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VIVIR COMO SI FUERA EL ÚLTIMO DÍA
Otoño de 1996-29 de noviembre de 1999

Para Carmen, el cáncer llegó en el peor momento. Había pasado treinta y cinco años soñando con ese libro que necesitaba escribir para sacar todo lo que llevaba dentro. En 1994, abandonó el diario que había nacido de su tragedia en 1960, y empezó a trazar una potencial autobiografía.

Pero la marquesa de Llanzol aún vivía. Una vez más, movida por esa relación de amor y odio, Carmen decidió posponer el libro para no herir sus sentimientos. Sonsoles de Icaza murió en febrero de 1996. Con el camino recién abierto para ponerse a escribir, apareció el cáncer de mama. Concentró todos sus esfuerzos, me dijo, en la «gestión» de la enfermedad.

Cuando la telefoneé, a principios de 1999, intuía que no le iba a dar tiempo a escribir ese libro y me propuso que lo hiciéramos juntas. No sabía que tampoco tendríamos tiempo de acabarlo. En el verano del 99, exasperada por mis ausencias periodísticas, se puso muy nerviosa y me bombardeó a llamadas. Se había ido a vivir a Candeleda, Ávila, a casa de su amiga Catali Garrigues. Allí decía que estaba mejor atendida que en Madrid y que además se encontraba lo suficientemente cerca como para ir al médico cada diez días. Por fortuna, pude irme de Madrid y el lunes 26 de julio, el día de Santa Ana, llegué a Candeleda. La encontré nadando en la piscina de agua dulce del río Arenal, en Arenas de San Pedro. Recuerdo el bañador rojo, el gorro de nadar y las gafitas olímpicos. Bajo una encina, su Volkswagen Golf, también rojo.

Carmen llevaba casi un mes en lo que ella llamaba la finca de los Garrigues, la casa con terreno que había pertenecido al padre de Catali, el arquitecto Mariano Garrigues Díaz-Cañabate, hermano de Antonio y de Joaquín. Era un chalet con una excepcional vista de la sierra de Gredos desde la cocina, en la falda del pico Almanzor. A pesar de lo bien instalada que estaba allí, Carmen, como era Carmen, se quejaba del calor, del aburrimiento y de lo mucho que echaba de menos su Menorca, su mar.

Ese lunes 26 de julio, sin embargo, estaba muy animada. Sobre todo, con la victoria de Lance Armstrong, el ciclista norteamericano que el día anterior había ganado el Tour de Francia. Armstrong había estado muy enfermo de cáncer y lo había superado. En la cabecera de su cama, Carmen guardaba una foto de él. Me alegro de que no le diera tiempo a asistir a la caída del olimpo del héroe cuando reconoció, a comienzos de este año, su dopaje.

Carmen estaba ese día de un humor espléndido, con muchas ganas de trabajar, y haciendo bromas con el nombre de la plaza principal del pueblo: ¡la Cabra Hispánica! Celebramos nuestros santos —el suyo había sido el 16 de julio— intercambiándonos regalos: un chal de colores que le iba muy bien con los vaqueros y con el azul de los ojos, y Elogio de la imperfección, la autobiografía de Rita Levi-Montalcini, la neuróloga judía italiana que recibió el Premio Nobel en 1986. Me gustó mucho la dedicatoria, muy simple: «En amistad».

Por la tarde, después de trabajar, vinieron a casa de los Garrigues el cura Eladio y el médico del pueblo. Uno a darle la comunión; el otro, consuelo. Pasamos un rato charlando con ellos: de los cinco mil habitantes que tiene el pueblo, de que es el único sitio de España donde puedes bañarte en agua natural, de lo que diríamos sobre Candeleda en nuestro libro. Carmen estaba contenta. Muchas veces ni siquiera contestaba las llamadas en el teléfono móvil.

Ya por entonces, estaba considerando la posibilidad de abandonar el tratamiento: «Lo único que quieren es machacarme a base de unas quimioterapias feroces. Yo siempre he creído en la razón, en la muerte digna. Me están dando una calidad de muerte, pero no de vida. El cáncer no se puede vivir bien. Es difícil de vivir cualquier enfermedad. Yo rechazo totalmente, y tú lo sabes, y otra gente lo sabe, el convertirme exclusivamente en una persona enferma.

»La enfermedad ahora es una parte de mi existencia, una parte dura, muy difícil, porque éste es un tema como podía ser la lepra antes, es algo parecido. Además, un cáncer donde hay metástasis es normalmente muerte. Si no, son unas alternativas de horror las terapias que te ofrecen, a cuál más horrible. Yo estoy intentando, como puedo, no deprimirme; pero claro, si no te deprimes con un tema de estas características, tú me dirás.

»Pero si además de encontrarte así, y además de que me queda poca vida, encima me voy a deprimir, y me voy a pasar la vida contestando a preguntas como “¿Cómo estás?” permanentemente… Te llaman todo el rato, y yo lo agradezco; te llaman y en vez de contarte cosas sobre la vida, que es lo que estás deseando, te están hablando siempre de tu enfermedad. Qué tal, cómo te encuentras, cómo vas. Como si fuera una gripe. Esto no es una gripe, es una tragedia».

El último capítulo de su trágica vida le sobrevino el 24 de septiembre de 1998 en la clínica Ruber Internacional de Madrid. Tendida sobre una camilla junto al despacho del doctor César Mendiola, intuyó que se moría cuando se le descubrió metástasis peritoneal.

Carmen se revolvió hasta el final contra su injusto destino y me pidió que dejara constancia de ello: «El cáncer es dramático en cualquier circunstancia, Ana, pero todavía lo es más cuando, habiéndose cogido a tiempo, te vas a morir por ello. Yo he hecho prevención toda mi vida, y me muero porque un oncólogo español ha ignorado un marcador de una revisión que me hice en Bruselas. Era un marcador de un ovario que estaba a 40 cuando tenía que estar a 35».

Mes y medio después del fatal descubrimiento, los días 12 y 13 de noviembre, compuso este poema en su casa de Menorca:

I

Se me está escapando la vida entre las manos

Las noches blancas de estrellas apagadas

Años de búsqueda inquieta de ser algo más que náusea

Días y noches de espanto sagrado, de besos, de midas y de manos.

Libertad siempre dolida de corazones de fuego que reclamaban dignidad.

…Y el mar.

II

Nunca nada resultó sencillo

Aquellas bocas, antes de carne, se envolvieron en cenizas secas

Tapando con su polvo gris todo latido por el Sena

Aquellos días robados de felicidad por los muelles de Notre-Dame

O la idéntica locura plena del Néguev,

Las manos pegadas o fundidas al muro, en el atardecer

Jerusalem, Jerusalem, Jersusalem.

III

No me toques más por piedad

No has oído que el temblor de nuestros cuerpos

Alienta el crecimiento del furor devastador de esta enfermedad

Siempre he sabido que tus besos de agua, diseñados leves en la arena riza y amansa mi mar

No me toques más por piedad, porque el médico, sabio de muerte

Ha de entrampar nuestro viento para siempre, y

Amarrarme a la sequedad.

IV

Y a pesar de todo amo vivir

Espiar las luces deshilachadas en oro del amanecer de pausa

Mientras los pájaros pían, pequeños y barrocos en el cañaveral.

Las velas a lo lejos hinchadas de mar y soledad

Tu mano que contempla mis ojos

En ese trémulo movimiento cotidiano y fugaz de verdad

¡Ay!, la libertad del mar.

La historia de su enfermedad y de su muerte duró apenas tres años, entre el otoño de 1996, cuando Manu, su asistente, le entregó el resultado de la tercera mamografía, y el de 1999. El 19 de marzo de 1997, cuando se le amputó el pecho izquierdo, el doctor Mendiola pensó que el tumor era «una perita en dulce». Sin embargo, año y medio después le reapareció como cáncer de ovario. Las versiones de ambos resultaron contradictorias. Carmen dejó grabada en una cinta una denuncia pública al doctor Mendiola, al que acusaba de negligencia médica por incurrir en un error de detección: «El doctor Mendiola me atendió sin reparo alguno y me insistió en que se trató de un caso de “mala suerte”. Mendiola me dijo que estaba tristemente acostumbrado a que pacientes “desesperados” porque sus casos se torcían la emprendieran contra él».

Según Carmen, después de que le amputaran la mama izquierda, el doctor Mendiola nunca le pidió que se analizara periódicamente el resto del aparato ginecológico, algo que ella decía que había que hacer siempre en estos casos. Eso lo aprendió, decía, porque, sin que el citado doctor se lo pidiera, fue a hacerse un análisis en Bruselas. Allí la alertaron de que un marcador oncológico del ovario estaba subiendo.

«Yo recuerdo que le pregunté al doctor Mendiola por el significado de aquel marcador, y él me dijo que no me hiciera pruebas que él no había solicitado. Lo hizo de una manera taxativa, y con la arrogancia de algunos cuerpos, como el de la clase médica. Hay excepciones, evidentemente, pero es la misma arrogancia que se les atribuye a los políticos, entre los que también hay excepciones. O los jueces. Pero yo me limito a contarte los hechos.

»Cuando nunca has tenido un cáncer, y no tienes en tu entorno personas que hayan tenido cáncer, ni has leído sobre la enfermedad, piensas que no hay un solo médico que actúe con esa irresponsabilidad. Si un marcador —yo entonces no sabía qué era aquello— estaba por encima de lo normal, aunque no lo hubieras solicitado, lo lógico, lo profesional y lo decente habría sido que hubiera investigado, a pesar de que yo no sé qué protocolo no le dijera nada sobre el particular.

»Lo que no se entiende jamás, en ningún profesional, y menos con una enfermedad tan seria, es que ignore ese marcador, y que cada vez que yo me hacía esas revisiones periódicas de lo que él solicitaba, yo recuerdo que, cargada de estupidez, dijera siempre al servicio médico en Bruselas: “Por favor, no ponga ese marcador”. Yo siempre digo que es la única vez en la vida que he obedecido. Porque realmente me parecía que era una cosa seria, muy cogida a tiempo, con todo el sistema linfático limpio, y que tenía que obedecer. Lamento infinitamente haber obedecido a Mendiola. Lamento infinitamente la irresponsabilidad en el tema. Y me parece que si un cáncer es grave, como cualquier enfermedad siempre es mala, es todavía mucho más duro que, por el exceso de confianza o por la poca profesionalidad de un médico, esto haya ocurrido. Y que de repente decidieran que tenía metástasis de hígado, que no era verdad, no tenía metástasis de hígado, y así lo demostró clarísimamente Rodés [del Hospital Clínico de Barcelona], y que en cambio no me mirara el ovario, tan relacionado en una mujer, que es lo que se llama el cáncer ginecológico, que lo hubiera ignorado, y que cuando se dio cuenta resulta que había hecho una metástasis en el peritoneo. Y que esa metástasis, e infiltración peritoneal, es lo que me lleva a desaparecer de la existencia».

El doctor Mendiola tenía una visión diametralmente opuesta: «A veces evolucionan mejor los pacientes que vienen con la boina calada hasta las orejas que los que preguntan demasiado. Al principio, Carmen me adoraba, y cuando las cosas se torcieron me culpó de todo. Todavía estoy perplejo con este caso». Según el médico, a Carmen se le amputó un pecho con un tumor tan insignificante, que el 80 por ciento de las mujeres se curan tras la intervención quirúrgica. Carmen, según Mendiola, incurrió en un primer error al no tomar adecuadamente la pastilla de tamoxifeno obligatoria en estos tratamientos: «No la aceptaba. Me llamó desde Jerusalén para decirme que le producía sequedad en la vagina y que la ponía nerviosa».

Carmen insistía en su versión: «Yo reconozco, Ana, que nunca he sido una persona rencorosa, pero esto es muy, muy difícil de asumir: que un profesional, o que se llama profesional, haya actuado de esta manera. Y aquí te entrego el análisis que atestigua cuanto dije. Porque nadie asume la responsabilidad, y encima intentan culpabilizarle a uno de tener un ovario que hace esos gestos.

»Yo sólo puedo decirte que en el Parlamento Europeo había cuatro personas que tuvieron cáncer de mama. Una era italiana, otra era holandesa, otra danesa, y otra yo. Todas ellas lo tuvieron infinitamente peor que yo, cogidos más tarde; el mío tenía tres meses. Evidentemente, la italiana tuvo el acierto de no hacerse tratar en su país. Yo nunca pensé que hubiera hecho falta hacerlo fuera de mi propio país. No quería ser pija, ni señoritinga, ni todas estas cosas, y pensé, con las expectativas que me daban, y haciendo las revisiones que me indicaban, que no haría falta».

El segundo error, según Mendiola, lo cometió Carmen a partir de ese 24 de septiembre de 1998, cuando él descubrió la ascitis en el vientre. Carmen, furiosa, se fue a operar por laparoscopia al hospital Clínico de Barcelona, con el catedrático Joan Rodés, en vez de permanecer en Madrid. El 13 de octubre le hicieron la biopsia en los nódulos que le habían extraído: efectivamente, era un carcinoma compatible con el que había tenido de origen mamario. Era la prueba que Carmen necesitaba para enfadarse aún más con el doctor Mendiola: «Lo que ocurrió con Mendiola fue una falta de profesionalidad importante, hay que decirlo. Por qué, me preguntas, no lo he llevado a los tribunales. Porque sólo te falta, con el problemón que se te crea en esta circunstancia, intentar solucionar lo no solucionable, por el exceso de confianza de una persona y por la arrogancia. Encima, lo que no estás es de humor para llevarle por lo penal. Pero hay que decirlo, aquí queda dicho. Todo el mundo que ha sido consultado luego lo ha confirmado, le ha parecido inexplicable, porque forma parte, incluso, de la rutina de un oncólogo tomar esas medidas».

Según el doctor Mendiola, después de la operación en el Clínico de Barcelona nunca se pudieron comparar las dos biopsias, la primera de mama y la segunda de ovario, porque una estaba en Madrid y otra en Barcelona: «Carmen además viajaba, iba de un lado a otro y hacía lo que le daba la gana».

Las versiones están ahí. Una en cinta, otra en directo. Carmen nunca lo aceptó: «¿Que si me ha amargado? No, pero el shock que me ha producido ha sido enorme. Y yo, desde luego, no tengo las mínimas ganas de morirme. Es que no me apetece. Es que mi vitalidad, mi cabeza, mi existencia, de alguna manera, se truncan. Una nunca sabe, se puede morir en cualquier momento. Pero que se trunquen por la falta de profesionalidad de una persona, o por el hecho de ser latina, o por no haber querido valerme de ninguna prerrogativa… es muy, muy duro. Todas aquellas personas que han padecido errores médicos, falta de atención o seguimiento adecuado me van a entender perfectamente. Es una doble enfermedad. El tener la enfermedad, y el tener ese peso de decir: “Pero vamos a ver: si yo llego a ser danesa, alemana u holandesa, o si hubiera caído en manos de una persona más responsable, estaría fuera de esta situación”. Y no me cabe duda de que César Mendiola tiene aciertos con otras personas. Las personas que padecen o han padecido situaciones como ésta, y cuando vas rascando te vas enterando de que son bastantes, tienen que pensar lo criminal que supone que un país no sea profesional».

En todo momento, el doctor Mendiola insistió en que se trataba de un caso «muy raro, completamente atípico», y concluyó su relato con tristeza:

Todavía no sé si fue un solo tumor o dos diferentes. No se pudo comparar la tripa con la mama. Ella empezó un tratamiento basado en la biopsia de Barcelona en vez de seguir uno aquí. Luego se fue a ver a un tercer médico en Menorca.

Ella no aceptó nunca que un caso tan favorable se transformara en todo aquello. Nosotros no lo entendimos. Lo que le ocurrió a ella fue muy atípico. Ella se aferró a lo del marcador. Pero ella no tenía los conocimientos necesarios: cuando el marcador sube, como le subió a ella, ya no hay solución. Yo no podía decirle nada, sobre todo cuando ya se quebró la relación. Fue un caso desgraciado.

Esos últimos días que pasamos juntas en Candeleda en torno al 26 de julio, establecimos una rutina. Después de trabajar, nos íbamos a cenar al hostal Los Castañuelos. Conducía yo. A pesar del calor y del polvo del camino, Carmen no me dejaba poner el aire acondicionado y se aferraba al abanico. Yo la llamaba maniática absurda. Ella hacía bromas malvadas para hacerme reír y que me olvidara del calvario. Comía bien y a veces tomaba hasta un poco de vino tinto. Su menú preferido: espárragos del raso y solomillo. Yo le insistía en que le sentaría bien el caldo. Ella se sumaba a regañadientes: le parecía «sopa de viejas».

Una noche, al despedirnos, me dio las gracias por hacerla «sentir viva». Carmen, tan poco dada a los cariños. Me fui a la cama reconfortada: aunque el libro no saliera, por estas cenas en Candeleda todo había valido la pena. Hablábamos mucho, de todo. Son conversaciones que guardo en mi corazón.

El 18 de agosto se marchó a Menorca, de donde regresó para morir. Me envió una última cinta vía embajada británica porque decía que no se fiaba de las redacciones de los periódicos. Típico de Carmen. Esto es lo que quiso añadir: «Como el cáncer es una tragedia, Ana, lo que me divierte, lo que me apetece es apurar el limón de la vida, y la naranja de la vida hasta el final, y beberme el mar de un golpe. Evidentemente, con serenidad, exasperada pero no desesperada. ¿Consuelos en la enfermedad? Pues no. Yo no sé si no lo sé hacer, no lo sé enfocar. ¿Autolamentarse? Tampoco. No sirve para nada. Entereza, como dice mucha gente.

»Pero el tener que ir al hospital cada diez días o menos a que te vacíen el peritoneo de líquido ascítico… Y que no siempre lo hacen bien. Casi nunca lo hacen bien. A veces no sale. A veces pinchan mal. Siempre es culpa de uno, además. Yo en eso nunca lo he visto todavía, decir: “Mire, es que le he pinchado mal”. Te dicen: “Es que está usted tabicada”. O que te destrocen una vena; te dicen: “Claro, es que las tiene usted abrasadas”. Es muy desagradable porque se te va la vida”.

»Yo sé que me estoy muriendo, sé que mi organismo está plantando una lucha feroz, porque el tiempo que me habían dicho lo he superado ampliamente. Me cuesta mucho no montar en bicicleta. Lo de vaciarte el líquido es demoledor. Es además un cáncer, el del peritoneo, muy doloroso. No sabes qué ropa ponerte, porque pareces una embarazada inmensa. Es muy duro. A los 70 años también debe de ser muy duro.

»Y no sé si a los 70 años el organismo está también más agotado. Yo me noto todavía en el estado en que estoy, y habiendo perdido ya tantísimos kilos, y viendo cómo se te perfila la nariz, cómo desaparecen los muslos, cómo empiezan a aparecer las vértebras y las costillas, y la columna vertebral. Sin estarse examinando constantemente. Viendo, sobre todo, esa mirada de una tristeza infinita.

»No es que se esté uno autocontemplando. Pero es que claro: cuando te duchas, te lavas y te pones crema, te miras al espejo y no te reconoces. O cuando por azar te tienes que hacer una foto, pues eso, para renovar el carnet de conducir, por ejemplo, y te ves en la fotografía y no sabes quién es, y ves la cara de muerta que tienes, es de verdad un shock grande.

»Yo tengo la sensación de padecer una doble enfermedad, el cáncer y el haber perdido prácticamente toda mi libertad. Por eso el rato pasado (a pesar de tener toda la panza hinchada, llena de líquido, el cuerpo cada vez más reducido) en el mar, en el mar de Menorca, sola, bajando sola por mi acantilado, mi acantilado de los últimos veintitantos años, en ese mar de seda, en ese mar maravilloso, pudiendo nadar, no te digo como siempre, pero parecido, así lo dicen las personas que me han visto nadar, y no de frente, hinchada, con el líquido ascítico que me desborda constantemente, ha sido y es un ejercicio de libertad, de placer, de maravilla; tanto que alguna vez mis lágrimas se han mezclado con el mar, porque me cuesta mucho pensar que ya no voy a nadar, que ya no voy a estar dentro del mar, que ya no voy a coger jazmines al atardecer, mirando esos firmamentos espectaculares, aunque yo prefería el cielo de Almería y, desde luego, el de África, el de África negra».

Pero lo tengo que vivir desde una condición importante ya de minusvalía. Ni intelectual, ni afectiva, ni sensitiva, pero evidentemente el cuerpo está herido de muerte. Lo intento, no siempre lo consigo, pero desde luego el tiempo que he pasado desde el 18 de agosto hasta octubre, nadando, en mi mar, realmente ha sido algo impresionante que me ha ayudado mucho en este horrible año que he pasado en todos los sentidos. Las luces de un atardecer, el piar de los pájaros, que vienen aquí al cañaveral de una casa próxima.

»No sé. Esos colores cambiantes que tiene el mar y esa sensación infinita que te he descrito en otro lugar…, pues sí, ha sido como recuperar un sueño de libertad. Haciendo un fuertísimo esfuerzo, no cabe duda. Porque cada mañana, cuando ahora me levanto, intento convencerme de que tengo que vivir como si fuera el último día de mi existencia».