Cuentan que fue el mismísimo almirante don Cristóbal Colón quien le impuso el sonoro sobrenombre de «el Centauro de Jáquimo» al verlo lanzarse al ataque, lanza en ristre a lomos de su furibundo caballo Malabestia, durante la primera gran batalla que se libró en el Nuevo Mundo.

Cuentan también que una de las mujeres más fascinantes, inteligentes y deseadas de su tiempo, la poderosa princesa Anacaona, le apodaba no obstante «el Colibrí», pues a su modo de ver era tan pequeño, hermoso, delicado, resistente y ágil como la mítica avecilla multicolor que se mantenía inmóvil en el aire agitando sus alas y compitiendo en buena lid con la belleza de las flores más exóticas.

Según la princesa, sus inmensos ojos parecían sonreír a todas horas, sus delicadas facciones atraían de inmediato las miradas de las más descocadas mozas e incluso las más recatadas esposas, y su cuerpo, exacto en todas sus proporciones y de una elegancia innata, se diría que había sido la muestra que el Supremo Hacedor había preparado con vistas al día en que se decidiera a crear al hombre perfecto.

El único defecto que se le podía achacar a aquel ser inimitable era que medía dos cuartas menos de lo que en justicia a sus muchos méritos debería haber medido.

Al parecer, compensaba su pequeña estatura con la fuerza de un toro, los reflejos de una mangosta, la astucia de un zorro, la resistencia de un caballo, la impasibilidad de un búho y la valentía de una docena de tigres.

Y cuentan por último que su Serenísima Majestad, la reina Isabel la Católica, confesó en cierta ocasión que tan sólo había experimentado la extraña sensación de que el corazón le estallara en el pecho la mañana en que contempló, angustiada, los inconcebibles equilibrios y divertidas piruetas que un joven paje del duque de Medinaceli realizaba sobre un estrecho tablón que, por motivo de unas obras, sobresalía cuatro metros del alero en lo más alto de la torre de la catedral de Sevilla, a casi veinte metros del suelo.

—¿Quién es tan arriesgado funámbulo? —quiso saber.

—No es ningún funámbulo, mi señora… —le respondió una de sus damas de compañía—. Es ese loco de Cuenca, Alonso de Ojeda, que intenta distraeros de vuestras incontables preocupaciones.

—Pues lo que en verdad está consiguiendo es aumentarlas, al pensar que por mi culpa se pueda malograr un apuesto galán por el que, al parecer, suspiran la mayoría de mis damas de compañía… —puntualizó la soberana—. Aseguradle que me ha complacido en mucho su muestra de valor y su increíble sentido del equilibrio, pero que es hora de dedicar toda su atención a la fascinada doña Gertrudis, lo cual, pensándolo bien, tal vez pueda acarrearle mayores riesgos que corretear y hacer piruetas por las cornisas y las alturas.

No obstante, la reina Isabel, mujer severa y poco dada a las frivolidades, mostró a lo largo de toda su vida una especial debilidad por la persona del osado y en cierto modo descarado rapaz que tanto había arriesgado para llamar su atención allá en Sevilla, sobre todo teniendo en cuenta que en los años venideros el intrépido funámbulo demostró que su auténtico valor iba muchísimo más allá que el mero exhibicionismo.

Cuando mucho tiempo después maese Juan de la Cosa, el famoso cartógrafo nacido en Santoña, quiso saber por qué se había arriesgado de aquel modo, Ojeda no pudo por menos que responderle que lo que en verdad deseaba era descubrir qué significaba sentir miedo.

Hasta aquel momento, ni las batallas, ni los duelos, ni los caballos salvajes, ni los lobos de las más oscuras noches en que se encontraba perdido en un espeso bosque habían conseguido inquietarle en exceso, por lo que consideró que resultaría interesante experimentar aquel «miedo a las alturas» del que tanto le habían hablado.

—¿Y no lo experimentaste? —quiso saber maese Juan.

—Lo cierto es que me decepcionó comprobar que mientras mantuviera al menos uno de mis pies sobre aquel grueso y bien asentado tablón de tres cuartas de ancho, nada podría ocurrirme… —fue la tranquila respuesta—. Y a fe de buen cristiano que no soy tan estúpido como para que se me ocurriera colocar los dos pies fuera del tablón.

—¿Y no te asaltó la sensación de vértigo? —insistió el cántabro.

—Ese tal vértigo, si es que en verdad existe, no debe de ser más que el fruto de una calenturienta imaginación que se afana en hacernos creer que el abismo nos atrae, pero a mi modo de ver eso no es cierto. Mientras se mantengan los ojos y los pies en el lugar adecuado, lo demás huelga. De hecho, si colocáramos ese mismo tablón sobre el suelo podríamos pasarnos días y semanas dando saltos sobre él sin salirnos de sus límites.

—¿Y si te hubiera empujado el viento?

—Aquel día no soplaba viento.

—¿Y si hubiera llegado de improviso?

—No llegó; y nadie puede vivir pendiente del «y si…», porque entonces jamás abandonaría el umbral de su casa.

—Y si no sentiste miedo… —porfió maese Juan de la Cosa— ¿qué sentiste?

—Cansancio; trepar hasta lo alto de la torre exige un notable esfuerzo, pero os aseguro que contemplar Sevilla desde semejante perspectiva merece la pena, sobre todo en unos momentos en que la Corte en pleno, con la reina Isabel a la cabeza, se desparramaba por la explanada.

—Haciendo apuestas sobre cuánto tardarías en precipitarte al vacío.

—Mi señor, el Gran Duque, que me conocía bien, apostó por mí, ganó una considerable suma y me regaló un jubón nuevo.

—¿Mereció la pena tanto riesgo por un jubón nuevo?

El cosmógrafo, cartógrafo y excelente marino Juan de la Cosa fue el mejor amigo que Ojeda tuvo nunca, probablemente el mejor amigo que nadie pueda tener en este mundo, pero se diferenciaban en que él siempre evitaba los riesgos inútiles, mientras que esos riesgos inútiles atraían a su compañero de viajes y aventuras como un imán.

Probablemente se debía a que siendo aún muy joven llegó a la convicción de que las flechas, las lanzas, las balas, las dagas y sobre todo las espadas, le respetaban como si la Virgen María, a la que profesaba una profunda devoción desde que tenía uso de razón, hubiera decidido acogerle bajo su manto, a tal punto que en ocasiones se preguntaba qué sería lo que acabaría con él, ya que estaba claro que no le aguardaba la muerte normal de un soldado.

Aquella misma mañana, el caballero Bernal de Almagro, molesto por su infantil fanfarronada y por el hecho de que por su sentido del equilibrio había perdido una cuantiosa apuesta, decidió que, ya que no había medido el suelo cayendo desde el cielo, lo mediría impulsado por la punta de su espada.

Le convocó al amanecer a orillas del Guadalquivir y lo cierto es que nunca más volvió a pisar sus orillas.

La corriente arrastró mansamente su cadáver rumbo al mar, donde su desconsolada esposa lo buscó durante meses.

La culpa no fue de Ojeda, que por aquel tiempo aún experimentaba remordimientos por sus actos y que en verdad lamentó la insistencia de aquel obtuso mentecato en atacarle pese a que le desarmó en cuatro ocasiones.

Y es que era más terco que una mula y un verdadero inepto; empuñaba la espada como si se tratara de una vara de sacudir alfombras y se lanzaba ciegamente al ataque con mandobles de arriba abajo, tal vez creyendo que por ser más alto que el conquense, cosa nada difícil sea dicho de paso, lograría partirlo en dos como a un melón maduro. Pero en el quinto intento tuvo tan mala fortuna que Ojeda no consiguió lanzar de nuevo su arma por los aires, sino que los aceros resbalaron el uno contra el otro y una punta se hundió profundamente en la garganta de Bernal de Almagro.

Fue la suya una muerte lenta, dolorosa, cruel, absurda y de todo punto inútil; la primera de las muchas muertes inútiles y absurdas que con justicia se le achacaron a Ojeda, pero, tal como suele suceder en estos lances, uno de los contendientes tiene que salir malparado para que el otro sobreviva.

Dónde aprendió Alonso de Ojeda a manejar la espada con tan diabólica habilidad fue siempre un misterio. Su único maestro de esgrima conocido fue Guzmán de Rueda, del que nadie aseguraría que fuera un superdotado, el mismo espadachín que enseñaba a su gran amigo Juan, hijo del Gran Duque de Medinaceli y de su amante, la hermosa pescadora Catalina la del Puerto. El joven Juan de Medinaceli era fruto de amores prohibidos y apasionados, pero, cuando las tres esposas con que el duque había contraído sucesivamente matrimonio murieron de muerte natural, como si su enorme y acogedor lecho nupcial se encontrara maldito, el rey Fernando, que apreciaba en mucho su valía, le hizo notar que si no conseguía pronto un heredero corría el riesgo de que a su muerte el poderoso ducado de Medinaceli pasara a manos extrañas, lo cual no convenía en absoluto a los intereses de la Corona.

Cansado de buscar nuevas candidatas a su mano, o tal vez temeroso de encontrarse con otra noble difunta entre las sábanas, el Gran Duque optó al fin por la sabia decisión de convertir a la frescachona pescadora, que era a quien en realidad amaba, en duquesa, y al descarado, desarrapado e incontrolable bastardo Juan en su legítimo heredero.

No obstante, el despreocupado rapaz demostró muy pronto que le tiraba más la roja sangre materna que la azul paterna, y que sus intereses se decantaban mucho más por nadar y pescar en el río, cazar aves con honda o liarse a mamporros con los malandrines del barrio de Triana, que por perder su precioso tiempo en las aburridas veladas musicales, las soporíferas tertulias literarias o las insoportables cenas de gala que se organizaban en su fabuloso palacio.

Y su inseparable compañero de correrías no podía ser otro que el igualmente descarado, desarrapado e incontrolable paje Alonso de Ojeda.

—Son tal para cual… —solía comentar el bueno de Guzmán de Rueda—. Dos botarates capaces de atarle una lata en el rabo al mismísimo demonio, pero mientras que al duque no encuentro forma de enseñarle a defenderse ni de una vieja con una escoba, Alonso ya es capaz de vencerme a la pata coja. Ese maldito ardid que se ha inventado, su dichosa «vuelta de muñeca», me desarma una y otra vez como si me hubiera untado las manos con manteca.

La nueva duquesa, que amén de ser hermosísima era al parecer una mujer inteligente y con los pies en la tierra, no permitió que el recién estrenado título se le subiera a la cabeza, por lo que siempre se mostró más partidaria de que su hijo continuara en compañía de su fiel amigo Alonso a que se mezclara con jovenzuelos de alta alcurnia de los que nada bueno conseguiría aprender.

—Extrañas circunstancias de la vida te han elegido para que seas una especie de vínculo de unión entre la nobleza y el pueblo —le dijo a su amado vástago el día en que cumplió los quince años—. Pero ten siempre presente que el pueblo es mucho y los nobles pocos.

Guardando las distancias, Alonso de Ojeda siempre consideró a Catalina la Pescadora una segunda madre a la que amaba, respetaba y admiraba. En sus olvidadas memorias, de las que tan sólo se conservan algunos fragmentos, llegó a escribir:

No necesitaba de sedas, collares ni diademas para brillar con la intensidad de las más encopetas damas de la corte; su serena belleza y la grandeza de su alma le bastaban para eclipsarlas a todas, excepto quizás, y por propia voluntad, a su majestad la reina, por la que sentía una profunda devoción ya que la había acogido con especial afecto sin tener en cuenta sus humildes orígenes.

De todo ello se deduce que los años que el conquense pasó en Sevilla como paje de los Medinaceli fueron años felices, sobre todo por el nada despreciable hecho de que su notorio éxito con las mujeres se repartía por igual entre mozas de taberna y damiselas de palacio.

De él llegó a decirse:

Tiene dos espadas, a cual más certera.

Con la primera mata, con la segunda crea.

Cuando empuña la primera es frío como el hielo.

Cuando empuña la segunda es ardiente como el fuego.

Aún no había cumplido los veinte años cuando su fama de invencible espadachín e irresistible seductor se extendía de una punta a otra de la península, siendo a la vez admirado, temido, odiado y envidiado.

No era, sin embargo, amigo de pendencias en las que tuvieran que salir a relucir los aceros, y seguía al pie de la letra el viejo dicho de que «más vale romper una nariz de un puñetazo que un corazón de un tajo».

Nunca entendió por qué tantos mentecatos consideraban que el simple hecho de vencerle en duelo les haría sentirse mejores o más importantes a los ojos del mundo.

La mayoría de tales buscapleitos eran tan torpes que ni siquiera habían entendido que una espada no es sólo un arma destinada a matar o impedir que te maten.

Como él mismo aseguraba:

La espada, o es la prolongación de tu propio cuerpo, tan unida a ti como tu brazo o tu mano, o no es más que un pedazo de metal del que te pueden separar en el momento que más lo necesitas. Una espada en su vaina es un simple objeto. Una espada empuñada por quien no está en perfecta comunión con ella, sigue siendo poco más que un objeto. Mi espada, en su vaina, se conforma con ser un objeto. Mi espada, en mi mano, vive por sí misma, ataca y me defiende sin necesidad de que yo se lo ordene.

Por ello, con frecuencia no podía evitar sentir lástima por los muchos ilusos que aspiraban a la gloria de vencerle pese a no tener ni la menor idea de lo que se traían entre manos.

¿Pero cómo disuadirles?

¿Cómo obligarles a entender, sin demostrárselo a golpes y estocadas, que eran tan increíblemente lentos y previsibles que podrían pasarse un mes lanzándole mandobles sin conseguir rozarle?

Se empecinaban a la hora de retarle sin el menor motivo, porfiando con sus estúpidas provocaciones, y a pesar del hastío que le producía tener que desenvainar una vez más, con demasiada frecuencia no le era dado evitar lo inevitable y, agotadas la saliva y las palabras, no le quedaba otra opción que enviarles a que un cirujano les cosiera las heridas o un enterrador les tomara las medidas.

En ocasiones era de la opinión de que ambos gremios deberían, en justa compensación, abonarle un pequeño porcentaje de los cuantiosos beneficios que les proporcionaban «sus esfuerzos».

En realidad, Ojeda aborrecía la triste fama de «matachín» que se estaba tejiendo en torno a su persona. Nada estaba más lejos de su voluntad que causar un daño innecesario, pero cada día advertía con mayor amargura que la violencia y el mal ejercían una irresistible atracción sobre cierta clase de indeseables que parecían disfrutar con el espectáculo de dos seres humanos luchando a muerte.

Le sorprendía que le estuviera permitido sacarle un ojo a quien le retara en público, puesto que el derecho a la defensa propia lo amparaba, pero lo encarcelarían si se le ocurría hacer el amor en público a una alegre moza aunque ésta le hubiera incitado a ello.

Corrían rumores, aunque nunca se tuvo constancia de su veracidad, de que algunos de aquellos a quienes vencía en buena lid habían ofrecido sumas ciertamente considerables a quien lograra matarle en duelo, detalle este último digno de agradecer y que en verdad les honraba, porque para matarle a traición sobrarían candidatos por la décima parte de las sumas que al parecer se manejaban.

Por todo ello Ojeda llegó a la conclusión de que no se trataba de eliminarle físicamente, sino de acabar con su fama.

Pero no podía por menos que preguntarse:

¿A quién demonios le importará mi fama una vez muerto?

Sus protectores, el severo Gran Duque y la más condescendiente Pescadora, llegaron, con harto pesar por parte de esta última, a la dolorosa conclusión de que su adorado hijo único, Juan, heredero de un título y una fabulosa fortuna que no debía acabar en manos ajenas, corría evidente peligro de muerte andando a todas horas del día, y sobre todo de las oscuras noches de las callejuelas sevillanas, en compañía de un fiel amigo que sin duda era el más apropiado a la hora de defenderle, pero que parecía atraer a los más peligrosos pendencieros tal como la miel atrae a las moscas.

Era cosa sabida que, en más de una ocasión, y pese a su escasa pericia con la espada, el siempre imprevisible e incontrolable Juan de Medinaceli se había apresurado a defender a su amigo cuando le atacaba más de uno.

—Cualquier día nos lo desgracian… —señaló con buen criterio el duque—. Y me resigno a que los de mi linaje derramen hasta su última gota de sangre luchando contra los infieles, pero no a que se desparrame sobre el suelo de una sucia taberna. —Lanzó un hondo suspiro antes de concluir—: Tengo en gran afecto al tarambana de Ojeda, pero no hasta el punto de que por su culpa se extinga la Noble Casa de los Medinaceli.

Fue la duquesa, más diplomática, la encargada de hacer comprender con suaves palabras que habían acabado los buenos tiempos, la alegre y despreocupada juventud había quedado definitivamente atrás y llegaba el momento de sentar la cabeza y asumir responsabilidades.

—A partir de hoy tienes que elegir entre ser duque o pescador —le dijo a su hijo con pasmosa calma—. Siempre me he sentido orgullosa de que prefieras la rama de mi familia a la de tu padre, pero eso estaba muy bien para un niño o un muchacho, no para un hombre. Ahora eres un auténtico Medinaceli, y eso exige ciertos sacrificios; el primero, alejarte de tu querido Alonso.

Resultaba en verdad amargo, pero la vida marca pautas a las que ni siquiera los personajes de más rancio abolengo consiguen escapar.

Ojeda lo entendió aun mejor que su amigo, por lo que al día siguiente montó en su intratable Malabestia y, tras pasar unos días de descanso en su casa natal a las afueras de Cuenca, en Oña, se estableció por un breve lapso de tiempo en Toledo.

Por desgracia, su fama le había precedido.

Y en Toledo, cuna de los mejores aceros de su tiempo, un herrero que tenía fama de fabricar espadas prácticamente indestructibles supuso que dicha fama se multiplicaría por mil, con el correspondiente aumento de sus beneficios, si una de sus armas era capaz de partir en dos la famosa espada del legendario Alonso de Ojeda.

—Admito —al parecer respondió el conquense ante la provocación del nuevo aspirante a muerto— que con semejante brazo y tan imponente espada conseguiríais partir no en dos, sino en ocho pedazos la mía, siempre que se quedara inmóvil. Pero os aseguro que no pienso dejarla quieta ni un instante.

Tras casi medio centenar de golpes en los que el filo de su magnífico acero no encontró más que aire, sillas, mesas, columnas y mostradores, sin conseguir aproximarse ni a un palmo de un escurridizo contrincante que se limitaba a esquivarle con un ligero quiebro de cintura o un paso atrás, el agotado herrero se dejó caer sobre el primer taburete que encontró a mano y masculló:

—He venido hasta aquí con el fin de enfrentarme a una persona, no a un fantasma. Pero insisto en que la calidad de mi acero es mejor.

—Lo cual nadie ha puesto en duda —replicó Ojeda con una amplia sonrisa—. Y me sentiría muy honrado, e incluso agradecido, si forjarais una hoja idéntica a la mía en previsión de que alguna vez se rompa, lo cual, visto el continuo uso que me veo obligado a darle, siempre es posible.

—Os forjaré tres, y así tendréis repuestos de por vida.

A la larga, el fornido herrero toledano, Ramiro de Seseña, ganó mucho más prestigio, y por consiguiente dinero, por forjar las hojas de la espada de Alonso de Ojeda que por el fallido intento de partírsela en pedazos. De Toledo el conquense pasó a Valladolid, donde al poco tiempo advirtió que el frío mermaba de forma harto acusada sus facultades físicas. Así pues, decidió regresar al calor de su amada Sevilla, ya que su querido amigo Juan de Medinaceli se había traslado con la corte a Barcelona, donde los reyes aguardaban la llegada de don Cristóbal Colón.

Fiel a su costumbre, se encontraba de nuevo en la más negra ruina. Nunca había sido capaz de obtener beneficio alguno ni de su fama como duelista, ni de su éxito con las mujeres.

Había recibido, eso sí, más de una jugosa propuesta de poner su espada al servicio de poderosos señores que deseaban librarse de sus enemigos de un modo más limpio y elegante que mediante el habitual método de enviarles un par de sicarios en mitad de la noche, pero ello iba en contra del estricto sentido de la moral de un hombre que se consideraba a sí mismo el más devoto siervo de la Virgen.

De igual modo rechazó la pequeña fortuna que le ofreció un caballerete con fama de seductor y demasiadas ínfulas, a cambio de que se dejara vencer «en noble duelo», con la promesa de que a lo sumo lo heriría en un brazo, consiguiendo así que por primera vez el mundo pudiera comprobar que la sangre del temido Alonso de Ojeda era tan roja como la del común de los mortales.

—Por lo que a mí respecta aceptaría encantado, puesto que a decir verdad mi bolsa anda en estos momentos harto menguada —fue su irónica respuesta—. Pero me preocupa que, en cuanto la empuño, mi espada actúa por su cuenta, por lo que corremos el riesgo de que vos quedéis tuerto y yo tan pobre como siempre.

Con su regreso a Andalucía pretendía, además de huir del frío, visitar una vez más a fray Alonso de Ojeda, quien pese a llevar su mismo nombre y apellido, era el revés de la trama del zascandil de su primo.

Sosegado, estudioso, reflexivo, recatado y sumamente pacífico, el abnegado fraile había pasado la mayor parte de su vida intentando hacer regresar «al buen camino» a quien consideraba, no sin cierta razón, la oveja negra de su noble y respetada familia.