Nota del autor

En 1965 fui enviado por el diario La Vanguardia de Barcelona a cubrir la cruenta revolución caamañista. El primer día de mi estancia en Santo Domingo acudí a visitar la tumba de mi admirado Alonso de Ojeda y, aunque nunca he sido religioso, cumplí su deseo de interceder por sus pecados.

Meses después, al concluir la contienda, la tumba había desaparecido sin que nadie supiera decirme cómo, cuándo o por qué desapareció, ni en qué lugar se encontraba.

La desgracia continuaba persiguiendo al Centauro de Jáquimo a los cuatrocientos cincuenta años de su muerte.