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ROTA POR DENTRO
Década de los sesenta del siglo pasado

No recuerdo exactamente cuándo le oí contar a Carmen por primera vez «lo del hermano». Lo hizo poco a poco, desgajando detalles. Aun así, cuando recibí esa última cinta de Menorca, la historia me angustió de nuevo. Paré la grabación innumerables veces. Es muy triste: «Yo, desde los 17 años, Ana, no he sabido vivir. Lo del hermano, ya te lo he dicho muchas veces, fue peor que el cáncer».

Desde el principio, con ella, intenté quitarle hierro. No era para tanto, le decía a Carmen. Sobre esto, Carmen no aceptaba bromas: «Yo creí que me iba a casar, estaba convencida de que me iba a casar. Estuve enamorada de verdad, para casarme. Tuve una relación desde muy pronto, yo diría que desde los seis años». El niño era Ramón Serrano-Súñer y Polo, el quinto hijo de Serrano Súñer y de Zita, un chico tres años mayor que ella. Su hermano de padre. «A esa edad jugabas, a los 8 correteabas por el campo, siempre había otros y con ésos no correteabas, sino siempre con el mismo. Eran, creía yo, los hermanos de una amiga mía de mi misma edad, casi».

Se refería Carmen a los seis hijos de Serrano, y en especial a la única hija, la más pequeña, Pilar, que nació apenas año y medio antes que Carmen. Los cuatro mayores (José, Fernando, Jaime y Francisco) eran de otra edad, pero Ramón y Pilar, los pequeños, jugaron con Carmen prácticamente desde que ésta nació.

«A los 14 o 15 años, cuando se te empieza a despertar la sensualidad, hacías juegos conjuntamente, en el mar, en la bici, de la manera más natural. Entonces, cuando tu afecto, tu sensualidad, tu naturaleza, tu inteligencia, cuando todo se despierta a la vez, eso es amor. En aquella época se decía que era para casarse. ¡Ahora no haría falta! Por eso era un amor insustituible. Porque se habían despertado todas las partes al mismo tiempo. El afecto, la ternura, la inteligencia. Entonces, alguna vez, me decían en casa eso de “¿Cómo estás con ése, si no tiene título?”. Nobiliario, claro, ¡no universitario! Ya entonces a mí eso me daba exactamente igual».

Ese comentario sobre la falta de pedigrí de Ramón Serrano-Súñer se lo atribuyó Carmen a su madre, la marquesa de Llanzol, a la que acusó de haber querido para sus cuatro hijos las mismas buenas bodas que ella había protagonizado con el marqués cuarentón en 1936. Hasta los años sesenta, con el comienzo del desarrollismo económico en España, la aristocracia tendía a acumular no sólo títulos sino riqueza.

Según Carmen, la influencia negativa de su madre contribuyó al fracaso del primer matrimonio de su hermano Paco, el actual marqués de Llanzol, con una señora colombiana «a la que mi madre y mi hermana no consideraban lo suficientemente elegante».

Estos ácidos comentarios sobre la conveniencia o no de un matrimonio no incluyeron, sin embargo, la conversación debida entre madre e hija: Carmen se había hecho novia de su hermano, y no lo sabía. Hasta el 28 de diciembre de 1959, con 17 años cumplidos, las dos familias le ocultaron que Serrano era su padre biológico y que por tanto no podía casarse con su hijo Ramón porque estaría cometiendo incesto: «Pero en la adolescencia ya estaba enamorada. A los 16 años se dieron cuenta de que iba en serio, y a los 17 se apagó la luz, la farola del petit prince [El principito] en el planeta».

La alarma se encendió en casa de los Llanzol cuando Carmen anunció que iba a solicitar la partida de bautismo en la parroquia de la Concepción para iniciar así los trámites del matrimonio. Habló seriamente con su madre y la informó de su decisión de casarse con Ramón. El Día de los Inocentes, a su tía la escritora, Carmen de Icaza, y a un sacerdote amigo de la familia, un fraile dominico que Carmen no identificó, les fue encomendada la dura tarea. La marquesa de Llanzol se había ausentado: «Yo noté que algo se me había roto dentro. Algo tremendo hizo clac, yo noté ese ruido. Me tumoré el útero, que salió varios años después con tres kilos. Yo noté que algo se me había roto para toda la vida. Fue un dolor muy profundo. En aquel momento era imposible permanecer con esa persona. La situación estaba tan penalizada… La ruptura fue brutal. En cinco minutos. Acabar con la globalidad de un amor en el que se había despertado todo. ¡A mí se me partió el alma! Yo no juzgué nada, que conste, porque el amor no se juzga. Lo que sí pensé es: “¿Ustedes, cómo han sido tan insensatos y no me lo hicieron saber?”. Eso sí. Pero cómo vas a juzgar el amor de dos personas… Yo no lo hice en ningún momento; ahora tampoco. Se me partió el alma porque supe que difícilmente volvería a encontrar esa globalidad otra vez. Él era una persona, de verdad, excepcional».

Carmen no dejó de verlo; pasaron casi cinco años hasta que la relación se rompió del todo: «Me fui a África porque, si no, no habría salido nunca de esa historia. Yo seguí viendo a ese chico varios años, y no salíamos de la situación, porque cuando uno se quiere, se quiere, y ahí había una unión de piel, una unión interna, una unión de vida, de corta vida pero de intensa vida. Y sobre todo, insisto, yo no sabía superarlo».

Carmen enfermó. Entre 1960 y 1964 estuvo en París, sometiéndose a curas de sueño. Luego en Suiza, donde empezó a fumar. Llegó incluso a meterse a monja de clausura en Arenas de San Pedro, en el convento de las carmelitas descalzas del que es priora su prima Soledad Izaguirre Díez de Rivera: «Intenté entonces superarlo en Dios porque pensé que el amor absoluto de Dios podría llenar mi existencia, igual que luego te he contado lo de mi conversión, pero yo por experiencia sé que Dios no es un sustitutivo de nada. Pero de nada. Dios es único».

En este momento del relato, Carmen introdujo otro punto que a mí siempre me ha parecido también de novela: Emilio Alonso Manglano, el militar valenciano que en 1981 fue nombrado director del servicio de inteligencia español (el desaparecido CESID), intentó evitar que se metiera a monja pidiéndole a la desesperada que se casara con él. Manglano estuvo destinado en la Casa Militar del Caudillo, y fue uno de los pocos militares que acudió a la boda de los Príncipes Juan Carlos y Sofía en 1962. Carmen seguía saliendo con Ramón, pero ya no sabía «cómo seguir viviendo».

Manglano, dieciséis años mayor que ella, estaba muy enamorado, según Carmen. Tras ser rechazado, el futuro espía no se casó hasta 1976, rayando ya los 50 años, cuando conoció a la americana Susan Lord-Williams, hija de un pastor protestante con la que tuvo dos hijos.

La carrera profesional de Manglano se truncó en 1995, cuando tuvo que dimitir tras catorce años al frente del CESID por el escándalo de las escuchas ilegales desveladas por El Mundo. Por ello opté por no contactarlo para este libro.

A pesar de los esfuerzos de Manglano, Carmen entró en el convento, fundado en 1954 por la madre Maravillas. Una íntima amiga me contó así la dura experiencia:

Fue un horror. Cuando no te va una cosa, el cuerpo lo rechaza. Eso fue lo que le ocurrió a Carmen. No pudo con ello, fue superior a sus fuerzas. A los 18 años, si no tienes vocación, puede ser una pesadilla.

Apenas duró cuatro meses, pero casi se muere. La institución carmelita es para héroes, y la heroicidad de Carmen no iba por ese camino. Hacía frío, se comía mal, estaba lleno de viejas. Recuerdo que fui a verla, cruzando Castilla con un frío horroroso, y cuando la vi con esas lanas espantosas, imagínatela, con la piel de Carmen, le dije: «Tienes que salir de aquí».

Carmen salió del convento, volvió a Madrid y finalmente regresó a París. De allí fue a Costa de Marfil siguiendo las recomendaciones de su prima Soledad, la priora, y de su gran amiga Catalina Garrigues, Catali, quien en 1999 me pidió que esperara «al menos diez años» para publicar el primer libro sobre Carmen: «Esa España, la de su entorno personal y político, sigue estando ahí. No sé si beneficiará a la imagen de Carmen. Tiene muchos amigos y enemigos».

Catali quería mucho a Carmen. La había conocido a los 17 años, de casualidad, en la puerta de la Revista de Occidente, fundada en 1923 por José Ortega y Gasset y que había reaparecido en 1963 de la mano de su hijo José Ortega Spottorno tras el silencio impuesto por la guerra civil. Aún faltaban cuatro años para que la revista iniciara su segunda etapa de vida al calor de la relajación de la censura tras la llegada de Manuel Fraga Iribarne al Ministerio de Información, pero en esa oficina en la que se encontraron Carmen y Catali había una intensa actividad intelectual, sobre todo de tertulias.

Nos quedamos mirándonos de arriba abajo. La que se acercó fue Carmen, claro. Me preguntó dónde iba, y le dije que al tercero. Nos había citado, el mismo día y a la misma hora, Soledad Ortega. Empezaba el otoño de 1959. Las familias se conocían, pero eso mejor ni nombrarlo. Mis parientes, que eran muy éticos, no me dijeron nada. Hasta que un día, Emilio, el más pequeño de los cinco Garrigues, contó que era hija natural de Ramón Serrano Súñer, que había estado a punto de matar a mi tío Joaquín porque éste, en plena guerra civil, había dicho «Qué terribles son las guerras, cómo sufre la sociedad». Uno de los que trabajaba con Serrano Súñer luego se convirtió, curiosamente, en suegro de un primo mío, pero ésa es otra historia.

A Catali siempre le sorprendió que de Carmen se dijera que sirvió a Suárez porque conocía a la gente importante, por ejemplo los Garrigues: «Tú la conoces bien, y sabes que le habría dado muchísima rabia: Carmen, en su estimación, estaba muy por encima de los Garrigues. Ella pertenecía a la aristocracia. Ellos eran profesionales que habían trabajado en distintos campos. Pero la aristocracia sentía un punto de envidia hacia ellos».

En el verano de 1960, seis meses después de lo que Carmen llamó «una tragedia familiar», se fueron juntas a Almería: «Después de la guerra, mi abuelo, el viejo Garrigues, compró un palacete precioso que había pertenecido a los Chávarri, vascos, entre Mojácar y Garrucha, en la provincia de Almería. Eran esos veranos deliciosos de entonces, que duraban tres meses. El paisaje era totalmente opuesto a lo que ella conocía, muy desértico, como de la Palestina de la Biblia».

Según Catali, en Almería Carmen se enamoró del mar:

Allí fue libre, sin la madre; no es que tuviera damas de compañía, pero casi. Allí conoció la playa mediterránea, pudo estar todo el día al sol, horas y horas, pescar con los pescadores, instigados por Carmen, claro. Te la imaginas, claro. Nos sacó de nuestras casillas, revolucionó a todas las generaciones de Garrigues, fue un torbellino. Nos hizo hacer cosas que nunca habíamos hecho, como descubrir la sierra Cabrera, que entonces estaba virgen, o ir por la noche a pescar con los pescadores.

Aunque Catali se encontró con Carmen «tres o cuatro meses antes del drama», dice que a la persona que ella conoce «es a la Carmen deshecha por dentro»:

Yo sabía la historia, pero no quería hacerle daño. Puesto que ella no me lo contó a mí hasta muchos años después, yo no pregunté nada. Además, podías imaginarte cómo de estrecha era la pequeña sociedad de entonces: nadie se atrevía a decir en alto que Carmen era hija natural de Ramón Serrano Súñer. La amistad, la Amistad con A mayúscula, por otra parte, puede ser tan bonita como el amor: yo la veía, destrozada por dentro, y no me hacían falta explicaciones.

Catali supo identificar la relación de amor-odio que mantuvo Carmen con su madre, la marquesa de Llanzol:

Era un personaje muy peculiar. Carmen tenía —y eso en psiquiatría tiene un nombre— una pasión ciega por su madre. Ella la adoraba, pero mantenía un forcejeo terrible: intentaba eximirla de culpa pero sabía, en el fondo, que la madre se portó muy mal con ella. No sólo no se lo contó de pequeña, sino que fomentó la amistad con Ramón, su hermanastro. Lo dejó hasta el último día, que es cuando más daño pudo hacer.

Después del fallido intento de clausura, Carmen había dejado de comer y apenas hablaba. Seguía necesitando irse de Madrid:

Su prima Soledad, que, como yo, era antigua alumna de la Asunción, le recomendó lo de África. Yo le di los datos. Eran monjas francesas que buscaban a seglares jóvenes para mandarlos a las misiones. Era el convento de la Asunción, en el número 14 de la rue du Bec, en París XVI. La Asunción era un colegio de gente muy bien, pero en el que las religiosas adoptaron una actitud totalmente distinta: querían enseñar a los que tenían menos posibilidades, y no sólo a las señoritas. El experimento fue tan bien que el Gobierno francés pronto empezó a cooperar con ellas.

Según Carmen, en ese tiempo no podía hacer nada, se estaba consumiendo «física y psíquicamente»: «Me marché a África porque estaba desesperada. Ahora estoy exasperada, pero aún no he llegado al grado de desesperación de entonces, aunque en este estado en el que yo estoy, como lo tenía en la adolescencia, por el mal d’amour, el suicidio es tentador y resulta grande. Si no tengo expectativas de nada, yo así no tengo ganas de vivir. Fue un accidente que fuera a África. Feliz, pero un accidente. Yo estaba desesperada. No tenía más ganas de seguir viviendo. No podía más. Me había caído sobre los hombros y sobre el corazón, sobre todo, una historia tan grande que yo no sabía cómo manejarme con ella, ni cómo asimilarla, ni qué hacer con ella. Una historia de amor, una historia familiar, que a mí me superaba por todas las partes. No la podía entender. Y lo que no entendía, sobre todo, es por qué no se me había dicho desde niña, con lo cual se me hubiera evitado el dolor tan inmenso, tan enorme, de haber seguido caminando por el amor con un chico, con un niño, y luego con un adolescente. En esas edades, aunque la gente crea que no, el amor, o es amor o no lo es. El amor puede ser a los 60, a los 15 o a los 17. En mi caso fue desde la niñez. Entonces yo no sabía cómo manejar esa situación, no podía, el dolor interno era inmenso, infinito. De estar plena, y habitada por una persona a quien yo amaba, y con la que, bueno, estaba a gusto, y con la que había descubierto el primer beso, la piel, las estrellas, de repente a nada, el silencio, a perder todo lo que yo quería en mi vida, a perder todo lo que creía que iba a ser mi vida, algo como ahora, con el cáncer, pero de otra manera. Aquello fue mucho más duro que esta enfermedad, porque yo era muy joven».

Hablaba y hablaba sobre la profundidad del trauma, y lo achacaba sobre todo a la juventud: «Tenía 17 años, que en teoría es la edad de los sueños. Yo ya tenía mis sueños marcados. Estaba enamorada, plena. De repente se me descabalaron las cosas. La situación familiar se convirtió en extraña, en difícil; nada era ya lo que en teoría era. Era horrible. Y yo no sabía cómo afrontar aquello. Y yo lloraba. Y aunque iba a trabajar, yo entonces estaba ya en Revista de Occidente, con Soledad Ortega, que fue mi primera jefa, yo no sabía, como dirían los ingleses, I couldn’t cope with it, no podía. Estaba rota por dentro. Tenía que dejar todo lo que más quería y lo que me ofrecían alrededor, pues todo era medio… ya no era verdad. De repente, me quedé sin una sola raíz. Yo lo intenté, intenté e intenté, pero no podía. En España eras mayor de edad a los 21 solamente para casarte o entrar en religión. La mayoría civil de las mujeres sólo se conseguía a los 25 años, lo digo porque estas cosas se olvidan. No podía».

Ir a África en esa época de misionera seglar no era cosa fácil. Una vez que decidió marcharse, Carmen tuvo que enfrentarse a un problema añadido: el colegio de la Asunción tenía unos acuerdos sólo desde París: «Entonces, una vez más, como era menor de edad, me tuve que escapar. Una historia muy rocambolesca. Aterricé en París, en la rue du Bec, donde estaba esa organización laica que te llevaba a África en acuerdo con el Gobierno francés [en 1963, el general De Gaulle había creado la asociación de los Volontaires du Progrès, en parte en respuesta al Peace Corps de EE. UU.]. Ahí estuve un par de meses, preparándome. A todo esto, yo seguía siendo menor de edad. Quería ir a África porque no tenía nada, nada, nada que ver con ninguna raíz o con nada a lo que yo podría haberme sentido afín. No fui con ningún afán ni educativo, ni solidario, ni misionero. Era un acto de desesperación. Un acto maravilloso, que luego se convirtió en una cosa fantástica. Pero yo iba a morir. Yo me dije: como no me puedo suicidar, que lo pensé mucho, mejor irme a África, y allí seguro que cojo algo, alguna enfermedad o algo. Recuerdo que yo hubiera preferido el Congo, porque se moría entonces allí, pero me mandaron a Costa de Marfil, y yo no quería para nada una capital. Yo quería la selva, y fui a Daloa por un año pero me quedé tres».

Ese medio año que pasó en París preparándose para el viaje la acabó marcando casi tanto como la posterior estancia en África occidental: «París para mí ha sido siempre, desde muy, muy joven, desde prácticamente una jovencísima adolescente, una emoción profunda. Para mí París era ser europea. Por supuesto, España no lo era. La primera vez que me fui, escapada, con mi amiga Catali…; no, ya había ido yo antes. Yo recuerdo que me senté en una acera del Quartier Latin y me puse a llorar, porque la calle, aquella calle abigarrada, con color, era todo lo que yo creía que era la juventud, la adolescencia, todo lo que no se veía en nuestras calles, tan ordenadas y ordenancistas de la dictadura.

»Yo siempre he ido constantemente a París. Era igual la cantidad de trabajo que tuviera, y siempre he tenido mucho, una vida de muchísimo trabajo; yo sé que es una suerte tener trabajo, pero yo he trabajado una barbaridad. Siempre que podía, iba a París. Necesitaba ir a París, varias veces. Éste es el primer octubre que no voy a ir a París y que, tópico, pero verdadero, no veré las hojas secas de las calles de París, como la canción [Les feuilles mortes, popularizada por Yves Montand], ni el quai de la Seine. Yo había calculado, esas cosas que uno calcula para su jubilación, pasar largas temporadas en París, escribiendo, paseando, gozando con quietud de lo que siempre he gozado. Bueno, pues no podrá ser, excepto un milagro. Todo puede ocurrir, pero no parece que vaya a ser posible.

»Echo mucho de menos París. Yo quise ser francesa, siempre he querido ser francesa. Incluso hice gestiones para adquirir la nacionalidad. Soy culturalmente afrancesada. El castellano no es mi primer idioma. Siempre me he sentido de la cultura francesa, descendiente de los ilustrados españoles, del Siglo de las Luces, del Siglo de la Razón. Siempre tenía la sensación de estar en casa. He tenido amigos, como mi vieja amiga Dominique de Beaucorps, que siempre ha sido muy próxima a mí. He paseado con mucha gente por el borde del Sena.

»Recuerdo a Michelle Vian [la primera mujer de Boris Vian], a Sartre, todo aquello que nos estaba prohibido o que nos resultaba mítico a los adolescentes, que no sabíamos nada de nada o, como era mi caso, que sabía poco. Pero el conocimiento de Michelle Vian y de Sartre, sin intermediarios, me impactó. En la vida, cuando uno quiere algo, o ha querido siempre mucho algo, se va, se busca, y se consigue. Yo me recuerdo llamando a la puerta de Sartre y diciendo: “Soy Carmen”, y “Quién es Carmen”, y yo diciendo: “Pues Carmen de España”, por decir algo, “Carmen de Madrid”. Les hizo mucha gracia. “Quién será esta Carmen tan osada que nos busca”. Y yo les decía: “Es que tengo ganas de conocerlos”. Tengo ganas de conocer algo vivo, tengo ganas de conocer el pensamiento de la época en que he nacido, y que, por lo que sea, yo lo tengo hurtado por una dictadura. Por el origen familiar, sí, viajaba, pero siempre he dicho que para las clases altas en aquel momento viajar era como ir a un gran almacén, Harrods o Lafayette. Yo me sentía joven, realizada, con las inquietudes a flor de piel y con la sensibilidad a flor de piel».

Carmen idealizó tanto París que siendo eurodiputada llegó a pedirle la nacionalidad francesa a una colega, Catherine Trautmann, que entonces era también alcaldesa de Estrasburgo: «Francia siempre ha sido un país decisorio en mi existencia. La conversión fue París, la lucha en la adolescencia fue París, el arte fue París, la continuación del arte negro era París, yo qué sé. París, siempre París. Siempre fui muy afrancesada. ¡Habría sido partidaria de Pepe Botella! Sé que si te sigo diciendo estas cosas el libro va a ser muy poco comercial. Con ese sentido chovinista que tenemos todos, van a decir: “Bueno, qué se ha creído ésta”. Yo no me creo nada. Pero si de algún sitio yo pudiera ser, si de algún sitio yo sintiera una raíz intelectual profunda, un palpitar más o menos paralelo a las inquietudes que yo he podido tener, ha sido siempre Francia, siempre. La Marsellesa es patrimonio común. Es oír La Marsellesa y uno se conmueve, como se puede uno conmover con La Internacional. No sé».

Antes de ser eurodiputada, siendo misionera en África, podía haber conseguido esa anhelada nacionalidad. Sólo tenía que haber aceptado la oferta de matrimonio que le hizo un joven arquitecto francés, «muy guapito», que conoció en Costa de Marfil. Como hizo apenas un año antes con Alonso Manglano, lo rechazó.

Tras la estancia previa de seis meses en París, embarcó en Burdeos en un carguero. Me imagino la escena como de novela: sopla el viento en ese puerto del Atlántico en la primavera de 1964, cuando Carmen aún no ha cumplido 22 años, y sólo siente dolor por dentro: «Yo iba con dos trajes que había comprado en París, uno amarillo limón, y no tenía nada, ni dinero ni nada. Recuerdo que mi madre se presentó un día antes en Burdeos para intentar que yo no fuera, diciendo que no lo resistiría. Y fue todo un poco desagradable. Porque nunca tienes certeza de nada, y sobre todo cuando estás roto por dentro, como yo me iba, rota por dentro. En el fondo iba a lo desconocido. Entonces, para una mujer de mi edad, irse al África negra parecía el disparate padre. Posiblemente, también ahora a alguien le parezca un disparate».

El viaje fue largo. El mercante tardó más de una semana en cubrir las 3376 millas náuticas que separan Burdeos de Abiyán, la que entonces era la capital de Costa de Marfil. Bordeó España por las costas gallegas para de nuevo toparse con territorio español al pasar frente al Sahara Occidental. Poco después de dejar atrás las islas Canarias, hicieron la primera escala en Dakar, la capital de Senegal: «Todo ha evolucionado mucho. El Senegal de entonces no es el Senegal de ahora. Y dentro de aquella soledad mortal que yo tenía dentro, recuerdo aquella primera escala. Tomé un taxi, y el conductor me llevó a su casa, y allí probé el primer cuscús de mi vida. Fue el primer contacto con el África negra. Para mí fue un rapto imponente de belleza, de estética, de espontaneidad maravillosa del mundo negro, esa naturalidad. Luego, cuando volví al barco, recuerdo que otros compañeros decían: “¿Cómo se te ha ocurrido semejante dislate?”. Ni se me pasó por la cabeza. Nunca se me han pasado esas cosas por la cabeza. Debo de ser, Ana, una insensata imponente e impenitente. Por eso me cuesta ahora vivir tanto».

La siguiente y última escala le esperaba en el golfo de Guinea, en el puerto de Abiyán. De ahí, por carretera a Daloa, el destino final, una pequeña ciudad situada en la zona central del país y adonde Carmen recuerda que llegó «en época de lluvias». Daloa fue el primer destacamento francés en el interior de la colonia en 1905, y por eso lo eligieron como cabeza de misión las monjas de la Asunción. Más tarde, en 1940, se creó en ella la primera diócesis católica. Pronto se convirtió en el corazón del comercio del cacao y la madera. Allí se puso a dar clases a alumnos mayores que ella: «Me sentía centenaria, con todo lo que había hecho y pasado por dentro. Veía un árbol, y en realidad no veía el árbol, porque estaba muerta. De repente, un día, cuando vi un árbol y lo identifiqué, supe que estaba curada. Bueno, curada. Había intentado hacer de todo, desde tomar agua con bichos dentro hasta no tomar quinina».

África, donde empezó a escribir sus famosos diarios, le devolvió a Carmen la fuerza para seguir viviendo. Pero a su regreso a Madrid ya nada fue igual. Habían pasado tres años, y corría 1967 cuando volvió a instalarse en la casa familiar de Hermosilla. El marqués de Llanzol estaba muy enfermo, «ausente casi», y moriría cinco años más tarde. Según Carmen, la despótica marquesa lo tenía arrumbado, desposeído de todo cuanto quería.

Las relaciones con su madre se hicieron imposibles. Carmen ya no era la persona que había huido a Daloa en 1964: «Cuando regresé, empecé a entender que en España vivíamos en una situación atípica. Siempre fui sensible a las desigualdades sociales, pero al volver de África fui tomando conciencia —dentro de las limitaciones— de que algo pasaba». A partir de entonces, cada vez que compraba algo «caro» o «superfluo», Carmen destinaba la misma cantidad a obras benéficas. Mantuvo esa práctica hasta el final de su vida, cuando siguió colaborando con distintas ONG.

La marquesa de Llanzol, por el contrario, siguió considerándose el centro de un mundo que ya había empezado a cambiar, también para la aristocracia española. Los palacios de la Castellana empezaron a desaparecer para dar pie a edificios de oficinas. La calle española se estaba transformando, y Carmen se lanzó a su encuentro en la universidad. El choque de trenes entre madre e hija estaba escrito.

Con un dolor en el alma que ya nunca la abandonó, Carmen se sumergió en el estudio y el trabajo. Antes de marcharse a África, se había matriculado, por libre, en la Facultad de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense. Allí le influyeron enormemente los dos grandes historiadores de las ideas políticas de la segunda mitad del siglo pasado: José Antonio Maravall Casesnoves (padre de José María Maravall Herrero, ministro en los años ochenta), cuyos distintos Estudios de historia del pensamiento español Carmen llegó a venerar, y Luis Díez del Corral, catedrático de Historia de las Ideas y Formas Políticas, exponente del liberalismo antiautoritario, discípulo de Ortega. Uno de los ayudantes de Díez del Corral fue Carmen Iglesias, quien más tarde se convirtió en preceptora del Príncipe Felipe.

La Facultad de Políticas era de las más hostigadas por el régimen franquista. Carmen tuvo un recuerdo algo más lacónico de otro de sus profesores, Manuel Fraga Iribarne, del que apuntó: «Cuando daba clase, ¡siempre le preguntábamos que cómo denominaría el régimen político en el que vivíamos!».

Carmen también se matriculó en Estudios Hispánicos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense. Obtuvo Premio Extraordinario: «Yo trabajaba y me pagaba los estudios, porque una carrera no la hacían en ese momento las señoritas. Los hombres, sí. Los hombres, mucho viajar, mucho prepararse y mucho ir a Oxford; pero las mujeres, a cursos de cortar flores y cosas así». Curiosamente, una de las pocas correcciones que me hizo en aquella primera entrevista que hicimos, y que yo acepté enviarle antes de publicar, fue que cambiara rica por hija de padres ricos: «Yo sé muy bien lo que es tener 30 años y tener que pagar las facturas de la luz».

Bien es verdad que sus trabajos vienen de la mano del «ambiente de salón» de la marquesa de Llanzol, que recibía en su casa de Hermosilla a escritores, literatos y periodistas. Según la necrológica que ABC le dedicó el 21 de febrero de 1996, la marquesa de Llanzol fue «una de las mujeres más elegantes de España, musa de Balenciaga, amiga de José Ortega y Gasset y de numerosos escritores de la época, como Mihura, Tono y Dionisio Ridruejo». Otras crónicas menos políticamente correctas que el diario conservador de Madrid añaden que Ortega y Gasset daba signos de querer algo más que una simple amistad con Sonsoles de Icaza, una mujer sofisticada y culta en un Madrid en el que las señoras como ella ni habían viajado ni se habían cultivado. Fuera cual fuese la relación de la marquesa de Llanzol con Ortega, Carmen entró a trabajar en la Revista de Occidente con Soledad Ortega Spottorno, la hija del pensador, en 1959.

Otro de los habituales en los cenáculos de la marquesa era el filósofo Xavier Zubiri, que llegó a ser una de las «grandes referencias intelectuales» de Carmen, al modo de los profesores José Antonio Maravall Casesnoves y Luis Díez del Corral.

En 1967, Carmen comenzó a trabajar para la Sociedad de Estudios y Publicaciones, la fundación de Zubiri patrocinada por el Banco Urquijo y a la que acudía «la gente elegante». La fundación, creada en 1947, se convirtió en un foro intelectual en el que Zubiri exponía y discutía su pensamiento con discípulos como Pedro Laín Entralgo y José Luis López Aranguren. Dos veces al año ofrecía grandes seminarios. Su creador fue Luis de Urquijo, el marqués de Bolarque, entonces el principal accionista del banco. Se ubicó en la misteriosa Casa de las Siete Chimeneas, en la plaza del Rey, en el centro histórico de Madrid. Carmen ganaba allí 15 000 pesetas al mes, lo que en términos actuales la convertía en mileurista (unos 600 euros mensuales): «No era mucho, pero a mí me gustaba aprender. Necesitaba creencias. Tenía una enorme necesidad de certezas. Por eso leía tanto. Filosofía, de todo. Me interesaba todo porque necesitaba certezas».

El pensamiento de Carmen evolucionaba hacia un «radicalismo» que no podía encauzar en un partido político, inexistente en aquella época. Lo dirigió hacia las manifestaciones universitarias, que a su madre le parecían «un horror». La entrañable doctora Elena Catena se topó con Carmen en una de esas manifestaciones. Lo cuenta en Españolas en la Transición (p. 352):

Recuerdo cuando conocí a Carmen. Era 1967. Todos los días laborables, delante de la fachada principal de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid aparcaban tres o cuatro autocares, llenos de guardias, conocidos entonces por el color de sus uniformes: los grises. En el interior de sus coches, los policías, serios, callados, pasaban tres o cuatro horas, hasta que, a las doce o a la una, coincidiendo con la salida de clase de los primeros grupos de estudiantes, los guardias saltaban de sus coches y, porra en mano, arremetían contra aquéllos. Los estudiantes respondían con gritos de «¡Libertad!, ¡libertad!», y algún que otro «¡Muera Franco!». Los grises se ayudaban con perros adiestradísimos, que tiraban al suelo a los estudiantes y, con las patas delanteras en el pecho de los jóvenes, abrían la boca y rozaban con su lengua la cara de los atrapados. Las chicas tampoco se libraban de los perros. Supe después que los policías golpeaban a las mujeres en el vientre con las porras. Una mañana en que me disponía a cruzar con mi pequeño Seat entre aquel tumulto de estudiantes y grises, vi a una de mis alumnas. Paré, abrí la puerta de mi derecha y grité: «¡Suba! ¡Suba!». Vi que vacilaba y volví a gritar. Subió. «¡Deje que me detengan!», me dijo. «De eso nada. La dejaré en su casa. ¿Dónde vive?» Me dio su dirección. Me eché a reír. «¿Y qué hace una niña bien del barrio de Salamanca en este follón?» También ella se echó a reír. Así conocí a Carmen Díez de Rivera. Fue la estudiante más brillante del curso de Estudios Hispánicos. Le dimos el Premio Extraordinario.

La herida abierta que trae de África se siente en los poemas que publica ese año en Caracola, la revista malagueña.

«Perdón», escrito entre el 17 y el 19 de mayo de 1969:

Tan sólo la culpa es mía.

Ni siquiera la nada existe.

Nada es cierto.

Todo es mentira.

Y la culpa es sólo mía.

¿Acaso existo yo?

Sólo queda tu dolor.

¿Cómo es posible que un muerto aún pueda crear sufrimiento?>

¡Contradicción!

No puede razonar el corazón,

entraña podrida de sangre y pavor.

«Preludio Lunar», escrito el 11 de julio de 1969 en Marbella:

Qué difícil es cantar por el camino

cuando el pecho de tanto llorar

está quieto y vacío.

Qué difícil es caminar a secas

cuando el viento sopla frío

y cuando el agua es sólo un lamento perdido en el fondo de una taza.

Qué difícil es no odiar

cuando el día aún adolescente; apenas naciente

es ya tarde: sombra lunar.

«Lamentos», escrito el 12 de julio de 1969 en Marbella:

Cuánto deseo apoyar la cabeza sobre el suelo

y que me inunde todo el vacío de la tierra.

Quisiera que mi vientre fuera un tam-tam de piel hueca

y que cada mano pasajera dejase como única huella

un golpe vacío de uñas negras.

Tam, ram, plam… El caminar no ha sido más que arena.

Carmen corría delante de los grises y escribía para mitigar el dolor. Mientras tanto, la vida seguía para su círculo de gente bien. Lo normal era casarse joven. En esos tres años en los que estuvo fuera, Ramón Serrano-Súñer encontró novia, Genoveva de Hoyos y Martínez de Irujo. Se casó con ella el 26 de octubre de 1966 en la iglesia de San Fermín de los Navarros, en la calle Eduardo Dato.

Un hombre tranquilo y equilibrado, «un caballero», según la definición general de su entorno, Ramón Serrano-Súñer ha tenido una vida feliz con sus cinco hijos y su trabajo en el gabinete jurídico del Banco de Santander. A él también le envié una carta para informarle de la nueva salida del libro sobre Carmen. No he recibido respuesta. El mayor de los hijos, Alfonso, un exitoso hombre de negocios, se convirtió en el ojo derecho de su abuelo Ramón. Según personas de su entorno, el Cuñadísimo no se prodigó en afectos hacia sus hijos. Al que más, al segundo, Fernando.

La valiente historia de la hija menor de Ramón Serrano-Súñer, Genoveva, me hizo pensar en Carmen, al fin y al cabo su tía. Esta joven jurista fue atropellada a la puerta del colegio de sus hijas cuando estaba embarazada del menor y pasó varios meses en coma. Tanto ella como el bebé sobrevivieron. Más tarde, Genoveva escribió Mis cuatro grandes maestros en homenaje a sus hijos:

Como bien decía santa Juana de Chantal, «el sufrimiento pasa, pero el haber sufrido queda». De hecho, yo también doy gracias a Dios todos los días por haber sufrido un grave accidente el 3 de febrero de 2006, dejando a dos de mis hijas en el colegio y estando embarazada de cinco meses […]. Estuve un mes en la UVI del Clínico y dos meses en la UVI del Ruber Internacional. Aun así, nunca hay que olvidar que, pase lo que nos pase, Dios nos sostiene. Según pasa el tiempo, me doy cada vez más cuenta de que todo lo que he perdido en mi cabeza lo he recuperado en mi corazón.

Al regresar de África, también encontró casada a su gran amiga Pilar Serrano-Súñer (cuatro meses antes que Ramón, el 24 de junio de 1966). En ese matrimonio de Pilar con Carlos Muguiro, barón de Benedrís, destacó un detalle de la evolución ideológica del Cuñadísimo. Los padrinos —el padre de la novia, Serrano, y la madre del novio, la condesa de Muguiro— ostentaron la representación de los Condes de Barcelona, un gesto monárquico impensable en el Serrano falangista de los años cuarenta.

La actitud vital de Carmen tras su regreso a Madrid no pudo ser más opuesta a la de su exnovio. Salió con otros chicos, pero no quiso mencionarlos en este libro. Me dijo que estuvo a punto de casarse en tres ocasiones: «No lo hice porque no podía unir la atracción física con la intelectual, algo que sólo ocurrió con el hermano. Luego me he enamorado, pero me he enamorado con pasión física o con pasión intelectual. Alguna vez he estado a punto de casarme, pero al final no podía, porque nunca más he sabido hacer de nuevo esa unificación».

En 1969, tras dos años de pésimas relaciones, la marquesa de Llanzol la echó de casa. Carmen se fue a vivir a un pequeño apartamento de la calle Cartagena, esquina López de Hoyos, que le prestó su amiga Gabriela Sánchez Ferlosio (hermana del escritor Rafael Sánchez Ferlosio e hija de Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange que fue maltratado por Serrano): «Se me dijo que no podía seguir viviendo en casa. El argumento era que yo trabajaba y que tenía que colaborar al mantenimiento de la casa. Yo dije que bueno, pero que se me dieran los recibos. Papá siempre fue muy bueno conmigo. Yo supe que estaba muy enfermo. Pero mi madre tenía otra mentalidad, o lo que sea. Claro, nadie me iba a firmar un recibo diciendo que… ¡Habría sido una broma! ¡Los marqueses! Entonces, un día me ofrecieron un cheque de un millón de pesetas [unos 36 000 euros en la actualidad]. A alguien que viniera de fuera eso le podía parecer mucho dinero, pero a alguien que venía de donde yo, no. Lo rechacé. En el piso de Gabriela tenía unos muebles muy originales, de retazos. Me acuerdo de que había un sofá azul eléctrico que rascaba, tremendo. Era lo único que pude comprar».

La salida de la casa familiar de Hermosilla puso fin a diez años de cambio acelerado, de una transformación personal en la que la aristócrata consentida del barrio de Salamanca quiso dejar atrás su pasado y transformarse en una «ciudadana con deseos de libertad»: «Todo aquello está pasado, pero mi alma quedó partida, y mi vida condicionada por ese dolor. Lo que parecía no era, y lo que era resultaba tan peculiar… Piensa cómo le cambia la vida una noticia así a una persona de 17 años. Sigo sin querer hacer daño a las personas que viven, por eso guardé silencio durante mucho tiempo. El daño por dentro fue infinito. Más que un golpe fue un shock tremendo, una herida enorme que estuvo muchísimo, muchísimo, muchísimo tiempo manando. Yo intenté cerrarla bien dentro para que no doliera, pero no podía. Intenté quitarme de en medio para no fastidiar. No podía. ¡Imagínate lo que fue en aquella época! ¡Una niña bien como era yo, y ese drama! Pero África me ayudó mucho. Volví de allí con una conciencia social importante. Claro que yo me preguntaba: si esto lo supero, el dolor que llevo dentro, ¿cómo quedaré? Yo era muy sensible, muy tímida, como te he dicho. Yo siempre he detestado esos rasgos duros que a veces tenemos como país. Somos ruidosos, bullangueros, jaleadores, divertidos, enterramos bien a la gente, pero a veces llevamos lija dentro, y yo no tenía ganas de ponerme lija dentro. Desde que me fui me sentí mayor, muy mayor».

Cuatro décadas más tarde, en 1999, en el hospital de San Rafael donde ya había sido sedada en los días inmediatamente anteriores a su muerte, algunas personas que la rodearon se sintieron transportadas a esas Navidades de 1959. Carmen lo mezclaba todo. Datos, personas y acontecimientos. Al morir, construyó un monólogo interior e inconsciente en torno al asunto «del hermano»: «Dentro de este caminar por un desierto amoroso, por el desierto de mar que ha sido mi vida, ha habido siempre esa sensación de lobo solitario, y yo creo que no he cambiado mucho».