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ARISTOCRACIA DE BIGOTE
Años treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado

Una mañana de enero de 1999, yo andaba buscando una destacada europea a quien entrevistar con motivo del Día Internacional de la Mujer, que se celebra el 8 de marzo. Después del verano había iniciado en El Mundo la serie «Nosotros, los europeos», y cada domingo tenía que publicar una doble página de conversación con un personaje europeo de relieve. Me pasaba la vida pescando ideas entre los amigos.

—Me han dicho que Carmen Díez de Rivera va a dejar el Parlamento Europeo porque tiene cáncer.

—¿Quién?

—Carmen Díez de Rivera, la Musa de la Transición.

Juan Fernando López Aguilar, eurodiputado ahora del PSOE como entonces lo fue Carmen, añadió que se trataba de una mujer muy interesante, «una socialista atípica» que hacía mucho por el medio ambiente en el Parlamento Europeo y que había desempeñado un papel importante durante la Transición.

Con 33 años, toda una periodista ya, apenas me sonaba el nombre de Carmen. La había visto citada en las columnas diarias que Umbral escribía en la contraportada de El Mundo. Me la imaginaba aristocrática y guapa, del tipo de las que tanto le atraían a Umbral. Poco más. La Transición, por otra parte, era entonces para mí una época de reformas legales que me quedaba lejos, casi como la guerra civil o los cuarenta años de franquismo.

Al reeditar este libro, acudí a Victoria Prego, autora de Así se hizo la Transición, originalmente un documental de TVE cuyos vídeos vi infinidad de veces en el verano de 1999. Hoy se encuentran en línea, y realmente valen la pena. A Victoria le pedí que me definiera en un párrafo, con la mente puesta en todos los que la vivimos, o en los que no habían nacido entonces, esa época por la que yo sentía tan poca atracción cuando conocí a Carmen:

Fue un proceso político dificilísimo y lleno de riesgos que consistió en dejar atrás una dictadura y entrar de lleno en una democracia en el plazo increíble de veinte meses hasta las primeras elecciones libre, y dieciocho meses luego de período constituyente. El Rey tenía un poder absoluto, legalmente hablando, porque lo había heredado de Franco. Pero no podía ejercerlo porque en las instituciones estaban los franquistas, que aspiraban a imponer un franquismo modernizado. Por eso el Rey tuvo que andar haciendo trampas.

Esos primeros veinte meses son los que transcurren entre la muerte de Franco, el 20 de noviembre de 1975, y las primeras elecciones democráticas desde 1936, el 15 de junio de 1977. El período constituyente, que dura dieciocho meses, finaliza a partir del 15-J con la aprobación de la nueva Constitución el 8 de diciembre de 1978.

Quise saber quién era Carmen y el papel que había desempeñado en la Transición. ¿Por qué no aparecía en los relatos oficiales de la época? «Porque no pintaba nada, sólo tenía interés por la gente con la que se acostaba», me llegó a decir en 1999 algún alma caritativa. Me pareció una respuesta, además de grosera, incompleta. ¿Cómo no iba a «pintar nada» una persona que estuvo empotrada con Adolfo Suárez y con Juan Carlos de Borbón desde 1969 hasta 1977? La jefe de Gabinete del primer presidente democrático desde la guerra civil. La amiga íntima del que primero fue Príncipe heredero con Franco y después, durante dos años, Rey con poder absoluto.

En esos veinte meses, Carmen no se despegó de Suárez: estuvo con él en Telefónica, en la secretaría general del Movimiento y finalmente en la Presidencia del Gobierno. Simultáneamente, inauguró con el Rey esa forma de hacer política tan querida aún por el monarca: por teléfono, manteniendo largas conversaciones, muchas de ellas por la noche. Sin saberlo todavía, yo empezaba a trazar con mis preguntas y mis indagaciones ese triángulo humano y político tan importante como instrumento de acción en el paso de la dictadura a la democracia.

El 4 de febrero de 1999, un mes después de la recomendación de Juan Fernando López Aguilar, leí en la prensa que Carmen había abandonado definitivamente el Parlamento Europeo debido «a una larga enfermedad», el consabido eufemismo para referirse al cáncer.

Al día siguiente, me crucé en la redacción del periódico con nuestro director, Pedro J. Ramírez, y le comenté que quería entrevistar a Carmen Díez de Rivera. Pedro J. me miró con sorpresa.

—Carmen no da entrevistas. Habla con Umbral.

Mi curiosidad fue en aumento. Llamé a Umbral.

—Carmen no da nunca entrevistas. No hay nada que hacer.

Sentí más curiosidad.

Unos días más tarde, cenando en la plaza de la Paja de Madrid con mi buen amigo Rafa Plañiol, le conté lo que estaba pasando con esa misteriosa eurodiputada:

—¡Vaya! Soy íntimo amigo de un sobrino. Si se lo pido, hablará contigo.

No fue exactamente así. Pasaron seis largas semanas desde que contacté con Carmen por teléfono hasta que le hice la entrevista. Fueron seis semanas de intensa comunicación a la inversa: la que me preguntaba y me llamaba era ella. Tuve que enviarle también varias copias de perfiles que había escrito para la serie. Cuando los leyó, me dijo que le gustaba lo que hacía, y que estaba pensando seriamente en la posibilidad de concederme la entrevista. El examen iba bien.

Volví a Pedro J. con aire triunfal.

—Ya casi he concertado la entrevista con Carmen Díez de Rivera.

—Y te lo va a contar todo.

—¿Qué es todo?

—Lo de su padre.

Como tantas otras historias en nuestro país, la de Carmen la conocía entonces ese círculo pequeño e informado de Madrid al que una joven periodista como yo no pertenecía. En 1999 no existía Wikipedia, y la biografía oficial de la agencia Efe se refería a Carmen simplemente como «hija de la marquesa de Llanzol». ¿Y su padre? ¿Por qué no se decía nada de él?

Busqué claves en el Diario político y sentimental de Umbral, que acababa de salir entonces, y que estaba dedicado a Carmen. En él escribía Umbral (pp. 81, 276, 417):

Nunca supe ni me importó si la leyenda del origen de Carmen —hija de una marquesa— era realidad, pero lo cierto es que, muerto pronto su padre militar, ella andaba por la vida, sin saberlo, a la busca del padre: Tierno, Carrillo, Llanos… Siempre hombres mayores y con prestigio político. Una sustitución demasiado evidente del padre que le atribuían. […] Pero habla de su soledad con una violencia que me sorprende, pues, por otra parte, no ha vuelto a citar a don Ramón, que parecía haber sido el encuentro tardío y fraternal de su vida. […] Claro que yo siempre he tenido molestias intestinales, como mi verdadero padre (o sea, S. S., digo yo: unas veces le adopta y otras le niega, según se vea cerca o lejos de la muerte).

¿La leyenda del origen de Carmen? La llamé por teléfono, a quemarropa.

—Carmen, cuando te contacté por primera vez no sabía nada, pero ahora no me queda más remedio que preguntarte por tu padre.

Se quedó callada un buen rato.

—¿Vas a publicarlo?

—Tú decides.

La conocí, por fin, el viernes 19 de marzo, el día de San José. Ese mediodía yo había regresado de Bruselas, donde la Comisión presidida por Jacques Santer había dimitido en pleno tras ser acusada de irregularidades. El entrevistado había sido el comisario Manuel Marín. Vía fax, Carmen recibía toda la información al respecto a través de sus colegas. Estaba excitadísima con el escándalo político.

La cita era a las cuatro y media en su casa de El Viso, una de las mejores zonas residenciales del centro de Madrid. Su piso estaba en la tercera planta de una vivienda pequeña en esa tranquila colonia de calles estrechas y empedradas. Tenía entrada por el número 10 de la calle Henares y por el 167 de Serrano. Ella la consideraba su hogar definitivo en Madrid. Era la cuarta casa en la que había vivido desde niña. Siempre en el centro.

Pequeña y luminosa, lo mejor era el salón-estudio, la zona de más espacio, un sitio muy acogedor con tres grandes ventanas. Se veía una higuera y, muy al fondo, la Puerta de Europa. Predominaban el vainilla, el mostaza y el azul, y todas las paredes estaban cubiertas de libros. Había estatuillas africanas, un sillón color berenjena donde se solía sentar el marido de su madre, el marqués de Llanzol, y muchas fotografías. Una con Dolores Ibárruri la Pasionaria. Otra en la plaza de toros de Las Ventas con Felipe González. Las dos están recogidas en este libro. También había una hermosísima de ella sola ante el Muro de las Lamentaciones.

Subí en ascensor y, al salir, Carmen me estaba esperando en el descansillo, al lado de la puerta de entrada. Me impactaron sus ojos azules y rasgados, casi felinos. No recordaba haber visto unos ojos tan especiales. Sonreía, nerviosa, y me escudriñaba con la misma intensidad que yo a ella.

Un pañuelo verde pistacho le tapaba la cabeza. La quimioterapia le había hecho perder el pelo. Me fijé en los pantalones vaqueros y en los zapatos planos. Tenía algo intangible: estilo y clase. Salí de allí cuatro horas más tarde convencida de que acababa de conocer a una persona extraordinaria.

Carmen Díez de Rivera e Icaza nació en Madrid el sábado 29 de agosto de 1942 bajo el signo de Virgo, claramente una perfeccionista. De manera oficial fue inscrita en el libro de familia como la cuarta y última hija de los marqueses de Llanzol: Francisco de Paula Díez de Rivera y Casares, y María Sonsoles de Icaza y de León.

Su padre de registro, el marqués de Llanzol, era coronel de caballería, el último capitán de la escolta de Alfonso XIII, un hombre al que casi todos a los que he preguntado definen como «buena gente». La que más, Carmen. Nada más iniciarse la guerra civil, se incorporó a las filas nacionales e hizo toda la campaña del norte en el Ebro. Según Carmen, tardó mucho en recuperarse de la enfermedad que contrajo en el frente: tifus exantemático, también llamado fiebre pútrida, que se transmite a través de los piojos y está asociado a las guerras, la pobreza y los desastres naturales. Nació en Santander el 29 de agosto de 1890 y murió en Madrid el 21 de febrero de 1972, a los 81 años.

El marqués de Llanzol, caballero de la Real y Militar Orden de Caballería de Calatrava, largo tiempo consejero del Banco de España, era, físicamente, «poca cosa». Tenía 46 años cuando se casó con Sonsoles de Icaza, de 22 años, una mujer más alta, más joven y con más carácter que él.

La boda tuvo lugar el 13 de febrero de 1936 en la iglesia de la Concepción, tres días antes de las elecciones generales que dieron la victoria al Frente Popular y dejaron a España partida en dos mitades. Los últimos comicios de la Segunda República y lo que sería el último voto democrático en España hasta el 15 de junio de 1977.

El ruido de sables de ese mes de febrero de 1936 se dejó sentir en una pequeña nota que aparecía en el diario ABC junto a los ecos diversos donde se recogía el enlace del marqués de Llanzol con la señorita de Icaza, cuya mano había sido pedida en diciembre de 1935:

Todo lo que constituye la nacionalidad española está en peligro: unidad, sistema económico, sentimiento religioso, vida civilizada, porvenir. Poderes extranjeros subvencionan y organizan la revolución de los extremistas de nuestro país. Las próximas elecciones son la primera etapa para despedazar España y convertirla en un conglomerado de minúsculos estados soviéticos. Tú puedes evitarlo con tu voto. ¡Vota por España!

En la crónica del enlace, sin embargo, ni un atisbo de la sangrienta contienda por venir:

Ayer mañana se celebró la boda de la bellísima señorita Sonsoles Icaza y León con el marqués de Llanzol. Con esta boda se enlazan dos ilustres familias: la novia es hija de D. Francisco A. de Icaza, escritor, poeta y diplomático, y el novio, D. Francisco de Paula Díez de Rivera, capitán de caballería, pertenece a la noble familia Díez de Rivera, que tiene su solar en Valencia, y cuyo jefe actual es el conde de Almodóvar, marqués de Someruelos […]. La señorita de Icaza entró, a los acordes de la marcha de Lohengrin, del brazo de su padrino, el marqués de Huétor de Santillán, hermano del novio. Vestía traje de raso blanco y velo de tul, sin más adornos que su belleza y su juventud, y en la mano un ramo de liliums […]. Con un uniforme de gala del arma de caballería, iba detrás el marqués de Llanzol, ofreciendo su brazo a la madrina, doña Beatriz de León, viuda de Icaza, madre de la novia.

El diario conservador no ahorra en detalles cruciales del evento, como que

[…] los nuevos esposos fueron felicitados por sus amistades aristocráticas. También, al salir de la iglesia, lo fueron por otras clases humildes, que habían asistido, invitadas a la ceremonia: los obreros de la casa en construcción del marqués de Llanzol, que habían regalado el ramo de la novia y que fueron obsequiados después por el novio con una gran merienda. Al homenaje de los obreros siguió otro, no menos popular: el del público congregado en la calle para presenciar el paso de la nueva marquesa de Llanzol.

El relato continúa con la luna de miel por Andalucía y por «diversas poblaciones del extranjero», entre ellas Berlín, donde había estado destinado el padre de la novia.

La nueva marquesa de Llanzol, que se convertiría en una de las más bellas y elegantes aristócratas de la posguerra y en la musa de Balenciaga, protagonizó un claro matrimonio de conveniencia no muy distinto del de su propia madre: Beatriz de Léon y Loynaz, Bibi, que se casó a los 17 años con el diplomático y poeta mexicano Francisco Asís de Icaza y Beña.

Bibi de León hizo también una buena boda, pero su marido erró de opción política tras la Revolución mexicana. El diplomático, que murió a los 62 años en Madrid, no estuvo atento a los numerosos cambios políticos que se produjeron en su país tras 1910, y el Gobierno por el que Icaza no apostó le arrebató su pensión.

Así las cosas, en 1925, con escasos recursos e hijos aún pequeños, como la madre de Carmen, que sólo tenía 12 años, Bibi de León se instaló en el distinguido barrio de Salamanca, pensando que en una zona buena le sería más fácil casar adecuadamente a sus dos hijas.

Carmen Díez de Rivera, que solía llamar a las cosas por su nombre, definió a su abuelo mexicano como «un poeta menor». En las paredes de la Alhambra hay unos famosos versos de Francisco Asís de Icaza: «Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada».

La abuela de Carmen tuvo vista y, a pesar de las dificultades económicas, su hija Sonsoles hizo una magnífica boda. La hermana de Sonsoles, Carmen de Icaza, quince años mayor que ella, optó por escribir para sacar a la familia de apuros. Acabó convirtiéndose en una famosa autora de novelas de amor, una especie de Barbara Cartland a la española, declarada en 1945 la escritora más leída del año.

Carmen de Icaza empezó escribiendo sobre temas sociales en los diarios El Sol y Ya, y, después de casarse con un empleado de Telefónica, Pedro Montojo, y de tener a su única hija, Paloma, se dedicó a sus once novelas, entre ellas Cristina Guzmán, Vestida de tul o La fuente enterrada. Sus libros se convirtieron en populares radionovelas de la época. Fue, en definitiva, una auténtica precursora de las soap operas, las telenovelas de ahora.

La ayudó mucho la educación que había recibido gracias a la carrera diplomática del padre: hablaba y leía perfectamente alemán, inglés y francés. Además de escritora, Carmen de Icaza fue también una dama activa del franquismo que participó en la fundación de Auxilio Social y ocupó el puesto de secretaria nacional durante dieciocho años. También colaboró intensamente con la Cruz Roja. La escritora inspiró el famoso lema de los años de las cartillas de racionamiento: «Ningún español sin pan».

Su título, baronesa de Claret, pasó a su nieto mayor, Íñigo Méndez de Vigo, el eurodiputado del PP que en 1999 cuidó a Carmen Díez de Rivera hasta el final. El encuentro tardío entre Carmen, la protagonista de este libro, y Méndez de Vigo parece sacado de las novelas de Carmen de Icaza: fue en marzo de 1978, pocos días después del entierro del abuelo Montojo, en casa de la escritora. Junto a la enorme biblioteca de su abuela, Méndez de Vigo, hoy alto cargo del Ministerio de Exteriores, mantiene aún vivo el recuerdo de Carmen con su pelo rubio y sus pantalones vaqueros «en una casa en la que todo el mundo iba de luto riguroso». Rápidamente, empezó a dar instrucciones sobre la biblioteca a Méndez de Vigo, entonces un chico de 22 años al que llamó imperativamente «joven».

«Cuando Carmen quería ser simpática y cautivadora lo era, y ese día me cautivó», señala Méndez de Vigo, que aguantó con paciencia benedictina los desmanes de carácter de su tía cuando ésta se acercaba al final.

Que la joven Sonsoles de Icaza no creció en la opulencia era algo que Carmen me explicó más de una vez al insistir en que se había casado con el marqués de Llanzol porque éste podía mantener el tren de vida al que ella aspiraba y que creía merecer. Los sentimientos de Carmen hacia su madre eran claramente contradictorios, de amor y odio.

En su casa de El Viso, Carmen tenía una foto de su madre que le encantaba. Decía que le parecía el ejemplo mismo de la joie de vivre: en la imagen se ve a Carmen, con apenas un año, saliendo del mar de la mano de su madre, que es una señora imponente, a lo Rita Hayworth, con traje de baño de diseño y una cuidada melena oscura. Más que hermosa, que lo era, los que la conocieron destacan su sofisticación. En su cara, sin embargo, se adivina la soberbia. Es un rostro duro, quizá antipático y ciertamente frío.

Carmen describió así en su borrador de autobiografía a la marquesa de Llanzol:

Era ella: yo soy yo, soy el que soy. Los demás, clarísimamente, eran otros, los otros, los demás, lo ajeno. Conservó siempre la vitalidad, unida a una rotundidad en todo cuanto hacía o decía, lo que granjeaba una actitud de suficiencia, de superioridad, y de una cierta arrogancia que no la abandonó nunca. Pocas veces he observado en una persona marcar en todo cuanto hacía, pensaba o decía esta distinción entre yo y los demás. No me planteo ninguna valoración, ni sé si es bueno o malo. Era así y, evidentemente, ello conducía a que su voluntad se confundiese con la voluntad, sus deseos con el deseo y sus opiniones con la opinión. Posiblemente, de haber nacido en otra época y en otro país, hubiese canalizado tanta vitalidad y talento en aportar algo más sólido o constructivo a la sociedad que la simple belleza inútil.

La marquesa de Llanzol, que había nacido en Ávila el 13 de agosto de 1914, murió en Madrid el 21 de enero de 1996, apenas catorce meses antes de que a Carmen le diagnosticaran el cáncer.

Además de Carmen, la menor, los marqueses de Llanzol fueron padres de tres hijos: Sonsoles, Francisco y Antonio. En su borrador de autobiografía, Carmen escribió:

No cabe la menor duda de que mi familia entra dentro de esa categoría que denominamos aristócrata. Así consta en el libro 39, folio 184 y número 365 de mi partida de bautismo, en la parroquia de la Concepción.

En una lata antigua, que a mí me pareció que debía de ser de carne de membrillo, guardaba en el último cajón de su cómoda, en el salón-estudio, un montón de fotos. Varias tardes estuvimos mirándolas. Yo la bombardeaba a preguntas, y a veces ella me mandaba a paseo. Había una muy particular que siempre me enseñaba, y que está recogida en el cuadernillo de ilustraciones de este libro. Ella describió así la serie de fotos en su inacabada autobiografía:

Aquí está Carmencita, sentada con sus tres hermanos y padres en la moqueta del dormitorio generoso de mi madre de la casa de la calle de Hermosilla de Madrid. La verdad es que, sobre la foto, Carmencita es la más mona, tan rubita y tal. […] Y detrás, también sentados en el suelo, mi padre y mi madre, y luego sólo mi madre. Todos de blanco, estamos en la posguerra, debe de ser el año 1944, estamos todos con las piernecitas cruzadas. Carmencita, ¡horror!, en algunas de las fotos se chupa, satisfecha y oronda, el dedo pulgar.

El escrito continúa con la descripción de la «posguerra de la salvaje guerra española». Con ironía, Carmen explica la procedencia social de la familia:

En esta foto, no lo parece. Estamos todos tan finamente vestidos, de blanco, con clase, seguro que los tejidos serían franceses. Zapatitos también blancos, ya se sabe que los niños ricos siempre iban de blanco. ¿De qué color vestirían a los niños pobres, a los hijos de los republicanos, como dice Umbral en su libro? España, cuando yo nací, era gris, gris, gris. En ciertos ambientes y clases sociales, totalmente negra. Pero yo recuerdo que iba vestida de blanco. ¡No sabes cómo nos llevaban al Retiro! No podías ni jugar en la arena. ¡Era un rollo!

Un día, sin darme apenas tiempo para sentarme, abrió la lata y se puso a entregarme fotos frenéticamente. Algunas están reproducidas en este libro y otras volvieron al cajón. Entre ellas, las de su puesta de largo, en 1962, con un traje de Balenciaga. A ésta no le tenía especial aprecio: «Siempre he sido muy rata e iba recogiendo cosas por mi casa. Siempre supe, desde muy niña, que un día las necesitaría».

En su obra inacabada siguió describiendo así sus orígenes:

Nací en un Madrid complejo, heterogéneo, bullanguero y asfixiante de calor. Nací española, de la tierra bronca, dramática y hermosa donde se cantan saetas. Por puro accidente no fui marfileña o inglesa. También por pura casualidad nací de una familia noble, monárquica y de derechas, en un momento histórico que dejaría, tras la derrota de los fascismos, aislada una vez más a España del resto de Europa.

Carmen nació sólo tres años después del fin de la guerra civil. España era un país destrozado económicamente que iniciaba el camino de la autarquía, «la cura franquista para la economía enferma, que consistió en la intervención estatal para sustituir a la debilidad del capital privado», según Raymond Carr, quien añade:

Psicológicamente, sería difícil exagerar el sufrimiento de millones de españoles. Además de efectos inmediatos de derrota y represión —exilio, encarcelamiento, ejecución (según cálculos cautelosos del Foreign Office, en los cinco primeros meses después de la guerra civil fueron ejecutadas diez mil personas)—, la mayoría de las familias en los primeros años del régimen de Franco sufría de hambruna, enfermedad y explotación.

En gran contraste con esa España, los Llanzol vivían en el barrio de Salamanca, en una elegante casa, en el número 3 de Hermosilla, entre Serrano y Claudio Coello. Allí se educó Carmen con institutrices extranjeras hasta que empezó a ir al colegio Jesús-María, en la cercana calle Juan Bravo, donde las chicas estudiaban «de verdad», según decía ella: «El colegio fino en aquella época era el de la Asunción, en la calle Velázquez».

Aunque era sólo de chicas, en el Jesús-María había un considerable número de profesores varones porque se exigía una licenciatura para dar clases, y en esa época había muy pocas mujeres licenciadas. Académicamente, el nivel era alto. En sexto y reválida, en la clase de Carmen, había inscritas sólo diez alumnas: «¡Fíjate lo que era aquello! Las demás chicas de mi clase social hacían, como mucho, secretariado. ¡Secretariado! Pero mi madre provenía de un ambiente más ilustrado y pensaba que las mujeres debían tener el bachillerato, que equivalía a saber leer y escribir correctamente. Mi madre había visto libros en su casa».

Cuando me contó los pormenores de esos años en el colegio Jesús-María, hoy un centro privado-concertado, Carmen me explicó que, desde su punto de vista, en España se habían exagerado las consecuencias negativas de la enseñanza religiosa. Ella siempre dijo que no había quedado nada traumatizada por la educación que le habían dado las monjas.

«Allí había las cosas normales de los colegios de monjas de esa época: que si ibas con manga corta eras un objeto de deseo tremendo. Yo, honestamente, ¡no entendía por qué mi antebrazo era tan seductor! Pero fuera de esas tonterías, no recuerdo una presión tremenda. Yo encontraba que la sociedad era más represiva que aquel colegio».

Carmen hizo hincapié en la diferencia entre la España «normal» y la de su familia. Con displicencia, me explicó cómo los llamaban «los Llanzol» en referencia al título nobiliario del marido de su madre. En su autobiografía describió así un fastidioso sentimiento:

Tanta exclusividad me resulta molesta y hoy, desde la libertad recuperada, esta exclusividad ha sido siempre uno de los pilares que me han acompañado a lo largo de mi existencia. Pero las cosas son como son. Uno nace sin elegir a los padres, ni el entorno, ni el país, ni tan siquiera la propia vida. Ya lo decía Miguel de Unamuno, me parece, que el delito no es nacer, sino hacer nacer.

Poco de esta procedencia aristocrática se mencionaba en la entrevista que con tanto esfuerzo conseguí publicar el domingo 28 de marzo de 1999. Quizá por eso, dos meses más tarde, Carmen me propuso escribir con ella el libro que nunca había llegado a hacer. Yo no lo veía claro. Ella, riendo, me dijo: «¡No te preocupes, no serán como las memorias de un butler [mayordomo británico]!».

Carmen estaba empeñada en dejarlo acabado antes de que el cáncer hiciera estragos, así que viajó a Barcelona a ver a Ymelda Navajo, que en ese momento dirigía Planeta allí. Carmen quería que Ymelda fuera la editora del libro, porque la consideraba «una mujer progresista». Y, efectivamente, Ymelda se entusiasmó con el proyecto y lo contrató rápidamente.

Fue así como, casi sin quererlo, me embarqué en una aventura que terminaría tres años más tarde, después de que Carmen muriera, yo me casara y editores y amigos quedasen hartos por igual de un libro que nunca acababa de salir. Otra periodista a la que Carmen hizo la misma oferta años antes me alertó de que no era una buena idea, de que en realidad Carmen no tenía tanto que contar, y de que, efectivamente, había sido una persona difícil y despótica, con la que había resultado imposible trabajar.

A lo largo de esos tres años, no fueron pocos los que me intentaron convencer para que este libro no saliera. Algunos sugirieron incluso que no sería bueno para mi futuro profesional contar una historia que entonces se consideraba especialmente incómoda.

Quizá este libro no existiría si, en la primavera de 1999, Carmen y yo no nos hubiésemos hecho amigas. Ella, con 56 años, muriéndose de cáncer y a veces con un humor de perros. Yo, con 33, todavía muy afectada por la muerte de mi hermana Susana, que se fue demasiado pronto. Carmen había muerto ya cuando me decidí a escuchar esa última cinta que me envió desde Menorca. Esto que oí, y que aún hoy me emociona, ayuda a entender por qué supe tan claramente que este libro tenía que salir: «Durante la enfermedad, algunos se preguntaban por qué estaba tan sola. Pues no sé, les respondía yo. Yo nunca me he sentido, al final, hija de nadie, sino de muchísimas cosas al mismo tiempo. Yo el concepto de familia, quitando a mi padre Llanzol, a mi padre Díez de Rivera, no lo he entendido nunca».

Pero en la primavera de 1999 yo tenía todo menos tiempo. Carmen insistía en trabajar rápido y grabar el mayor número de cintas porque sabía que se moría. Mi madre tenía que ser operada en Cádiz de una pancreatitis. La serie «Nosotros, los europeos» tenía que seguir saliendo en El Mundo.

Con estos mimbres, la primera vez que nos reunimos para trabajar en el libro la cosa no fue bien. Había pasado la noche con mi madre en el hospital, y acababa de llegar a Madrid en avión desde Jerez sin pegar ojo. Nada más llegar, Carmen insistió en empezar hablándome de la clase social a la que ella había pertenecido, de esa aristocracia de bigote que tanto denostaba.

«Ellos se llamaban a sí mismos la sociedad. El resto no sabemos lo que era. En ese ambiente eran importantes los idiomas, pero de salón: un inglés, francés o alemán tan limitados como el castellano que usaban ellos. Los idiomas de la sociedad se limitan al uso de expresiones, eso sí, con un magnífico acento, como “How do you do? Oh! Nice to meet you”».

Mientras decía eso se reía con ganas, exagerando al máximo, haciendo una caricatura del tono cursi y empalagoso: «¡Hay que morirse de buen humor, Ana! Cuando lean esto [los miembros de esa sociedad] dirán: “Menos mal que ésta se ha muerto. Le ha venido bien lo del cáncer”».

Continuó explicando, aunque casi no hacía falta, lo mucho que ella se resistía a pertenecer a esa sociedad. De mayor, me dijo, tuvo que «rehacer» el inglés, el alemán y el francés y pasar por la Escuela Central de Idiomas.

«No tenía vocación, me parecía tan limitada esa sociedad… Ten en cuenta que te estoy hablando de una época muy determinada. Ahora, las hijas de esa gente estudian. Pero antes, como mucho, vendían en Loewe. Más tarde, y en una clase un poco más baja, también se hicieron azafatas de congresos y agentes inmobiliarias. Al final, acabaron todos vendiendo parcelas porque, claro, todas las clases se van quedando sin dinero, sobre todo si no trabajan».

Como testigo de su relato pone a su buena amiga Cayetana Fitz-James Stuart, la duquesa de Alba, que según Carmen no era como el resto de esa sociedad.

—Cuando llegabas a un cine y comentabas una película, todas se quedaban calladas y pensaban: «Ésta es una intelectual». O, si otro día hacías un comentario sobre las pinturas negras de Goya, había un estremecimiento y pensaban: «Ésta no se casará. Es demasiado inteligente». Afortunadamente, en eso el país ha cambiado mucho, y esa España no tiene nada que ver con la España en que tú vives. Pero eso fue después. En mis tiempos, a mí no me apetecía ese porvenir de mucho traje. Además, yo era muy tímida.

—¡¿Tímida tú?!

—Ufff. Yo era extraordinariamente tímida. Lo que ocurre es que he aprendido, con el paso del tiempo, a defender mis derechos, como los de los ciudadanos. Por eso soy capaz de montar esas escenas que tú me dices, cuando siento que me están atropellando. Pero para estar en esos salones, porque los salones de las casas se llenaban de bailes, con traje largo y todas esas cosas, no se podía ser tímida. Yo, en esos bailes, no sabía de qué hablar. No sabía qué decir. Nunca me gustó. Recuerdo que volvía a casa y ¡me entraba una alegría! Me quitaba los zapatos de tacón, que me demolían los pies, y subía corriendo la escalera hacia los dormitorios.

Al marido de su madre, el marqués de Llanzol, lo excluye de esa sociedad, al igual que a la duquesa de Alba: «Era buenísimo, nada arrogante, el pobrecito era una ternura. Me acuerdo en el salón de casa, el pobre vestía de esmoquin y decía: “Pensar que ahora hay que ir a la cena y oír tonterías”. La pobre señora que le tocaba al lado sabía que era un señor buenísimo, pero que no hablaría en toda la noche. Él no decía nada en toda la cena, y luego volvía quejándose de las tonterías, que si el golf, que si yo qué sé. No le interesaba. Se comía todas las croquetas, y ya. Sí, Ana, sé que las cosas así contadas se convierten en caricatura, pero te aseguro que en aquella época había muy poco aliciente, al menos para mí. Yo tenía un pacto en casa, y es que por la mañana trabajaba y por la tarde era una señorita. Mi ambición no era estar en sociedad y casarme con un duque, con todos mis respetos para los duques. Además, yo ya entonces estaba enamorada, y a mí me parecía una traición. Yo pensaba: “Gracias a Dios que me he ahorrado todo este rollo”. A los 15 años, cuando llegué a París, vi mujeres que iban como querían, con el pelo suelto, no cardado y lleno de laca, como aquí. Yo decidí que quería ser joven, libre, como ellas».

Para que yo me metiera de lleno en ese resurgir de la aristocracia madrileña tras la guerra civil, Carmen se refirió a El Gatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa que describe el declinar del modo de vida aristocrático y los cambios políticos y sociales en Italia durante la revolución de Garibaldi y el intento de reunificación italiana: «A mucha gente le hubiera encantado ver esos bailes, ir a ellos. Se creen que eran como en El Gatopardo, y de Gatopardo nada. Lo normal era un privilegio de clase con unas personas bastante ignorantes, con unos maridos bajitos, morenos y con bigotito, y esto va en serio. Y se hacían unos cambios de pareja permanentes, pero oficialmente iban a misa de mantilla… No todos, por supuesto. Había gente estupenda, claro. Yo, por ejemplo, tenía una amiga, Teresa Hoyos[1], que era de esa clase, y ella no era así, y su casa no era así. Es decir, que también los había normales. Pero yo procedo del meollo. Yo no sé si fue que después de la guerra civil, cuando todo el mundo lo pasó tan mal, vino la explosión de “el país es nuestro”».

Carmen dijo que lo había pensado mucho y que, de no haber sido por esa actitud hedonista después de la guerra, era improbable que se pudiese haber sido feliz en un entorno tan dramático como el que había entonces.

«Yo cuando veo estas fotos y nos veo a todos tan de blanco y los que están mirando por la calle, pobres, tienen la pobreza marcada en el pelo, y en la ropa, y en los ojos… ¡Me estremezco! Claro, que de niña no me daba cuenta. De esa época, me quedan cosas buenas, claro: lo primero, una rebeldía como la copa de un pino».

Algunas tardes, al acabar estas largas conversaciones de trabajo, íbamos a misa de ocho a la iglesia de Santa Gema, frente a la embajada de Grecia. Dábamos un paseo andando desde su casa, que estaba al lado, agarradas del brazo. Al salir de la iglesia, Carmen siempre se paraba con los mendigos de la puerta, que la conocían.

Ese primer día que quedamos para iniciar las grabaciones, se extendió sobre la sociedad y me inundó con nombres, apellidos y títulos. Yo, que llevaba casi dos días sin pegar ojo, me estaba quedando literalmente dormida. A veces tenía que pellizcarme la pierna para permanecer despierta. Carmen se dio cuenta y se enfadó.

—Si no te interesa esto nada, si te parece un rollo, lo dejamos. Yo me estoy muriendo y no tengo tiempo que perder.

—Que no, Carmen, que no.

Otras tardes estaba de un humor excelente. Una de ellas le propuse que nos fuésemos a tomar un gin-tonic:

—¡¿Estás loca?! ¿Dónde voy yo con esta pinta, gorda y sin pelo?

Pero un día que ya había dejado la quimioterapia y volvió a la peluquería, lo celebramos almorzando en el hotel Intercontinental, en el paseo de la Castellana. Tenía que ser allí, y sólo allí, porque había terraza. Carmen odiaba el aire acondicionado casi tanto como yo. Durante esa comida le presenté a Edward Oakden, con el que acababa de empezar a salir.

Con gran entusiasmo, Carmen le explicó a Edward en ese almuerzo la crueldad que ella percibía en las corridas de toros. Él, que apenas llevaba seis meses en España, se sorprendió. Carmen fue la primera española que le criticó la fiesta nacional.

Al llevarla de vuelta a casa, la acompañé hasta el portal mientras Edward esperaba en el coche.

—¿Qué te ha parecido?

—Que como no aprenda mejor español será mejor hablarle siempre en inglés, ¡porque no hay quien lo entienda!

Carmen, genio y figura. Volví riéndome al coche. Los exabruptos de Carmen solían quedarse en poco. Muy pronto se encariñó con Edward y me animó con entusiasmo a que me casara con él. Ella, me repetía, no había podido hacerlo con la persona de la que estaba enamorada. Ése fue el obstáculo psicológico que Carmen arrastró desde los 17 años, desde ese 28 de diciembre de 1959, Día de los Inocentes.

Tras ese día, su vida se transformó en una especie de novela, como esos melodramas que escribía su tía Carmen de Icaza: curas de sueño en París y en Suiza; un convento de Arenas de San Pedro; misionera en la selva de Costa de Marfil; y rebelde en Madrid a la que la marquesa de Llanzol expulsa de la casa.

Todo eso, aliñado con la vocación política que llevaba en la sangre y por la que acabó dirigiendo el Gabinete del primer presidente democrático de España desde 1936.

En 1999 percibí menos generosidad con Carmen que ahora, en 2013. Había entonces más desdén al hablar de la llamada Musa de la Transición, a la que tantos calificaron de «amante de Adolfo Suárez» sin saber nada sobre ella. Los de izquierda me decían que había pertenecido a la UCD; los de derecha, que al Partido Comunista (PCE). Todo inexacto, si no incierto. Por aquel entonces, Carmen sólo había sido miembro de la Unión Socialdemócrata de España (USDE), de Dionisio Ridruejo, y del Partido Socialista Popular (PSP), de Enrique Tierno Galván. Sólo en los ochenta formó parte muy brevemente del CDS y después del PSOE.

Sin su drama personal y sin la política, Carmen no puede ser entendida. La política, decía Carmen, era algo «genético» en ella. Ese ADN se vio catapultado, durante la Transición, por su amistad con los Príncipes Juan Carlos y Sofía.

En 1967, cuando Carmen regresó de África convertida a los 25 años en una joven rebelde, empezó a acudir a la Zarzuela, invitada a cenas y fiestas. Los Príncipes Juan Carlos y Sofía llevaban ya cinco años casados, y ese año, en abril, la aún Princesa de España había vivido de primera mano en Grecia el golpe de los coroneles contra su hermano, el joven rey Constantino. El episodio cobrará inusitada importancia catorce años más tarde, durante el intento de golpe de Estado en España del 23-F, como se verá más adelante en este libro.

En 1967, Carmen llegó a la Zarzuela debido a sus numerosos vínculos sociales y familiares con la clase dirigente española. Pronto se convirtió en una amiga y confidente que traía aire fresco al espiado chalet de los Príncipes en el monte de El Pardo. Según Paul Preston, «Franco devoraba con avidez todos los informes sobre las actividades de Juan Carlos por España».

Hay varios ejemplos de los vasos comunicantes entre Carmen y la Zarzuela. Su hermana mayor, Sonsoles Díez de Rivera, estuvo casada con Eduardo Fernández de Araoz, primo hermano de Alejandro Fernández de Araoz Marañón, Dicky, casado a su vez con Isabel Gómez-Acebo, hermana del duque de Badajoz, marido de Doña Pilar, la hermana del Rey.

Una prima hermana, Francisca Díez de Rivera y Guillamas, era la mujer de Alfonso Armada Comyn, el exgeneral que estuvo veinte años al servicio del Rey y que acabó condenado por el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. El mayor espía del joven Príncipe, según el testimonio de algunos amigos que me describieron cómo aprovechaban los sábados, «cuando Armada no estaba por allí», para «quitarnos de en medio con el Príncipe».

Otro familiar directo de Carmen, su tío Ramón Díez de Rivera y Casares, marqués de Huétor de Santillán, hermano de su padre, Francisco Díez de Rivera, fue jefe de la Casa Civil de Franco entre 1948 y 1958. En esos diez años, el tío Ramón, el que había llevado del brazo a la marquesa de Llanzol en su boda en 1936, trató mucho y muy de cerca al Príncipe Juan Carlos, entonces apenas un niño que crecía a la sombra del dictador Franco.

Ramón Díez de Rivera estaba casado con la ambiciosa María Purificación de Hoces y D’Orticós-Marín, conocida como Pura Huétor, íntima amiga de la mujer de Franco, doña Carmen Polo. La intrigante Pura Huétor desempeñó, con su lengua viperina, un papel importante en la vida de Carmen.

Por último, Beltrán Osorio y Díez de Rivera, duque de Alburquerque, primo del marqués de Llanzol, fue jefe de la Casa de Don Juan de Borbón, el padre de Don Juan Carlos, desde 1954 y hasta la muerte del conde Barcelona en 1993. Según Carmen, su «padre Llanzol» era amigo de Don Juan.

Fue así, a finales de los años sesenta, cuando empiezan a aparecer las primeras fisuras en el franquismo, cuando Carmen empezó a contarle al Príncipe de España lo que ocurría en la calle: «Él hacía sus contactos y hablaba con mucha gente. En los últimos años de la dictadura había sacado más de una vez de la cárcel a Javier Solana porque ya había empezado a tener relaciones con los socialistas. Eso, como dirían los jóvenes ahora, ¡era fuerte! Incluso iban a verle secretamente a la Zarzuela. Yo recuerdo un dos caballos que en una ocasión ¡tuvo que ser empujado porque se atascó!».

La política se hacía fuerte ya en la vida de Carmen, con apenas 25 años, cuando empezó a transmitirle al Príncipe Juan Carlos, de 29, sus intuiciones y su percepción de ese país que empezaba a alejarse de la dictadura. Poco hizo esa incipiente pasión política, sin embargo, por sanar la herida que se había abierto en el alma de Carmen aquel 28 de diciembre de 1959. El marqués de Llanzol, ese hombre bondadoso, se lo había adelantado entre lágrimas: «Cuánto vas a sufrir, Carmencita».