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LA REINA SOFÍA: UN PAPEL DESCONOCIDO

Hay mucho de serendipity, de accidente feliz o de agradable sorpresa, detrás de este libro. Empezando por los diarios de Carmen. El triángulo formado por Carmen, Suárez y el Rey durante la Transición quedó plasmado en esos diarios que ella escribió con enorme disciplina entre 1960 y 1994. No lo habría hecho Carmen, seguramente, de no haber sido por el drama que marcó su vida el 28 de diciembre de 1959. Esos cuadernos dejaron, según Carmen, constancia de lo que fue su vida: «Dolor, sufrimiento, abandono, y lucha titánica por superarlo. Una búsqueda permanente, adolescente, en la que también he conocido a seres humanos hermosos. Aguantar haciendo las cosas más útiles posibles, lo más honestamente realizadas. Son diarios donde todo va mezclado, porque la vida es una mezcla completa de cosas. Las personas unidimensionales son un rollo».

Para Carmen, la mera existencia de esos diarios era la prueba de que el relato que ella me hizo no fue fruto de su deseo de complacer a ciertos personajes o de reescribir la historia para hacerla más agradable. Sabía, además, que le quedaban pocos meses de vida: ya no tenía nada que perder.

Ésa fue la acusación que volcó, una y otra vez, sobre los protagonistas de la Transición: que edulcoraron los hechos hasta hacerlos irreconocibles, y que «beatificaron» a algunos, como a Suárez y al Rey. En ese sentido, Carmen fue crítica con esos chicos de la prensa, personas hoy de 60, 70 y 80 años, que con buenísima voluntad quisieron contribuir a «sacar adelante» al país. Tanto, que hasta 1999, cuando murió Carmen, y hasta hoy, añadiría yo, han querido seguir envolviendo al Rey y a Suárez entre algodones, como si fueran frágiles piezas de porcelana.

Carmen, que hablaba alemán y no se cansaba de repetirlo, creía en la Vergangenheitsbewältigung o la Geschichtsaufarbeitung, dos palabras acuñadas por estudiosos alemanes para describir «el proceso de tratamiento del pasado», un ejercicio necesario en los pueblos y en las personas para poder vivir «un presente saludable».

En 2002, tres años después de su muerte, entrevisté en Oxford a Timothy Garton Ash, el brillante periodista-historiador que se ha ocupado mucho de este concepto, y que lo define como «una extraña mezcla de recuerdo y olvido». Según Garton Ash, España constituye una excepción, es un país salido de una dictadura que aún muestra dificultades para enfrentarse a su pasado:

No quiere decir que los países tengan que estar siempre recordando. Se trata más bien de conocer los hechos, pero de olvidar las emociones. No se puede vivir constantemente en el pasado. Eso es lo que hacen en Bosnia o en Kosovo.

Las naciones son como los remeros, que encuentran la dirección mirando hacia atrás. España es un caso muy, muy interesante. Yo he estudiado mucho el pasado de las naciones. He estado en Sudáfrica y en Latinoamérica. Hay treinta o cuarenta países que han pasado por una experiencia así, y España ocupa un lugar muy inusual. Normalmente, hay una correlación entre mirar en el pasado, con comisiones de la verdad, purgas, juicios y consolidación de la democracia. Todas esas cosas no pasaron en España.

Países como Rusia, que no han mirado en su pasado, no tienen una democracia consolidada. Alemania del Este sí lo hizo y tiene una democracia consolidada. Ésa es la regla. La excepción es España, que sí ha consolidado, claramente, su democracia. España adoptó una amnesia consciente y voluntaria. Por eso es la gran excepción.

Yo creo que se paga un precio, y ese precio es una especie de mala conciencia, de un trabajo que no ha sido terminado. Y creo que los fantasmas del pasado todavía pueden volver a perseguir a España. Por ejemplo, como los fantasmas del pasado nazi volvieron para perseguir a Alemania Occidental en los años sesenta. No estoy comparando ambos países, pero de verdad creo que si un país puede enfrentarse a su pasado es mucho mejor. Porque, paradójicamente, abrir los archivos del pasado es la mejor forma de cerrarlos.

Carmen tenía muchos defectos. Era impaciente y extrema, pero fue sincera y adelantada a su tiempo: «Cuando tú no eres un demócrata y tienes que hacer la democracia es un poquito complicado. Se hace así, a retales, poco a poco. Y posiblemente fue lo más adecuado, ¿eh? Pero se hizo así. Y es normal. Si tú mañana tienes que hacer algo a lo que no estás acostumbrada, lo único que puedes hacer es improvisar.

»Al fin y al cabo, todos procedían de la Dictadura, de los jóvenes alevines del franquismo y del Opus. Ellos se habían creído lo del peligro comunista, y marcaban un ritmo pausado, que no tenía nada que ver con el del pueblo español. El pueblo tenía mucha prisa. No estaba en el mismo lugar. ¡Los hombres ya se vestían con camisas rosa, tú! Yo se lo repetía al Rey, y él me escuchaba porque sabía que yo conocía la calle.

»Yo creía que había que ir a un ritmo más adecuado con lo que era el desarrollo sociológico del país. Pero había todo tipo de versiones. La gente estaba muy nerviosa y yo creo que inventamos más cocos de los que había. Al fin y al cabo, el país quería dejar de ser un anacronismo e incorporarse a la Comunidad Europea. Pero Franco muere en la cama, eso es un hecho. No hubo nadie capaz de derrocarlo».

Según Carmen, un problema con el que se encontró en sus dealings con el Rey y con Suárez fue que ninguno de los dos fue consciente de su falta de credenciales democráticos: «Ellos no lo sabían, porque durante cuarenta años habían vivido en una situación de no libertad. Encima, no había prensa que les explicara lo que estaba pasando.

»El País todavía no había salido, porque, aunque recibieron la autorización en vida de Franco, tuvieron el talento de esperar a que muriera para no aceptar la censura. Las únicas publicaciones avanzadas eran las revistas Cambio 16 y Por Favor, que hicieron una labor importantísima. En Por Favor había gente como Manolo Vázquez Montalbán, Josep Ramoneda y Josep Martí. Diario 16 estaba en un camino más empujador, pero ABC era derecha-derecha, partidario de ir con una lentitud tremenda. Luego, estaba la prensa de los excombatientes, El Alcázar, de los militares, que tenían mucha fuerza.

»Ahora resulta que muchas de las personas que escriben sobre la Transición trabajaban en medios de derechas y se refieren muy poco a estas cuestiones, claro. Lo cierto es que desde el principio yo era para la prensa de la derecha un agente del marxismo. Figúrate, pobre de mí, ¡¿cuándo había visto yo a un agente marxista?!».

Según Carmen, ser demócrata de verdad durante la Transición le acarreó esa etiqueta: «Yo creía en la necesidad absoluta de legalizar todos, todos, todos los partidos políticos, más allá del Partido Comunista, y de dar una amnistía a todos los presos políticos, a todos. De devolver las libertades al pueblo de verdad.

»En fin, Ana, todas esas cosas que a ti ahora te parecen normales, pero que entonces eran una herejía. Porque no creas tú que todo eso se tuvo claro desde el principio. No. Eso que dicen ahora no es verdad. No existió un proceso fluido con la Constitución como meta. Los acontecimientos fueron empujando y tuvieron que ir haciendo cosas. Yo hablaba de Constitución, y ellos entendían que era un movimiento asambleario. Ésa es la verdad. Está en mis diarios. Y decías legalizar el Partido Comunista y, ¡bueno!, querían que fuera una agrupación independiente».

Gracias a los diarios de Carmen pude asomarme a otros asuntos, fuera del triángulo mismo, que han sido dulcificados o directamente ignorados: la resistencia de Don Juan a dejarle el trono a Don Juan Carlos, y el desgarro que eso supuso entre padre e hijo. El sexismo imperante. La notoria atracción del Rey por las mujeres, que se manifestó muy pronto y que se mantuvo a lo largo de toda su vida. Su innegable sentido del humor: «Cuando me ponía pesada con que había que legalizar al PCE, el Rey me ofrecía un billete de ida, pero sin vuelta, a Moscú. Nos reíamos. Luego él añadía: “En Moscú hace demasiado frío para ti, Carmen”».

La doble cara de la ambición de Adolfo Suárez. Positiva y necesaria para hacer la Transición «como instrumento del Rey». Negativa cuando lo cegó al terminar la Transición transformándose en deseo de poder: «Me llegó a decir que nosotros, él y yo, podíamos ser, en la España de 1976, “como Isabel y Fernando”. Me horrorizó».

A esta manía de grandeza la llama el periodista Luis Herrero, hijo de Fernando Herrero Tejedor, el síndrome del estrecho de Ormuz: «Cuando el de Cebreros se puso a hablar del cuello de botella que forma el golfo Pérsico al paso de los petroleros». En otras palabras, la metamorfosis que sufren los presidentes del Gobierno, desde Suárez hasta Rajoy, cuando empiezan a huir de la política nacional y se sienten estadistas internacionales. También Ónega detectó muy pronto ese tic cuando sustituyó a Carmen en la Moncloa: el presidente empezó con «manías» como que la prensa no podía viajar en el mismo avión que él, o que por ser presidente no tenía que preocuparse de que sus amigos tuvieran que tener una conducta irreprochable.

Uno de los agujeros que Carmen detectó en el relato mainstream de la Transición fue lo que ella llamó «el papel desconocido que jugó la Reina, algo que nunca se conocerá bien». Para combatir este vacío, Carmen me dejó estos apuntes: «Doña Sofía ha hecho muchísimo para que este país no se parezca a aquel en el que yo crecí. Ella empujó, estimuló, aconsejó a sus hijas a estudiar. Es la primera vez en España que gente de sangre real tiene estudios universitarios. Una es licenciada en Ciencias Políticas, la Infanta Cristina, y la otra, la Infanta Elena, hizo lo que pudo, es profesora. Maestra, como se decía antes. Era más bonito eso de maestra. Eso fue una revolución. Y la propia Reina se fue a la universidad a hacer Humanidades».

Carmen le otorgó a la Reina un papel preponderante en las decisiones del Rey a partir del matrimonio en 1962: sobre todo, el de «contrapunto» a su archiconservador tío, el general Alfonso Armada, que trató de ralentizar en muchas ocasiones las decisiones de Don Juan Carlos. Eso fue importante, me dijo, porque, en la Transición que ella vivió, «el ritmo lo marcó el Rey».

Era un ritmo de cadencia lenta, según Carmen, muy precavido: «En el primer Gobierno de la monarquía, esa lentitud acabó siendo demasiado lenta, ¡incluso para los partidarios de ir despacio, como el Rey! Incluso para ellos la postura de Arias era demasiado cerrada. Era un Gobierno ultraconservador. El único un poco diferente era Areilza. Pero hasta los más conservadores se dieron cuenta de que había que quitar a Arias.

»El único que podía hacerlo era el Rey. El problema era cómo. Era un gran problema. Porque ellos decían que venían de la legitimidad. Era así. Efectivamente, venían de la legitimidad de los principios del Movimiento Nacional. Luego se ha querido decir que nunca se rompió la legitimidad. La gente de UCD suele decir, con grandes elogios, que en la Transición nunca se rompió la legitimidad. Eso no es verdad. Afortunadamente, no fue así. Claro que se rompió el principio de legitimidad. Era exasperante. Franco muerto, ¡y todavía había desfiles de la Victoria! El propio Rey, a pesar de que en su casa estaba mal rodeado [Armada] e iban con mucho cuidado, se dio cuenta de que había que aligerar el paso».

Según Carmen, en esos cruciales años sesenta en los que se forjó su amistad con los todavía Príncipes, el Rey tenía dos ejemplos en su cabeza que le alertaban contra los consejos de Armada. Uno se lo trasmitió su padre: el de Alfonso XIII, su abuelo, que perdió el apoyo del pueblo al alinearse con la dictadura de Miguel Primo de Rivera.

El otro se lo repetía la Reina, cuyo padre, el moderado rey Pablo de Grecia, había muerto de cáncer en 1964. Lo sustituyó su hijo Constantino, de 23 años, «con más talento para las regatas y el judo que para la alta política», según Paul Preston. La madre de éste, la ciclópea reina Federica, desempeñaba «un papel dominante», y conspiró para acabar con el Gobierno democrático de Georgios Papandreu. Otro importante conspirador fue la CIA, que el 21 de abril de 1967 contribuyó al golpe de Estado de los coroneles.

Según el relato de Preston, tres días antes Don Juan Carlos y Doña Sofía habían ido a Grecia para asistir al cumpleaños de la reina Federica. El Rey regresó a España, pero la Reina se quedó en Tatoi, la residencia oficial de su familia en las afueras de Atenas, al norte, en las montañas. En esa finca de recreo donde están enterrados sus padres, fue testigo Doña Sofía de la debilidad de su hermano ante los golpistas. Cuando intentó arreglarlo con un contragolpe en diciembre de 1967, Constantino fracasó. Tuvo que exiliarse en Roma y después en Londres. La familia real griega perdió el trono para siempre.

Según Carmen, para el Rey, por cercanía y similitud, «tenía más influencia lo ocurrido con su cuñado Constantino de Grecia que lo de su abuelo tras la instauración de la República». Para ella no fue casualidad que, tras la legalización del Partido Comunista, ese 9 de abril de 1977, la primera llamada fuera de Don Juan Carlos. En el reconocimiento que hizo el Rey de su trabajo detectó Carmen la mano de la Reina: «El Rey me llamó porque sabía toda la pelea que yo me había traído, todo lo que había luchado por convencerles. Fue un gesto normal, de reconocimiento. Yo, cómo no, no dejé de hacerle notar los tics autoritarios que se les habían visto en la forma en que lo hicieron. Eran gestos del pasado, cuando se hacían las cosas con nocturnidad y alevosía, como la propia elección del día. Sabían que siendo un Sábado Santo iba a pasar más desapercibido. El ejército no lo sabía, y la mayoría de los miembros del Gobierno tampoco. Les habían dicho que, como mucho, iría como agrupación de independientes.

»Ésa es la verdad. Con la Constitución pasa igual. En un principio no se partió pensando que las Cortes nuevas iban a ser constituyentes. Por mucho que digan luego. Pero claro: forzosamente, la modificación de un régimen autoritario a uno democrático no se podía hacer sin Constitución. Para las personas que toda la vida habíamos creído en estas cosas, que habíamos añorado lo de “Viva la Pepa”, nos parecía de cajón que la Asamblea que saliera de esas Cortes… pues fuera para crear una Constitución. Sería una Asamblea Constituyente. Era de cajón.

»Pero no creas tú que esto al principio a todo el mundo de derechas le parecía lógico. La realidad es que, cuando no procedes de estas convicciones, lo que haces es que los acontecimientos te van empujando y vas aprendiendo. De no ser así, no hubieras militado en partidos únicos».

Ese día, el Rey tuvo la prudencia de marcharse fuera de España por temor a la reacción del ejército, al que Suárez había tenido que engañar diciendo que nunca se aprobaría el PCE en España. La excusa era que lo había aprobado el Tribunal Supremo, que, como Carmen se encargó de recordarles, ¡había sido nombrado por el Gobierno!

En ese sentido, Carmen alabó en el Rey y en Suárez esa «camaleónica capacidad» de ir adaptándose a los tiempos: «Si hubieran sido born democrats habrían militado en partidos de la oposición desde los tiempos de Franco, ¿no? Yo digo que de la necesidad se hace virtud. Al final, sin haber habido un referéndum para legitimar la monarquía, todo tenía un límite. Como se vio luego, el Rey tenía gente en su entorno convencida de que la legalización del PCE era una tragedia para España. Se vio luego, cuando un ayudante suyo puso dificultades para sustituir al ministro dimisionario. Pero el Rey no era ningún suicida. Al Rey le repetían que los comunistas habían echado a su abuelo, y que harían lo mismo con él.

»Te lo he dicho en muchas ocasiones: nunca se ha escrito nada, ni se escribirá, sobre el importante papel jugado por la Reina en esos días tempranos de la democracia. ¿Quién crees tú que influyó de forma definitiva en Don Juan Carlos? ¿Quién crees tú que le explicó lo que le había ocurrido a su hermano Constantino en Grecia por aliarse con los golpistas? ¿Quién crees tú que tuvo claro desde el principio que el camino era el de la democracia?».

Para Carmen, la Reina fue «una aliada» en la Zarzuela: «Ni el Rey ni el Suárez aprobaron la legalización del PCE por gusto. Fue un gesto valiente, pero sabían que si no lo hacían acabarían enterrando las instituciones, las suyas. Lo que no creo es que fuera un gesto altruista. Eso hay que decirlo. Lo hicieron porque el pueblo español quería y porque tenían que hacerlo. Yo te aseguro, Ana, que al día de hoy no hay un solo político que mueva una piedra si no es por la opinión popular. Siempre digo que la historia hay que verla en un contexto sociológico, y no en el contexto de diez personas.

»Te lo dije en la primera entrevista que te concedí. La historia siempre la escriben los vencedores o los que salen adelante. Pero ahí quedarán estas palabras, para que algunos conozcan la verdad, porque yo la viví. ¿Pasó algo tras la legalización del PCE? ¿Hubo que sacar las tropas a la calle? ¿Hubo que sacar a alguien a la calle? Se demostró que el gran problema del final de la dictadura y de esa Transición es que el ciudadano iba por un lado y los políticos por otro. Esto parece que pasa también a veces ahora, en democracia.

»Está claro, Ana. A mí mañana me dices que desmonte el franquismo y no sabría hacerlo, porque yo no sabía cómo estaba montado. Lo desmontaron bien, desde dentro, pero yo sabía que no podrían crear una democracia occidental como las que nos rodeaban. Ellos no eran demócratas, ¿cómo iban a serlo? Yo lo viví de primera mano. De esa primera Transición no hay nada escrito porque éramos cuatro gatos. Y lo digo: no se puede negar el empuje que había en la calle. Ésa es la verdad.

»Yo alabo la Transición. Yo no la critico. Lo que no digo, lo que no admito, es que fue la derecha, hija de la Falange, de la dictadura, del Opus, la que nos ha dado las libertades. Fue a la inversa. Para sobrevivir ellos, aceptaron. Lo hicieron después de lo que había pasado en la Revolución de los Claveles, de que el caetanismo que intentaba Carlos Arias Navarro no funcionara. Y teníamos un Rey que sabía que o era constitucional o no era».

Todas estas palabras son transcripciones literales de las numerosas cintas que grabamos. Había días, como este del que está extraído este largo y casi ininterrumpido monólogo, en los que hablaba sin parar, apenas deteniendo el relato para beber un sorbo de agua.

«Ya sé que me llamarán antipática, y te dirán que me he merecido tener un cáncer y morirme, pero la Transición se hizo, primero, porque el pueblo español la quiso; segundo, porque el Rey la necesitaba para poder justificar que no venía de la dictadura; y tercero, porque la clase política tenía que salvarse. El PSOE había estado bastante ausente. El gran sacrificado fue realmente el PCE. Nos han contado que todo estaba planificado al milímetro, y eso no es verdad. Afortunadamente. Se fue haciendo, nunca mejor dicho, camino al andar».

Para Carmen, el intento de golpe de Estado del 23-F fue la consecuencia de la imperfecta Transición. También consideró crucial en él el papel de la Reina.

Hubo otra persona, Manolo Prado y Colón de Carvajal, que reclamó su trozo de protagonismo en lo sucedido en la larga noche del 23-F. A Carmen nunca le gustó hablar mucho del que fue, hasta su muerte en 2009, más que un amigo y un confidente, «un hermano con pacto de sangre», según fuentes cercanas.

Manolo Prado, el polémico «agente personal» del Rey, estuvo a su lado casi cuarenta años. Se conocieron a principios de los años sesenta del siglo pasado a través de Carlos de Borbón-Dos Sicilias, duque de Calabria, primo segundo de Don Juan Carlos. El Infante Don Carlos trabajaba en Ibertrade con Manolo Prado, que era cinco años mayor que el Rey.

Prado era hijo de un diplomático chileno y de Pilar Colón de Carvajal, descendiente del almirante Colón, el duque de Veragua. Nunca se licenció, pero hablaba buen inglés porque había hecho estudios en Londres. Perdió la mano izquierda en un accidente de coche cerca de Torrelodones, tras lo que recibió el apodo de el Manco.

La primera cita para almorzar con Don Juan Carlos en el Nuevo Club de Madrid se alargó hasta las tres de la mañana, según Prado. El grado de entendimiento fue tan alto que los hermanó las siguientes cuatro décadas. Prado subrayó siempre que en ese primer encuentro quedó «cautivado» por la «cabeza bien amueblada» del Rey y por su físico imponente en un país de «bajitos».

Con Prado, el Rey inició su tan apreciada diplomacia paralela, una práctica que mantiene hasta hoy. Kissinger para neutralizar a Hassan II en el Sahara; Ceaucescu como mensajero ante Carrillo (antes incluso de que muriera Franco, según Prado); y Giscard d’Estaing para que asistiera a su coronación figuran como algunos de los históricos y delicados encargos diplomáticos del Rey. Después de la Transición, cuando el Rey ya disponía de circuitos diplomáticos oficiales y democráticos, siguió usando los servicios de Prado.

Hubo una segunda mujer, además de la Reina, a la que Carmen quiso dedicar una mención especial: Cayetana Fitz-James Stuart. Pocas veces sentí que Carmen estaba a punto de echarse a llorar al hablar de alguien. Cuando se refirió a la duquesa de Alba, se emocionó: «En el mundo del que yo procedía había también personas excepcionales, como Cayetana, y quien la conoce sabe lo que vale esa mujer. En esta clase alta había gente con valores, con un corazón de oro, como Cayetana. De oro. Desde que estoy enferma, y como yo no tengo infraestructura, me manda la comida todos los días, con eso te lo digo todo. Y como ahora me voy, se puede contar».

Cuántas veces me insistió para que no me olvidara de incluir en estas páginas la generosidad que la duquesa de Alba había mostrado hacia ella. También, la mezquindad de todos aquellos que la criticaban «por envidia, por ser amiga del PSOE, por independiente, por todo». Según Carmen, «son los mismos que habrían dado lo que fuera por tenerla en sus fiestas».

La crítica visión de Carmen no se circunscribió a la Transición. Subrayando los males que detectó en 1999 y que se han agudizado con el tiempo, nos dejó su testamento político: «De esa época, de la Transición, viene una de las grandes rémoras, de las lacras de la política española. Siguiendo el ejemplo del laboratorio de la UCD, todo el mundo quería crear partidos únicos. Lo que creamos, y seguimos teniendo ahora, son varios partidos únicos.

»Yo insistí mucho en que las listas no fueran bloqueadas. ¿Por qué esa obsesión por tratarnos como menores de edad? A mí me llaman la atención poderosamente las dictaduras de los grandes partidos, del PSOE y del PP, que no tienen primarias y que, cuando las hacen, suprimen los resultados. La política tiene siempre un poco de perversión. Pervierte a las personas. Y más aquí, en España, donde no dimite nadie. Ni con Franco, ni con la UCD, ni con el PSOE, ni con el PP.

»Lo que arrastramos de la Transición es que no fue suficiente con haber creado unos partidos, unas Cortes, una Constitución. Teníamos que haber profundizado en la sociedad. El desarrollo económico nunca es suficiente; tiene que ir paralelo a uno político, social y cultural».

Esa falta de movilidad generacional, ese no dar paso a los más jóvenes, de esos «hombres» que llevan ahí «desde los setenta», en todos los campos, siempre traía de cabeza a Carmen: «¿Tú te has dado cuenta, Ana, de que en España sigue mandando todavía la misma clase que hizo la Transición? Es una clase que se cree con derechos de autor. Esto pasa en todos los campos, en el tuyo también. ¿Cuánto le cuesta a la gente joven ascender? En la política, en los bancos. Aquí siguen las mismas personas. Con canas y con tripas, pero los mismos.

»En la República las listas no eran bloqueadas. Si nosotros no lo hicimos así durante la Transición, es evidente que era porque no interesaba, porque así todo seguía igual y mandaban los mismos. Ya sé que en otras democracias también se puede llegar a una situación de estancamiento así. Pero es que aquí en España ha sido rapidísimo. ¡En veintitrés años de democracia nos hemos aprendido todos los trucos a la italiana! Nos hace falta como el comer profundizar más en la vida civil. Lo único en lo que se ha avanzado, y mucho, es en el desarrollo económico. El deseo de ganar dinero y de triunfar es generalizado. ¿Y qué? Un pueblo con dinero y sin cultura no es nada».

Rosa Conde, entonces aún diputada del PSOE, intentó explicarme las dificultades que estos planteamientos «radicales» le habían acarreado a Carmen en el estrecho traje de la política española. Rosa y Carmen se habían conocido en 1976 a través de Elena Ángel, que era ayudante del profesor Maravall Casesnoves. Elena Ángel murió de cáncer en 1978, y Rosa y Carmen la atendieron y coincidieron en su entierro.

A partir de entonces iniciaron una relación «telefónica» que fue en aumento a partir de 1988, cuando Rosa formó parte del Gobierno socialista de Felipe González. Normalmente llamaba Carmen, «cuando ella quería». Cuando no, «se encerraba en sí misma»: «Ella marcaba la relación».

Rosa fue secretaria general de la Moncloa entre 1993 y 1996, algo que también hizo pensar a Carmen en su propia experiencia. Durante esos tres años, Carmen le envió muchos «papeles sobre medio ambiente», que era su tema en Europa:

Me increpaba porque nosotros no les prestábamos suficiente atención a esas cuestiones. Para Carmen era un consuelo hablar conmigo. Yo creo que no había superado bien lo que había ocurrido en ese período. Creo que ella se sentía identificada con lo que yo hacía, por mi proximidad a Felipe.

Carmen llevaba su vida a cuestas. Iba sumando. Lo llevaba todo presente. Cada día volvía a plantearse las cosas como si acabaran de pasar. Era valiente, decidida, pero el peso de su desgracia era tan fuerte que le hacía enfrentarse a las cosas con un punto de amargura. Yo le decía que tenía que darle una vuelta a la página. Su problema es que seguía sufriendo con la misma fuerza, como si fuera ayer.

Ella estaba en la política por un impulso moral muy fuerte. Era muy terca. Tenía unos criterios muy serios, pero era muy difícil, por no decir imposible, hacerle ver que podía haberse equivocado.

Creo que su papel político fue muy importante porque asesoró a Suárez, actuó de contrapeso, y porque medió en otras instancias. Pero al mismo tiempo fue un papel no reconocido porque en política, si no tienes un cargo relevante, no eres nadie. Ella tuvo un papel secundario, al jefe de Gabinete nunca se le recuerda. Y además, era mujer. Si hubiera sido hombre, sus valores políticos habrían tenido relevancia por sí mismos. Pero yo creo que ella estaba contenta con lo que hizo en la Transición, que pensó que hizo lo que tenía que hacer.

Basándose en su experiencia, Rosa definió así la rotundidad política de Carmen: «Era una persona muy difícil. Muy incómoda. A la gente le gusta la gente más fácil. Una conversación con ella a veces no era cómoda. Era difícil defender algunas cosas con ella. La gente prefiere no oír a los que dicen la verdad. Ella se planteó la vida en unos términos de rectitud que no son posibles. Y se fue quedando sola, porque la gente no quiere dificultades».

También lo observó en el terreno personal, del que hablaba mucho:

Se enfrentaba a la vida con una dureza terrible. No transigió nunca. Nunca perdonó el hecho de tener que aceptar la solución que le daban sus padres. Luchó contra todo y quiso cambiarlo todo, hasta unos extremos que la que se hizo daño fue ella. Estaba sola. Nunca he conocido a una persona que pusiera tantos obstáculos a la vida, que fuera tan exigente consigo misma y con la sociedad.

Vivió con una herida abierta, con una llaga que, una vez cerrada, ella la volvía a abrir. Creo que ese sufrimiento es innecesario. No bajó la guardia ni un momento. La última palabra fue de rebeldía. No relativizó nada. Si hubiese sido menos exigente, habría sido más feliz. No se permitió nunca a sí misma dejar de sufrir. Yo creo que todo en la vida tiene una doble perspectiva, y ella sólo vio una. Al final, tengo la impresión de que ella aceptó que toda esa trayectoria suya tenía un final determinado.

Con la ayuda de las palabras de Rosa Conde es más fácil entender la decepción con la que se marchó Carmen. La política española actual, la situación que ella tan intensamente ayudó a crear, no era lo que había deseado. Su refugio fue Europa: «Más que en la Unión Europea, creo en Europa. La Unión Europea es una forma de cambiar los vendavales de nuestra historia. Supongo que si yo fuera joven ahora no haría política. Pero entonces era casi obligado. Si querías vivir como una persona libre no te quedaba más remedio. Vivir en España en aquella época era deprimente. Era algo gris, gris.

»Aparte de la política, yo estaba obsesionada por hacer algo con mi vida. No quería que pasara sin más. Vivir no significa sobrevivir. Desde la adolescencia sentí la necesidad de hacer algo con mi vida. De cara a la sociedad y a mí misma. Pero ahora hay que dejar sitio a los más jóvenes. La política no puede ser una profesión permanente o una renta vitalicia. No es lo más adecuado. Ya te he dicho cómo me llama la atención que siempre estén las mismas personas en los mismos sitios. Una persona cuando de verdad es progresista está siempre revisando. No se puede estar toda la vida en el mismo sitio haciendo lo mismo. Creo que hay que estar siempre en transición. Desgraciadamente, la clase política y la periodística, en España, están convencidas de que ya lo hicieron. Se equivocan.

Políticamente, dejó dicho que quería ser definida como ecosocialista: «Siempre he sido muy atípica, pero, desde que entré en el Parlamento Europeo, la dimensión medioambiental ha sido muy importante. Si el crecimiento no es a favor del hombre, tú me dirás. Si no podemos respirar el aire, porque nos da cáncer, y sólo podemos beber agua de una botella, esto es un fracaso».

A pesar de la decepción que sentía, hasta el más estricto final fue la política su gran consuelo. En marzo de 1999, muy enferma ya, aceptó ocupar el puesto 51 de las listas por Madrid de la fracasada candidatura a la alcaldía de Fernando Morán. Decía que, aunque fuera simbólicamente, quería apoyar al hombre que tanto la había cobijado como eurodiputada: «Fernando es una de esas personas que te pide el apoyo porque estás vivo. Yo se lo doy. Pero no haré demagogia. Me espanta. Siempre me ha espantado. No puedes tomar al ciudadano por idiota».

Junto a ella se presentaron el dramaturgo y actor Adolfo Marsillach, el escritor José Luis Sampedro, el militar en la reserva Alberto Piris y el catedrático Elías Díaz: «Una tiene su propia conciencia y su propia responsabilidad; si no, es igual en una lista electoral poner a un chimpancé que a mucha gente. Una democracia tiene que tener una cierta dignidad de sus parlamentarios, y de sus concejales, y no puede estar siempre: “El que no está conmigo está en contra de mí”.

»Yo ahora me voy, como dicen en Menorca en las esquelas, se ausentó, pero yo espero que eso cambie. No podemos seguir siempre teniendo los mismos políticos. Es que no es posible. Que siempre sean las mismas personas. Yo a la gente joven os encuentro gente heroica y admirable. Yo no entiendo, Ana, cómo has conseguido introducirte en un mundo como el de la prensa, que está con las grandes figuras que yo conocía cuando éramos jóvenes. Y otras tantas personas que han de estar peleando por tener un programa de radio, por tener una columna. Es que parece que todo es eterno. No lo sé. Yo respeto a todo el mundo, pero tiene que darse cabida a otras personas».

Esa serendipity que recorre este libro no fue, sin embargo, perfecta: el cáncer dejó a Carmen sin tiempo para hacer una edición pausada y trabajada. Deprisa y corriendo, sin tiempo, se vio obligada a dejar de ser «una mujer escondida»: «Hubo una época, ya lo sabes, en que era agotador. La calumnia y la maledicencia me afectan mucho. Cuando no puedes decir la verdad como es, ¿para qué hablar? Fue [la Transición] un momento muy importante, pero a mí siempre me pareció indigno contar los entresijos de lo que viví. Pensé hacerlo tras mi jubilación, y fíjate. Ahora me cuesta, porque lo vivo todo como si fuera un presente: la infancia, la adolescencia, la juventud».

La enfermedad lo aceleró todo, pero éste fue el convencimiento que actuó de propulsor a la hora de abrir sus diarios, destruidos por deseo expreso de Carmen tras su muerte: «Una mentira repetida se convierte en verdad. Miguel de Unamuno decía que la intrahistoria era más importante que la historia para poder acceder a ella y buscarla. A veces no nos gusta mirarnos en los espejos. A mí tampoco».