UN CHINCHÓN CON CARRILLO
Enero-febrero de 1977
Carmen empezó el año 1977 con optimismo. En enero, el mes más negro y decisivo de la Transición, la sede de la Presidencia del Gobierno de España se había trasladado al lugar donde continúa hoy: el Palacio de la Moncloa, situado al noroeste de Madrid, junto a la carretera de La Coruña. Las diferencias entre el tráfico del paseo de la Castellana y el de la Moncloa de entonces, rodeada de amplios parques, contribuyeron a ese positivo estado de ánimo. El día 4 de enero, Carmen escribió en su diario:
Aire, árboles, ¡y no hay funcionarios!
El cambio de sede se debió a dos motivos: seguridad (Casinello había confirmado que asesinar al presidente del Gobierno era tarea de niños en los desplazamientos desde la vivienda de Suárez hasta su despacho) y ahorro de tiempo (cuatro veces al día iba y venía Suárez desde su casa, en la calle San Martín de Porres, en Puerta de Hierro, hasta el centro de Madrid).
La Moncloa era un recinto amurallado mucho más fácil de controlar y que incluía la vivienda familiar del presidente. Era un palacete, como el anterior de los Orleans, cargado de historia. En el siglo XVII lo usaba Carlos IV como base para cazar. Vivió su mayor época de gloria en el siglo XVIII con la duquesa de Alba. Su peor momento, durante la guerra civil, cuando quedó casi destruido. Debe su nombre al conde de la Monclova, Antonio Portocarrero, marido de María de Rojas Manrique de Lara, una de las propietarias de las fincas y los palacetes que había en la ribera izquierda del Manzanares entre el Palacio Real y el de El Pardo.
En lo que a Carmen le pareció un espacio bucólico comparado con el anterior, se instaló el equipo de Suárez, ya más nutrido y con menos herencias del pasado. Lo hizo en la planta baja. Una vez más, como en Castellana, 3, los despachos de Carmen y Suárez se miraban de frente. Ambos, rodeados de las fieles secretarias, que en ese momento ya habían aumentado en número: Carmina Díaz, aquella ávida lectora que devoraba a Hugh Thomas en RTVE; Mari Fe Romero, Mari Carmen Muñoz y María Pilar. Carmina se había incorporado dos meses antes, tras la baja de maternidad por su segunda hija. Natalia Escalada, que continuó con Suárez hasta 1981, no era del agrado de Carmen. Ni una sola vez la mencionó en este libro. Natalia, que fue mucho después directora adjunta de El Mundo, me dijo que Carmen la trataba con desprecio.
Lito, el cuñado, seguía al frente de la secretaría. El subsecretario técnico era José Manuel Otero Novas, el abogado del Estado «que hacía papeles», y el secretario de Estado de Información, Manolo Ortiz. Eduardo Navarro, el exdirector del colegio mayor Francisco Franco, estaba terminando de dar la puntilla al Movimiento Nacional, que expiró en abril de ese año, y pasaba ya más tiempo en la Moncloa, donde finalmente se instaló. No podía faltar el inefable José Luis Graullera, cuyo título oficial era el de gerente de servicios, pero sobre el que todos coincidían en que «arreglaba un roto, un descosido, y lo que hiciera falta». El jefe de protocolo seguía siendo Javier González de Vega, ese chico tan «fino», según la definición de Carmen. Entonces, muchos seguían refiriéndose a Carmen como «la secretaria» de Suárez. Para la época, ésa era la máxima tarea a la que podía aspirar una mujer.
En el piso de arriba quedaba la vivienda de la familia del presidente, con sus cinco hijos: «Amparo [Illana, la esposa de Suárez] era una mujer discreta; una señora, muy inteligente». Todo ocurría entonces en ese palacete, que hoy es apenas la vivienda del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, y de su familia: su mujer, Elvira Fernández, y sus dos hijos.
En estos treinta y seis años, la Moncloa se ha convertido en un enorme complejo. Hay multitud de edificios administrativos, algunos tipo barracones, donde trabajan más de tres mil funcionarios. El jefe de Gabinete del presidente, Jorge Moragas, que es además diputado en el Congreso y tiene rango de secretario de Estado, cuenta a su vez con una jefe de Gabinete, la joven Valentina Martínez Ferro, que a mí me hizo pensar en Carmen cuando la conocí. Sólo en el Gabinete del presidente hay una treintena de asesores.
Frente a Carmen, sola y sin recursos en 1977, estas cifras se antojan gigantes: «En Moncloa seguíamos sin portavoz, como en Castellana. Yo contestaba todas las llamadas. Total, los portavoces están para no contar nunca nada, ¿no? Además, se había corrido el tamtan y a mí me llamaba todo el mundo. Venían hasta desde Canarias para traerme flores. Si me pedían que me ocupara de un preso, me ocupaba».
En su diario escribió, el mismo día 4 de enero:
No tengo otro interés que el de país.
Carmen no empleó tiempo en contarme la infinidad de favores que hizo a los más necesitados, a los ignorados, mientras estuvo en la Presidencia. Aquí pongo dos ejemplos, citados por el periodista Josep Martí Gómez, en la publicación digital La Lamentable:
Federico Isart, subsecretario con la vicepresidencia de Abril Martorell, recuerda cómo Carmen Díez de Rivera intervino ante Suárez para que éste tratase con Tierno Galván el problema que sobre él y sus compañeros José Luis Aranguren y Agustín García Calvo pesaba desde hacía doce años, cuando fueron separados de sus cátedras por su actividad política. Si Josep Corredor, que fue secretario de Pau Casals en Prades, no se hubiese suicidado, tal vez nos habría contado en sus memorias lo que un día me contó a mí: «Carmen Díez de Rivera me ha solucionado un problema de escalafón y cobros atrasados como funcionario de la Generalitat, pendientes desde los años en que dejé Cataluña y me exilé al perder la República la guerra civil».
Los jardines de la Moncloa eran una maravilla, según Carmen. Pero el interior no podía ser más kitsch: imperaba el llamado estilo Fuertes de Villavicencio, en honor a Fernando Fuertes de Villavicencio, el último jefe de la Casa Civil de Franco, el gran capo de Patrimonio Nacional desde 1963. Villavicencio, que fue además número dos de su tío Ramón Díez de Rivera, el marqués de Huétor de Santillán, al frente de dicha institución, y con el que Carmen recordó más de un enfrentamiento, era un viejo militar franquista de un gusto más que cuestionable a la hora de dedicarse a la decoración de interiores. Abundaban los muebles Carlos IV, réplica de los muebles franceses pero con mucho brillo, lo que daba al palacete un aspecto «barato y de quiero y no puedo», según Carmen: «Me parecía tipo Sevilla Films. Lo único bueno era que en mi despacho había una gran biblioteca. Lástima que vino Fernando Fuertes de Villavicencio y se llevó los libros, pensando quizá que éramos todos unos indocumentados. O creo que él pensó que habíamos usurpado el patrimonio, que éramos unos rojos. Sobre todo yo, la agente marxista. ¡A mí me los quitó todos! Me dejó mirando unas estanterías blancas, asquerosas, con el filito dorado. Entonces llamé a Cultura para que me trajeran más libros. ¡Y me enviaron las obras completas de José Antonio! Al final las dejé así, medio vacías, no me iba a traer los libros de casa…».
Definitivamente, Carmen prefería estar fuera. En su diario menciona a menudo la naturaleza que lo rodea:
El parque es fantástico.
Allí instauró los célebres paseos de las once de la mañana con dos secretarias, Carmina Díaz y Carmen Muñoz. Decía que les servían «para respirar el aire fresco que baja de la sierra de Madrid». En esos paseos descubrieron los árboles que plantaban los jefes de Estado que visitaban a Franco: «Había uno plantado por Haile Selassie [emperador de Etiopía]. Teníamos uno de él, ¡por su conocida actitud democrática ante la vida!».
El 8 de enero se celebró la primera cena importante en palacio, a la que acudió el canciller alemán Helmut Schmidt, primer ministro socialdemócrata de Alemania entre 1974 y 1982, que pasó a la historia como ministro responsable del Wirtschaftswunder, el milagro económico alemán. Carmen lo describió así:
Me parece rápido, seguro, con sentido del humor, tremendamente coqueto y vanidoso, como la mayoría de los políticos.
Alemania Occidental, al igual que EE. UU., representó un papel muy relevante en la Transición española. Como Washington, D. C., también Bonn se mostró inquieto ante la posibilidad de nuevos enfrentamientos y fue partidario siempre de la estabilidad a toda costa.
En su primera visita al presidente del Gobierno, Schmidt quedó sorprendido con Carmen: «Me dijo que no entendía cómo siendo mujer española estaba en política, y menos aún como directora de Gabinete, y que en algunos aspectos parecíamos más adelantados que en Alemania». Carmen dice que, por una vez, sonrió y se calló. Más tarde se desahogó en su diario:
¡Si supiera el machismo ambiental que hay aquí!
En su cuaderno de bitácora, Carmen dejó constancia de las preocupaciones del canciller alemán: los sindicatos y, «cómo no», el Partido Comunista. Carmen intentó, con poco éxito, restarle importancia al peligro rojo: «Yo le dije, riéndome, que acabaría siendo comunista. A mí me gustaba provocar, pero Schmidt se horrorizó».
Para norteamericanos y alemanes, el Partido Comunista era también la bestia negra, me recordó insistentemente Carmen. Washington D. C. y Bonn insistían en que el Gobierno no debía apoyar «en lo más mínimo» al PCE, sino que debía volcarse con el PSOE, que era el que les daba a ellos garantías: «Schmidt también tenía la idea equivocada de que el PCE, al haber hecho prácticamente en solitario la oposición a la dictadura, era mucho más fuerte de lo que en verdad era. Yo les decía que no, les repetía que no era así, pero ellos no me creían». Los resultados electorales de 1977 dieron la razón a Carmen: el PCE hacía mucho ruido pero tenía pocas nueces.
A pesar de las provocaciones de Carmen, la cena resultó un éxito. La visita del canciller Schmidt en 1977 estaba considerada, curiosamente al igual que ahora cuando viene la canciller Angela Merkel, «un examen en toda regla». Carmen, «harta de supervisiones extranjeras», eligió una camisa de seda transparente para la cena: «¡Creo que aquella blusa terminó de convencerles de que caminábamos fuertemente hacia la democracia! Se fueron convencidos de que íbamos por buen camino. Yo creo que en ese examen sacamos un notable. Vinieron a examinarnos, como siempre. Era un auténtico rollo, pero era así».
La entrada del 11 de enero de 1977 en su dietario es importante: ahí quedó plasmada, por primera vez sobre el papel, su sospecha cada vez mayor, pero aún sin confirmar, de que Adolfo Suárez iba a incumplir el acuerdo que tenía con ella de desmontar el franquismo, marcharse y dejar que los partidos políticos ya existentes se presentaran a las elecciones. Según Carmen, antes incluso de empezar a trabajar en Castellana, 3, Suárez y ella habían acordado facilitar el despegue político para luego retirarse y dejar el camino a otros con más pedigrí democrático:
Me da en la nariz que el Señorito va a seguir tras las elecciones. Yo, por supuesto, no lo haré. Ya volveré algún día.
Volviendo a leer esta entrada, me vino a la cabeza esa «sagacidad» que Anson detectó en Carmen: «la capacidad para adelantarse e intuir los deseos y las pasiones humanas».
El 15 de enero, Carmen cenó con varios periodistas de la revista barcelonesa Por Favor, que había nacido en 1974 casi coincidiendo con la sentencia de muerte de Salvador Puig Antich, el anarquista ejecutado en 1974 por el tardofranquismo ante el estupor y la protesta internacionales. La plantilla era excepcional, y en ella destacaba Manolo Vázquez Montalbán, que se apuntó pronto al apodo de la Musa que le había dado Umbral. Por Favor en Barcelona y Cambio 16 en Madrid eran los únicos semanarios democráticos.
A esa cena en el restaurante madrileño La Trainera asistió el mencionado Josep Martí, que más tarde se refirió a Carmen como «la chica jeans de Presidencia». También estaba Josep Ramoneda, que ya había concertado una cita para entrevistar a Santiago Carrillo: «Comimos quisquillas, buenísimas. A cuenta de Por Favor, claro. Yo no gastaba un duro del erario público, y además siempre me convidaban. Carrillo me envió recuerdos a través de ellos, pero yo aún no lo conocía».
Cuatro días después de ese mensaje a través de los periodistas, el miércoles 19 de enero, en el hotel Ritz de Barcelona, se produjo su histórico encuentro con Santiago Carrillo. Fue casi espontáneo, y tuvo lugar a iniciativa de Carmen. Pero de mayúsculo significado político: por primera vez en cuarenta años, desde la sangrienta guerra civil, como recuerda la magistral biografía publicada en 2013 por Paul Preston, un miembro de la Administración, un alto cargo, la cara pública del Gobierno, se reunía con el Zorro Rojo, el hombre al que la mitad de los españoles identificaban con el asesino de Paracuellos. El demonio.
Carmen Díez de Rivera, de 34 años, y el líder comunista en el exilio, Santiago Carrillo Solares, de 59, se saludaron públicamente y hablaron durante unos minutos. En palabras de Carmen: «Después se ha alabado mucho la imagen de ese primer reencuentro entre españoles, el primer gesto abierto que se hacía entre vencedores y vencidos desde la guerra civil, pero entonces constituyó un escándalo que sólo podía protagonizar la rubia y díscola secretaria de Suárez. Encima, sin permiso del jefe, que estaba en Madrid».
Ahí quedó la imagen, recogida en este libro, de Carmen estrechando la mano de Carrillo ante la mirada de Antoni Gutiérrez, que fue más tarde vicepresidente del Parlamento Europeo.
Carmen me contó con detalle el contexto de ese histórico gesto en Barcelona. La revista Mundo, propiedad del empresario Sebastián Auger, creador en 1966 del Grupo Mundo, uno de los primeros conglomerados progresistas de la época, y que también editaba el diario Informaciones de Madrid, concedía unos premios anuales a los personajes políticos más populares. Ese año, el elegido fue Adolfo Suárez, «Español 76». En segundo lugar quedó Felipe González, seguido de Manuel Gutiérrez Mellado y Enrique Tierno Galván. Los internacionales recayeron, por este orden, en Valéry Giscard d’Estaing, Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano, Jimmy Carter y Mário Soares.
En un principio, Carmen no quiso ir a Barcelona porque estaba, como siempre, «cansada»: «Pero me llamó Auger. Siempre he tenido cierto feeling político. Debe de ser algo genético. Me sorprendió que fuera tan insistente, y decidí que allí iba a pasar algo. Cogí mis mejores galas, lo más extraordinario, estupendo, y lo metí en la maleta».
Fue acompañada por Manolo Ortiz, subsecretario ya de la Presidencia, y del que al final no guardaba muy buen recuerdo. Carmen no desaprovechó la ocasión de mostrarse dura con Ortiz y de contarme que él viajó en primera clase mientras ella lo hizo en turista, «como siempre»: «Ortiz debió de sentirse muy incómodo de pensar: “A esta mujer hay que calumniarla inmediatamente”. También me negué a pasar por la sala de autoridades. Será que así somos las mujeres».
Al llegar a Barcelona, Carmen almorzó en el restaurante Il Giardinetto con la escritora Rosa Regàs, que entonces estaba próxima al PSUC. Fue Regàs la primera persona que le dijo que venía Carrillo a la entrega de premios: «Entonces pensé de nuevo: “¡Tierra, trágame!”. Pero decidí callarme. Mi única preocupación era que Auger fuera a ponerme en la misma mesa que a Carrillo. Antes de empezar el acto, después del almuerzo, fuimos a ver al gobernador civil. Éste nos confirmó que Carrillo iba a venir. Yo me hice la sueca: “¿Ah, sí?”. Entonces, lo único que pedí es que no me sentaran con él. Yo entendía que tenía una responsabilidad, y que había un camino medio, sin ostentación. Ortiz llamó a Madrid para pedir doctrina. (Ya sabes, Ana, que antes, como ahora, ¡había que pedir órdenes para todo!) Dijo que Suárez nos había autorizado a cenar pero no a hablar. Yo antes le había dicho que bajaría a cenar, dijera Suárez lo que dijera».
Carmen recordaba con nitidez lo sucedido aquel día. Estaba nerviosa cuando entró en el comedor. De inmediato la rodeó una nube de fotógrafos. «Imagino que influiría mi traje negro de gasa. Otra vez de gasa, ¡como la camisa de Schmidt! Era muy bonito. De verdad que ese día iba elegante. Y me había pintado mucho. Yo sabía a quién iba a saludar. Al líder del Partido Comunista de España, a un pedazo de historia de España. Eso merecía el esfuerzo, ¿no te parece?»
Se improvisó una minirrueda de prensa. Los periodistas le preguntaron si sabía que allí estaba Santiago Carrillo. Querían saber cuál iba a ser su actitud: «Había una periodista de Vindicación Feminista que estaba en Cataluña y no tuvo otra cosa que hacer que preguntarme por la emancipación de la mujer y por el aborto. Yo ya pensé: “Ya verás tú”. Pero al mismo tiempo quería desviar la atención sobre Santiago, de modo que dediqué más tiempo a hablar de los cuatro supuestos del aborto, y que no me parecía bien como método anticonceptivo, pero que la sociedad debía legislar sobre las cosas que le gustaban y sobre las que no. Le recordé que en España había treinta mil o cuarenta mil abortos clandestinos, que era mejor que se dieran ciertas condiciones médicas y que no sólo las hijas de los ricos pudieran ir a Suiza o Inglaterra».
Con un gesto de la mano, Carmen llamó al hijo mayor de Rosa Regàs, Eduard, joven fotógrafo del semanario Mundo, y le pidió que avisara a Carrillo de su parte. Carmen quería que Carrillo se levantara de su mesa —donde el Zorro Rojo estaba escoltado por Gutiérrez y por el secretario general del PSUC, Gregorio López Raimundo—, y que fuera a su encuentro de manera casual. Carrillo puso tanto entusiasmo, que metió alguna que otra pata: «¡Santiago se puso a saludar a todas las rubias que pasaban pensando que era yo!».
En su dietario había escrito Carmen las instrucciones precisas que le dio ese día a Eduard:
Acércate con discreción. Dile que se levante, porque yo a su mesa no puedo ir, y nos hacemos los encontradizos.
Eduard tenía 22 años. Hablé con él en el año 2000, y me confirmó que Carrillo le había respondido muy amablemente, y que se había levantado enseguida.
Carmen se deleitó narrándome el momento, del que se sentía particularmente orgullosa: «Entonces nos encontramos. Yo le dije algo así como: “Es un honor para mí conocerle”. Él contestó lo mismo y añadió: “Tengo mucha admiración por usted y estoy deseando poder hablar con Suárez”. Quería decir Carrillo, en clave, que el enlace [José Mario Armero] funcionaba, pero no conseguía que Suárez hablara con él».
Carmen continuó excitada su relato: «La nube de fotógrafos se tensó alrededor cuando percibió que estaba ocurriendo algo muy importante: la jefe de Gabinete del Presidente del Gobierno estaba hablando con el líder del Partido Comunista, cuarenta años exiliado de España y todavía ilegal. Cuando ya tenía a todo el mundo encima, le dije: “Comprenderá usted que ahora no es el momento más adecuado para seguir, pero ya encontraremos otro”. Él contestó, lo tengo apuntado, Ana, mira: “Siento no cenar con usted. Que coma bien y confío en que nos podamos ver con más tiempo”. Para que lo oyera el resto, pensé: “¿Qué demonios digo?”. Entonces fue cuando se me ocurrió aquella frase que se hizo famosa: “A ver cuándo nos tomamos un chinchón”. La frase dio la vuelta al mundo. La verdad es que yo pensé que si decía whisky quedaba fatal; y con vodka, ¡peor todavía!».
Ni a Carmen ni a Carrillo les gustaba el chinchón. Como en el caso de Ortiz, Carmen ajustó cuentas en este libro con un familiar muy cercano que, cuando la fotografía suya con Carrillo dio la vuelta al mundo, intentó mofarse de ella diciendo que el chinchón era una bebida «ordinaria» que ellos, los Díez de Rivera, nunca habían tomado: «A mí me entró la risa, como tú comprenderás. No sabía yo eso de que había bebidas finas y ordinarias. Pero bueno, la ignorancia es crasa, ¿no? Lo cierto es que ni Santiago ni yo habíamos tomado nunca chinchón. ¡Y creo que sigue sin gustarnos!». Tanto en la primera como en la segunda edición, he preferido obviar el nombre del familiar.
La BBC, como el resto de las televisiones europeas, abrió sus informativos con la impactante imagen de Carmen y Carrillo: «Yo sentí una enorme emoción al saludar, como te digo, a un pedazo de historia. Los periodistas querían saber lo mismo que tú ahora, la impresión que me había causado. Yo les dije que no me había dado tiempo. No es verdad. Aquí lo tengo anotado, en mi diario: Me pareció encantador, cálido, sencillo, enormemente humano. Sus ojos están llenos de luz, y es un hombre tierno».
»Me costó mucho no seguir mis impulsos y ponerme a hablar con él, porque yo venía de la lucha con los grises. Tengo que insistir de nuevo, Ana, en que el país le debe la Transición al Rey, a Santiago Carrillo, al pueblo español y a Suárez. Por este orden. Les guste o no les guste, el gran patriota fue Santiago Carrillo».
Después del emocionante saludo, cada uno se fue a la mesa asignada. Carmen se sentó junto a la actriz Núria Espert: «Mi vecino de la derecha me preguntó si sabía que había venido el “asesino de Carrillo”. Cómo sería la forma en que lo miré, que el tipo añadió: “No se te ocurrirá ir a saludarlo”. Yo lo miré intensamente y le contesté: “Ya lo he hecho”. En la mesa se hizo el silencio y yo, como siempre, empecé a sudar. Prefiero no decir quién era, ya ha muerto. Y total».
Al día siguiente, jueves 20 de enero, los periódicos dieron la noticia en primera página. Diario 16: «Carrillo y Carmen Díez de Rivera se piropearon». La crónica reproduce un diálogo que en realidad no había tenido lugar. Nadie logró escucharlo del todo, y las palabras intercambiadas son sólo las recogidas en el cuaderno de Carmen:
—Su sola presencia aquí justifica plenamente mi viaje.
—A ver cuándo nos tomamos un chinchón —respondió ella.
La crónica de Diario 16 continuaba así:
Este trascendente diálogo tenía lugar anoche, en plena gala de la entrega de los Premios Mundo, entre un hombre canoso, con gafas, ya entrado en años, y una joven rubia, alta y delgada. La oposición y el poder se saludaban así informalmente. Santiago Carrillo, presencia inesperada en los salones del Ritz de la capital catalana, saludaba en tono desenfadado a Carmen Díez de Rivera, entre el disgusto de unos pocos y el regocijo de los más.
Hubo algo que a Suárez le molestó aún más que el encuentro no autorizado con Carrillo: las declaraciones de Carmen que obstaculizaban su decisión de presentarse a las elecciones de junio: «Carmen Díez de Rivera aseguró a D16 que ni ella ni el presidente del Gobierno se presentarán a las primeras elecciones, las de junio, pues en ellas “la neutralidad del Gobierno ha de ser total”».
El diario ABC destacó la misma idea, y también que Carmen se mostró partidaria de «los anticonceptivos, la paternidad responsable y el aborto: cuando los anticonceptivos sean gratuitos, el aborto quedará reducido a sus límites, porque supongo que a ninguna mujer le gusta abortar».
Informaciones dio la noticia en portada, con la foto enorme de los dos: «Carmen Díez de Rivera, con Santiago Carrillo». Este diario, dirigido por Jesús de la Serna, los calificó de «estrellas» de la reunión porque «ambos mantuvieron un encuentro cordial». En la nota me chocó de nuevo el apolillado lenguaje de los periódicos de entonces. Carmen es la «señorita Carmen Díez de Rivera», y el subsecretario de despacho de la Presidencia es «don Manuel Ortiz» en la crónica del Informaciones, que era de lo más moderno que había:
El bombazo Carrillo se convirtió en el tema de la noche. Uno de los momentos culminantes se produjo cuando don Santiago Carrillo acudió a saludar a la señorita Díez de Rivera, que declaró: «He querido estar en un acto en el que se encontraban ciudadanos españoles de otras ideologías para expresar así una firme voluntad de convivencia. Debo decir que estoy muy satisfecha del ambiente».
El Alcázar, para el que Carmen era una vieja conocida, reaccionó con furia. En un artículo titulado «Manu González, un ejemplo de dignidad», Ismael Medina, un veterano periodista de extrema derecha, especializado en la «conspiración judeo-masónica» contra España, escribió así sobre el encuentro Carmen-Carrillo:
En la gran gala burguesa organizada por el semanario Mundo en Barcelona ha habido un hombre con dignidad. Uno solo entre los cientos de invitados […]. Manu, ese gran compañero que ha defendido siempre con entereza su patria chica y su patria grande, es director de La Gaceta del Norte […]. Católico, vasco y español, Manu González abandonó el recinto en cuanto supo que Santiago Carrillo había sido invitado también […]. Allí estaba el secretario de la Presidencia del Gobierno, don Manuel Ortiz, que recogió el premio otorgado a su jefe. Allí estaba la influyente y elegantísima directora del Gabinete del presidente del Gobierno, que no sólo no torció el gesto ni se ruborizó, dedicó halagüeñas sonrisas y gratas palabras al genocida de Paracuellos del Jarama y cogenocida de otros Paracuellos en los que los muertos fueron españoles del Frente Popular y del propio Partido Comunista […].
La señorita Díez de Rivera ha dicho sobre la presencia de Santiago Carrillo en la gran farsa: «La considero lógica y normal» […]. A mí me importa un comino la biografía de la señorita Díez de Rivera, y si es folletinesca o vulgar. Tampoco me interesa que recalara inicialmente en la misma estación política que Dionisio Ridruejo, acaso por un idéntico sujeto de resentimiento o frustración. Como español que sufre cotidianamente las torpezas y los despropósitos políticos de la actual etapa, me importan mucho, por el contrario, los actos y las palabras de una de las poquísimas personas que tienen la confianza del presidente del Gobierno […].
[…] La agencia Cifra nos refiere que, en relación al aborto, la señorita Díez de Rivera prefiere primero los anticonceptivos, a continuación la maternidad responsable y finalmente el aborto, pero bajo ciertas condiciones.
También en esto es consecuente, lógica y normal la señorita directora del Gabinete del presidente del Gobierno, piropeada por Santiago Carrillo y sonriente compañera de diálogo y fotografía con el hombre al que un importante diputado socialdemócrata alemán ha colgado el título de «asesino de camaradas», además del de Paracuellos.
Todos estos artículos estaban sobre la mesa del presidente del Gobierno cuando Carmen llegó a la Moncloa el viernes 21 de enero.
—¿Cuándo va a venir su amigo Carrillo?
A la entrada del palacete, un sarcástico guardia civil le hizo esta pregunta mientras la apuntaba con la metralleta.
Carmen sabía que cada guardia tenía un número de identificación: «Cuando venga, que lo hará, no se lo comunicaré. ¿Le importa darme su número?».
En el interior del palacete, se encontró con que Suárez estaba de peor humor que el guardia civil de la entrada: «Por aquel famoso teléfono interno lo habían llamado todos los altos cargos del mundo, Rey incluido. La cara era un poema, Ana».
La fuerte discusión entre Carmen y Suárez se centró en la falta de «permiso» que tenía ella para hacer una cosa así de importante, y que tanto perjudicaba al propio presidente del Gobierno. También, en las declaraciones «feministas» que había hecho el día anterior en Barcelona.
Carmen me dijo que ella no se inmutó ante las palabras de Suárez. Lo tenía muy claro. Tanto, que esa entrada en el diario del sábado 22 fue una de las que insistió en que leyera yo misma (otras me las leía ella a mí, como ya he explicado):
Estoy aquí para que todos los españoles podamos convivir, para ser normales. Yo ya sabía lo que iba a pasar al regresar a Madrid, lo que no sabía es que el Señorito se iba a agarrar a lo del aborto para censurarme.
El periodista Josep Martí corroboró en La Lamentable en 2012 que Carmen sabía lo que le esperaba en la Moncloa. Según éste, después del acto con Carrillo, Carmen bajó de su habitación en el Ritz de Barcelona de madrugada y, tras quitarse los zapatos, exclamó: «¡Lo del chinchón me costará caro!».
En el año 2000, Fermín Bocos, que fue el primer periodista que entrevistó a Carrillo para la radio después de la guerra civil, rememoró así aquel día para este libro:
Yo estaba allí esa noche en el hotel Ritz de Barcelona. Entró Carmen vestida de negro, y aquello fue una sensación. Luego, mucha gente le reprochó lo que había hecho, la calumnió por haberle dado la mano a Carrillo. Yo tenía 26 o 27 años, y era jefe de Informativos de la cadena SER en Barcelona. Entré en «Hora 25», de Iñaki Gabilondo. Muchos de nuestros colegas, que luego han intentado ennoblecer su palabra y relacionarla con la democracia, pusieron verde a Carmen por estrechar la mano de Carrillo.
El domingo 23 de enero, después de meditar la monumental discusión del viernes, Carmen escribió su primera carta de dimisión a Suárez: «Le dije que yo lamentaba mucho el que no hubiera entendido aquello. Que yo había creído que estábamos haciendo un cambio para la democracia, y que no comprendía por qué un saludo a Santiago Carrillo era motivo de tanto escándalo. Que si estábamos ahí para no legalizar el PCE, que lo mejor sería irme. Añadí que si no podía tener opinión en nada, que si lo único que podía hacer era obedecer y callar, que entonces yo no podía estar allí. De esto tenía que tomar nota la gente que rodea a los presidentes, Ana, ¡siempre tan callada!».
Con el tiempo, más de dos décadas después de aquello, Carmen me dijo que Suárez no aceptó su dimisión, no por nada, sino simplemente porque era un hombre inteligente y en aquel momento no le interesaba: «Habría sido el escándalo padre. Pero ahí se produjo la primera gran quiebra importante en nuestro trabajo y en nuestra colaboración. No obstante, tras la carta, suavizó su discurso, y me pidió que entendiera que lo que estábamos haciendo era muy complicado. Y yo insistía: “¿Qué democracia es esta en la que ni siquiera se puede saludar a un ciudadano español?”».
Ese domingo, el 23 de enero, escribió en su diario:
Quizá lo que ha ocurrido es que, al saludarnos, Carrillo y yo hemos dado la lección más natural de convivencia para los que hicieron la guerra y para los que, sin haberla hecho, hemos sufrido sus consecuencias intelectuales y morales.
Al releer las entradas en su particular gaceta ilustrada, como también llamó a su diario, parece que veo a Carmen, indignada, sentada en el porche de Candeleda, en casa de Catali Garrigues, protegiéndose del intenso sol de verano: «Para mí estaba claro, Ana: yo era una idealista, y quería un país libre. Yo procedía de la lucha democrática, y ellos no. Y al final, mira por dónde, la legalización del PCE fue el gran éxito histórico que se les atribuye. ¿No ha sido ése el gran triunfo? Pues por lo menos que reconozcan que yo sí tenía lo que ahora llamarían visión histórica».
En octubre de 2000 entrevisté al ya anciano Santiago Carrillo en su modesta casa de Madrid, muy cerca de la parte pobre del parque del Retiro, en el barrio del Niño Jesús. Carrillo se mostró encantado cuando le conté que estaba escribiendo un libro sobre Carmen. También su mujer, Carmen Menéndez, presente casi todo el tiempo. En mayo de 2002, aceptó presentarme el libro en Madrid. Nunca volví a verlo. Murió el 18 de septiembre de 2012, con 97 años. Los Reyes fueron a despedirlo a su domicilio.
—Ella merece la pena un libro y más. Es un personaje muy importante de la Transición —me dijo sentado en su sofá de escay, típico de los años ochenta—. Fue un personaje muy especial, a quien posiblemente no se le haya hecho justicia.
—¿Por qué?
—Quien podría haberlo hecho era la izquierda, pero en aquellos primeros años, el partido más numeroso, el PSOE, no tenía ninguna razón particular de simpatía hacia ella, y el PCE, aunque la estimaba, no tenía nada que ofrecerle. El Viejo Profesor tampoco. Luego, quizá mucha gente no había llegado a conocerla y a saber lo que ella valía. Eso lo sabíamos poca gente. Ella fue una persona que pensó siempre que era necesario legalizar el PCE, y que lo planteó así, ante las más altas instancias, siempre que tuvo oportunidad. Su intervención contribuyó decisivamente a abrir el camino de la legalización.
Cuando la vio en el Ritz ese 19 de enero de 1977, según me dijo, se quedó muy sorprendido:
—Era una mujer bellísima, una de las mujeres más bellas que yo he conocido en este país. Se sabía además quién era su padre, y por su origen familiar sorprendía aún más su evolución hacia la izquierda. Era muy valiente, muy inteligente, y no tenía temor a comprometerse con una actitud política si ésta era buena para el país, para la transición.
»Cuando se fue de la Moncloa, me explicó que había llegado un punto en que no se entendía con Suárez. Su posición estaba lejos de la de Suárez, y ella no quería comprometer su independencia. Yo no tenía la intimidad necesaria para darle ningún consejo. Ella era muy independiente —continuó el viejo líder comunista.
Sobre la Transición, Carrillo coincidió con Carmen:
—No fue un regalo generoso de los franquistas. Fue conquistada por el pueblo a lo largo de muchos años de lucha y resistencia. El régimen franquista se convirtió en un obstáculo para la burguesía española, porque la aislaba de Europa y del mundo. Si hay democracia en España, el principal motor es el pueblo.
—Carmen me dijo que el protagonismo de la Transición, por este orden, recaía en el Rey, en usted, en el pueblo y en Suárez.
—El Rey tiene un mérito: heredó un poder absoluto de Franco y supo transformarlo. Suárez dio pasos para transformar en real lo que era ilegal en España. Socialmente, la izquierda no era lo bastante fuerte como para provocar un cambio más radical en España.
—Ella hacía mucho hincapié en el precio que tuvo que pagar la izquierda.
—La reconciliación de los españoles ha permitido a mucha gente del antiguo régimen, o a sus hijos, jugar un papel político muy grande. Eso era inevitable. Ya en 1956 había en el PCE muchos hijos de gente que estaba con Franco, como Javier Pradera o Lacalle, que era hijo del ministro del Aire. No se podía concebir el cambio político como una persecución de todos los que habían participado en la política franquista. El país había cambiado ya y estaba muy mezclado. La gente lo entendió bien, y a nadie se le pasó por la cabeza la posibilidad de una represión.
Carrillo me dijo que, pocos meses antes de morir Carmen, él había hecho gestiones para que fuera al Instituto Pasteur, en París, pero que ya era demasiado tarde. Era cáncer terminal:
—Al final hablaba poco con ella. Yo no sabía qué decirle. Ella no quería que la vieran así. Yo intenté ir a verla, pero ella lo evitó. Yo la comprendo. Cuando he estado mal, tampoco he querido que me vieran. Para mí ella fue una gran amistad y una ayuda inestimable en el primer período de la Transición.
Con los ojos brillantes, concluyó la entrevista:
—Su drama fue que no llegó a encontrar un partido en el que se sintiera a gusto. En el fondo de su corazón, no acababa de sentirse a gusto en el PSOE. Políticamente no llegó a encontrar su lugar. Quizá porque quienes pudieron hacerlo, quienes pudieron recompensar su valía, no lo hicieron. Personalmente, nunca llegó a alcanzar eso que se llama la felicidad.
Al despedirnos, su mujer, Carmen Menéndez añadió:
—Fue una gran mujer con una vida triste.
Carmen no se amilanó tras el escándalo de su encuentro con Carrillo. La llamada Semana Negra de la Transición, que comenzó el lunes 24 de enero de 1977, la convenció aún más de que el PCE tenía que ser legalizado de forma inmediata.
Ese día, entre las diez y media y las once de la noche, tres pistoleros de extrema derecha asesinaron a sangre fría a cinco personas e hirieron a otras cuatro en un despacho de abogados en el número 55 de la calle Atocha de Madrid. La llamada «matanza de Atocha» fue uno de los acontecimientos más graves, junto al intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, de la democracia española.
Murieron cuatro abogados laboralistas —Francisco Javier Sauquillo Pérez del Arco, Javier Benavides Orgaz, Enrique Valdevira Ibáñez y Serafín Holgado de Antonio— y un empleado administrativo, Ángel Elías Rodríguez Leal. La mujer de Francisco Javier Sauquillo, María Dolores González Ruiz, resultó herida y perdió el hijo que esperaba. Otros tres abogados —Miguel Sarabia Gil, Luis Ramos Pardo y Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell— lograron sobrevivir a sus heridas. Este último, profesor de Derecho Constitucional, ha escrito un libro titulado La memoria incómoda. Los abogados de Atocha.
Según Carmen, a pesar de la tragedia, el Gobierno de Suárez no llamó ese día a los familiares para darles el pésame. A lo largo del día 25, estuvo también missing, y se negó a permitir que se celebrara un funeral público por las víctimas. El Ejecutivo tenía miedo de los disturbios y, sobre todo, de lo que preveía que iba a ser un comportamiento «incontrolable» por parte del Partido Comunista.
Lo que ocurrió durante esas cuarenta y ocho horas en la Moncloa, y el cambio de opinión que se produjo en el Gobierno al autorizar el funeral público, se resume para mí en la amenaza que Carmen profirió a Suárez. La hizo de noche, a voz en grito, en el palacete de la Moncloa: «Autorizada o no, yo voy a ir al funeral».
Carmen no daba crédito a la reacción del Gobierno. Los familiares y el Colegio de Abogados solicitaban un funeral público, y el Gobierno se negaba: «Estaban acostumbrados a pensar que los comunistas eran muy malos. Pensaban que iban a montar el pollo. Landelino Lavilla [ministro de Justicia] no se le ponía al teléfono a Antonio Pedrol Rius, el decano del Colegio de Abogados, encargado de organizar el funeral».
Antonio Garrigues Walker, que estaba en el Colegio de Abogados, y a cuya familia Carmen conocía muy bien a través de su gran amiga Catali, la llamó por teléfono y le pidió ayuda. La informó de que la iba a llamar Pedrol Rius: «Me llamó Pedrol Rius y me dijo que no se le ponía nadie en Justicia y que no podían hablar con el presidente del Gobierno. Que querían hacer un funeral. No el PCE, sino el Colegio de Abogados. Allá me fui yo, de noche, a ver al pobre Suárez. Le dije que qué pasaba, que por qué no se ponía nadie al teléfono cuando llamaban del Colegio de Abogados, que lo de Atocha había sido horrible, que ésas eran las cosas que tensionaban de verdad la transición, y que cómo no iban a autorizar el funeral, que había que tener mala entraña».
Añadió más cosas que aquí no vienen al caso y, cuando observó mi cara de sorpresa por la forma tan descarnada de hablar a alguien que al fin y al cabo era presidente del Gobierno, agregó: «Te puede parecer bestia, Ana, pero no sabes qué momento era ése. Estábamos todos llorando. Aquél sí que fue un momento peligroso de verdad: el fragilísimo consenso amenazaba con romperse».
Ésa fue la noche del martes 25 de enero, cuando Carmen y Suárez discutieron a voz en grito en el Palacio de la Moncloa y ella lanzó un órdago.
—Autorizada o no, yo voy a ir al funeral.
—Si lo autorizamos no irás, ¿verdad?
Carmen aceptó: «Lo hice con dolor de mi corazón, pero lo hice».
Carmen llamó de inmediato a Pedrol Rius. Lo del funeral quedó arreglado: «Ahora todo esto puede parecerte sorprendente, Ana, pero recuerda que ellos [Suárez y sus ministros] procedían de la propaganda anticomunista que habíamos padecido todos los españolitos durante años, en los que nos dijeron que la suma de todos los males era el PCE. ¡Claro, que peor era la mujer que no fuera esposa y madre abnegada, como la de la Sección Femenina!».
El miércoles 26 de enero, a las cuatro y cuarto de la tarde, comenzó el funeral público en la plaza de París, detrás de las Salesas, en la sede del Colegio de Abogados, donde estaban situados los féretros. Fue sin duda uno de los episodios más impresionantes de la Transición. Donde el Gobierno esperaba disturbios, sólo hubo el silencio.
Esa contención de la izquierda durante el funeral convenció al Gobierno de Suárez de que el Partido Comunista era lo bastante responsable como para ser legalizado.
Ese miércoles 26 de enero, Carmen escribió en su diario:
Estoy agotada, espantada por las matanzas. El Gobierno está falto de reacción. Resulto cada vez más incómoda. Siento impotencia.
Paca Sauquillo, hermana de Javier, uno de los asesinados, y cuñada de Lola, me explicó lo que ocurrió esos días:
Del Gobierno nadie nos llamó, ni Suárez ni Martín Villa [ministro de Gobernación], para darnos el pésame. Hubo oposición para que hubiera un entierro masivo. Yo sabía que había tensiones en la Moncloa entre los que querían que hubiese un reconocimiento a la gente del PC y a los que luchaban por la democracia, y los que tenían miedo a los militares. No sabía quién era Carmen. Sabía lo que estaba haciendo, pero no hasta qué punto. Recuerdo también cómo Pedrol Rius llamó cuarenta veces a Moncloa. Hubo esfuerzos por parte del Colegio de Abogados, pero a la familia nadie la ayudó.
Durante una entrevista en su despacho de la London School of Economics, Paul Preston me resumió así el episodio: «El pacto del silencio o del olvido, en el ámbito político, fue muy importante. El gran símbolo de ese pacto fue la actitud del PCE tras la matanza de Atocha».
En 2011, coincidiendo con el 30.º aniversario del golpe del 23-F, José Bono, el exministro de Defensa socialista, reveló —a instancias del Rey, se presupone— que ese 26 de enero de 1977 el Rey Juan Carlos sobrevoló en helicóptero la manifestación que acompañó al entierro en Madrid. Según señaló Bono a la Cadena SER, el Rey estuvo en el aire «porque abajo no podía estar».
Ese miércoles 26 de enero de 1977, interminable para Carmen, formó parte de la llamada Semana Negra. Entre el 23 y el 28 de enero, hubo ataques extremistas de ambos lados: los estudiantes Arturo Ruiz y María Luz Nájera fueron asesinados a tiros en sendas manifestaciones, el teniente general Emilio Villaescusa fue secuestrado, y tres guardias civiles fueron asesinados en dos atentados (otros tres resultaron heridos de gravedad). Los nervios estaban de punta. La reforma peligraba como nunca.
A la una de la madrugada del 27, en su casa ya, Carmen recibió una llamada telefónica de Antonio Álvarez Solís, de la revista Interviú. Le comunicó que iba a ir a verla con dos abogados de su empresa: «Dice que es un tema muy serio y que no puede hablarlo por teléfono. De nuevo yo, mujer abnegada, ¡aun sin ser de la Sección Femenina!, me pongo el jersey y los recibo. Venían de parte del periodista Eliseo Bayo [compañero sentimental de Lidia Falcón] y decían que iban a entregarme el material de los GRAPO con foto y cinta de Oriol, que había sido secuestrado el mes anterior, incluida: “Mirad, yo esto no os lo puedo coger en mi casa. Tenéis que ir a entregarlo al ministro de Interior”. Me dijeron que el ministro no quería recibirlos, pero yo insistí en que al día siguiente fueran a mi despacho en la Presidencia y que yo hablaría con el presidente. Al día siguiente se lo conté a Suárez, que estaba intelectualmente desbordado por los acontecimientos, y casi le dio un soponcio. Me dijo que llamara a Martín Villa y, de nuevo, otra bronca, porque yo creía que si había prueba de que estaba vivo había que comunicárselo inmediatamente a la familia. Era una familia que estaba sufriendo. A mí me había llamado una amiga del colegio, Teresa Hoyos, que estaba casada con Lucas de Oriol, para preguntarme qué se podía hacer. Al final, cuando todo se arregló, yo recibí una carta bastante dura de Miguel Primo de Rivera diciendo que se había enterado de que yo había tenido contactos particulares con los secuestradores, y que ésos eran temas muy graves. Para que veas cómo es este país. Comprenderás que acabara sintiendo náuseas de tanto político. Yo nunca supe qué hubo detrás de todo eso. Le contesté a Miguel Primo de Rivera que le preguntara a Suárez, que él le contaría la verdad».
El sábado 29 de enero, Pedrol Rius le agradeció a Carmen sus gestiones para que hubiera sido posible la celebración del funeral y le comunicó que iba a hacerla cónsul honoraria del Colegio de Abogados: «Yo entonces estaba más que cansada. Con semejante mar de fondo, y no había amnistía, ni legalización de partidos, ni nada».
En el diario, escribió:
ABC, El Alcázar y Fuerza Nueva, así como el Opus y Actualidad Económica, me siguen criticando constantemente. Es muy difícil avanzar así, entre tanta crítica.
Carmen me contó que estos dardos de los sectores de derecha la afectaban mucho: «Lo que más, como siempre, eran los insultos a mi padre Díez de Rivera».
Pero ahí estaba, de nuevo en su ayuda, Paco Umbral. El domingo 30 de enero, en «Diario de un snob», en El País, Carmen se ganó el título de «musa de la reforma», que le acompañaría ya el resto de su vida.
Fue quizá el trabajo que hicimos a lo largo de este capítulo, con todo lo referido a ese enero de 1977 que había empezado con tanto optimismo en los jardines de la Moncloa, el que más me acercó al desgaste físico y emocional que sufrió Carmen a lo largo de todo ese año.
El lunes 31 de enero, apenas diez días después del encuentro-escándalo con Carrillo en Barcelona; después de la matanza de Atocha, del funeral público, de la visita nocturna de los periodistas-enviados-terroristas, y en medio de las fuertes discusiones con Suárez, Carmen mantuvo su primera entrevista secreta con Carrillo. Se adelantó casi un mes a la de Suárez, al que según Carmen ella «preparó» y «estimuló» porque «pasaba el tiempo» y Suárez seguía sin recibir a Carrillo. Carmen se impacientaba: «Santiago no quería más intermediarios, sino hablar directamente con Suárez».
La entrevista del 31 de enero entre Carmen y Carrillo tuvo lugar en la zona del Rastro de Madrid. Fue en casa de Alejandro Cribeiro, ese poeta gallego comunista del que se había hecho amiga en RTVE: «Yo le había comentado a Alejandro que no estaba de acuerdo en que no se hablara directamente con Santiago, que había que hacerlo. Entonces, él me invitó a comer a su casa y me dijo si quería que invitara también a Santiago. Yo le dije que encantada, pero que en mi casa no podía ser. Yo era una ciudadana con fe, y creía en mi Rey, que había dicho que era el Rey de todos los españoles. Así que me puse un fular en la cabeza y me fui al Rastro, donde vivían Alejandro y su mujer, Carmen. Nos referíamos a Santiago como Raimon, que era su nombre clandestino; y yo, que era tan fina, decía Graimon, hasta que me corrigieron. A las doce en punto del mediodía llamé desde una cabina telefónica. A las 12.15 estaba en casa de Alejandro con Graimon».
Según Carmen, nada más empezar a hablar con Carrillo sintió que lo conocía «de toda la vida». Carrillo le insistió en que quería hablar con Suárez y le pidió que intermediara porque no había manera de que el enlace lo pusiera en contacto con el presidente del Gobierno, y éste siempre estaba dando excusas. «Los argumentos de Carrillo eran claros: tras la matanza de Atocha, y sobre todo tras el funeral, se había podido comprobar el comportamiento adecuado de la sociedad española. La ciudadanía lo que quería era democracia. Estaba harta de sustos mortales».
Carmen le dijo a Carrillo una frase que luego escribió en su cuaderno de bitácora y que me enseñó:
Yo no estoy traicionando a Suárez. Estoy aquí como española convencida de lo que hay que hacer. No voy a contarle ningún secreto. Voy a escucharle y a ayudar al presidente Suárez para que mantenga una entrevista con usted.
La reunión duró hasta las 18.20. «Nos dejaron solos con asumida intención. Lo único que Santiago quería era que yo le dijera a Suárez que habíamos estado comiendo juntos, y que quería hacer exactamente lo mismo con él. Cómo no se lo iba a decir yo; pues evidentemente».
Hablaron de política, del pasado, y de cómo el Partido Comunista no quería ser un «elemento perturbador»; que lo único que afectaría negativamente a la situación sería que no se legalizara: «Santiago me dijo que estaba cansado de esperar, que esto tenía que ir más deprisa. Yo le dije que lo comprendía, y que estaba de acuerdo respecto a la lentitud de las cosas. Entonces él concluyó: “Es usted la primera persona en política que no me dice que no tengo paciencia”. ¡Era verdad! El PSOE le había pedido paciencia; el PSP le había pedido paciencia. ¡Toda la izquierda!».
Carmen se fue de allí pensando que al día siguiente, cuando se lo contara a Suárez, tendría que volver a dimitir. Carrillo le desveló la identidad del contacto secreto, José Mario Armero, el abogado presente en la cena con Don Juan, donde Carmen actuó siguiendo instrucciones del Rey. Suárez, que cada vez confiaba menos en Carmen, no le había dicho nada.
—¿Dónde ha sido la comida?
Era martes, 1 de febrero, y ésa fue la primera pregunta que le hizo el presidente del Gobierno cuando Carmen le contó que había pasado prácticamente el día entero con Carrillo. Carmen pensó que si se lo decía irían a detener a su amigo Alejandro Cribeiro, de modo que contestó con un vago en-casa-de-unos-amigos.
—¿Por qué fuiste?
—Porque yo como con quien me da la gana. Quiero transmitirte un mensaje. Después, tú harás lo que quieras.
Carmen le recordó lo útil que sería para él como presidente del Gobierno legalizar el PCE, y que además sería lo único que podría normalizar la situación: «Insistí en que hablara él con Santiago. Entonces, le eché en cara que hubiera puesto un enlace simplemente para marear la perdiz. Se puso lívido. Yo no cité a Armero, no quería hacerle daño».
Éste es uno de los muchos diálogos que, como en una obra de teatro, Carmen había reproducido en sus diarios.
—¿Por qué no puedes hablar con él? No lo entiendo. Y encima, con un enlace. ¿Para qué?
—Y a ti qué más te da. Así los distraigo.
Después de esa tensa conversación, el 1 de febrero, escribió en su diario:
No lo puede evitar. Le pesa la censura de la dictadura, que es a lo que él está acostumbrado.
Y el 2 de febrero lo amplió:
Cada día entiendo menos al Señorito. Se diría que me tiene miedo. O miedo a que mi libertad, mi actitud, le resulte peligrosa para su carrera. Y algo de celos aparece en el horizonte.
¿Celos? Carmen lo explicaba así: «Tenía celos porque habían empezado a llamarme la Musa de la Transición, y decían que estaba haciendo muchas cosas. Eso no es verdad. Yo lo que no hice nunca es esconder lo que pensaba, pero yo no firmaba los decretos. Pero los celos, es verdad, empezaron entonces. La relación, que ya era difícil, se hizo todavía más complicada».
Esa misma semana recibió una tarjeta manuscrita de Carrillo en la que le daba las gracias y le decía que su enlace había funcionado. Cuando hablamos, todavía la conservaba. La tarjeta de Carrillo me demostró que Carmen seguía teniendo mucha influencia sobre Suárez, pero que la relación humana entre ambos estaba ya más que deteriorada.
El 20 de febrero, Hans Matthöfer, el ministro alemán que había acompañado a Willy Brandt en diciembre, llamó a Carmen para invitarla a cenar en su próxima visita a España. Visto lo tenso de la situación, ella avisó a Suárez de inmediato para que éste no pensara que le estaba ocultando algo. «Eso es que querrá acostarse contigo», le respondió Suárez.
Una vez más, Carmen se desahogó en su dietario:
Éstos se creen todavía que la mujer sólo sirve para la cama. Debe de ser la cultura fálica o la falta de sesos.
Cuando Carmen vio mi cara al leer esta entrada, me dijo: «Esto que escribí puede parecerte frívolo, pero era una forma de defenderme. Lo cierto es que estas cosas me dolían profundamente; máxime cuando al mismo tiempo recibía unos anónimos de la Triple A que no tenían nada de chiste».
Carmen cenó con Matthöfer en el restaurante Casa Alkalde, en la calle Jorge Juan de Madrid. El ministro alemán quería saber cómo enfocar la campaña electoral del PSOE, y le explicó que iban a venir a España técnicos alemanes para ayudar a los socialistas a prepararse ante los comicios. ¡Más exámenes!: «Matthöfer estaba muy preocupado porque Miguel Boyer acababa de dejar el PSOE. Era economista, y para ellos la economía era lo primero. Yo le dije que creía que volvería al PSOE. Yo conocía bien a Miguel. Era una cabeza de talento, bien preparado. Sabía que era una pelea transitoria. Directamente, así, me preguntó a qué partido me afiliaría yo. Él creía que yo era comunista. Le dije que no».
El 21 de febrero cenó en casa de Tierno con Encarnita, su mujer. Ésta fue la anotación en su diario:
Es una cena agradable, natural, cómoda. Hablamos de política. Hay un problema entre el PSOE renovado y el histórico, una enemistad de Felipe hacia Tierno y de Guerra hacia Tierno inmensa. Cada día siento más el paralelismo entre Suárez-Felipe.
Cada vez se queja más en los escritos personales. El 23 de febrero anotó:
Hace días que no escribo. Siento cansancio, hartura más bien, de esta marrullería y confusión nauseabundas.
Fue a esa altura de febrero de 1977 cuando Carmen supo con certeza que a Suárez lo estaban intentando convencer para que hiciera un partido desde el poder: «Yo tenía un acuerdo con Suárez de que ninguno de los dos nos haríamos de ningún partido, que estábamos ahí para hacer la transición. Sólo me afilié al PSP [Partido Socialista Popular] cuando Suárez lo hizo con la UCD». Fue también en esos momentos cuando comprendió que el Rey la dejaría sola en esta batalla: la creación de la UCD era vista por la Zarzuela como un instrumento de supervivencia para el monarca, que dejó hacer a Suárez.
El domingo 27 de febrero Suárez se entrevistó, por fin, con Carrillo en casa de José Mario Armero, a las afueras de Madrid. Fue una reunión ultrasecreta. Cuatro días antes, el 23 de febrero, Carmen había vuelto a insistir ante Suárez en que el PCE fuera legalizado. Ese día notó un cambio claro: «En esta ocasión me dice, por primera vez, que está de acuerdo conmigo, pero que con los militares no lo tiene fácil. Suárez había asegurado a los militares que no legalizaría el Partido Comunista. Él andaba confundido con el papel del Rey aquí, porque decía que el Rey era el jefe del ejército. Yo le dije que la legalización era un tema político, que no sacara los pies del tiesto. Y le insistí en que el PCE era mucho menos fuerte de lo que ellos, con sus famosos tantos por ciento, creían. Al final, me dijo que la palabra la tendría el Supremo, y que poco podía esperarse de sus componentes. Yo le dije que sus componentes no habían sido elegidos democráticamente y que se les podía presionar. Entonces, me salió con eso de la independencia de la judicatura. Yo escribo en el diario, mira: ¡Qué cosas hay que oír! Quizá hasta se lo cree. ¡Vaya gente!».
También el 23 de febrero le preguntó a Suárez por los rumores que corrían acerca de que iba a presentarse a las elecciones como candidato a la primera presidencia democrática de España: «Por su forma vaga de contestar, supe que lo iba a hacer. El acuerdo no era ése. Yo creía que había que dejarlo, pero posiblemente la que estaba confundida era yo. A mí me parecía que la palabra dada había que cumplirla, como nos enseñó Teresa de Cepeda y Ahumada, la santa».
Aquel 23 de febrero, lo que más destacó en su diario, sin embargo, fue el libro que le regalaron ese día, Mis recuerdos: cartas a un amigo, las memorias del líder político socialista Francisco Largo Caballero (presidente del Gobierno entre 1936 y 1937). Largo Caballero murió exiliado en París en 1946, a los 77 años. Este libro fue publicado en México en 1954. Veintitrés años más tarde llegó a manos de Carmen.