significaba «civilizar» y «cristianizar».
Trataron de convencer al buen fraile de que si un Alonso de Ojeda debía surcar el temido Océano Tenebroso con el fin de propagar la fe en Cristo, debía ser él, y no el buscapleitos de su primo.
—Precisamente lo que pretende es dejar atrás los pleitos e iniciar una nueva vida lejos de las armas, que tantos problemas y tan escaso provecho le han traído —replicó—. Está convencido de que le ha llegado el momento de sentar la cabeza.
—Lo primero que tendría que hacer para sentar la cabeza es encontrársela —le hicieron notar—. Y estimamos que eso es harto difícil tratándose de quien se trata.
Las posibilidades de éxito eran al parecer escasas, por lo que al fin se vio obligada a intervenir Catalina la Pescadora, quien probablemente lo hizo no sólo porque apreciaba sinceramente al que había sido durante años paje en su palacio, sino porque debió de llegar a la conclusión de que cuanto más lejos se encontrara Ojeda de su adorado hijo Juan, tanto mejor para todos.
—En esta casa lamentaríamos mucho que se lo tragase el océano o muriese a manos de los salvajes o por culpa de unas fiebres… —argumentó convencida de lo que decía—. Pero más lo lamentaríamos si al final lo abatieran en una de sus muchas pendencias tabernarias. Podría hacer grandes cosas si consiguiera salir de un ambiente tan malsano.
Por su parte don Cristóbal Colón, que tanto le debía de sus años de miseria al Gran Duque, consideró que en buena ley no podía negarse al favor solicitado por la duquesa y acabó por aceptar, no de muy buen grado, que semejante tarambana embarcara en su flota.
No obstante, tres días antes de la partida le mandó llamar y le espetó sin más preámbulos:
—Como sois hombre de acción, temido y respetado, os confío el mando de una de las naves, pero mantened vuestras famosas «dos espadas» en sus respectivas vainas y no me busquéis problemas. De lo contrario os garantizo que veréis el Cipango colgando con la lengua fuera en lo más alto del palo mayor.
A continuación puntualizó que quien tuviera la estúpida ocurrencia de retar en duelo a Ojeda ascendería de igual modo a lo más alto de la cofa para no volver a bajar nunca, por lo que a ese respecto la travesía del Océano Tenebroso transcurrió sin la menor incidencia.
Maese Juan de la Cosa, al que las generaciones venideras deberían el primer mapa del Nuevo Mundo, experimentó muy pronto una viva simpatía por aquel desmadrado pequeñajo al cual su fama superaba en mucho a su estatura. Durante la escala que se vieron obligados a realizar en la isla de la Gomera para repostar agua, al observar que el conquense parecía verde y como desfallecido por culpa del «mal del mar», le comentó:
—Dentro de una semana te habrás acostumbrado.
—Acostumbrado o muerto… —fue la inmediata res puesta—. ¿Cómo es posible que alguien soporte semejantes vaivenes sin que se le revuelvan las tripas?
—Es algo semejante a lo que te ocurre a ti con los duelos: te aseguro que si tuviera que enfrentarme espada en mano a un garduño que intentara enviarme al otro mundo, vomitaría hasta la primera papilla. ¿Qué sientes cuando alguien se abalanza sobre ti dispuesto a abrirte en canal?
—Nada.
—¿Nada? —se sorprendió el cántabro.
—Nada de nada.
—¿Y cómo puede ser?
—Sabiendo a ciencia cierta que el otro nunca conseguirá su objetivo.
—Pero podría darse que algún día tropezaras con alguien más hábil que tú.
—¡Podría! —admitió el de Cuenca—. Pero amén de ser más hábil tendría que ser más sereno y más ágil. El simple hecho de saber que van a enfrentarse a Alonso de simple Ojeda obliga a mis rivales a mostrarse o demasiado cautos o demasiado agresivos, y cuando lo que está en juego es la vida, los «demasiados» se convierten en un lastre. La mayor parte de las veces, no soy yo el que gana; son ellos los que pierden.
—¡Curiosa teoría! Me aprenderé la lección por si alguna vez me veo en la necesidad de enfrentarme a ti.
—No te lo recomiendo… —le advirtió Ojeda—. ¡Hagamos un trato! Tú nunca me harás la competencia con la espada, y yo nunca intentaré pintar un mapa…
Aquél fue un trato que cumplieron a rajatabla, y lo único de lo que tuvo que lamentarse mucho más tarde el conquense fue de no haber empleado parte del tiempo que estuvieron juntos en enseñarse mutuamente el arte de la esgrima o el del dibujo.
A maese Juan tal vez le habría salvado ser más hábil con un acero en la mano, y a Ojeda tal vez le habría salvado aprender a medir las grandes distancias, conocer el movimiento de los astros, o calcular con la perfección del cartógrafo cómo ir y venir de un punto a otro. Durante aquellas largas noches de travesía, ya con el mar en calma y el estómago asentado, Ojeda acostumbraba reunirse con la tripulación a charlar, jugar a las cartas y contar historias banales de mozas de taberna, cuando debería haber ascendido hasta el castillo de popa para preguntarle al piloto sobre las estrellas y constelaciones que con tanto afán observaba, para qué servía conocer su situación exacta y cómo se movían a lo largo y ancho de la bóveda celestial.
Mientras maese Juan se mantuvo a su lado le bastaba con preguntarle el rumbo correcto y el cartógrafo se lo indicaba, pero cuando le dejó solo se encontró como un niño perdido en el bosque, aunque a decir verdad, cuando su fiel amigo se fue para siempre, se encontró perdido en la más peligrosa e impenetrable de las selvas.
Yo era su escudo y él era mi guía. Siempre supo guiarme, pero yo no supe defenderle. Ésa es una pesada carga que debo acarrear sobre los hombros hasta el fin de mis días. El hombre que no aprovecha las oportunidades de aumentar sus conocimientos, cualquiera que éstos sean, no tiene derecho a lamentarse de su ignorancia.
Tal como le había advertido en La Gomera, Ojeda se acostumbró pronto a los vaivenes del navío, aunque nunca a su olor, y por ello le alegró sobremanera descubrir que tras dos semanas de aburrida navegación hacía su aparición ante la proa una isla muy verde.
Aquél era, ya no le cabía la menor duda, su destino.
Allí podría enfundar definitivamente una de sus espadas y hacer buen uso de la otra.
Tierras maravillosas, de una belleza superior a cuanto le habían comentado los que habían estado en ellas, de embriagadores aromas, hermosas playas, miles de flores, increíbles paisajes, agua abundante, gentes amables y el cálido clima que tanto le agradaba.
Todo fue como un sueño hasta el día en que arribaron a una isla mayor que las visitadas con anterioridad, y que el Almirante bautizó como Guadalupe, en la que desembarcaron con oficio de explorar su interior medio centenar de hombres de los que ocho no regresaron.
Al día siguiente Ojeda recibió la orden de ir en su busca al frente de cuarenta soldados, abandonaron la ancha playa, se internaron en la maleza y por intrincados senderos alcanzaron un grupo de aisladas cabañas en las que aún ardían varios fuegos sobre los que se cocinaban apetitosos manjares.
Sus ocupantes habían huido a ocultarse en lo más profundo de la tenebrosa selva, temerosos sin duda de la presencia de tanto extraño armado hasta los dientes, por lo que Ojeda decidió conceder a la tropa un merecido descanso y aprovechar en beneficio propio el abundante y aromático almuerzo que tan amablemente habían dejado a punto los fugitivos.
Tomaron asiento y comenzó el reparto.
¡Santo Cielo, qué espanto!
¡Amada Virgen, cuánto horror inimaginable!
Manos, pies y cabezas humanas hervían en los calderos a la espera de que un hambriento comensal se los llevara a la boca.
—¡Por todos los demonios! ¡Que el Señor nos proteja! —exclamó sollozando un joven alférez—. ¡Estos salvajes son caníbales!
Incluso el propio Ojeda, curtido en incontables duelos a muerte, vomitó con mayor entusiasmo que durante los días de navegación, y por primera vez en su vida estuvo a punto de perder el control sobre sus nervios.
¡Caníbales!
Ni en sus peores pesadillas le había pasado por la cabeza la idea de enfrentarse a seres humanos capaces de devorar a otros seres humanos.
Instintivamente se agruparon, espalda contra espalda, con las armas preparadas, observando con los ojos dilatados por el terror cada árbol y cada mata, convencidos de que en cualquier momento iban a aparecer hordas de salvajes dispuestos a convertirlos en su cena.
Con harta frecuencia habían amenazado de muerte al conquense, pero jamás con comérselo, lo que constituyó una desagradable experiencia teniendo en cuenta que no se encontraba en el familiar escenario de una taberna, sino en el centro de una escarpada isla, en territorio desconocido y rodeado de enredaderas y lianas entre las que sin duda se ocultaban docenas de antropófagos.
—¿Qué hacemos, don Alonso?
Aquella simple pregunta, y la angustiada expresión del mozalbete que aguardaba sus órdenes, le hicieron comprender lo que significaba la responsabilidad del mando.
Ante un hecho tan inusual como descubrir que el paraíso al que habían llegado, y del que les habían asegurado que se encontraba habitado por hombres afectuosos y mujeres más afectuosas aún, se desvelaba no obstante poblado por implacables devoradores de seres humanos, los cuarenta hombres se volvieron instintivamente hacia Ojeda en demanda de una respuesta a tan angustiosa situación.
Necesitaban un guía, alguien que les indicara lo que tenían que hacer, sin reparar en que, para quien los comandaba, la situación era igualmente inusual e igualmente terrorífica.
Pero por algo le habían puesto al mando de la tropa. Su obligación era aparentar que tenía la absoluta seguridad de que si seguían sus órdenes nunca acabarían en las tripas de un salvaje, por lo que, haciendo de esas mismas tripas corazón, señaló con voz de trueno y esforzándose por mantener la calma:
—Tres disparos de arcabuz hacia la maleza y, en cuanto las armas se hayan recargado, emprendemos ordenadamente el regreso al son de trompetas y tambores. Que el ruido les aturda; ya que no podemos verlos, al menos que nos oigan.
Aquella mañana Ojeda aprendió algo que habría de servirle a lo largo de toda su carrera militar: cuanta más música, menos miedo; el silencio suele ser el peor enemigo de los cobardes.
La expedición al interior de la isla de Guadalupe y el feliz y especialmente sonoro regreso de la tropa sana y salva, a la que se sumó poco más tarde la aparición en la playa de los ocho hombres perdidos, y a quienes la música había servido de guía, convencieron al Almirante, don Cristóbal Colón, de que Alonso de Ojeda no era únicamente un excepcional duelista o un matón de taberna, sino que sabía conservar su legendaria sangre fría en los momentos de mayor peligro, poniendo a salvo a sus hombres.
De inmediato lo nombró capitán, porque, según sus palabras, «son sus hechos los que en verdad determinan el rango de los hombres».
Ordenó a continuación levar anclas, dejando constancia en los mapas que aquella isla maldita estaba poblada por tribus hostiles que al parecer nada tenían en común con las pacíficas gentes que les habían recibido en San Salvador o Cuba, con lo que la escuadra puso proa a La Española en su afán de reencontrarse cuanto antes con los que allí habían quedado.
Y es que, cuando durante el primer viaje, el del Descubrimiento, la nao Santa María, encalló destrozándose sin remedio al norte de la actual República Dominicana, Colón decidió construir con sus restos un fuerte, al que llamaron «De la Natividad», en el que quedaron treinta y nueves hombres con la orden expresa de comenzar a cristianizar, civilizar y enseñar el castellano a los amistosos nativos.
Contaban con provisiones suficientes para año y medio, y semillas del Viejo Continente con las que sembrar las nuevas tierras.
Sus enemigos aseguraban que lo que en realidad Colón pretendía al dejarlos allí era tener una excusa para convencer a los reyes de que debía regresar antes de que se les agotaran las provisiones, puesto que en su viaje a Europa no traía consigo oro, perlas, diamantes, especias, ni ningún tipo de riqueza que justificara el gasto de una nueva expedición.
Pero ésa era una maliciosa teoría que ni maese Juan de la Cosa, ni Alonso de Ojeda compartían, convencidos como estaban de que el simple hecho de haber de mostrado que al otro lado del gigantesco Atlántico existían hombres y tierras tan exuberantes como aquéllas, bastaba y sobraba para justificar no una sino cien expediciones semejantes.
Por ello, los dos mil expedicionarios se mostraron agradecidos al Almirante y profundamente emocionados ante la vista de su nuevo hogar cuando al fin aparecieron ante las proas las blancas playas flanqueadas de palmeras de La Española, luego sus altas montañas de lujuriante vegetación, de cuyas cimas se precipitaban anchos ríos formando hermosas cascadas, y por último la calcinada silueta del fuerte de la Natividad.
Calcinada, sí.
Del tablazón y las cuadernas de la Santa María no quedaban más que pedazos de carbón, y los hombres encargados de defender el fuerte eran ahora esqueletos de los que las rapaces y los perros no habían dejado más que huesos que blanqueaban al tórrido sol del trópico. ¡Dios sea loado!
¿Acaso es ésta la Tierra Prometida?
Las altivas naves, que se habían ido aproximando con todas sus velas desplegadas al viento, comenzaron a largar anclas una tras otra en la amplia ensenada, y al abatir el trapo fue como si inclinaran amargamente la cabeza a la realidad de tan espantosa tragedia.
¡Treinta y nueve vidas!
Treinta y nueve valientes españoles repletos de ilusiones habían sido masacrados por unos salvajes que, incluso, tal vez habían devorado sus cuerpos al igual que solían hacer los caníbales de Guadalupe.
Alguien tenía que arriesgarse a desembarcar y comprobar qué había ocurrido en realidad.
El Almirante pronunció de inmediato un nombre:
—¡Ojeda!
Y al instante el que acabaría siendo conocido como «el Centauro de Jáquimo» y sus mejores hombres saltaron a las chalupas y comenzaron a remar hacia el lugar de la catástrofe.
Nadie acertaba a calcular cuántos enemigos podían esperarles ocultos entre la espesura que nacía a pocos pasos de la arena. Tampoco cuántos de los que pusieran en primer lugar el pie en la arena caerían bajo las largas flechas enemigas.
Fue el conquense quien se precipitó a saltar de la embarcación y lanzarse, espada en mano, hacia quienes les emboscaban.
Pero al adentrarse en la maleza no encontró enemigo alguno.
Tan sólo desolación y muerte.
Cenizas, y treinta y nueve cadáveres.
Hombres y mujeres desembarcaron una vez comprobado que no corrían peligro y la mayoría lloró, no sólo por los difuntos sino también por ellos mismos, visto que la realidad dejaba constancia de que el paraíso al que esperaban llegar tenía mucho de infierno.
Se dio cristiana sepultura a lo poco que quedaba de aquellos infelices, se rezó en silencio, y cuando mayor era el recogimiento de los atribulados colonos hizo su aparición un indígena de semblante abatido que se postró a los pies del Almirante.
—¡No fuimos nosotros…! —sollozó en un castellano bastante inteligible—. Nuestro pueblo es amigo del tuyo. Fue el poderoso Canoabo.
El hombre que se humillaba de ese modo era el cacique Guacanagarí, señor de Marién, el mismo que recibiera con los brazos abiertos a los españoles durante su primera visita, y que siempre les había dado muestras de indudable afecto.
Según contaba, las mujeres de su tribu que habían decidido unirse a algunos de los españoles, incluso las embarazadas, habían sufrido de igual modo las iras del brutal Canoabo, señor de Maguana, que no parecía dispuesto a permitir que ningún extranjero osara establecerse en la isla.
—¡No fuimos nosotros! —insistía una y otra vez el abatido Guacanagarí—. Nada pudimos hacer por impedirlo. ¡Eran tantos…!
—¿Se comieron a alguno? —quiso saber el Almirante.
—¡No! —replicó el nativo visiblemente escandalizado—. ¡Eso no! Tan sólo los bestiales caribes que llegan de las islas del este devoran a sus enemigos. En Haití no nos comemos los unos a los otros.
Le creyeron.
En realidad nada ponía en duda sus afirmaciones, pues si bien los cadáveres se encontraban destrozados por culpa de las fieras y las aves rapaces, no existían evidencias, tal como ocurriera en Guadalupe, de que se hubiera practicado el canibalismo.
¡Caribes!
A partir de aquel día el Almirante decidió que la parte del océano Atlántico que comenzaba a partir de las islas del este, fuera denominado «el mar de los Caribes».