EL OLIVO DE SOLEDAD
1982-1987
La religión, el último capítulo de la vida de Carmen. El único con un final feliz. Abarcó su existencia entera, y en ella a seis personas diferentes. Una niña y luego una adolescente católicas en la España de la posguerra. Una fugaz monja de clausura. Una agnóstica rebelde. Una conversa. Una monja seglar de una orden religiosa francesa. Una creyente que murió en paz con Dios.
De todas ellas, sólo conocí su última etapa de comunión diaria y religiosidad intensa pero auténtica: «Soy cristiana y cristocéntrica, no católica. Cuando reflexioné sobre ello, imaginé a Cristo en la cruz, y también antes de estar en la cruz, sudando sangre, y gritando: “¿Por qué me has abandonado?”, en una aceptación que no fue gozosa. Hubo una aceptación con sangre, como en el huerto de los Olivos, y que buscaba el calor humano de sus amigos. Y estaban durmiendo, y fue más de una vez porque lo necesitaba, porque necesitaba que lo consolaran. Eso se ve en aquellas estampas que se han sacado de la santa faz.
»Mi asistenta de siempre, Herminia Pérez, a la que he querido mucho, me dijo un día algo que se me quedó grabado: “Qué mayor está el Señor”. Pensé en un hombre que había envejecido pronto a pesar de su juventud. A veces leo, o me dicen, que hay personas a quien les ayuda pensar que están al pie de la cruz.
»Yo tengo que confesarte que yo no busco ayuda de esa manera. Que ya me gustaría. Yo nunca he creído en el Evangelio como un opio, como droga, como una anestesia. Sé que los últimos quince años he vivido muy acompañada por Cristo, sobre todo en ese trabajo tremendo que ha sido el Parlamento Europeo. No sé. Me quiere».
Carmen se identificó con Jesucristo, y se inspiró con la «marginación» que atribuía a cuatro santos: Teresa de Lisieux, la monja carmelita que murió de tuberculosis a los 24 años tras una vida de sufrimiento que comenzó a los 4 años tras la muerte de su madre, y que dejó escrita su biografía, Historia de un alma; Teresa de Ávila, santa reformista de Gotarrendura (Ávila), donde está el palomar de su familia a falta de la partida de nacimiento de esta santa calumniada y denunciada a la Inquisición por sus experiencias místicas; Francisco de Asís, el santo de los pobres; y Charles de Foucauld, militar y explorador antes que sacerdote y referente de la espiritualidad del desierto, donde vivió junto a los tuaregs antes de morir asesinado en el Sahara argelino.
Carmen se identificaba con el sufrimiento de estos cuatro santos: «Yo procedo del Siglo de la Razón, de las Luces, y también de la sinrazón de un sentimiento, pero bueno, Max Weber ya decía que los elementos irracionales formaban parte de la racionalidad de una sociedad. Yo sé que Él me quiere. Cristo era amigo de nosotros, de la gente pequeña, de la gente que sufría, de la gente que hacía cosas mal, de la gente desorientada, de la gente cansada; yo me veo muy reflejada en todo aquello. De la gente muy frágil.
»Era uno más de nosotros. Como yo siempre he creído que Teresa de Lisieux era una más de nosotras. Una persona que había pasado tantos problemas de afecto, de sensibilidad, de lucha, de carencias, de utopías, de exaltaciones. Para mí eso es Cristo».
Su agnosticismo comenzó en 1967, a la vuelta de África. Tenía 25 años. Once años más tarde, en abril de 1978, se atrevió a mantener una conversación al respecto con su amigo José María de Llanos, el cura Llanos de la Trilateral, en la revista El Ciervo. El artículo se tituló «Agnosticismo y fe», y así habló Carmen:
El agnóstico, José María, al menos como yo lo entiendo, es un hombre que une su propio destino al de los otros hombres; un hombre que se siente amarrado al destino de la humanidad entera. La libertad, la opresión, la felicidad y la angustia de la especie humana no las trascendentaliza, no las rehúye, no le son ajenas, sino que las asume, las afronta, las vive enteras.
El agnóstico encara directamente su vida y su propia instalación en ella […]. El agnóstico, José María, no es un ser que acepte la resignada espera del «más allá» como panacea curativa de tantas cosas. El «más allá» le escapa al agnóstico, ya que su vida humana empieza y termina aquí, en un momento preciso, en una coyuntura social determinada y ante una lucha concreta. […] Para mí, no hay más vida que ésta, no hay más lucha que la de aquí, una lucha solidaria, en movimiento, transformadora […]. Una lucha con todos aquellos que hayan asumido que la salvación del hombre es el otro, está en el otro, en los otros.
Diecinueve años más tarde, en 1997, una Carmen transformada describió en el diario Menorca el conflicto entre religiosidad y política:
Los cristianos en política lo tienen difícil […]. Entre el voto de conciencia, el que uno no se lleva nada al bolsillo y el mantener permanentemente el espíritu crítico, la cosa no resulta nada fácil. Y para colmo de males, la izquierda afirma que el voto en conciencia es reaccionario.
Desde mi época de universidad me situé en la perspectiva que describe Enrique Tierno Galván en su libro ¿Qué es ser agnóstico? Creí mucho en la laicidad, y el recuerdo que me quedó de la Iglesia fue el de una institución ritual y ritualista que no me interesaba para nada. Descubrí la fe, y ésta más que adocenarme me ha abierto perspectivas inauditas en profundidad y extensión.
En octubre de 1983 tuvo lugar su conversión. A Carmen le costó contarme cómo se había producido. Le preocupaba que «la gente» no lo fuera a entender bien: «Me van a tomar por medio loca».
Éste fue su relato: «Tengo amigos testigos de lo que me pasó. Algunos no creyentes, como Alicia Bleiberg, a la que quiero mucho, y que es una mujer intelectual que al principio no entendía lo que me estaba pasando. Yo tampoco. Notaba cosas extrañas. Una presencia. Me sentaba en mi apartamiento de toda la vida, en la calle Henares, en aquel lugar pequeño pero recogido que a mí me gustaba mucho. Yo era feliz ahí dentro, veía árboles. Pues me sentaba ahí y no sé lo que me pasaba, notaba una presencia, algo extraño, algo que me interpelaba, que me hacía preguntarme qué era aquello.
»Y ocurría una y otra vez: cuando yo volvía de trabajar, notaba de nuevo esa presencia. Y yo le decía a Alicia: “No sé lo que me está pasando, pero algo ocurre”. Soledad, mi prima, la monja carmelita, pedía mucho por mí».
Pedía a pesar de los exabruptos de Carmen: «“Si quieres seguir siendo amiga mía, Soledad, ¡no me estés dando permanentemente la vara con el tema de la conversión!”. Porque, bueno, yo no era atea, pero era agnóstica, como lo fui el tiempo que estuve en Presidencia del Gobierno. El libro de Tierno Galván ¿Qué es ser agnóstico? me gustó mucho, y yo tenía además un buen conocimiento del Corán, del Talmud, de la Biblia, de las Escrituras.
»Cómo no lo iba a tener: son unos libros preciosos. Siempre me había interesado y había leído mucha filosofía, siempre me había preguntado por el sentido de la vida, de las personas, de las cosas, y había sido religiosa por educación de joven y de adolescente hasta que pasó aquella tragedia familiar.
»Pero volviendo a mi conversión, de repente yo pensé: esto que me está ocurriendo debe de ser algo de Dios, esto debe de ser Dios. Lejos de mí cualquier pensamiento de arrogancia, de lección. Pero algo estaba ocurriendo. Y se lo comenté a Alicia. Y cito tanto a Alicia porque ella estaba allí. Yo le decía: “¿Tú crees que me estoy volviendo loca o que me estoy inventando algo?”. Y ella me decía: “No, no te lo estás inventando. Pero algo te está pasando”. Entonces, cuando ya me di cuenta de verdad de que aquello era Dios, yo entendí que tenía que ir a buscarlo».
Recuperó la biografía de Charles de Foucauld que había leído a los 18 años, cuando intentó hacerse monja de clausura. El fundador de la orden de los Hermanos de Jesús, nacido en Estrasburgo, «era un hombre fascinante. En la etapa del Parlamento Europeo me hacía ilusión pasar por la casa donde él había nacido, que se había convertido en un edificio oficial. Su vida fue apasionante, aventurera, con dudas; le costó mucho creer. Cuando por fin se convirtió, se fue al desierto con los tuaregs y murió asesinado. Convivió con una mujer mucho tiempo.
»Yo releí aquello y me impresionó. Recuerdo que le costaba convertirse y que de repente alguien le dijo: “Póngase de rodillas y creerá”. Él se puso de rodillas y creyó. Yo pensé: a mí todo esto me va a complicar la vida. Llegué a pensar: si un día voy a la iglesia, me van a reconocer y no me van a querer dar la paz. Yo detesto la Iglesia como organización, pensaba, qué horror, yo tenía la imagen, y la tengo en muchos casos todavía, de la que tenemos muchas personas, pues… de La Regenta y más allá.
»Pero aquel impulso era superior a mí, aquella fuerza envolvente era superior a mí. Bueno, pues me dije: “Señor, voy a ponerme en marcha, voy a ver quién eres”. Decidí suspender un poco mi existencia, dejar de trabajar para ir a ver qué quería Dios. Recordando lo que decía Charles de Foucauld, me fui a confesar, a decir que no era cristiana, creyente».
Confesarse por primera vez no fue fácil. Entró y salió de varias iglesias: «Volvía a bajar porque se me hacía de una violencia tremenda. No me apetecía nada entrar en el mundo de una biempensancia aparente, de todo eso que a mí no me había gustado nunca, fruto quizá sólo de una mirada superficial o de lo que había conocido. Y eso que mi padre Llanzol era un cristiano tierno y verdadero, una persona excepcional en ese sentido y en muchos otros».
Alicia Bleiberg la refirió a un sacerdote amigo que había atendido a un grupo de matrimonios liberales en el seno de la Institución Libre de Enseñanza. «Conseguí confesarme. Decidí hacer mi segunda primera comunión, con Alicia como testigo, en el convento de las carmelitas descalzas, en Arenas de San Pedro, porque se lo debía a Soledad».
En la capilla del convento de las carmelitas no suelen faltar las margaritas blancas, ni los lirios del mismo color. Es pequeña, acogedora, en ella apenas caben cincuenta personas. Durante la comunión, el incienso que emerge tras las rejas que ocultan a las monjas lo inunda todo. Es muy austera, apenas unas paredes blancas y un hermoso cuadro de santa Teresa de Jesús. «Aquí es muy fácil rezar», me dijo la madre Soledad Izaguirre Díez de Rivera, la priora. Tiene razón.
Tras esa «segunda primera comunión», Carmen continuó con una búsqueda de varios años. Primero en España, donde seguía insatisfecha: «Soñé que había una orden mixta, de hombres y de mujeres, en Francia, en París, y que llevaban hábitos de tela vaquera. Se lo comenté a un franciscano, Victorino Terra Ríos, al que Dios me puso en el camino en Arenas de San Pedro, donde pasé una temporada antes de ir a Ciudadela, Menorca. Le conté mi sueño, y me dijo que no debía de ser posible. Pero yo me fui a París y me dije: “Esto, si lo he soñado, es de Dios, y existe”.
»En la capital francesa tenía unos amigos, Katherine y Antoine, que eran dueños de un restaurante al borde del Sena. Detrás había una iglesia muy bonita pero yo, como no era creyente, no había entrado nunca. Se llama Saint-Gervais y está justo colindante con el restaurante de mis amigos.
»Entré y, ante mi asombro, vi que estaban celebrando oficio en rito ortodoxo unas monjas y unos monjes vestidos con tela vaquera y con iconos, cuando aquí todavía no había iconos ni nada. Me quedé perpleja. Entonces era una orden nueva que había tenido sus más y sus menos, pero ahora ya está estabilizada: las Fraternidades Monásticas de Jerusalén [les Fraternités Monastiques de Jérusalem].
»Son monjes y monjas de ciudad que trabajan medio día y, por la tarde, con el hábito vaquero, se dedican a sus liturgias, basadas un poco en san Juan Crisóstomo, de inspiración ortodoxa pero cristianas».
Carmen pensó que había descubierto lo que había estado buscando: «El peregrino ruso, la oración de Jesús, esa oración ortodoxa rusa tan sencilla que dice: “Señor Jesucristo, apiádate de mí, pecador”. El monte Athos era una convergencia de las nuevas órdenes nacidas en Francia ante la evolución del Vaticano II. En España no surgieron.
»Solicité quedarme con ellos un tiempo para poder ver si Dios quería algo de mí, de nuevo, o para afianzar aquel descubrimiento. Como tenían personas que podían estar de observantes, me dejaron una pequeña habitación, mínima, en la rue du Pont Louis Philippe, donde yo tenía que guisar y mantenerme. Yo, que nunca he sabido, y que siempre he sido bastante inapetente. Al final lo solucionaba con un bocadillo. Era muy duro, pero fue fantástico.
»Fue el encuentro sola, con Él solo. Yo había dejado la misa en latín y la reencontré en francés. Fue una época maravillosa, dura, pero de una riqueza, de un amor…; saber que mi familia era Cristo, que me amaba, que nos amaba.
»Desde entonces yo pertenezco a la iglesia de los pobres, de los pecadores, de los pauvres gens, de los que no sabemos mucho de esta materia, de los que hemos recibido la gracia de otras personas, como ha sido el caso de Soledad, que pidió siempre, y se le concedió».
La orden de las Fraternidades Monásticas y Laicas de Jerusalén fue fundada en 1975, «el día de la Toussaint», por Pierre-Marie Delfieux, el sacerdote que proclamó: «Dios está en la ciudad». Tiene sedes en París, Bruselas y Florencia. Delfieux, su prior general, murió el pasado 21 de febrero.
Una tarde de diciembre de 2000 llegué al número 13 de la rue de Barres. Allí encontré la iglesia de Saint-Gervais. Hablé con un monje llamado Frank, que recordaba cómo Carmen se dedicó a hacer sandalias: «Era una persona muy especial, y terminó marchándose porque éste no era su sitio».
El monje Frank, vestido con una larga túnica negra que contrastaba con las cabezas cubiertas de blanco y las telas vaqueras de las monjas, me dijo que era una orden semicontemplativa, que «une a las Iglesias de Oriente y Occidente». En París agrupa a un centenar de personas de más de veinte nacionalidades. Su misión es «vivir en el corazón de las ciudades en el corazón de Dios». Moines et moniales comparten «un espacio de silencio y de oración en el corazón de la ciudad».
Celebran tres misas al día (siete de la mañana, doce del mediodía y seis de la tarde). Carmen tenía dificultades con los horarios.
Esa tarde de diciembre, pocos días antes de Nochebuena, asistí a la última misa del día. Fuera llovía a cántaros. Dentro, hacía aún más frío del que Carmen me había descrito. Similar al de Arenas de San Pedro.
Sólo por la música, ya valió la pena el sufrimiento. Para esta orden, las canciones son de vital importancia. Han hecho suya la frase de san Agustín: «Si quieres saber en qué creemos, oye lo que cantamos».
Se rigen por el llamado Libro de la Vida, en el que se explica cómo ser «castos, pobres, obedientes, humildes y felices». En la orden no hay ni primera comunión ni bautizo. Llevan el nombre de Jerusalén porque es la ciudad en la que «vivió, murió y resucitó Jesucristo, una ciudad santa para cristianos, judíos y musulmanes». En 1991, el cardenal Lustiger elevó la orden a la categoría de instituto religioso.
A pesar de la belleza de los ritos y de la música, tal como me dijo el monje Frank, Saint-Gervais no era el sitio para Carmen: «Centró muchísimo mi existencia, pero me di cuenta de que tampoco servía para quedarme allí. Yo siempre he tenido la sensación de no pertenecer a ningún sitio. La libertad, para mí, ha sido tan importante… También, la falta de pertenencia a un ámbito desde los 17 años. Ésa es otra de las características que me han acompañado ante la vida.
»Me costaba mucho quedarme en París. Me hubiera encantado, pero al final siempre había un malentendido o, como decía Teresa de Ávila, una voluntad determinada; no bastaba con querer, sino que había que querer querer. No sé. Es muy difícil hablar de estas cosas».
Carmen dudó tanto a la hora de incluir esta historia en el libro porque decía que la relación de los españoles con la religión seguía siendo difícil: «Todo esto ha sido un tema importante en mi existencia. No ha sido agarrarme a un clavo ardiendo, sino que ha sido una plenitud. Hubiera sido legítima cualquier cosa, supongo, pero yo recuerdo que Simone de Beauvoir, no sé en cuál de sus libros, decía que a los católicos les costaba mucho estar en el desierto.
»A mí no me cuesta estar en el desierto. Después del mar, lo que más me gusta es el desierto, porque, al igual que en el mar, no hay más que verdad. Viendo las últimas luces de la noche, del fosquet, como dicen aquí, poniéndose sobre el mar, en mi caseta, sobre un mar un poco de acero, porque ha habido tramontana, veo un horrible avión más que viene a sobrevolar mi cabeza, a pesar de que ya ha bajado la oleada de la temporada turística.
»Al que mejor entiendo es a Cristo. A Jesús lo entiendo muy bien porque se ve que es un hombre que no quiere morir. Cuando me dicen: “¿Crees en la otra vida?”. Yo no sé si creo en la otra vida, yo creo en Cristo, y por lo tanto pienso que voy a estar con Él».
En esta larga búsqueda de Cristo, hubo una persona fundamental: la reverenda madre Soledad de Jesús Izaguirre y Díez de Rivera, priora del convento de Arenas y prima de Carmen. La encontré en la sierra de Gredos un día muy frío de enero, cuando fui a llevarle a Carmen un ramo de margaritas y lirios blancos.
Carmen había dejado claro su deseo de que la madre Soledad apareciera en este libro: «Quiero hacer una mención, Ana, a mi prima Soledad, porque me parece que es la persona que más me ha querido en esta vida. Yo no he tenido nunca mucha familia. Mi familia… Amigos y amigas sí he tenido. Y buenos. Y los tengo.
»Pero familia, yo creo que, bueno, pues que Soledad ha sido mi familia. Mi padre, mi padre Llanzol, mi padre Díez de Rivera. Y sobre todo Soledad, Soledad. Y Cristo. Cristo es también mi familia. Luego, pues están mis amigos».
La madre Soledad sabía que Carmen me había dejado el encargo de escribir este libro. A través del torno, sin que pudiera verle la cara, me dijo: «Desde el cielo, donde Carmen está ahora, y es feliz, ella lo ve todo según Dios». Ella ha pasado prácticamente toda su vida en este convento. Su madre era hermana de Francisco de Paula Díez de Rivera, el marqués de Llanzol. La madre Soledad nació en Madrid y se educó en el colegio de la Asunción, en la calle Velázquez, ese que Carmen decía que era tan «fino».
Siguiendo a su prima hermana, Carmen fue a Arenas a comienzos de 1961, después de «la tragedia familiar». Duró poco porque no pudo soportar el frío ni las duras condiciones de vida del convento tallado en piedra castellana, pero entre ella y la madre Soledad se cimentó un amor que Carmen describió como el único eterno y verdadero que tuvo en su vida: «Durante muchos años, Soledad pidió siempre por mí. Nunca me dio por un caso perdido. Nunca. Ni siquiera cuando sectores muy de derechas, a veces próximos a ella, decían de mí que yo era la suma de todo mal sin mezcla de bien alguno, que era el terror y el horror, roja, marxista, amante de no sé cuántos. En fin, todo lo que realmente podía sorprender a una carmelita descalza, a pesar de ser, como Soledad, una mujer magnífica y con un gran corazón».
Fue un amor mutuo y que se mantiene. El día 29 de cada mes, las dieciséis monjas que componen esta comunidad le ofrecen a Carmen la misa de las ocho y media de la mañana: «El convento ha sido como mi casa. Siempre me han acogido en épocas difíciles».
Por eso insistió en ser enterrada aquí, junto al olivar, donde sólo reposan los restos de las monjas. La madre Soledad me contó cómo convenció al obispo de Ávila para que rompiera las reglas y permitiera que Carmen viniera aquí: «Eran unas circunstancias tan raras, que pedí permiso al obispado. Era la ilusión de su vida, enterrarse aquí, donde está prohibido que descansen seglares. En nuestro cementerio no se puede entrar, hace falta un permiso especial. Yo le dije: “No puede ser”, pero el Señor quiso que estuviera aquí, junto al olivar».
Carmen pasó aquí, en la casita de huéspedes junto al convento, su última Semana Santa, en abril de 1999. Acababa de salir publicada la entrevista que le hice en El Mundo, y se la enseñó a las monjas. Fue entonces cuando me habló de Soledad por primera vez: «Es una persona excepcional, cargada de bondad, transparente. Hay mucha gente como ella, que con sus oraciones y su comprensión me ayudan mucho. Porque ella entiende. Cuando yo le digo: “Mira, Soledad, a veces pienso en quitarme la vida porque yo quiero morir de pie, con la dignidad de un ser humano, no quiero ser una persona en la que los médicos tengan una especie de autocomplacencia de investigación, que te abren por todas partes para intentar darte un año más de vida…”.
»Yo quiero vivir de pie; pero a veces, cuando cada menos de diez días ya me están pinchando la barriga, la cavidad peritoneal que suena mejor, para sacarme tres, cuatro o cinco litros, y cada vez estoy más pequeña, más reducida, más frágil…
»Es verdad que a veces tengo necesidad de meterme en el mar y no volver a salir, de irme nadando por el mar. No sé si lo haré. Pero yo cuando se lo cuento a Soledad no se escandaliza, porque entiende, entiende, en qué estado estoy, y es una persona excepcional».
Antes de retirar el ramo que le llevé a Carmen, desde el otro lado del torno, la madre Soledad correspondió a ese amor: «Carmen ha sido una persona muy especial en mi vida, muy importante para mí. Yo tenía a Carmen en el alma. Ella estuvo alejada de Dios mucho tiempo y me pidió que la trajera a Él. Ella tenía una intimidad con el Señor muy grande. A su aire. Con su personalidad, ha querido al Señor muchísimo. Él le ha dado mucho consuelo».
Cuando murió, Carmen agradeció los cuidados de la madre Soledad y de su comunidad de carmelitas legándoles su casa de la calle Henares. Su amigo Rafael Fraguas, el periodista de El País, ha incluido esa casa en su poco convencional Guía de Madrid, que presentamos exactamente un año después de su muerte, el 29 de noviembre de 2000. Fue el particular homenaje de Fraguas a Carmen.
El día que la incineraron en Madrid, Fraguas me dijo que se quedó «con las ganas» de decir algo en alto. Pero no lo hizo, dice, porque no conocía a nadie de los que estaban allí y no sabía, por tanto, a quién dirigirse. La frase que se quedó sin pronunciar es una que le oyó decir a Carmen con mucha frecuencia, y que él quiso que se incluyera en este libro: «La generosidad es la forma suprema de la inteligencia». A los que han leído este libro, Fraguas quiso decirles: «Es bonito pertenecer a la estirpe humana si hay personas como Carmen».
También Catali Garrigues, una de sus amigas más cercanas, aquella a la que conoció a los 17 años a la puerta de la Revista de Occidente, quiso dejar aquí su recuerdo de Carmen:
Era un personaje arrebatador, maravilloso, peculiar. Desde que la conocí, no hablaba de otra cosa: es lo que se llama un animal político. Su ser, su cuerpo, su alma están dedicados a una vocación intensa. La suya, de siempre, fue la de cambiar el mundo. Su enfermedad fue el tristísimo desenlace de una vida en ebullición. Es un desenlace que encaja en lo que es ella: un ser así tiene que morir trágicamente. Encaja dentro de su historia vital, una tragedia que sólo los griegos pudieron haber descrito bien. Pero, por encima de todo, para mí ella representa la valentía. Carmen era una mujer muy valiente: por eso consiguió que una tragedia así no la aplacara y sacó adelante esas cualidades sobrenaturales que tenía. Ése es su valor intrínseco: demostrar que se puede seguir adelante. No pudieron dañarla psicológicamente, lo que podían haber hecho, por esa valentía. Yo lo comprobé hasta físicamente. En el mar, con viento de levante, se metía sola. Le gustaba el desafío: ella lo agarró por los cuernos y pudo con él. Yo la recuerdo nadando contra corriente, en un mar bravío, y saliendo adelante. Yo estoy en constante contacto mental con Carmen. La tengo muy presente en mi vida.
Después de haberla conocido, no es posible olvidar a Carmen. Conservo su foto dedicada en el sitio donde escribo, en ese «altillo de la Almudena» que dice mi editor. Con frecuencia, en la vida, me asaltan las dudas. Entonces viene a mi mente uno de sus consejos: «No hagas planes, Ana. El pasado no existe y el futuro tampoco. Yo tomé dos decisiones en firme en mi vida, y ninguna de las dos me salió bien. La primera, casarme con mi primer amor. La segunda, jubilarme y dedicarme a escribir».
He terminado de contar su historia, y con ella espero que Carmen haya podido ver cumplido, en parte, su proyecto. Cuando acabé la primera edición, en 2002, fui a Arenas de San Pedro a llevarle flores. Allí, donde espero que descanse en paz, entre ríos y yemas nevadas, nos ha dejado Carmen su legado: «Para mí el cielo no empieza en la otra vida. Esta vida es cielo. Yo no he tenido una vida fácil, y tú lo sabes, Ana, no he tenido una vida fácil por dentro. Ha sido una vida de mucha lucha, de bastante sufrimiento. Pero también de mucha alegría y gozo. De un disfrute constante de la belleza, y de la poesía, de la naturaleza, y de la amistad, y del mar, y de la piel, y del olor, y de la música, y de todo eso que son fuentes infinitas de la vida y de satisfacción.
»A mí la vida me parece un don. Yo lo que he entendido —y no tengo ninguna verdad, nadie tiene una verdad, la verdad tiene muchas partes— es que la vida es un don».