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LA MUSA DE LA TRANSICIÓN
Noviembre de 1999

Carmen volvió la cabeza lentamente hacia la ventana hasta que su perfil se recortó, con la nariz pequeña y perfecta, a la intensa luz del otoño madrileño. Le sentaba bien esa bata de lana rosa palo con cuellos redondos y botones infantiles. Tenía 57 años y seguía siendo una mujer muy guapa, de pómulos marcados, ojos azul acero y una piel afrutada y con pocas arrugas. Últimamente le había vuelto a crecer el pelo, aunque de un rubio más apagado.

—¡Nos van a tomar por locas como entre alguien y nos vea así!

Se rió a carcajadas tras pedirme que le cogiera la mano para sentir «el calor de un cuerpo humano». El gesto me sorprendió. Carmen era poco dada a las muestras de cariño. Pensé que, efectivamente, tenía que estar muy mal. Ya le habían administrado morfina para calmar el dolor, y le costaba hablar.

—Prefiero rezar unos salmos. Me ayuda a respirar con Dios.

La habitación 324, muy luminosa, está en la tercera planta del hospital de San Rafael, en la llamada Unidad de Cuidados Paliativos del Cáncer. Da a una terraza, donde recuerdo que intenté contener las lágrimas viendo corretear unas palomas en busca de migas de pan. El lunes 8 de noviembre de 1999, veintiún días antes de morir Carmen, me despedí de ella.

En apenas tres años desde que se le detectó el cáncer de mama, Carmen se fue. El diagnóstico era inicialmente muy bueno —precoz e inofensivo: un T1 de 0,9 centímetros, según los informes médicos—. Pero en una revisión rutinaria se le detectó metástasis en el ovario, el único que le quedaba tras la extirpación a la que fue sometida a finales de los setenta.

Con cruel rapidez, la enfermedad se fue extendiendo por su cuerpo. Esa soleada mañana de noviembre en la que nos despedimos, le había invadido ya el hígado y los pulmones.

—Estoy hecha un asco.

Había sufrimiento, llagas en la boca, «falta de dignidad», según Carmen.

Al llegar, me recibió arisca y distante, como cuando hablamos por el móvil para concertar la cita en el hospital. Era su manera de castigarme por no haber ido a visitarla durante el fin de semana, cuando ingresó, y haber esperado hasta el lunes. Carmen era especialista en hacerse la dura. Entonces me irritaba. Ahora entiendo que estaba pidiendo cariño a gritos.

Ese día, cuando entré, estaba sola y con cara de malas pulgas. Le di un beso y me senté en una silla frente a ella, esperando. Le hablé de viajes, de entrevistas, de esto y de aquello. Nada servía. Finalmente, me levanté, me acerqué y le acaricié suavemente el hombro:

—Venga, Carmen. Déjalo ya.

Se rompió el hielo, desapareció Carmen la odiosa y me reencontré con la mujer cariñosa y compasiva que había conocido unos meses atrás.

—Me cuesta tanto, Ana. Ha habido tanta frialdad en mi vida.

Había más razones. Un error de cálculo mío, del que me sigo arrepintiendo. Ese verano, cuando supo que se acercaba el final, Carmen se marchó a su casa menorquina de Es Castell. Entre el 18 de agosto y el 3 de noviembre, me insistió en varias ocasiones para que recogiera sus diarios en Madrid y volara con ellos a Menorca para seguir trabajando en el libro. Yo no quería o no podía entender que Carmen se estaba muriendo, y seguí trabajando normalmente en el periódico.

Siento haber decepcionado a Carmen, y lamento no haber ido a Menorca cuando me lo pidió. Dada mi falta de interés por aquellos cuadernos, me dijo en el hospital, había pedido que tras su muerte se destruyeran todas esas libretas de anillas que escribió entre 1960 y 1994. Ni siquiera pensé en evitarlo. Estaba conmocionada al comprobar que realmente se moría. Con esos dietarios desaparecieron testimonios históricos de la Transición. En este libro se recogen 99 entradas, las que ella quiso que yo copiara.

Carmen apuró ese verano en Menorca, y volvió a Madrid un miércoles 3 de noviembre, muy deteriorada ya. Sus amigas se turnaron para dormir en su casa. Esos días le había tocado a Paca Sauquillo, presidenta de la ONG Movimiento por la Paz y entonces eurodiputada socialista. El sábado por la mañana, Paca la vio tan mal que llamó alarmada a Íñigo Méndez de Vigo, entonces también eurodiputado del PP. Carmen podía ser terca como una mula. A su sobrino Íñigo (la abuela del actual secretario de Estado para la Unión Europea y la madre de Carmen eran hermanas) no le quedó más remedio que meterla en el coche a la fuerza y llevarla al hospital, que quedaba muy cerca de la casa de Carmen.

Cuando la llamé ese lunes 8 de noviembre, yo no estaba al tanto de todo esto. Me lo contó ella misma en el hospital con un claro deseo de remover mi mala conciencia. Superado el trance, y tras el milagro del hombro, pasamos un par de horas muy intensas, recapitulando. Frente a frente. Ella en una silla, con su toquita rosa, y yo en otra.

Carmen apenas tenía fuerzas. Sus amigas se turnaban para leerle los periódicos. Esa mañana, antes de que yo llegase, ella había pedido que se concentraran en una sesuda tribuna publicada en El País —«Mundialización capitalista y ciudadanía»— en la que el sociólogo Rafael Díaz-Salazar se lamentaba del «reinado del dinero y el individualismo posesivo» como rasgos característicos de la civilización capitalista neoliberal.

En el hospital, El País se leía a diario y El Mundo los domingos. Ese fin de semana se cumplieron diez años de la caída del Muro de Berlín, y yo entrevisté a Hans-Dietrich Genscher, exministro de Asuntos Exteriores de Alemania durante la reunificación. El malhumor no se había ido del todo, y la emprendió con mi entrevista:

—El mensaje político está ya demasiado repetido. A mí me interesa mucho más Pedro Almodóvar que Genscher. Son los visionarios los que cambian el mundo. Hay que buscar personajes en África, en el Tercer Mundo, y salirse del contexto de los ricos, los altos, los guapos y los blancos. Los de siempre.

Esa advertencia dio paso al consejo tantas veces repetido en los últimos meses: «la tentación de caer en la vida burguesa de las barriguitas redondas y felices». Después se puso a mezclar temas. La política, la vida, la enfermedad, la muerte. Por una última vez, insistió en que ella era «mujer de izquierdas».

Para ilustrar esta afirmación, me contó que esa misma mañana, por teléfono, había cantado La Internacional con su viejo amigo el periodista Rafael Fraguas. También la habían llamado para despedirse Alfonso Guerra y Felipe González: «Guerra tiene más entrañas que Felipe».

Así recuerda Guerra en sus memorias, Una página difícil de arrancar, las palabras de Carmen ese día:

—Sé que soy una mujer complicada, que he sido muy crítica con unos y con otros, pero he hecho lo que creía que debía hacer.

Guerra la interrumpió «varias veces para intentar quitar dramatismo, para animarla», pero no, estaba muy lúcida:

—La enfermedad, la lucha contra la enfermedad, es muy dura, y yo ya he luchado todo lo que puedo luchar. Creo haber sido auténtica en cuanto a sinceridad y coherencia.

Carmen habló y habló, y en esas dos horas me ofreció muchos consejos de futuro. En medio de la charla llegó Edward Oakden, el padre de mis hijas, que era entonces ministro consejero de la embajada británica en Madrid. A Carmen le caía muy bien; ¡sobre todo porque era inglés! Edward le masajeó la espalda para aliviar los dolores que sentía después de estar tanto tiempo en la cama. Eso le mejoró notablemente el humor, y empezó incluso a hacer bromas.

—¡¿Conoces a alguien que del mar vaya a la tumba?!

Se refería a esos dos meses y medio que había pasado en el mar de Menorca, una de sus grandes pasiones. Como yo no acababa de decidirme a ir a Baleares, Carmen grabó una cinta y me la envió desde Menorca por si no le daba tiempo a regresar a Madrid. En ella se extendió largo y tendido sobre sus impresiones marinas: «Quizá sea por la sangre que corre por mis venas, Ana, pero yo me siento mediterránea. Desde niña me ha gustado el mar. Es, para mí, el elemento más hermoso de todos. Me gusta estar yo dentro del mar. Detesto todo lo que sean deportes marinos. Ese concepto utilitario del mar, ¡no! El mar no es una autopista, aunque en verano lo parece. Para mí, el mar es para contemplarlo y disfrutarlo. No para estar con la moto acuática todo el día para arriba y para abajo. O con el yate, dejando aceite por todas partes».

Adoraba Cerdeña, Córcega, Grecia: «He intentado recorrer muchos mares. A mí el mar me devuelve físicamente su ausencia. Yo cuando estoy en el mar me siento plenamente acompañada, me siento feliz. Me gustan los amaneceres de agua, y los atardeceres. Los cambios de colores. Me gusta cuando voy nadando y se acercan los peces. Me gusta esa sensación. Es una cosa hermosa, inmensa y limpia».

El mar, para ella, era una necesidad: «Yo soy animal de fondo de agua, que diría Juan Ramón Jiménez. El mar es libertad. Yo siempre digo “Voy a nadar”, no “Voy a bañarme”. Bucear me fascina. No sé nadar con la cabeza fuera. Me aburro en un barco, porque la gente de barco nunca nada. Yo alguna vez he ido en esas cosas, cuando era más jovencita, y me parecía un sufrimiento. Tener ahí el mar y no poder hacer nada, más que surcarlo. A mí eso no me gusta. A mí me gusta estar dentro. Me gustaría morir en el mar».

Frente a ese mar idealizado, Madrid, donde nació, era un lugar «horrendo, lleno de tráfico y de nerviosismo. Es horroroso. La contaminación, el jaleo. Madrid es mortal».

Al día siguiente, me fui a La Habana a cubrir la IX Cumbre Iberoamericana, aquella en la que el presidente José María Aznar se quitó ostentosamente la chaqueta para disgusto de Fidel Castro y del Rey Juan Carlos. Edward, que quedó encargado de visitar a Carmen en mi ausencia, tuvo una idea para mitigar su nostalgia: se pasó una tarde por el museo Thyssen-Bornemisza y le compró once pósteres, casi todos de motivos marinos.

Estudiándolos detenidamente, Carmen rechazó ocho de ellos, unos por demasiado «brillantes», otros por «formales» y otros por «agitados». Insistía en que necesitaba sosiego, y aceptó sólo tres: un mar azul y pacífico; un lago; y la reproducción de una campiña de John Constable, el gran paisajista de Suffolk. Toda esta operación fue larga y complicada, sobre todo porque una vez elegidos había que pegarlos en la pared a pesar de la enorme preocupación de Carmen por las marcas de celo que pudieran dejar en la habitación del hospital.

«¡Eso a un español no se le ocurre!», les decía a las visitas posteriores cuando éstas le preguntaban sorprendidas por la peculiar decoración. Para mí, ese comentario era típico de Carmen: una manera de echarles en cara su falta de sensibilidad frente a la de una persona que ella consideraba civilizada, no como nosotros, los pobres españoles.

Esa última mañana del lunes 8 de noviembre de 1999, cuando Edward regresó a la embajada, Carmen se levantó de la silla y se tumbó en la cama. Me hice un hueco a su lado y empezamos a hablar de nuestro proyecto de libro. Fue cuando me pidió que le cogiera la mano. Le dije que tenía que ponerse bien, que teníamos mucho trabajo por delante.

—El libro lo acabas tú, pero hazlo, ¿eh?

Luego, en silencio, dibujó la señal de la cruz en mi frente y me bendijo.

—Lo peor de esta enfermedad, Ana, además de ver cómo te va destruyendo, es esa sensación de que, de verdad, de verdad, de verdad, de verdad, estás sola.

Después se quedó dormida. Esperé a su lado un poco de tiempo, no sé cuánto, mientras la oía respirar. Nunca más volví a verla. Cuando regresé de La Habana, la puerta de la 324 estaba cerrada. Encima del tirador habían pegado una cuartilla medio rota: «No pasar». En el pasillo había algunas personas, quizá familiares. Me marché, descompuesta. En el bolso me llevé de vuelta lo que me había pedido Carmen que le trajera de Cuba: la estampa de la Virgen de la Caridad del Cobre, la patrona de la isla.

Durante mi viaje, llegaron los tubos, la obstrucción intestinal y las dificultades para respirar. Ella pidió expresamente que la cuidaran, turnándose día y noche, una amiga de la infancia, Rosa María Quintana, Sweetie, y otra de la juventud, Alicia Bleiberg. También la diputada socialista Rosa Conde, que fue ministra portavoz con Felipe González. Quintana, Bleiberg y Méndez de Vigo actuaron después como albaceas testamentarios.

Carmen murió a las 14.45 del lunes 29 de noviembre de 1999. Un teletipo de la agencia Efe informó de su muerte a las 19.42. A mí me avisó Rosa Conde porque Carmen se lo había pedido. Me costó muchísimo escribir su obituario. Al día siguiente me alegré de haberlo hecho. El Mundo fue el único periódico nacional que informó en su portada del fallecimiento de «la colaboradora de Suárez y exeurodiputada socialista».

Ningún otro diario la consideró lo suficientemente importante como para llevarla a la primera página. En el interior, eso sí, todos le dedicaron breves notas necrológicas a la «musa de la Transición» o a la «aristócrata rebelde».

Pobre Carmen, pensé al leerlas. Le hubiera dado mucha rabia que la recordaran como musa. Siempre me dijo que creía que ese sobrenombre «banalizaba» su trabajo. De aristócrata, siempre lo decía, y era verdad, no tenía ni una gota de sangre.

La culpa de ese apodo, que quedó pegado a ella el resto de su vida, la tuvo Paco Umbral, un escritor tan genial como amigo de Carmen. El 30 de enero de 1977, cuando ella llevaba seis meses en la Presidencia del Gobierno, el «Diario de un snob» que Umbral escribía en El País se tituló «La musa de la reforma».

Esas columnas de Umbral se convirtieron en una referencia política diaria, como más tarde los serían «Los placeres y los días» en la contraportada de El Mundo, donde escribió hasta su muerte en 2007.

Así nació, en papel, la Musa de la Transición:

La musa de la reforma dicen que es la señorita Carmen Díez de Rivera. A Carrillo, en Barcelona, le ha invitado a tomarse juntos un chinchón. A mí, por Navidades, solamente me envió un pañuelo sentimentalmente perfumado, pero no me invita a tomarme nada con ella. Empiezo a estar mosca. […] Los post-rubenianos de derechas se meten con Carmen Díez de Rivera, y con su familia, en un periódico, el otro día. Yo no me voy a meter con ella, pero quiero prevenir a Carrillo contra los pañuelos perfumados de la musa de la reforma […]. Incontrolable, incalificable e inencontrable. La reforma tiene una musa, pero la bestia tiene una metralleta. Alguien está fingiendo una guerra civil para engañar al pueblo, Carmen Díez de Rivera, la musa de la reforma, entre dos fuegos que son el mismo, huele pañuelos perfumados para pasar el susto. Pero el susto va para largo.

El funeral por la musa se celebró en Madrid en el inhóspito tanatorio de la M-30, junto a la mezquita, el martes 30 de noviembre de 1999. La imagen que conservo es la de Umbral, de perfil, con gabardina y un ramo de crisantemos amarillos, mirando el ataúd al otro lado del cristal. A través de sus gruesas gafas, pasó un buen rato observando la rosa amarilla y la cruz de madera depositadas sobre el féretro.

Recuerdo también la rareza del ambiente. La gente no se conocía entre sí. Carmen tenía amistades muy dispares. Había muy poca conversación. Nadie se acercaba a los familiares a darles el pésame. Simplemente, no se sabía quiénes eran.

Había algunos compañeros del Parlamento Europeo, como Enrique Barón, Marcelino Oreja, Fernando Carbajo y Paca Sauquillo. Las tres amigas que la cuidaron los últimos días en el hospital. Sus hermanos Díez de Rivera, creo. Su hermana Serrano-Súñer.

Por la tarde se cremó su cuerpo en una sala del cementerio de La Almudena. Allí estuvieron Fernando Morán, el exministro socialista de Asuntos Exteriores, y los periodistas Fermín Bocos, Julia Navarro y Rafael Fraguas. Cuando la comitiva estaba a punto de partir llegó Alfonso Guerra, el de las «entrañas».

Fue enterrada el jueves 2 de diciembre, a mediodía, en el patio del convento de las carmelitas descalzas de Arenas de San Pedro, junto al olivar.

Detrás dejó Carmen muchos interrogantes y el magro borrador de una autobiografía inconclusa titulada Para ir al pozo no hay que saber leer. En él advertía de que su existencia no había sido cualquier cosa:

Hay pocas vidas coherentes; hay muchas vidas aburridas, eso sí. Pero la coherencia de la vida de cada uno es un cielo constante de luces que tiemblan o restallan, de noches claras o negras, de días encapotados o de lluvia, de tormentas, siembras y cosechas. De simas y abismos. De decisiones a veces feroces y traumáticas. De sufrimientos ajenos o propios, de errores de calendario, de pasiones o de oquedades. Qué sé yo. YO, eso. YO. Los demás me llamáis TÚ o ELLA. De pequeña, Carmencita. Eso, Carmencita.