EN la primavera de 2013, al iniciar la reedición de este libro, volví a Arenas de San Pedro con mis dos hijas. Iban las dos inquietas, sobre todo la más pequeña, ante la lúgubre perspectiva de dormir en un sitio llamado La Posada de la Triste Condesa y de ir muy temprano a misa con monjas que se esconden detrás de unas rejas. Todo eso, en domingo.
Al abandonar la carretera de Extremadura, la infantil preocupación se calmó ante el espectáculo del valle del Tiétar. El perfil nevado de la sierra de Gredos se trocó en brownie de chocolate coronado con icing (azúcar glaseada). Los árboles, en brócolis gigantes. Y el campo manchado de lavanda, en una tostada de mermelada de mora.
Ayudó mucho comprobar que no había espíritus malignos en nuestro destino. Nada que temer en el antiguo caserón del médico de Arenas, convertido hoy en una posada que hace honor a doña Juana de Pimentel, la condesa que se declaró en estado de perpetua tristeza cuando su marido, el condestable don Álvaro de Luna, fue decapitado.
El domingo amaneció silencioso y claro. En el interior de la capilla de las carmelitas, el tiempo estaba suspendido. La única luz, la de las velas. El mismo olor a margaritas y lirios. Idéntica voz la de la madre Soledad: «Aquí es muy fácil rezar». Quizá por eso intuyó en este lugar Carmen que no había de esperar el homenaje de su familia, en silencio hasta hoy: «Ése es el libro que ella quiso hacer. Cada uno se agarra a su clavo ardiendo para salir adelante en la vida. Y yo no se lo voy a estropear».
Protegida en la falda de Gredos, aquí supo Carmen que no llegaría ruido alguno. Ni siquiera el de un debate nacional que ella vislumbró con premura y que ahora arrecia. Esas insuficiencias que ella detectó durante la Transición —«No es lo mismo desmontar el franquismo que crear una democracia»— se han retratado este año con brutal nitidez. Con arrugas exacerbadas por la crisis económica. ¿Una segunda Transición?
Busqué en esos think tanks nacidos en 2007 al calor de la hoguera de la memoria histórica, y que aún mantienen el cordón umbilical con la Transición. La primera, la Asociación por la Defensa de la Transición, es la del núcleo duro de Suárez, que llegó a Castellana, 3 en el verano de 1976 (ocho fundadores, entre ellos Lito, Casinello, Ortiz y Graullera). Cada primer miércoles de mes, el centenar de amigos que la componen se reúne a almorzar. La segunda, la Fundación Transición, la crearon cuarenta y dos hombres cercanos a la UCD y ¡una mujer!: Soledad Becerril, la primera mujer ministra de la democracia, que ocupó durante un año la cartera de Cultura con Leopoldo Calvo-Sotelo. Triste fue comprobar que en el diccionario de protagonistas de su página web no figura el nombre de Carmen Díez de Rivera, pese a que se esperaría lo contrario de una fundación que tiene más carácter académico que la primera, con numerosas publicaciones y seminarios a puerta cerrada.
Hubo un último almuerzo de la Asociación al que me convidó Lito. Como maestros de ceremonias, el exsindicalista José María Fidalgo y el exsocialista Nicolás Redondo Terreros. Desde esta «logia que mantiene encendida una candela en el cabo de las tormentas», según Fidalgo, habló Redondo de «crisis política sigilosa», de «los unos» y de «los otros», de la necesidad de recuperar «el espíritu de la Transición». Ya lo dijo en este mismo foro, un mes antes, Felipe González: si no se reforman las instituciones a través de la Constitución, España entrará de nuevo en una «época oscura».
Lito, el cuñado todoterreno, me dijo que él no veía clara esa segunda Transición: «La sociedad de 2013 no tiene nada que ver con la de 1975. Y la situación ahora es tan compleja, y el problema de los partidos tan grande, que se hace difícil abordar cambios».
Pensadores y periodistas se han sumado a la querencia de cambio de la calle. En las encuestas, los ciudadanos han decidido que, de momento, la política más respetada es Rosa Díez, cofundadora de Unión Progreso y Democracia (UPyD). Ignoro lo que Carmen habría pensado de ella (conociéndola, supongo que poco y mal), pero decidí ir a visitarla al Congreso de los Diputados antes de terminar este libro. Al fin y al cabo, Rosa se ha hecho abanderada de la regeneración, azote del bipartidismo que impera en España desde hace treinta años, y tiene acreditada la defensa de las listas abiertas desde que militaba en el PSOE. Fue también eurodiputada, aunque no coincidió con Carmen. De 61 años, es parca, menuda y seca como un pájaro de marismas.
Me explicó Rosa que se había ido del PSOE «porque se ancló, se puso a mirar el pasado y se olvidó de lo que era más importante». Se mostró feroz con el partido socialista y también con el PP, «que representan una especie de empate a cero: les va bien sin que cambie nada desde el punto de vista de la estructura del Estado, del reparto de poder, de la parasitación de todas las instituciones, órganos de control, de Justicia, reguladores. Si no cambia nada, ellos tienen garantizada la alternancia. “Ahora me toca a mí, luego ya te tocará a ti”».
Un deseo de inmutabilidad que, desde su punto de vista, tiene los días contados, pues la legislatura de 2015 será constituyente: «Cuando el monstruo sale de la botella, no hay quien lo vuelva a meter».
Me despedí de Rosa para enfrentarme, a la puerta del Congreso, con los preferentistas. «Son los que tocan hoy», me dijo un resignado policía nacional. Los silbatos y los matasuegras llenaron de estrépito la calle Mayor, cuesta abajo, camino de la Almudena. Pensé de nuevo en Carmen y en ese triángulo que la caprichosa mano de la historia construyó en el otoño de 1969. Suárez sigue vivo, pero una extraña enfermedad neurológica ha suspendido su existencia como lo está el tiempo en el convento de Arenas. Su alma se ha instalado ya más cerca de Cebreros, a escasos kilómetros de Carmen.
Ese triángulo se ha quedado hoy con un solo vértice: el Rey, que se enfrenta en la Zarzuela a un complicado juego final que empezó hace un par de años. Como en el banquete del príncipe Baltasar de Babilonia, la escritura está sobre la pared. El establishment lo sabe, e insiste en que el cambio inevitable se haga desde las instituciones.
Por eso baraja ahora Don Juan Carlos, a sus 75 años y cuando más de la mitad de los españoles pide su abdicación, repetir el milagro de hace casi medio siglo. Esta vez, haciendo una labor de ingeniería política que asegure el trono de su hijo, Don Felipe, y la omertà para él hasta que su alma se una a las de Carmen y Suárez.
Tendrá que hacerlo con la misma exquisitez con la que cocinó el dedazo de Suárez (terna del 3 de julio de 1976); el harakiri del régimen (Ley de Reforma Política, 18 de noviembre de 1976, el «sí de las niñas», según la malvada Carmen), y la legalización del PCE (Tribunal Supremo, sábado santo y rojo del 9 de abril de 1977, «¡el que habéis elegido vosotros!», en palabras de la obstinada Carmen).
Una legalización del PCE —«con nocturnidad y alevosía», según definió Carmen con dureza— que constituyó la clave de bóveda para la monarquía democrática a ojos del mundo. Sin la faena a machamartillo de Carmen, el PCE habría sido legalizado tarde o temprano, pero nunca antes de las primeras elecciones generales de 1977. Suárez prometió a los militares que no lo haría nunca (8 de septiembre de 1976) y el Rey se resistía mientras barajaba posibilidades (en el futuro lejano o con una solución legal que emulara a la alemana, donde quedó prohibido para siempre).
Ahora, con la Constitución en la mano y el franquismo desmontado, vienen épocas de renuncias. Para el Rey, que tiene que ceder del todo el poder absoluto heredado de Franco, y cuyas migajas él decidió conservar con la anuencia de la clase política y periodística. Para los grandes partidos, que han de protagonizar un nuevo y pequeño suicidio: transparencia, control interno y cese de la fagocitación.
La historia está abierta. A su manera, Carmen tenía razón.
Madrid, inmediaciones de la Almudena, 18 de junio de 2013