Cuando Nimrod y él llegaron allí, no quedaba el menor rastro visible del camino que Cal había seguido al atravesar el campo de la parte de atrás de la colina; la ventisca lo había borrado por completo. Lo único que podía hacer era adivinar el sendero que había seguido y excavar en las cercanías del mismo con la esperanza de toparse por casualidad con el paquete que había perdido. Pero eso era casi imposible. La trayectoria que había seguido hacia la colina, había sido cualquier cosa menos directa —la fatiga lo había hecho ir tambaleándose y describiendo curvas como un borracho—, y desde entonces el viento había vuelto a colocar el manto de nieve de tal manera que en algunos lugares era lo bastante profundo como para poder enterrar en él a un hombre en posición vertical.
La nieve al caer oscurecía la cima de la colina la mayor parte del tiempo, de modo que Cal sólo podía suponer lo que estaba sucediendo allá arriba. ¿Qué posibilidades de sobrevivir tenía cualquiera contra Shadwell y el Azote? Seguramente pocas, y quizá ninguna. Pero Suzanna era otra cosa, pues, contra todas las previsiones posibles, a él había conseguido sacarlo con vida del Torbellino, ¿no era cierto? El hecho de imaginarse a la muchacha sobre la colina intentando distraer la mirada fatal de Uriel, le sirvió de acicate para excavar con mayor ahínco, aunque en realidad no tuviera la menor esperanza de encontrar la chaqueta.
Y poco a poco la excavación hizo que Nimrod y él se fueran separando, hasta que Cal ya no pudo ver a su compañero de búsqueda entre aquella cortina de nieve. Pero en un momento dado Cal oyó al otro hombre lanzar un grito de alarma y al volverse vio un brillo que oscilaba en la gran extensión de nieve que había detrás de él. Algo estaba ardiendo en la colina. Cal echó a andar hacia el brillo, pero el sentido común prevaleció sobre el heroísmo. Si Suzanna estaba viva, pues estaba viva. Si estaba muerta, él, al abandonar la busca, no haría más que desperdiciar el sacrificio que la muchacha había hecho.
Al emprender la busca de nuevo, olvidándose de cualquier pretensión de sistematizar el trabajo, empezó el rugido de la colina, que fue en aumento hasta convertirse en el estruendo de tierra en erupción. Esta vez no se dio la vuelta para mirar hacia atrás, ni trató de perforar con la mirada aquel velo de nieve buscando noticias de amor; se limitó a seguir cavando con ahínco y la pena que sentía se convirtió en el combustible para aquella tarea.
Con las prisas estuvo a punto de perder el tesoro que buscaba en el mismo momento de encontrarlo, ya que empezó a cubrir el papel que asomaba entre la nieve antes de que el cerebro tuviera tiempo de comprender de qué se trataba. Cuando se percató de lo que era, Cal empezó a escarbar como un terrier, levantando la nieve y echándola detrás de él sin atreverse del todo a creer que había encontrado el paquete. Mientras excavaba, el viento hizo llegar hasta él una voz, que volvió a llevarse en seguida: un grito de socorro desde algún punto de aquella extensión nevada. No era Nimrod, de modo que Cal siguió cavando. La voz le llegó de nuevo. Levantó la mirada, con los ojos medio cerrados para intentar ver entre la violenta embestida de fuego y tierra. ¿Había alguien abriéndose paso entre la nieve a una cierta distancia de él? Igual que la voz, lo que veía también iba y venía.
El paquete se mostraba igualmente evasivo. Pero cuando ya empezaba a creer que estaba equivocado, y que allí no había nada que encontrar, los dedos helados se le cerraron en torno al objeto. Al sacarlo de la nieve, el papel, que estaba empapado como una sopa, se rasgó, y el contenido cayó sobre la nieve. Había una caja de puros; algunas chucherías; y también la chaqueta. La levantó del suelo. Si en la casa de Gluck el aspecto de la prenda no había tenido nada de extraordinario, ahora aún lo tenía menos. Cal confiaba en que alguien de entre los que se ocultaban en el bosque tuviera algún indicio de cómo desencadenar los poderes de la chaqueta, porque él, desde luego, lo ignoraba.
Se dio la vuelta buscando a Nimrod para darle la noticia, y entonces vio a dos figuras que avanzaban hacia él con gran trabajo, una de ellas sosteniendo a la otra. Una era Nimrod; el hombre al que ayudaba —seguramente el mismo que Cal había oído y vislumbrado unos instantes antes— iba tan envuelto en ropa para protegerse que resultaba irreconocible. A pesar de todo Nimrod ya había visto el trofeo que Cal tenía levantado para mostrárselo, y estaba animando al otro hombre a fin de que se apresurara, gritándole algo a Cal al tiempo que se acercaba. El viento se llevó las palabras, pero Nimrod las repitió cuando estuvo más cerca.
—¿Es éste un amigo tuyo?
El hombre al que Nimrod casi llevaba en vilo levantó la cara, toda llena de nieve, y manipuló con torpeza la bufanda que le cubría la mitad del rostro. Antes de que se la hubiera bajado del todo, Cal dijo:
—¿Virgil?
El hombre se quitó la bufanda y Cal se encontró con Gluck, que le estaba mirando con una mezcla de vergüenza y triunfo en dosis iguales.
—Perdóname —le dijo a Cal—. Era necesario que estuviese aquí. Tenía que verlo.
—Si es que queda algo para ver —gritó Nimrod por encima del estruendo del viento.
Cal se volvió a mirar en dirección a la colina de Rayment. Entre las ráfagas de viento y nieve se veía claramente que la cima de la colina se había abierto por completo a causa de una explosión. Por encima de la misma se alzaba un velo de humo, iluminado desde debajo por las llamas.
—El bosque… —empezó a decir. Y olvidándose de Nimrod y de Gluck echó a andar abriendo un surco en la nieve en dirección a la colina y a lo que se extendía más allá.
No había nada arbitrario en el ataque del Azote. Estaba destruyendo sistemáticamente todo el campo y la zona circundante a sabiendas de que, antes o después, sus ojos divisarían a las criaturas cuya proximidad ya podía oler. Entre los árboles se estaba llevando a cabo una retirada bastante organizada; los niños, acompañados por guardianes o por los padres, iban avanzando hacia la parte de atrás del bosque hasta salir al descubierto. Pocos más se movieron, la mayoría permaneció en su puesto conservando la integridad de su escondite. Suzanna no sabía si ello se debía a desconfianza o a mero fatalismo; quizá hubiera un poco de ambas cosas. Pero por mucho que se esforzasen, el repertorio de encantamientos estaba casi agotado. Ahora era cuestión de segundos más que de minutos el que la mirada de Uriel-dentro-de-Shadwell alcanzase los árboles. Y cuando eso sucediera los bosques arderían, invisibles o no.
Hamel estaba al lado de Suzanna mientras ésta observaba cómo el Ángel se acercaba.
—¿Vienes? —le preguntó.
—Dentro de un momento.
—Tiene que ser ahora o nunca.
En ese caso puede que fuera nunca. Suzanna se encontraba tan absorta por el formidable poder que se estaba desencadenando ante ella, que no era capaz de apartar la mirada, llena de asombro. Le fascinaba que una fuerza de tal magnitud se inclinase hacia aquel sórdido afán de atrocidad; había algún error en la realidad que hacía aquello posible sin ofrecer curación, ni esperanza de curación.
—Tenemos que irnos —insistió Hamel.
—Pues marchaos —le dijo ella.
A Suzanna se le estaban acumulando las lágrimas en los ojos. Y le daba rabia que le impidieran ver con claridad. Pero sintió que el menstruum le subía junto con las lágrimas; y en esta ocasión no era para protegerla, sino para estar con ella en el último momento, para proporcionarle alguna pequeña cantidad de gozo.
El Ángel levantó los ojos. Suzanna oyó gritar a Hamel. Luego los árboles que se encontraban a la derecha de la muchacha estallaron en llamas.
Al abrirse una brecha en la pantalla protectora se oyeron gritos en las profundidades del bosque.
—¡Sálvese quien pueda! —gritó alguien.
Al oír a su presa, el Azote hizo que el rostro de Shadwell sonriera: una sonrisa con la que poner fin al mundo. Luego, cuando Uriel reunió un fuego final para destruir los encantamientos para siempre, la sonrisa se intensificó en aquel cuerpo hinchado.
Un segundo antes de que aquel fuego estallase, se oyó una voz que decía:
—¿Shadwell?
Era el nombre del Vendedor el que habían pronunciado, pero fue Uriel el que se volvió para mirar, posponiendo momentáneamente aquella calamitosa mirada suya.
Suzanna dejó de observar al Azote y miro al que había hablado.
Era Cal. Avanzaba sobre el suelo humeante que antes había sido un campo cubierto de nieve al pie de la colina; y caminaba directo hacia el enemigo.
Al ver a Cal, Suzanna no titubeó un instante en abandonar su escondite. Salió del margen de los árboles hasta ponerse al descubierto. Y no lo hizo sola. Aunque no apartó los ojos de Cal ni un instante, oyó murmullos y pisadas a su lado que indicaban que los Videntes estaban saliendo del escondite; aquel gesto de solidaridad para enfrentarse a la extinción conmovió profundamente a Suzanna. En el momento final, decían con aquel gesto de hacerse visibles, estamos juntos. Cucos y Videntes, partes de una única historia.
Todo lo cual impidió que una voz llena de pavor y respeto, que Suzanna reconoció como la de Apolline, dijera:
—¿Es que ese hombre ha perdido el puñetero juicio?
Mientras tanto Cal continuaba avanzando por la tierra que Uriel había convertido en un terreno baldío.
Detrás de Suzanna el crepitar de las llamas, avivadas por el viento, iba aumentando hasta extenderse por los árboles. El resplandor del fuego bañaba el suelo, lanzando las sombras de los Videntes hacia las dos figuras que había en el campo, un poco más adelante. Shadwell, con su estupenda ropa rasgada y chamuscada y la cara más pálida que un muerto. Y Cal, con los zapatos de piel de cerdo y la luz de las llamas haciendo que las hebras de su chaqueta brillasen.
No; no eran las hebras de su chaqueta; era de Shadwell. La de las ilusiones.
¿Cómo podía haber sido Suzanna tan lenta como para no darse cuenta antes? ¿Sería por el hecho de que a Cal la prenda le sentase tan bien, a pesar de haber sido hecha para un hombre de la mitad de su tamaño? ¿O sería sencillamente que la cara de Cal había acaparado toda su atención, aquella cara que, precisamente en aquel momento, tenía esa expresión decidida que la muchacha había llegado a amar?
Cal se encontraba a menos de diez metros del Azote, y ahora estaba de pie, quieto.
Uriel-en-Shadwell no decía nada, pero había un desasosiego en el cuerpo del Vendedor que amenazaba con detonar de un momento a otro.
Cal se esforzó por desabrocharse la chaqueta a tientas, frunciendo el ceño por la ineptitud de que hacían gala sus dedos. Pero al cuarto intento le cogió el truco y la chaqueta quedó abierta.
Una vez hecho eso, habló. La voz le salió débil, pero no temblorosa.
—Tengo algo que enseñarte —le dijo.
Al principio Uriel-en-Shadwell no mostró reacción alguna. Y cuando lo hizo, no fue el poseedor quien contestó, sino el poseído.
—No hay nada ahí que yo quiera —le respondió el Vendedor.
—No es para ti —insistió Cal con voz cada vez más segura—. Es para el Ángel del Edén. Para Uriel.
Esta vez ni el Azote ni el Vendedor respondieron. Cal cogió la parte delantera de la chaqueta y la abrió, dejando al descubierto el forro.
—¿No quieres mirar? —inquirió.
Obtuvo el silencio por respuesta.
—Cualquier cosa que veas —continuó diciendo Cal—. Cualquier cosa, tuya es.
Alguien que estaba junto a Suzanna susurró:
—Pero ¿qué se cree que está haciendo?
Suzanna lo sabía; pero no malgastó un esfuerzo precioso en contestar la pregunta. Cal necesitaba todo el poder que pudiera transmitirle con la mente: toda su esperanza, todo su amor.
De nuevo Cal se dirigió al Azote.
—¿Qué ves? —le preguntó.
Esta vez obtuvo una respuesta.
—Nada. —Era Shadwell quien hablaba—. Yo. Veo. Nada.
—Oh, Cal —dijo Suzanna con voz imperceptible al captar el destello de desesperación que le cruzó a éste por el rostro. La muchacha sabía exactamente lo que él estaba pensando, y compartía aquellas dudas. ¿Se habrían muerto los encantamientos de la chaqueta? ¿Se habrían marchitado al carecer de víctimas con las que alimentarse, y estaría Cal allí plantado frente a Uriel sin arma alguna?
Transcurrió un largo momento. Después, de algún lugar del vientre del Ángel se elevó un leve gemido. Con ello la boca de Shadwell se abrió, y habló de nuevo. Pero lo hizo en voz baja, como si hablara consigo mismo; o con aquella cosa que llevaba dentro de sí.
—No mires —dijo.
Suzanna contuvo la respiración, sin atreverse a creer que aquellas palabras fueran un aviso. Pero ¿de qué otro modo podían interpretarse?
—Sí que ves algo —insistió Cal.
—No —repuso Shadwell.
—Mira —dijo Cal abriendo toda la chaqueta—. Mira y verás.
De pronto Shadwell se puso a gritar.
—¡Son mentiras! —chilló; ahora todo el cuerpo le temblaba violentamente—. ¡Todo es corrupción!
Pero el gemido que seguía surgiendo de la criatura que había en su interior ahogó aquellas advertencias suyas. Éste no era el alarido que Suzanna había oído en la roca de la colina de Rayment: no era un grito demente de rabia. Éste era un sonido triste, infinitamente triste, y, como si respondiera al sonido con luz, la chaqueta —cuyos hilos ella había temido que estuvieran arruinados— empezó a iluminarse.
Inmediatamente las advertencias de Shadwell comenzaron de nuevo, teñidas de renovada histeria.
—¡No! —gritó—. ¡No, maldito seas!
Sin embargo el Azote permaneció sordo a las súplicas de su anfitrión. Tenía puestos los innumerables ojos en el forro de la chaqueta, deseando sacar de allí con la fuerza de la mente una visión que sólo él podía ver.
Para Cal aquel momento estuvo cargado de terror y gozo en una confusión tal que no era capaz de distinguir un sentimiento del otro. No es que le importase mucho: ahora los acontecimientos ya no estaban en sus manos. Lo único que podía hacer era permanecer allí sin moverse mientras la chaqueta llevaba a cabo los engaños que tuviera poder para ejercer.
Cal no se había puesto la prenda de un modo premeditado; aquello no había formado parte de sus planes en absoluto. En realidad ni siquiera tenía planes; sencillamente se había zambullido en la nieve confiando en que no fuera demasiado tarde para intervenir. Pero los acontecimientos se le habían adelantado. La mirada de Uriel había encontrado el refugio de los Videntes, y había empezado a destruirlo. La chaqueta que Cal había estado buscando al escarbar en la nieve era algo superfluo; a los Videntes no les había salido bien el farol que se habían tirado. Pero al ver al Vendedor otra idea le vino a la cabeza: que los encantamientos de la chaqueta habían funcionado perfectamente cuando Shadwell la llevaba puesta, y que no le quedaba otra opción mejor en aquellos momentos que intentar hacer lo mismo.
En cuanto hubo metido los brazos por las mangas de la chaqueta ésta se adaptó a sus medidas como un guante de cirujano. Cal sintió aquel abrazo como la confirmación de un trato hecho. De allí en adelante la chaqueta formaba parte de él, y él de la chaqueta.
Incluso ahora, en aquellos momentos, notaba que la chaqueta le daba golpecitos por dentro, procurando que la humanidad de Cal añadiera cierto sabor a la ilusión que estaba creando. La mirada del Ángel estaba fija en el forro; parecía que estuviese en trace, y el rostro que lo albergaba se deformaba más cada vez que Shadwell desperdiciaba el aliento haciendo súplicas y predicciones.
—¡Te engañará! —rugía—. ¡Es magia! ¿Me oyes?
Si es que el Ángel se daba cuenta del pánico que Shadwell sentía, no daba muestras de llegar a comprenderlo. Y si lo comprendía, no le importaba. El genio que la chaqueta poseía para seducir se estaba alzando hacia su mayor triunfo. A los únicos que había embelesado hasta aquel momento había sido a los Cucos cuyos corazones eran maleables y sentimentaloides y cuyos deseos apenas lograban despegarse un poco por encima de lo prosaico. Pero los sueños de aquel ser que ahora contemplaba el interior de la chaqueta eran de una envergadura totalmente diferente. Uriel no tenía una infancia feliz que añorar, ni amantes por las que suspirar. Sus poderes mentales, aunque habían permanecido en medio de la esterilidad durante mucho tiempo, eran inmensos, y los encantamientos de la chaqueta estaban siendo presionados hasta el límite para producir una imagen de aquello que el Ángel más deseaba.
La prenda había comenzado a retorcerse y ondularse en la espalda de Cal, y las costuras le iban estallando por todas partes, como si la chaqueta apenas pudiera soportar lo que se estaba pidiendo y estuviera a punto de salir volando en pedazos. A Cal le pareció que lo mismo podía ocurrirle a él si aquello no terminaba pronto. Las exigencias que de continuo le pedía la chaqueta se estaban haciendo intolerables a medida que iban ahondando en él cada vez más profundamente, llevándosele a rastras el alma a fin de que la inspiración igualase la necesidad del Ángel. A Cal se le habían entumecido el torso y los brazos; ya no le quedaban fuerzas en las manos para sostener la chaqueta abierta. Así que fueron las fuerzas desencadenadas en el forro las encargadas de mostrar el interior de la chaqueta mientras él permanecía allí, de pie en mitad del flujo, mientras su mente se veía asaltada por fragmentos de aquello, fuera lo que fuese, por lo que suspiraba Uriel. Y aquellos fragmentos sólo tenían para Cal un sentido parcial.
Vio un planeta de luz que daba vueltas y más vueltas ante él, rozándole los labios con aquella inmensidad que tenía. Había un mar de llamas cuyas olas lamían unas playas de piedras y nubes. Había asimismo algunas formas cuya visión el ojo de la mente de Cal no era capaz de soportar y que formaban misterios con el aliento.
Pero eran todas visiones fugaces, y cuando hubieran desaparecido él volvería a estar allí, de pie sobre la misma tierra muerta, con el cuerpo devastado por el hambre de Uriel. La chaqueta había llegado al límite. Había empezado a desintegrarse, los hilos estaban siendo absorbidos por la trama y la urdimbre y se estaba quemando delante de Cal.
Pero Uriel no estaba dispuesto a dejarse engañar; tiraba de la tela con los ojos, exigiéndole que cumpliera la promesa que Cal le había hecho. Y presionada por aquel asalto la chaqueta acabó por capitular, pero en el momento en que se destruía, pudo responder a las exigencias de Uriel. El forro reventó y de él surgió la imagen a la que el apetito de Uriel había dado forma, cegando con su brillo a Cal.
Cal oyó que Shadwell bramaba, y luego sus propios gritos se elevaron por encima del estruendo suplicándole al Ángel que se llevase aquel sueño de su seno.
Uriel no titubeó. Quería aquella visión tanto como Cal deseaba verse libre de ella. A través de una neblina de angustia, Cal vio que el cuerpo de Shadwell empezaba a inflarse al mismo tiempo que el Ángel se disponía a mostrarse a sí mismo. El Vencedor sólo pudo emitir un quejido de desesperación al sentirse transportado hacia arriba por el aire, levantado por la geometría de Uriel. Tenía la piel tan tensa como un tambor, estirada hasta el límite de la tolerancia; la boca había adquirido la forma de una O forrada de dientes cuando el cartílago se desgarró y el tendón se soltó. Luego Shadwell se rompió, el cuerpo le reventó para dejar en libertad al cautivo y los fragmentos del cuerpo fueron incinerados, en el mismo instante en que salieron despedidos, por la gloria que tal destrucción puso en libertad.
Y Cal vio claramente ante sí la encarnación que, en medio de la niebla de la calle Chariot, a duras penas había conseguido vislumbrar: los ojos de Uriel, la geometría de Uriel, el hambre de Uriel.
Y entonces el magnetismo que poseía atrajo de las ruinas de la chaqueta la ilusión que el poder de su voluntad había formado, y la hizo subir a su encuentro.
La visión se reveló: tan brillante como Uriel, e igual de inmensa, como tenía que ser, porque la imagen que los encantamientos habían creado era otro Uriel, un Uriel igual, en todos los aspectos, al Serafín. Al elevarse dicha ilusión los pocos vestigios que quedaban de la chaqueta se desprendieron del cuerpo de Cal, pero aquella descomposición no puso en peligro la criatura que la prenda había engendrado. El espejo de Uriel se alzaba erguido ante el poder que lo había conjurado y dado el ser.
Cal, desposeído tanto de su energía como de las imágenes a las que brevemente había tenido acceso, experimentó una terrible banalidad. No le quedaban fuerzas para mirar hacia arriba y maravillarse por la majestad de aquello que se alzaba por encima de él. Tenía los ojos vueltos hacia adentro, y allí sólo veía vacío. Un desierto en el cual su propio polvo volaba junto con el polvo de todas las cosas que había amado y perdido en su vida; volaba hacia el fin del tiempo y no conocía ni descanso ni significado.
El cuerpo se le rindió, y Cal cayó al suelo como si hubiera recibido un disparo al mismo tiempo que el polvo que tenía dentro de la cabeza lo lanzaba violentamente lejos, hasta el interior del vacío. No pudo presenciar nada de lo que sucedió a continuación. Suzanna lo vio caer. Haciendo caso omiso de los gigantes que se cernían sobre el bosque en llamas, se apresuró a acudir en su ayuda. En lo alto los Ángeles revoloteaban como dos soles gemelos, llenando el aire de agujas invisibles con la energía que poseían. Sin hacer caso de aquellos aguijones, la muchacha dobló la espalda entregándose a la tarea de arrastrar a Cal hasta alejarlo de aquella cita entre espíritus. Suzanna estaba ya más allá del miedo o de la esperanza. La primera y única necesidad era tener a Cal a salvo en sus brazos. Lo que tuviera que venir a continuación, ya vendría. Pero no era algo que estuviese en sus manos.
También otros habían acudido para ayudarla: Apolline, Hamel y, desde el otro extremo del campo, Nimrod. Entre todos levantaron a Cal del suelo y se lo llevaron de la región de las agujas, depositándolo con suavidad en un lugar donde el terreno era más blando.
Por encima de ellos la confrontación estaba llegando a una nueva etapa. La forma de Uriel había adquirido una complejidad imposible, y la anatomía se le iba transformando a la velocidad del pensamiento; en parte máquina, en parte ciudadela; pero todo meticuloso fuego. Y su compañero, el conjurado, lo igualaba siempre, un cambio tras otro, y entre ellos se cruzaban dardos, semejantes a agujas, entrelazadas con fuego, dardos que los iban acercando cada vez más hasta que estuvieron abrazados como amantes.
Si alguna vez había existido una distinción entre el Uriel real y el Uriel imaginario, ya no la había. Divisiones como aquéllas quedaban para los Cucos, que creían vivir a la vez dentro y fuera de la mente; los Cucos, para quienes el pensamiento sólo era la sombra de la vida, y no su verdadero y propio ser.
Uriel sabía muy bien que no era así. Había tenido necesidad de la Antigua Ciencia para verse obligado a confesar su deseo más profundo, que era, sencillamente, verse su auténtica cara, y al verla saber cómo había sido antes de que la soledad lo corrompiese.
Ahora estaba abrazando aquel yo recordado, y se aprendió la lección al instante. El foso de su demencia había sido tan hondo como altas estaban las estrellas de las que había descendido. Y al olvidarse de su propia naturaleza se había sumido en la obsesión, dedicándose a un deber muerto. Pero al mirarse a sí mismo —al ver la gloría de la condición que tenía— se despojó de la locura, y, justo al despojarse de ella, miró hacia las estrellas.
Había cielos en los que él tenía cosas que hacer, donde la era que había malgastado aquí no era más que un día, y su dolor, cualquier dolor, un estado desconocido.
Y al pensar aquello se elevó, transido de un esplendor triunfante.
Había nubes en lo alto. En cuestión de momentos el Ángel se elevó entre ellas, dejando sólo una lluvia de luz que iba disminuyendo al llegar sobre los rostros de aquellos que observaban cómo se perdía de vista.
—Se fue —dijo Lo cuando hasta la luz se hubo apagado, y sólo unos restos de nieve caían de lo alto.
—Entonces, ¿todo ha terminado? —quiso saber Apolline.
—Me parece que sí —repuso Hamel. Las lágrimas le caían por las mejillas.
Una ráfaga de viento había prestado renovado fervor a las llamas que estaban devorando el bosque. No importaba mucho. Ya no tenían necesidad de refugiarse allí. Quizás aquella noche marcara el fin de los refugios.
Suzanna miró a Cal, a quien estaba meciendo como una vez meciera a Jerichau. Pero Jerichau se le había muerto en los brazos: Cal no moriría; la muchacha juró que no sería así. Sin embargo Cal no había salido del todo ileso del horno en que se había convertido la chaqueta; tenía quemada la piel del rostro y del pecho, o quizá sólo estuviese manchada. Pero no era el único daño que se percibía por fuera.
—¿Cómo está? —dijo una voz que Suzanna no conocía.
La muchacha levantó la vista y se encontró con la hostigada mirada de un Cuco, como ella, que iba envuelto en varias capas de ropa.
—¿Eres Suzanna? —le preguntó el hombre—. Me llamo Gluck. Soy un amigo de Calhoun.
—Bienvenido —dijo alguien.
Gluck sonrió, radiante.
—No va a morirse —afirmó Suzanna acariciándole la cara a Cal—. Sólo está durmiendo un rato.
—Es que ha tenido una noche muy ajetreada —dijo Nimrod; también a él le corrían las lágrimas por aquella cara suya tan estoica.