UNA HISTORIA DE NOVELA
Posguerra española
No muy lejos del hospital de San Rafael, donde Carmen expiró ese lunes 29 de noviembre de 1999, en una elegante casa de ese mismo barrio de Salamanca donde ella pasó prácticamente toda su vida, un anciano con idénticos ojos azul acero quiso saber cómo estaba «la niña». El hombre tenía entonces 98 años y el oído bastante tocado, pero conservaba la cabeza intacta. Era un abogado y empresario retirado, viudo y padre de seis hijos. Ninguno de ellos se atrevió a responderle. Lo hizo, finalmente, una persona de fuera de la casa que mantenía una estrecha relación con él.
—Carmen acaba de morir, don Ramón.
—Pobrecita. Era la hija que más se parecía a mí.
Ramón Serrano Súñer y Sonsoles de Icaza y de León fueron los dos protagonistas de una novela que aún está por escribir. Aparecen en El tiempo entre costuras, el bestseller de María Dueñas de 2009. La protagonista, Sira Quiroga, llega a coser para la marquesa de Llanzol y para sus amigas. En el epílogo del libro se explica así la fulminante patada que Franco dio al Cuñadísimo el 2 de septiembre de 1942 (pág. 625):
La razón de la caída del Cuñadísimo fue, supuestamente, un violento incidente en el que estuvieron mezclados carlistas, ejército y miembros de Falange […]. Pero yo me enteré de que hubo una razón añadida […]. Supe de ello sin moverme de mi casa, en mi taller y a través de mis propias clientas, de las españolas de alcurnia que cada vez eran más abundantes en mis probadores. Según ellas, la verdadera artífice del descalabro de Serrano fue Carmen Polo, la señora. La movió, contaban, la indignación de saber que, el 29 de agosto, la hermosa e insolente marquesa de Llanzol había dado a luz a su cuarta hija. A diferencia de los retoños anteriores, el padre de aquella niña de ojos de gato no era su propio marido, sino Ramón Serrano Súñer, su amante. La humillación que tal escándalo suponía, no sólo para la esposa de Serrano —la hermana de doña Carmen, Zita Polo— sino para la familia Franco Polo en sí, rebasó todo lo que la esposa del Caudillo estaba dispuesta a soportar.
El personaje literario que fue Serrano Súñer inspiró también a sir Samuel Hoare, el embajador británico en Madrid entre 1940 y 1944. Hoare, que detestaba y despreciaba a Franco con la misma intensidad con que detestaba y respetaba al Cuñadísimo, que le organizaba manifestaciones ante la puerta de la embajada. En sus memorias, Ambassador on Special Mission (escritas en 1946 y publicadas en España en 1977 bajo el título de Embajador ante Franco en misión especial), Hoare caricaturizó a Serrano Súñer comparándolo con el conde Mosca de Stendhal. Veía en el Cuñadísimo la sabiduría y el desencanto del aristocrático primer ministro de La Cartuja de Parma. Para Hoare, Franco es «lento de mente y movimientos», mientras que Serrano es «rápido como un cuchillo en palabras y hechos».
Si Serrano es, para Hoare, el conde Mosca, Sonsoles de Icaza es, para Carmen, el dictador retirado y arruinado de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. Así me la describieron otros, no sólo Carmen: una mujer despótica que trató de imponerse a todos los que la rodearon, incluidos sus hijos.
Según Carmen, sus padres se enamoraron en el otoño de 1940, un año políticamente muy intenso. Serrano, como ella lo llamaba, había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores el 17 de octubre, pero hacía tiempo que era el hombre más poderoso de España. La mano derecha del Generalísimo. Había sido ministro en los dos primeros gobiernos de Franco en Burgos, y había diseñado la arquitectura política y jurídica del régimen. En su designación fue decisivo su matrimonio con Ramona Polo Martínez-Valdés, Zita, la hermana pequeña de doña Carmen Polo, la mujer de Franco. Ambas hermanas se adoraban. También influyó su amistad con José Antonio Primo de Rivera.
Elegante y refinado, destacaba por su cultura y su cosmopolitismo en el «desierto empobrecido» que era la España recién salida de la guerra, según Carmen. Conocía bien Italia y Alemania, y le entusiasmaba el fascismo de Mussolini, tan distinto del franquismo, un proyecto que él percibió desde el primer momento como «endeble» y «cutre» en palabras de Carmen.
En ese otoño de 1940, no sólo era el más poderoso, sino también el más deseado. Tenía 39 años, mucho atractivo, era delgado y rubio aunque «prematuramente encanecido», según la descripción que hacen de él todas las crónicas. Prestaba mucha atención al vestido. Lo más llamativo, sin duda, esos bellos ojos de acero azul que heredaría Carmen.
Sonsoles, «de caza y pesca», que dirían las malas lenguas de Madrid, tenía apenas 26 años y ya llevaba cuatro casada con el buenazo del marqués. Era una mujer morena de 172 centímetros, altísima para la España de la posguerra, una de las señoras más elegantes y atractivas del país. Además de guapa, era tremendamente sofisticada, y gracias a la carrera diplomática de su padre había adquirido una educación y unas maneras que la diferenciaban de las españolas de su generación. Por ejemplo, los idiomas: hablaba francés e inglés. Su marido, el marqués de Llanzol, con 50 años ya, «subvencionaba» las famosas fiestas de sociedad que daba su mujer, a la que, según Carmen, adoraba.
El relato de Carmen coincide con el de otras personas, como el periodista y académico Luis María Anson, que incluye a la marquesa de Llanzol en un trío de señoras que se colocó en la vanguardia del renacer de la aristocracia tras la guerra civil. La primera es Belén Morenés y Arteaga, duquesa de Sueca tras su matrimonio con Carlos Ruspoli en 1931, cinco años antes de que Sonsoles de Icaza se convirtiera en marquesa de Llanzol al casarse con Francisco de Paula Díez de Rivera.
La segunda, la condesa de Elda, Emilia Carrión Santa Marina, de origen filipino, la anfitriona del famoso baile de fin de año en su palacio de Madrid, hoy desaparecido y convertido en edificio de viviendas cerca del Museo Reina Sofía, y un must para la jet set de la época. Todo el que era alguien en la España de entonces aspiraba a ser invitado por los Elda a celebrar la llegada del año nuevo el 31 de diciembre.
Las hermanas Carrión «tenían mucho dinero», según relata un conocido. «Eran dueñas de un edificio en la Gran Vía. Las dos se casaron con títulos». Emilia, con José Falcó y Álvarez de Toledo, XVI conde de Elda. Anson apostilla: «La duquesa de Alba estaba en otra liga: era la reina entre todas ellas».
En esa lista de las top five hay que incluir también a Carmen Muñoz Rocatallada, condesa de Yebes por su matrimonio con Eduardo de Figueroa y Alonso-Martínez, hijo del conde de Romanones. La condesa de Yebes, vinculada junto a su marido a la generación del 27, mantuvo abierto uno de los últimos salones literarios de España.
Pero la más elegante, la más destacada, la que sólo y siempre vestía de Balenciaga, su musa, ésa era la marquesa de Llanzol. Según Anson, tenía un atractivo añadido: no practicaba la «austeridad sexual» que prevalecía en la España de hace casi ochenta años y de la que sí hacían gala el resto de las mencionadas.
Sonsoles de Icaza se hizo muy amiga del diseñador vasco Cristóbal Balenciaga, que vistió a una jet mundial a años luz de la española. La lista incluía a millonarias americanas como Rachel Lambert Lloyd, Bunny, la segunda mujer del multimillonario y filántropo norteamericano Paul Mellon, uno de los mayores coleccionistas de arte del planeta. Bunny era una de las mejores amigas de Jackie Kennedy.
O a la sensacional Mona Bismarck, una socialité americana que se casó cinco veces, fue pintada por Salvador Dalí (The Kentucky Countess), y se convirtió, en 1933, en la primera mujer denominada la más elegante del mundo. Cuando Balenciaga cerró su atelier de París, en 1968, Mona pasó tres días sin salir del dormitorio de su mansión de Capri.
En la misma liga había una tercera americana, Wallis Simpson, la duquesa de Windsor, dos veces divorciada y por la que Eduardo VIII renunció al trono de Inglaterra. Y una última americana, la princesa Gracia de Mónaco, la exactriz Grace Kelly.
No hace mucho, en 2011, la Reina Sofía inauguró en Guetaria, de donde era originario Balenciaga, la Casa-Fundación que lleva su nombre. En este bello lugar de la costa vasca se conservan casi sesenta prendas de las dos Sonsoles, madre e hija. Sonsoles hija fue vicepresidenta de la Fundación durante los cinco primeros años y, en total, calculó que el reputado modisto llegó a hacerle noventa sombreros y cuatrocientos trajes a su madre. Balenciaga también diseñó algunos trajes en exclusiva para las hijas. Para Sonsoles, el de la primera comunión y el de su boda en 1957, a los 18 años, con Eduardo Fernández de Araoz.
También se ocupó Balenciaga del traje para la puesta de largo de Carmen en 1962 en el club Puerta de Hierro, que Anson recuerda colgado, impresionante, en la casa de Hermosilla.
Sentada sobre el suelo del estudio de Carmen en El Viso, mirando fijamente sus fotos en blanco y negro, vi pasar ante mí la vida de la marquesa de Llanzol como si del guión de una película se tratara. Sonsoles de Icaza era espectacular. Hay imágenes inolvidables, como la de la marquesa vestida de negro riguroso con pamela de terciopelo a juego (era diciembre) en la boda de su hija Sonsoles.
Carmen me desgranó con intensidad su vida, una existencia teñida de glamour y de sombras, pero siempre intentó guardarle el respeto. A veces sugirió más que afirmó. Otras veces me miró a los ojos e hizo un gesto. También movió la cabeza de un lado a otro, con algún que otro «Ya sabes» o «Te lo puedes imaginar».
Otras personas con las que hablé pusieron menos cuidado que Carmen. Afirmaron que la marquesa fue una mala persona, una mujer absorta en su propia vida que dañó emocionalmente a cada uno de sus cuatro hijos, que todavía «se pelean entre sí». Los dos mayores, Sonsoles y Francisco, están divorciados.
Un simpático familiar me dijo que lo primero que le viene a la cabeza al pensar en ella cuando se hizo mayor y perdió la insolente belleza de su juventud es Cruella de Vil, el legendario personaje inmortalizado en 101 dálmatas. Otro allegado subrayó que la cinematográfica marquesa de Llanzol era «todo superficie» y que vivía «de cara a la galería» para epatar a la sociedad de la época: conducía uno de los pocos Cadillac que circulaban entonces por el Madrid devastado tras la guerra; jugaba al tenis en los clubes más distinguidos, Puerta de Hierro y el Club de Campo, y lucía un sombrero de leopardo a juego con un abrigo que era la envidia de los que lo veían pasar en el interior de un Jaguar verde.
En diciembre de 1941, la monumental marquesa de Llanzol descubre que está embarazada por cuarta vez. «Yo soy hija del amor», afirmó Carmen una de esas tardes en su casa de El Viso, mirando con nostalgia antiguas fotografías de Ramón Serrano Súñer. Hasta los 17 años, lo llamó «tío Ramón», el amigo «de casa», respetado y querido, padre a su vez de sus amigos de la infancia: José, Fernando, Jaime, Francisco, Ramón y Pilar Serrano-Súñer Polo.
«Las dos familias [los Serrano Súñer y los Llanzol] estaban muy unidas», me dijo Carmen al mostrarme una de sus fotos preferidas de Ramón Serrano Súñer en la playa en el País Vasco, donde las dos familias veraneaban juntas. En esa autobiografía que nunca llegó a terminar, describió así esa imagen de Serrano Súñer:
Míralo aquí, sentado junto a su mujer, hermosa y joven, pálida y morena, rodeado por tres niños, ya más feítos, en traje de baño pero con hermosos bucles bajo blancos gorritos marineros, en la playa de Ondarreta, en San Sebastián, por cierto llamativamente desierta. ¿Qué año será? Tal vez estemos en la inmediata posguerra.
A raíz de esa foto se acordó también de una de sus historias favoritas, una que me contó en varias ocasiones. Fue cuando el «tío Ramón» le regaló aquel gorrito blanco para ir a la sierra. Tendría ella doce años y había enfermado de anorexia. Como súbitamente había dejado de sentir hambre, en su casa pensaron que el aire fresco de la montaña le vendría bien: «Serrano era muy cariñoso conmigo. Me insistía para que comiera».
Me llamó la atención la forma que tenía de referirse a sus dos padres. Desde los 17 años llamó al biológico «Serrano» y al adoptivo «papá», «mi padre Llanzol» o «mi padre Díez de Rivera». Carmen insistió una y otra vez en que no le dolía «el mestizaje», sino todo lo contrario. En la cabeza tenía una larga lista: «La historia está llena de grandes nombres de bastardos, como el de Willy Brandt».
Durante la Transición, uno de los personajes que más ilusión le hizo conocer fue precisamente el exalcalde de Berlín, cuyo nombre verdadero no era Willy Brandt, sino Herbert Karl Frahm, hijo de una madre soltera que trabajaba como cajera en unos grandes almacenes en Lübeck. Carmen lo sabía todo sobre la vida de Brandt: desde que fue criado por sus abuelos porque la madre trabajaba seis días a la semana para mantenerlo, hasta que el fiero Adenauer lo insultó diciendo: «Alemania jamás será gobernada por un bastardo».
El no haber sido nunca reconocida legalmente por Serrano Súñer no pareció importarle demasiado a Carmen. Lo que sí le produjo un enorme resentimiento fue lo que ella llamó «la hipocresía y el despotismo» de su madre y de su entorno. Ese mirar para otro lado, ese hacer como si nada hubiera ocurrido le produjo un inmenso dolor a lo largo de toda su vida: «Recuerdo una vez, tendría yo 8 años, que mandó a una doncella llamarme, casi a medianoche, para que llamara al “tío Ramón” y le preguntara que cuándo iba a venir a vernos, que le echábamos de menos». Carmen sitúa esta escena a principios de los cincuenta, cuando la relación de los amantes comenzó a deteriorarse hasta que Serrano Súñer abandonó a la marquesa de Llanzol por una mujer más joven que ella.
Carmen me habló mucho de Ramón Serrano Súñer, siempre de una manera positiva, bajo el prisma de «sí, era un fascista pero ilustrado». Me habló de su brillante cabeza; de su dolor por el asesinato de sus hermanos mayores; de su huida de la cárcel bajo el terror rojo que se había instalado en Madrid en 1936; de su rechazo hacia los británicos porque la embajada les negó el refugio a él y a sus hermanos; de su llegada a la zona nacional para instalarse junto a Francisco Franco; de su fulgurante ascenso y caída dentro del régimen franquista, que dura apenas cuatro años; de su desaparición política, con poco más de 40 años, víctima de los «celos de un dictador mediocre» y de las «fobias de su antipática mujer» combinados con el cuadro político del momento; y de su resentimiento, que le duró toda la vida: le costaba comprender cómo un hombre como Franco, mucho menos capaz que él, pudo relegarlo.
Carmen sentía una indisimulada admiración por la capacidad intelectual de Serrano. De la vida posterior a su defenestración política, cuando estuvo al frente de uno de los mejores bufetes del país y fundó Radio Intercontinental, apenas le oí un par de comentarios.
Intenté completar el relato fragmentado y humano de Carmen con lecturas. La música era parecida, pero Carmen había mejorado la letra. Quizá torturado por su pasado, como sugirió el historiador Javier Tusell, Serrano intentó maquillarlo con unas memorias y una biografía amañadas y del todo insuficientes.
Ramón Serrano Súñer nació el 12 de septiembre de 1901 en Cartagena. Puede que lo único que compartiera con Franco fuera su origen de clase media y su matrimonio con dos hermanas pertenecientes a una clase social ligeramente superior (como se encargaba de recordar doña Carmen Polo). Los padres de Serrano eran catalanes. El padre, José Serrano Lloveres, de Tivisa. La madre, Carmen Súñer Font de Mora, de Gandesa. Curiosa circunstancia para un hombre que en 1939 llegó a afirmar: «Ser catalán es una enfermedad».
El padre era un ingeniero de caminos, canales y puertos que estuvo destinado en Cartagena, en Castellón de la Plana y en Madrid. A los 17 años, Serrano empezó la carrera de Derecho en la Universidad Central de Madrid, la actual Complutense, donde se hizo muy amigo de José Antonio Primo de Rivera, el futuro fundador de la Falange. Al terminar, en 1925, fue aceptado en el Colegio de España en Bolonia, que sigue siendo hoy uno de los centros universitarios más prestigiosos para los licenciados en Derecho.
Obtuvo el número uno en las oposiciones a abogado del Estado, antes incluso de cumplir la mayoría de edad de entonces (23 años), y fue destinado a Zaragoza, donde las jóvenes en edad de merecer se lo rifaban. Su apodo: ¡Jamón Serrano!
En 1929 fue invitado a una comida en casa del director de la Academia Militar, Francisco Franco Bahamonde, y su mujer, Carmen Polo Martínez-Valdés. Tenía 28 años cuando conoció a Zita Polo, de apenas 17, la hermana pequeña y ojito derecho de doña Carmen, según Paul Preston.
Dos años más tarde, en 1931, Ramón y Zita se casaron en Zaragoza. Como padrino de la novia, llevándola del brazo, Franco. Como testigo, José Antonio Primo de Rivera.
Cinco años más tarde, el 13 de marzo de 1936, fue Ramón Serrano Súñer el que ofició otro encuentro político-familiar que pudo haber tenido importantes consecuencias para el país: aquel en el que Franco y Primo de Rivera tenían que decidir si se unían para pronunciarse juntos contra la República. La reunión tuvo lugar en casa de su padre y de sus hermanos, en la calle Ayala de Madrid. La cosa no acabó bien: Franco y Primo de Rivera, hijo del dictador Miguel Primo de Rivera, nunca se entendieron.
Así recoge Ignacio Merino esa velada en la biografía que escribió al alimón con Serrano Súñer (p. 56):
Fue una entrevista pesada y para mí incómoda. José Antonio quedó muy decepcionado, y apenas cerrada la puerta del piso se deshizo en sarcasmos […]: «Mi padre —comentó José Antonio—, con todos sus defectos, con su desorientación política, era otra cosa. Tenía humanidad, decisión y nobleza. Pero estas gentes…».
El 18 de julio de 1936, cuando comienza el alzamiento militar contra el Gobierno de la República, Serrano Súñer está en Madrid, donde era diputado por Zaragoza desde 1933 (primero de la Unión de Derechas y después de la CEDA). En la capital de España reinaba la confusión y, después, el llamado terror rojo. Sus dos hermanos mayores (eran siete hermanos) fueron detenidos y posteriormente fusilados por milicianos en las tapias del cementerio de Aravaca. Ramón Serrano Súñer llevó corbata negra por ellos durante años.
El joven parlamentario de 35 años fue también detenido y llevado a la cárcel Modelo de Madrid junto al falangista Raimundo Fernández-Cuesta, que pasó año y medio en prisión antes de ser canjeado por un político republicano. Cuarenta años más tarde, durante la Transición, Fernández-Cuesta fue a Marbella a entrevistarse con Carmen, cuando ésta ya era jefe de Gabinete de Adolfo Suárez, para interesarse por el futuro de la Falange. Fernández-Cuesta «sabía con quién estaba hablando» y confiaba en que Carmen iba a «tratarlo bien», según me explicó ella misma.
Serrano Súñer padeció siempre del estómago. Eso quizá le salvó la vida. Gracias al doctor Gregorio Marañón, al peneuvista Manuel de Irujo (que era ministro sin cartera del Gobierno de Largo Caballero) y al dirigente socialista Jerónimo Bugeda (afín al ministro Indalecio Prieto), consiguió ser trasladado de la cárcel a una clínica privada para ser tratado de una úlcera gástrica. De allí escapó, disfrazado de mujer, el 20 de enero de 1937. En tan sólo un mes, se refugió en la embajada de Holanda, se trasladó a Alicante, embarcó junto a su familia en el destructor argentino Tucumán y llegó hasta Marsella.
El 20 de febrero de 1937 cruzó de nuevo la frontera, esta vez por Hendaya, y se trasladó al cuartel general de Franco, que estaba en Salamanca.
Ahí empezó su fulgurante ascenso político. Durante año y medio no ocupó una posición oficial, pero se dedicó a asesorar a Franco dando largos paseos por el jardín del Palacio del obispo. Influyente y en la sombra, se ganó así el apodo de Cuñadísimo.
El 24 de diciembre de 1938, a los 37 años, se convirtió en ministro del Interior del primer Gabinete de Franco, aún durante la guerra civil. Su poder siguió aumentando: en agosto de 1939, esa cartera pasó a llamarse de la Gobernación, y Serrano Súñer fue nombrado además presidente de la junta política de la FET (Falange Española Tradicionalista) y de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, fundadas por Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo), el conglomerado ideado por el régimen para fundir a falangistas, carlistas y jonsistas, como antecedente inmediato de lo que más tarde se denominó el Movimiento Nacional, el partido único de Franco.
Curiosamente, cuarenta años más tarde, el ministro secretario general del Movimiento Nacional fue Adolfo Suárez. A su lado, como jefe de Gabinete en ciernes, Carmen ocupó el primer puesto propiamente político.
El cénit del poder de Serrano Súñer se produjo el 17 de octubre de 1940, en el segundo Gobierno de la paz franquista, cuando reemplazó al frente de Exteriores a Juan Luis Beigbeder, y protagonizó el episodio por el que pasó a los libros de Historia: la famosa entrevista entre Francisco Franco y Adolf Hitler en la estación de tren de Hendaya el 23 de octubre de 1940.
Serrano Súñer, el más germanófilo de los miembros del Gobierno de Franco, no concretó la entrada de España en la segunda guerra mundial, pero sí logró concertar una alianza política y un estrechamiento de las relaciones económicas, policiales y de espionaje con la Alemania nazi.
Este año, cuando este libro estaba a punto de regresar a la imprenta, el diario The Guardian desveló que el MI6, el servicio de inteligencia exterior del Reino Unido, empleó más de doscientos millones de dólares de la época en sobornar a militares, armadores y espías del entorno de Franco para que lo convencieran en contra de la entrada de España en la contienda mundial del lado de los nazis. Algunas democracias más desarrolladas que la nuestra, como la británica, cuentan con una herramienta valiosísima para los historiadores: aquí, en España, no se desclasifican documentos oficiales así pasen siglos.
Queda aún por establecer el papel que representó Serrano Súñer en la posición española durante la segunda guerra mundial. Lo cierto es que, en su larga y productiva vida civil después de ser el Cuñadísimo, Serrano Súñer se defendió siempre de las críticas por su germanofilia, pero nunca aceptó ser entrevistado en profundidad por fuego que no fuera amigo.
La versión oficial es que siempre hizo todo lo posible por que España entrara en la guerra de la mano del Eje. Según Serrano Súñer, fueron los propagandistas de Franco los que difundieron falsamente que su apasionada germanofilia estuvo a punto de llevarnos a participar en la contienda mundial: «Ésa fue una cínica invención; una campaña orquestada oficialmente desde el Poder» (Memorias, p. 357).
El poder y la gloria que Serrano Súñer disfrutó en el Palacio de Santa Cruz, sede del Ministerio de Asuntos Exteriores, fue breve: menos de dos años. Envidiado y políticamente aislado, se paró en seco la meteórica carrera política que había nacido en 1937 en Salamanca. Bastó el atiplado «Voy a sustituirte, Ramón» que le dedicó Franco el 2 de septiembre de 1942 en un incómodo encuentro en El Pardo. ¿Por qué?
A Carmen le fascinaba Serrano. Sus ojos, repetía, eran iguales. Esto escribe de él en su autobiografía:
Una y otra vez sobresale su mirada. Magnética, azul, penetrante. A veces implacable, otras ensimismada, y en alguna ocasión doliente y lejana. También es una mirada de mando, cuando aparece disfrazado con ese horrible traje uniformado de chaquetilla blanca, con gorra y águilas y brazo en alto.
Lo consideraba inteligente, dotado de una gran mente política que ella habría heredado:
¿Cómo es posible que un jurista doctorado en Bolonia, hijo del ingeniero jefe del puerto de Castellón, de hermanos ingenieros en caminos, canales y puertos haya podido compartir letras y gestos con esta tropa?
Era un hombre muy elegante; mira este traje oscuro, la camisa, la corbata negra. Impecable.
Ella se mostraba orgullosa de «su imagen viscontiana», en referencia a la exquisita forma de vestir: un pañuelo asomando en el bolsillo de la chaqueta, unos zapatos bien lustrados y el pelo peinado hacia atrás. Lo que más le gustaba era «la frente despejada, de persona inteligente, la mirada profunda, bajo unas cejas rectas y bien trazadas».
Al escribir este libro caí en la cuenta de que, para que Carmen describiera de forma así de minuciosa a su padre, debió de pasar horas y horas, a lo largo de toda una vida, mirando fijamente esta fotografía en la que, en efecto, recuerda a Burt Lancaster en El Gatopardo o a Dirk Bogarde en Muerte en Venecia.
¿Qué harán sentados de esta guisa sobre la arena de una playa desierta en la que se tiene la sensación de que no les alcanza ni la arena? La atmósfera que se desprende es un inmenso y gélido silencio, a pesar de que la fotografía es extremadamente bella.
Fascinada, paseé la vista entre la cara de Carmen y las fotos de Serrano. Se parecían como dos gotas de agua. No sólo físicamente. Carmen poseía el mismo carácter «mercurial» que Hugh Thomas observó, de modo muy certero, en su padre (p. 634):
Este dandi de pelo prematuramente blanco y ojos azules era la influencia dominante de su cuñado. Serrano Súñer debía su éxito político a su inteligencia, sus poderes de decisión, su falta de merced y su encanto. Pero mientras gustaba a un círculo pequeño, alienaba a las masas. Parecía sensible, vengativo, arrogante y mercurial.
A Serrano se le han atribuido otras amantes, pero Sonsoles de Icaza fue la única a la que su mujer, Zita, se opuso con vehemencia. Según varias fuentes, porque las otras eran «discretas», mientras que la ambiciosa marquesa de Llanzol se jactaba públicamente de su affaire con uno de los hombres más poderosos y atractivos de España.
Los rumores sobre la escandalosa relación entre Serrano y la marquesa de Llanzol tardaron muy poco en llegar al Palacio de El Pardo, donde Franco se había instalado por seguridad al final de la guerra y de donde ya no saldría hasta su muerte, el 20 de noviembre de 1975. Se hacían bromas al respecto. A la pregunta «¿Dónde está la marquesa?», la malévola respuesta era: «Subiendo por Serrano». Una persona que participó en las meriendas del Ritz y de Embassy de la época me dijo: «Había matrimonios, como el de Llanzol, cuyos cuernos chocaban entre sí como las tazas de té».
La maquiavélica Pura Huétor, casada con Ramón Díez de Rivera, el marqués de Huétor de Santillán, y por tanto tía de Carmen, ponía sus ojos y sus oídos al servicio de Carmen Polo y actuaba como filtro entre los chismes de la calle y la señora de El Pardo. Cuando Ramón Serrano Súñer salió del Gobierno de Franco, la Huétor reemplazó en el corazón de Carmen Polo a su hermana pequeña, Zita. Pura se salió con la suya: no soportaba a la familia Serrano Súñer, según cuenta con precisión en su biografía de Franco el historiador Paul Preston.
Carmen estuvo de acuerdo con Preston: en el Madrid gris y entristecido de la posguerra, la ultracatólica Carmen Polo se enfureció al conocer las noticias que le traía la Huétor: el bebé que estaba a punto de dar a luz la marquesa de Llanzol era fruto de su relación adúltera con el marido de su hermana Zita.
Cuando Franco cesó a Serrano Súñer, se abstuvo de utilizar el método usual de enviar un motorista con el sobre a casa de la víctima. Al fin y al cabo, eran cuñados. El afectado lo explicó así en sus Memorias (p. 371):
Fui llamado a El Pardo, como tantas otras veces, sin haberme advertido previamente de qué se trataba. Franco, nervioso, con mucho movimiento lateral de ojos, y muchos rodeos, me dijo: «Te voy a hablar de un asunto grave; de una decisión importante que he tomado […]. Con todo esto que ha ocurrido, te voy a sustituir».
Y precisaba en otro lugar (p. 359):
Como ya he puntualizado alguna vez, mi salida del Gobierno el 2 de septiembre de 1942 se debió a causas de la política interior española, y no, como quiso dar a entender una leyenda interesada, al deseo de Franco de cambiar el signo de su política exterior en vista de una previsible declinación de la estrella del Eje en la marcha de la guerra. […] Sólo desde un plano de ignorancia o de cinismo pudo sostenerse que mi salida obedecía a un cambio en la política exterior. Pero, sobre todo, no se entendería que, mientras se ponía en el Ministerio a un hombre que pudiera tranquilizar a los aliados, se estuvieran pronunciando discursos y publicando artículos de mucho mayor compromiso con el Eje que los pronunciados o publicados en la etapa mía, esto es, la que luego se ha querido dar por liquidada con mi alejamiento del poder.
En 1996, tres años después de la muerte de Zita Polo, Ignacio Merino publicó la biografía autorizada de Serrano Súñer. Una vez fallecida su mujer, Serrano se sintió autorizado a dar un paso más en las explicaciones sobre su cese e incluyó por primera vez las maquinaciones de doña Carmen Polo.
A la mujer de Franco la ayuda, según Serrano Súñer, Luis Carrero Blanco, la eminencia gris del régimen. Carrero ambicionaba convertirse en heredero de Franco. Para eso, mantiene SS, necesitaba apartarlo a él. Así lo cuenta Merino (p. 272):
Era cada vez más claro que en torno a Serrano se estaba urdiendo una red para la emboscada, una estrategia que no parecía partir directamente del Caudillo, quien mantenía la relación con su cuñado más estrecha que nunca. Para Franco, seguía siendo el mediador en cualquier disputa, el hombre capaz de diseñar una política exterior y de enfrentarse a las constantes fricciones de los asuntos internos. El recelo no venía del propio Franco, sino de alguien muy próximo, una figura en el claroscuro que le hacía tomar algunas decisiones y llevar a cabo ciertos nombramientos. La que se titulaba ya por orden de su marido «Señora», al modo mayestático de las antiguas reinas y ante cuya aparición pública debía sonar el himno nacional. La némesis de El Pardo, urdidora incansable, desconfiada y artera.
Que Carmen Polo no es del gusto de Serrano Súñer se siente en el lenguaje utilizado por Merino (p. 273):
Una dama a quien los servidores temían […] y a quien su círculo adulaba con admirable dedicación. Los tés de El Pardo, atendidos por damas de la antigua nobleza adictas a la nueva soberana —o auténticas fulanas ennoblecidas, todo hay que decirlo—, se convirtieron en fragua de nombramientos y fábrica de cesantías. La «Señora» estaba contenta: en Luis Carrero Blanco había encontrado al fiel servidor que necesitaba. Los recelos contra su cuñado estaban dormidos, pero a flor de piel. Un comentario inocente de quien veía las cosas sin matices pudo ser el detonante de la alarma interior de doña Carmen cuando un día su hija Nenuca, joven de 15 años sin pelos en la lengua y que prestaba oídos a cuanta murmuración pasaba cerca de ella, preguntó a bocajarro: «Pero bueno, mamá: ¿quién manda aquí?, ¿papá o el tío Ramón?».
El suceso que propició la salida de Serrano Súñer, o la excusa utilizada por Carrero Blanco, tuvo lugar el 16 de agosto de 1942. SS lo calificó de «confuso episodio de Begoña». Ese día, en el funeral celebrado en el santuario de Nuestra Señora de Begoña por los caídos del Tercio de la Virgen de este nombre, se enfrentaron carlistas y falangistas. Franco condenó a muerte a un falangista llamado Juan Domínguez. SS terció por él. Carrero Blanco convenció al Generalísimo de que si seguía los consejos de su cuñado causaría malestar dentro del ejército porque la Falange quedaría como vencedora. Así lo cuenta Serrano en sus memorias (p. 371):
El Caudillo, pese a haberme convertido yo, con mis maneras independientes y críticas, en un colaborador incómodo, no se decidía —tal vez por inercia— a prescindir de mí; y, además, porque Franco, en el fondo, consideraba falso —como de verdad lo era— el argumento que se esgrimía según el cual el ejército resultaría vencido […]. Y fue entonces cuando Carrero decidió echar de la consideración que más podría impresionar a Franco: «¿No comprende V. E. que, si Serrano no sale también del Gobierno, todo el mundo dirá que quien manda es él y no V. E.?». Éste fue el torpedo eficaz lanzado por un especialista.
Serrano Súñer nunca reconoció oficialmente que Carmen Díez de Rivera era su hija. Así, la muerte de su esposa en 1993 le permitió atacar a Carmen Polo con más libertad, pero no hasta el extremo de desvelar toda la historia. Los historiadores españoles han sido siempre reacios a incluir el nacimiento de Carmen como la última gota de una cadena de factores que llevó a la defenestración de Serrano. Cuando éste murió, en 2003, el diario conservador Daily Telegraph se refirió elegantemente a «tensiones familiares» que propiciaron su salida del Gobierno de Franco.
Carmen me transmitió la historia tal y como la había recogido ella de su propia madre: fue su nacimiento, el sábado 29 de agosto de 1942, lo que puso la puntilla a la caída en desgracia de Ramón Serrano Súñer: «Todo Madrid estaba al tanto de lo ocurrido, incluida doña Carmen».
El domingo 30 de agosto de 1942 era fiesta de guardar en esa España católica a ultranza. El lunes 31, Franco llamó a su cuñado para felicitarlo por su santo, san Ramón Nonato, patrono de las parturientas. En sus memorias, Serrano Súñer explica que el dictador lo citó al día siguiente, martes 1 de septiembre, en El Pardo, para no amargarle la onomástica. El miércoles 2 de septiembre se hizo público el cese del ministro de Asuntos Exteriores. Faltaban unos días para que Serrano Súñer cumpliera 41 años.
SS se mantuvo como procurador en Cortes, ese falso Parlamento franquista, hasta 1957, pero se alejó para siempre del régimen. Evolucionó hacia posiciones más liberales, y apoyó económicamente a Dionisio Ridruejo y a su movimiento político clandestino, la Unión Socialdemócrata de España (USDE), el partido en el que Carmen inició sus pasos políticos.
Una vez muerto Franco, Serrano Súñer dio conferencias, publicó sus memorias y participó en los famosos vídeos de Hugh Thomas sobre la guerra civil. Ninguno de sus seis hijos oficiales, nacidos entre 1931 y 1941, se interesó por la política.
Cuando Carmen cayó enferma, la más pequeña de los Serrano-Súñer, Pilar, una mujer profundamente católica, la acompañó a menudo en sus paseos por El Viso. Cuando murió, Pilar Serrano-Súñer Polo estuvo en la cabecera de su cama junto a Sonsoles Díez de Rivera, su otra hermana.
La relación entre Ramón Serrano Súñer y Sonsoles de Icaza continuó hasta 1955. Fue él quien finalmente la rompió. Según Carmen, la anorexia preadolescente que padeció en torno a los 12 años coincidió con la ruptura entre sus padres: «Cuando Serrano la dejó, mi madre se resintió en un primer momento contra mí porque yo le recordaba demasiado a él».
En 1996, cuando murió Sonsoles de Icaza, Ramón Serrano Súñer, que había enviudado tres años antes, empezó a llamar asiduamente a Carmen para hablarle «del gran amor» que había sido para él la marquesa de Llanzol. A Carmen, estas llamadas ya no la consolaban. Llegaban demasiado tarde.
—¿Te ha llamado tu padre, Carmen?
—Está tan mayor, y yo soy ya algo tan lejano para él…
Esta escena tuvo lugar en el hospital de San Rafael, en noviembre de 1999, cuarenta y ocho horas antes de morir. Su interlocutora es la doctora Elena Catena, de 79 años. Catena, una mujer entrañable, se convirtió en 1947 en la primera doctora en Literatura de España. Catena le dio clases a Carmen en la Universidad Complutense durante los convulsos años sesenta.
En ese último encuentro en el hospital, Carmen y su antigua profesora comentaron lo que la doctora Catena había escrito sobre ella en el libro Españolas en la Transición, de excluidas a protagonistas (1973-1982) (p. 352):
En el verano de 1976, el Rey nombró a Adolfo Suárez presidente del segundo Gobierno de la monarquía. Suárez, a su vez, eligió a Carmen Díez de Rivera como directora de su Gabinete. Ello significaba que era persona de toda su confianza. En todo cuanto ocurrió entonces (al comenzar en esos momentos el verdadero cambio de la dictadura franquista a la democracia), la personalidad de Carmen Díez de Rivera actuó, ayudó y a veces forzó decisiones políticas, con valor, con una especie de inteligencia práctica, tan necesaria en política. Siempre al lado de los mejores hombres de aquella época que abrieron puertas de luz a nuestra democracia.
Se hizo todo en Madrid, en Castellana, 3, luego en el palacete de la Moncloa.
Aquella muchacha en riesgo inminente de ser apaleada por los grises ha sido y es uno de los recuerdos más dignos, saludables y conmovedores de mi ya muy larga vida. Durante años, fui sabiendo de su trayectoria política, casi siempre de lejos, por los periódicos, por algunos amigos. De vez en cuando hablé con ella, en dos ocasiones comimos juntas, una vez en nuestra casa cuando aún vivía Antonio, mi marido. Recuerdo la entrada de Carmen, quien, dirigiéndose a él, le dijo: «Me he tomado un chinchón con Carrillo». Luego, vuelta hacia mí, continuó: «¡Y el chinchón no nos gusta a ninguno de los dos!». Creo recordar que se lo tomaron en el bar de las Cortes. España era ya, indudablemente, una nación democrática.
Tengo que terminar. Falta mucho, mucho. Alguien tiene que contar la historia de Carmen Díez de Rivera. No le han faltado tristezas, dolores del alma. Pero también ha disfrutado de alegrías, de satisfacciones. Ahora, esta anciana profesora quiere decir como aquella mañana en la Facultad: «¡Sube! ¡Sigue subiendo siempre!, dándonos el ejemplo de tu coraje, tu dignidad y tu sabiduría. Querida Carmen…».
A Carmen se le saltaron las lágrimas al leer estas líneas. La doctora Catena se quedó tres cuartos de hora más despidiéndose de una de sus alumnas preferidas de la diplomatura de Estudios Hispánicos que impartía en la Complutense. Tampoco la doctora Catena pudo evitar el llanto al ver, como me dijo, «esta vida valerosa y desgraciada, desgraciada hasta el final porque así lo quisieron algunos».
Cuando fui a visitarla, en el año 2000, la anciana profesora me insistió en que contara la historia de Carmen Díez de Rivera. Fue la doctora Catena la que me regaló el pesado tomo de las Memorias de Serrano Súñer que he usado en este capítulo. La profesora murió en enero de 2012, con 91 años.
El 12 de septiembre de 2000, cuando Ramón Serrano Súñer tenía 99 años, le envié una carta solicitándole una entrevista para este libro. Nunca me contestó y se llevó así a la tumba el secreto de su relación con Sonsoles de Icaza. Serrano, evidentemente, no se sentía cómodo con su pasado. Ya en 1943, los servicios de inteligencia del Reino Unido y de Estados Unidos se cobraron su actuación política en Appeasement’s child, el libro que publicó el joven corresponsal del New York Times Thomas J. Hamilton. Negro sobre blanco, Hamilton cuenta que Serrano heredó la amante rubia de su predecesor, Juan Luis Beigbeder, mientras éste fue a refugiarse a su casa de Ronda. Esta señora, la mujer de un diplomático extranjero acreditado en Madrid, también fue novelada por María Dueñas.
Más escandaloso, sobre todo para la época, es el relato que hace Hamilton de esa otra amante de Sevilla que le pegó una enfermedad venérea a Serrano. El corresponsal del Times expresa una única duda: si es verdad, como se dijo, que Serrano transmitió a su vez la enfermedad a su mujer, lo que provocó la iracundia de las hermanas, sobre todo de Madame Franco, como el periodista llama a doña Carmen Polo. En cualquier caso, para Hamilton no cabe duda: la circunstancia de su matrimonio con Zita, que lo aupó al poder, estuvo también en el origen de su caída.
Todo esto lo relata Hamilton con detalle, sobre todo en la página 129 de su libro, una auténtica joya plagada de detalles interesantes y desconocidos sobre los personajes de la época. En su obra, la primera crónica internacional en forma de libro de esa España, Hamilton termina así: «Esperemos que el día de la liberación, cuando los amigos de la democracia y de la decencia puedan hablar, no esté demasiado lejos». Faltaban aún 32 años para la muerte de Franco.
Con este background en mujeres, es evidente que el nacimiento de Carmen, público y notorio para la sociedad, fue la gota que colmó el vaso de la paciencia familiar. Según fuentes bien informadas, la atracción de Serrano Súñer continuó hasta casi los 100 años, cuando aún se le atribuye otra relación, precisamente con una mujer de Sevilla.
Nada de esto se escribe o se cuenta en España. Al menos abiertamente. En 1969, el periodista del momento entonces, Emilio Romero, estrenó una obra titulada Sólo Dios puede juzgarme e inspirada claramente en la historia de los padres de Carmen y sus circunstancias. Se interpretó por primera vez en el teatro Infanta Isabel de Madrid el 14 de marzo de 1969. Según Carmen, «todo el mundo corrió a verla porque se sabía de qué iba». El crítico de ABC, sin embargo, se preguntó cínicamente en su artículo: «No sé si el tema de esta obra habrá sucedido en parecidos términos». El de La Vanguardia, más directo, afirmó que se trataba de un «ataque a la moral convencional y a la hipocresía de las clases altas».
En 1993, el historiador británico Paul Preston, autor de la biografía de referencia sobre Franco, incluyó el escándalo personal como uno de los dos factores que determinaron la caída de Serrano[2]. El primero fue el «resentimiento [de Franco] porque Serrano Súñer acaparara la atención […]. Franco era muy sensible a los comentarios de que su cuñado le estaba robando el papel. Lo mismo le ocurría a doña Carmen pero más acentuado» (p. 579). Y el segundo, a continuación:
[…] la cólera acentuada de la señora Franco por el hecho de que la buena sociedad madrileña supiera que Serrano Súñer mantenía relaciones con la esposa de un destacado militar perteneciente a la nobleza. «Su conducta personal había llegado a mancillar el hogar de Franco», según la elegante frase de Feis. A Serrano Súñer se le agotaba el tiempo.
En 2001, Jesús Pardo mencionaba también esta cuestión en su libro Las damas del franquismo:
Si Nicolás cayó, muy relativamente, porque de Salamanca pasó a la embajada en Lisboa, y fue por gracia de doña Carmen, Serrano, con el tiempo, caería por una serie de razones entre las que descuellan modestamente sus casquivaneos de faldas, ofensivos para la más joven de los Polo: Zita. Y concretamente con Consuelo [sic] de Icaza y León, mujer del teniente coronel Francisco Díez de Rivera, marqués de Llanzol.
Paco Umbral lo contó, a su manera, en distintas columnas. Y casi dos semanas después de la muerte de Carmen, el sábado 11 de diciembre de 1999, el periodista Gregorio Morán publicó su obituario en La Vanguardia:
Había nacido en agosto de 1942, tercer año triunfal del nuevo régimen, y de creer las diversas notas necrológicas nos encontraríamos ante el primer caso de la historia de una niña concebida por inseminación artificial, porque sólo conocemos a la madre y no hay la más mínima referencia a quién fue el varón que facilitó tan esplendoroso retoño de la raza. […] Porque la niña nació walkiria en tiempo de walkirias, cuando los arios no conocían límite y el Tercer Imperio tenía en don Ramón Serrano Súñer a uno de sus hombres más preciados. Era Serrano Súñer hombre de atractivos. Aunque sigue vivo, desconozco si a sus casi cien años se conserva en vegetal o sigue con aquellos ojos que heredó Carmen, y aquella manera de mover el cuello, entre altanero y retador, que preludiaba un ataque de ira, que también heredó Carmen, como muchas otras cosas que no vienen ahora al caso; y por si fueran pocos sus atractivos personales, estaban los que le había concedido la historia: ser cuñado del Generalísimo, amén de mentor político, ministro del Interior y de Asuntos Exteriores. La marquesa de Llanzol, por su parte, tenía bien ganada fama de bella, de inteligente y de buena inversora a la hora de poner sus ojos en los hombres de su época […]. Agosto de 1942 marca la linde del orto y el ocaso de la figura perenne de Ramón Serrano Súñer, destituido del Ministerio de Asuntos Exteriores días más tarde del nacimiento de Carmen. Una casualidad que, por suerte para su madre, que no para ella, no nació de la inseminación artificial sino de la relación entre el todopoderoso número dos del régimen y la marquesa de Llanzol.
Para Carmen, ser hija ilegítima de Ramón Serrano Súñer no constituyó el punto más traumático de su torturada biografía. No sé hasta qué punto de manera sincera, pero siempre se refirió con admiración a la «riqueza del mestizaje».
Lo que no entendía, según me dijo, es que pasado el tiempo, y fallecidas las personas a las que se podía hacer daño, se siguiera ignorando en la España oficial el «detalle» de su nacimiento a la hora de explicar un acontecimiento importante para la historia de España. Desde su punto de vista, la súbita salida de Ramón Serrano Súñer del Gobierno acabó de lleno con cualquier posibilidad de apertura del régimen franquista.
Así lo interpretó al menos Carmen, que no ocultaba su fascinación por la personalidad política de su padre biológico. En su modo de ver las cosas, consideró que él también, como ella misma durante la Transición, fue víctima de las circunstancias. «Era fascista pero ilustrado», me explicó una tarde, justificándolo, mientras veíamos fotografías de las dos familias juntas.
No sé cuánto tuvo de fascista Ramón Serrano Súñer, y tampoco cuánto de ilustrado. Lo que sí sé es que Carmen se parecía a él hasta —o sobre todo— en la forma de mover la cabeza. Lo comprobé viendo las cintas de la guerra civil de Hugh Thomas.
En cuanto a las fotografías, Carmen guardaba muchas de él. Una, en la que se ve a la familia Serrano Súñer al completo, ocupaba un lugar privilegiado en esa desvencijada lata de carne de membrillo del salón de El Viso. En esa imagen color sepia se inspiró para escribir aquel borrador de autobiografía:
¿Quién es este señor tan guapo? Guapísimo. Pero ¿quién es? Y ¿por qué tiene ese aire hermosamente doliente, casi melancólico? Y ¿por qué anda rodeado de señores con fajines, bigotes y uniformes?
Ramón Serrano Súñer era la antítesis del marqués de Llanzol, del que Carmen guardaba una sola foto. Estaba dedicada: «Para mi querida Carmencita, de papi».
En la imagen, Francisco de Paula Díez de Rivera va vestido con su uniforme de coronel: «Cuando papá era aún joven, con fajín, sable, condecoraciones, banda, estrellas en las bocamangas, la cruz de caballero calatravo bordada y no se sabe cuántas cosas más».
En su autobiografía lo describió con ternura:
Papá es papá. Un hombre bueno y cabal. Papá sí que era papá. Se le ve en esa mirada transparente de la foto, un ser puro, translúcido, decente. Un padre cargado de ternura, que era capaz de todo por sus hijos. Un padre noble, es cierto, de caballería, pero un hombre bueno, tan bueno que era capaz de cualquier cosa por dar satisfacción a cualquiera de sus cuatro hijos. Yo fui la última de mi casa y era la niña mimada. Además era tan mona y rubita… Y papá, este santo varón, se pasaba horas jugando conmigo al caballito y al tren instalado en su única butaca hábil. Yo nunca conocí a mi padre tan joven como refleja esta fotografía. Era mucho mayor que mi madre y yo hubiese podido ser su nieta.
Recuerdo que, cuando me venía a buscar a la salida del colegio, las compañeras de clase pensaban que era mi abuelo y yo, imbécil, no me atrevía a desmentirlo. A papá le quise de niña, no le entendí de adolescente y comprendí su grandeza de corazón cuando regresé del África negra.
Mi padre era tan padre que cuando iba a esos acontecimientos sociales (entonces, la Sociedad), que le aburrían soberanamente y a los que iba por puro amor a mi madre, era capaz, como en el baile de fin de año de los condes de Elda, de estarse toda la noche tras las doce campanadas con cuatro cestitas de uvas vacías en las manos para traerlas a sus hijos sólo por ver la cara de felicidad que nos producían las famosas cestitas al día siguiente. Cuando pienso que era capaz de hacer aquello que no hubiésemos hecho nadie, se me saltan las lágrimas.
Papá era la ternura, precisamente de lo que no andaba sobrada esa casa o, si se prefiere, mi familia. A papá se le fue despojando de todo, de la comida, de su cuarto, del tabaco, de su despacho, de conducir, de los salones, de los sofás, de sus bienes, de sus ronquidos, y mi padre adoraba a mi madre.
Conservo de papá, además de la foto a la que me refería al inicio de este capítulo, su pluma de escribir con la que firmaba durante horas acciones, creo que de azucarera, para paliar tanto gasto y tanta apariencia, y un pequeño crucifijo modesto sobre fondo negro al que rezaba cada noche antes de irse a descansar. Cuando murió, se fue la ternura de aquella casa, por cierto, como todo allí, suya. Entre [Xavier] Zubiri y yo escogimos las frases para su recordatorio.
Los comparó, y me habló de ellos durante horas. De Ramón Serrano Súñer, Carmen admiró el talento intelectual; y de Francisco Díez de Rivera, la bondad. Eran las dos virtudes que más apreciaba en los seres humanos. Yo solía hacerle bromas: «Con esos gustos, Carmen, ¡no me extraña verte tan sola!».
Por más que lo intenté, nunca conseguí que Carmen me explicara del todo por qué, después de tantos años, se había decidido a contar toda su historia personal. Unas veces esgrimía un determinado motivo, como «Lo necesito». Otras, cambiaba de opinión y pensaba que sería muy doloroso «para los demás». Influían mucho sus estados de ánimo. Algunos de los que la conocían bien me insistieron en que basculó entre estos dos sentimientos la mayor parte de su vida.
Finalmente le influyó, y eso sí lo sé con certeza, el hecho de que para nosotros, los españoles que no conocimos esos años del siglo pasado, esos personajes protagonistas de su historia no perduran ya ni como nombres en nuestro recuerdo. Carmen no separaba su historia personal de la de España. Así concluye, en su borrador de autobiografía:
¡Qué tremenda guerra civil la española! ¡Qué tremenda! Hija de vencedores a la fuerza, de correajes y botas, de mentiras y falsas historias. Somos la generación nacida en la posguerra, hijos de vidas heridas, de cicatrices queloides, de tremendos y amputadores silencios.
El silencio durante décadas fue el sonido más vibrante del régimen negro. Jorobados y vencidos todos. Incluso hoy quedan largos y confusos silencios, más notorios con unos que con otros.