Al otro lado de la cortina a través de la cual habían tirado de Cal, se encontraba un bosque con un techo de ramas tan denso que solamente una salpicadura de nieve había conseguido traspasarlo hasta llegar al suelo, de modo que el terreno que uno pisaba allí estaba cubierto de musgo y de hojas. El lugar era oscuro, pero Cal pudo distinguir a cierta distancia un fuego encendido cuya luz resultaba acogedora y era promesa de una tibieza aún más acogedora. No había ni rastro del hombre que lo había sacado de la nieve; por lo menos Cal no logró ver a nadie hasta que una voz dijo:
—Vaya tiempo más horrible tenemos. —Y entonces Cal se dio la vuelta y vio al mono Novello y a su compañero humano que estaban de pie a no más de un par de metros de distancia, camuflados por la inmovilidad—. Ha sido Smith quien lo ha hecho —dijo el mono inclinándose hacia Cal—. Ha sido él quien ha tirado de ti hasta hacerte entrar aquí. No dejes que me echen a mí la culpa. —El hombre miró al animal de reojo—. Él no me habla —anunció Novello— porque me extravié y salí al exterior. Bueno, a lo hecho, pecho, ¿no? ¿Por qué no vienes aquí y te acercas al fuego? Será mejor que te tumbes antes de que te caigas.
—Sí —reconoció Cal—. Por favor.
Smith le enseñó el camino. Cal lo siguió mientras se esforzaba, con el cerebro aún estupefacto, por comprender lo que acababa de experimentar. Puede que los Videntes estuvieran acorralados, pero nunca les faltaban un truco o dos; la ilusión que ocultaba de la vista aquel bosque había resistido un examen concienzudo. Y una vez atravesada la barrera, había una segunda sorpresa: la estación del año. Aunque las ramas de los árboles estaban peladas en su parte superior y era musgo del verano anterior lo que Cal iba pisando, había en el aire un perfume de primavera, como si el hielo que tenía atrapada a la Isla de los fantasmas de punta a punta no tuviera arraigo en aquel lugar. La savia circulaba; los brotes se hinchaban; por doquier las cosas iban entregando sus células a la dulce labor del crecimiento. Aquella súbita clemencia le provocó una suave euforia a Cal, pero sus miembros helados no captaron el mensaje. Al llegar a unos cuantos metros de distancia del fuego notó que el cuerpo perdía las fuerzas necesarias para mantenerse erguido. Cal extendió la mano buscando apoyo en uno de aquellos árboles, pero el árbol se alejó de él —o al menos eso le pareció a Cal—, que cayó hacia adelante.
No llegó a dar contra el suelo. Unos brazos intentaron sujetarlo, y Cal se abandonó a ellos. Dichos brazos lo transportaron hasta la proximidad del fuego y lo depositaron suavemente en el suelo; una mano le tocó la mejilla; Cal apartó la mirada de las llamas y vio a Suzanna arrodillada a su lacio, con la luz del fuego reflejándosele en la cara.
Cal pronunció el nombre de la muchacha, o al menos confió en haberlo hecho. Luego perdió el conocimiento.
Ya había sucedido antes, eso de que Cal cerrara los ojos viendo a Suzanna para despertar más tarde y encontrarse con que ella ya no estaba. Pero esta vez no fue así. Esta vez la muchacha estaba esperándole al despertar del sueño. No sólo esperándolo, sino abrazándolo y meciéndolo. Las distintas capas de ropa, papel hecho pulpa y fotografías que Cal llevaba puestas se las habían quitado mientras dormía, y le habían envuelto la desnudez en una manta.
—He encontrado el camino para venir a casa —le dijo a Suzanna cuando de nuevo pudo hacer uso de la lengua.
—Fui a buscarte a la calle Chariot —le indicó ella—, pero la casa ya había desaparecido.
—Ya lo sé…
—Y también estuve en la calle Rue.
Cal asintió con la cabeza.
—De Bono fue a buscarme… —Hizo una pausa, silenciado por aquel recuerdo. Ni el fuego ni los brazos de Suzanna que lo rodeaban pudieron impedir que se estremeciera al revivir la experiencia que tuvo lugar en medio de la niebla y vislumbrar aquello que la misma ocultaba a medias—. El Azote nos persiguió —concluyó.
—Y Shadwell —añadió Suzanna.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
La muchacha le contó lo del Sepulcro.
—Entonces, ¿ahora qué sucede? —le preguntó él.
—Estamos esperando. Tenemos puesto el encantamiento. Y esperamos. Ahora estamos todos aquí. Tú eras el único que faltaba.
—Pues ya estoy aquí —le dijo Cal suavemente.
Suzanna lo abrazó con más fuerza.
—Y ya no habrá más separaciones —le indicó la muchacha—. Sólo tenemos que rezar para que pasen de largo.
—Nada de rezos, por favor —dijo una voz desde detrás de Suzanna—. No queremos que nos oiga ningún ángel. —Cal estiró el cuello para ver al recién llegado. Las arrugas del rostro que tenía delante se habían acentuado, y la barba se había vuelto un poco más canosa; pero aquél seguía siendo el rostro de Lem, y la sonrisa de Lem—. Poeta —continuó Lo inclinándose para pasarle una mano por el cuello a Cal—, por poco te perdemos.
—Ni pensarlo —repuso Cal esbozando una sonrisa—. ¿Todavía tienes la fruta?
Lo se dio unas palmaditas en el bolsillo interior de la chaqueta, cuya modernidad le favorecía bastante.
—Aquí la tengo —dijo—. Y hablando de ello. ¿Tiene hambre nuestro hombre?
—Yo siempre puedo comer —le comentó Cal.
—Hay suficiente comida para que te hartes.
—Gracias.
Lem estaba a punto de marcharse, pero se dio la vuelta y con gran solemnidad dijo:
—¿Me ayudarás a plantar, Calhoun? ¿Cuándo llegue la temporada?
—Ya sabes que sí.
Lem asintió.
—Te veré dentro de un rato —le dijo; y se retiró del círculo de luz de la hoguera.
—¿Ya se ha secado mi ropa? —preguntó Cal—. No puedo ir por ahí de esta forma.
—Déjame ir a ver si te consigo algo prestado —repuso Suzanna.
Cal se incorporó para permitir que la muchacha se levantase, pero antes de hacerlo ella lo besó en los labios. No fue un beso desenfadado; el contacto hizo entrar a Cal en calor más que una docena de hogueras. Cuando Suzanna se marchó de su lado, tuvo que envolverse en la manta para disimular el hecho de que algo más que la savia se estaba levantando aquella noche.
Una vez solo, tuvo tiempo de pensar. Aunque se había encontrado a pocos pasos de la muerte ya se le hacía difícil recordar el dolor que había padecido hacía tan poco tiempo; era posible, incluso, pensar que no existía mundo alguno fuera de aquel bosque encantado, y que podrían quedarse allí para siempre haciendo magia. Pero por seductora que resultase la idea, Cal sabía que albergarla, aunque sólo fuera durante unos momentos, resultaba peligroso. Si tenía que haber una vida para los Videntes después de aquella noche —si por alguna clase de milagro Uriel y su cuidador los pasaban realmente por alto—, entonces esa vida había que vivirla como parte del País de las Maravillas que había encontrado en la oficina de milagros de Gluck. Un solo mundo, indivisible.
Después de un rato, durante el cual Cal estuvo dormitando, Suzanna regresó con una colección de prendas de vestir y se las puso al lado.
—Yo voy a darme una vuelta por los puestos de vigilancia —le indicó la muchacha—. Te veré más tarde.
Cal le dio las gracias por la ropa y empezó a vestirse. Aquélla era la segunda vez que le prestaban ropa en veinticuatro horas, y era —previsiblemente, dada su procedencia— más extraña que todo lo que le había proporcionado Gluck. Le hizo gracia lo chocante de los estilos: un chaleco formal y una ajada cazadora de cuero; unos calcetines muy extraños y zapatos de piel de cerdo.
—Ése es precisamente el modo en que debe vestirse un poeta —le aseguró Lemuel Lo cuando volvió a buscar Cal—. Igual que un ladrón ciego.
—Me han llamado cosas peores —repuso Cal—. ¿No me habías hablado de comida?
—Así es —asintió Lem; y se llevó a Cal lejos de la hoguera. Una vez que los ojos de Cal, deslumbrados por las llamas, se hubieron acostumbrado a la media luz, se dio cuenta de que había Videntes por todas partes; encalmados en las ramas o sentados en el suelo entre los árboles; y tocios ellos rodeados de sus bienes terrenales. A pesar de la familiaridad que aquella gente tenía con toda suerte de maravillas, esa noche se parecían a un grupo cualquiera de refugiados, con la mirada oscura y llena de cautela y la boca tensa. Algunos, era cierto, habían decidido pasar de la mejor manera posible la que bien pudiera ser la ultima noche que pasaran vivos. Los amantes yacían abrazados intercambiando susurros y besos; un cantante lanzaba al aire una canción de agradable ritmo, al cual bailaban tres mujeres con una calma entre paso y paso tan profunda que se perdían entre los árboles. Pero la mayoría de los fugitivos estaban inertes y permanecían bajo llave y candado por temor a que hiciera aparición aquello que les producía tanto pavor.
Un olor a café vino a recibir a Cal cuando Lem lo llevó a un claro del bosque donde ardía otra hoguera, más pequeña que aquella otra al lado de la cual había estado durmiendo. Media docena de Videntes se encontraba allí comiendo. Cal no conocía a ninguno de ellos.
—Éste es Calhoun Mooney —lo presentó Lem—. Poeta.
Uno de los miembros del grupo, que estaba sentado en una silla mientras una mujer se esmeraba en afeitarle la cabeza, dijo:
—Me acuerdo de ti, del huerto. Tú eres el Cuco.
—Sí.
—¿Has venido a morir con nosotros? —le preguntó una muchacha que estaba agachada junto al fuego, sirviéndose café. Aquel comentario, que hubiera sido considerado una indiscreción en otra compañía, provocó risas.
—Si es necesario —repuso Cal.
—Bueno, pues no te vayas con el estómago vacío —le indicó el hombre de la cabeza rapada. Mientras la mujer que hacía de barbero le secaba con una toalla las últimas jabonaduras que le quedaban en el cuero cabelludo, Cal se dio cuenta de que aquel hombre se había dejado crecer la cabellera para ocultar a los ojos del Reino que tenía la cabeza decorada con una pigmentación rítmica. Ahora podía volver a lucirla.
—Sólo tenemos pan y café —dijo Lem.
—Ya me va bien —le indicó Cal.
—Tú has visto al Azote —afirmó uno de los miembros del grupo.
—Sí —repuso Cal.
—¿Tenemos que hablar de eso, Hamel? —intervino la muchacha que estaba junto al fuego.
El hombre no le hizo caso.
—¿Cómo era? —preguntó.
Cal se encogió de hombros.
—Enorme —contestó con la esperanza de que el tema perdiese interés. Pero no era sólo Hamel quien quería saber cosas; todos ellos, hasta la muchacha que había protestado, esperaban más detalles—. Tenía cientos de ojos… —continuó diciendo Cal—. En realidad eso es lo único que vi.
—A lo mejor podríamos cegarlo —comentó Hamel al tiempo que daba una chupada al cigarrillo.
—¿Cómo? —dijo Lem.
—Con la Antigua Ciencia.
—No tenemos poder para conservar puesta la pantalla mucho más tiempo —afirmó la mujer que había estado llevando a cabo el afeitado—. ¿De dónde vamos a sacar la fuerza para encontrarnos con el Azote?
—Yo no entiendo de ese asunto de la Antigua Ciencia —les dijo Cal dando un sorbo de la taza de café que le había llevado Lem.
—En cualquier forma, ha desaparecido toda —dijo el hombre de la cabeza rapada.
—Nuestros enemigos se apropiaron de ella —le recordó Hamel—. Esa perra de Immacolata y su querido; ellos la cogieron.
—Y también los que hicieron el Telar —comentó la chica.
—Están muertos, acabados para siempre —les dijo Lem.
—De todos modos, es igual —les indicó Cal—. No podríais cegar al Azote.
—¿Por qué no? —quiso saber Hamel.
—Tiene demasiados ojos.
Hamel se acercó paseando al fuego y tiró al centro del mismo la colilla del cigarrillo.
—Para vernos mejor —dijo.
La llama con la que ardió la colilla fue de un azul brillante, lo cual hizo que Cal se preguntase qué era lo que aquel hombre había estado fumando. Tras volverle la espalda al fuego, Hamel desapareció entre los árboles dejando una estela de silencio tras de sí.
—¿Me excusas, poeta? —le dijo Lem—. Tengo que ir a buscar a mis hijas.
—Desde luego.
Cal se sentó para terminar de comer, apoyando la espalda contra un árbol a fin de poder ver las idas y venidas. El breve sueño sólo había conseguido limarle las aristas de la fatiga; comer le produjo somnolencia otra vez. Habría podido quedarse dormido allí mismo, donde estaba sentado, pero aquel café cargado que acababa de beber le había ido directamente a la vejiga y tenía necesidad de aliviarse. Se puso en pie y se fue en busca de algún arbusto apartado para hacer justamente eso, perdiendo rápidamente la orientación entre los árboles.
En una arboleda se encontró con una pareja que bailaba al son de la música nocturna emitida por un pequeño transistor, como amantes que se quedan solos en la pista de baile después de cerrar el local, demasiado absortos el uno en el otro para separarse. En otro lugar estaban enseñando a un niño a contar, utilizando para ello a modo de ábaco una sarta de luces flotantes que su madre había formado al hablar. Cal encontró un lugar solitario donde descargarse, y ya estaba abrochándose torpemente los botones de los pantalones prestados que llevaba cuando alguien lo cogió por un brazo. Se dio la vuelta en redondo y se encontró con Apolline Dubois a su lado. Iba vestida de negro, como siempre, pero llevaba pintados los labios y las pestañas, lo cual no la favorecía en nada. Aunque no hubiera visto la botella de vodka casi vacía que ella llevaba en la mano, el aliento de Apolline le hubiera dicho que llevaba una buena parte de la noche bebiendo.
—Te ofrecería un poco —dijo la mujer—, pero ya no me queda más.
—No te apures —le indicó Cal.
—¿Yo? —le preguntó ella—. Yo nunca me apuro. Me apure o no, todo va a terminar mal.
Y acercándose un poco más a Cal, se puso a escudriñarle el rostro.
—Qué mala cara tienes —le anunció—. ¿Cuándo fue la última vez que te afeitaste?
Justo cuando Cal iba a abrir la boca para contestar, algo sucedió en el aire que los rodeaba. Un temblor recorrió el aire, y a continuación vino la oscuridad. Apolline le soltó inmediatamente, dejando caer al mismo tiempo la botella de vodka. La botella le dio a Cal en un pie, pero éste logró contener la maldición que le vino a los labios, y se alegró de ello. Todo sonido procedente de entre los árboles, fuera música o matemáticas, había cesado por completo. También habían cesado los ruidos en la maleza, y el de las ramas. El bosque quedó de pronto tan silencioso como un lecho de muerte, mientras las sombras se espesaban entre los árboles. Cal extendió un brazo y se agarró a un tronco, temiendo perder todo sentido de la orientación. Cuando se volvió a mirar, Apolline estaba retrocediendo, alejándose de él, y solamente era ya visible aquel rostro suyo tan empolvado. Luego se dio la vuelta, y también la cara se perdió de vista.
Cal no se encontraba completamente solo. A su derecha, y a cierta distancia, vio a alguien que emergía del abrigo que proporcionaban los árboles y se apresuraba a cubrir con tierra, a puntapiés, el pequeño fuego junto al cual madre e hijo habían estado ocupados con las lecciones. Ambos estaban quietos, la mujer apretándole a su retoño la boca con la mano, y los ojos del niño, muy abiertos a causa del miedo, vueltos hacia ella. Cuando el último destello de luz se apagó, Cal vio cómo ella le preguntaba algo al hombre, el cual, a modo de respuesta, le hizo un gesto señalando con el pulgar por encima del hombro. Luego la escena se volvió oscura.
Durante unos momentos Cal permaneció inmóvil dándose apenas cuenta de que había gente que se movía y pasaba junto a él —de un modo muy decidido, como si cada cual se dirigiera a su puesto—. En lugar de quedarse donde estaba, agarrado al árbol como un hombre en medio de una nada, decidió ir en la dirección que indicara el hombre que había apagado el fuego y averiguar lo que estaba sucediendo. Echó a andar con las manos extendidas para ayudarse a encontrar el rumbo al abrirse camino entre los árboles. Cada uno de sus movimientos producía algún sonido ingrato: los zapatos de piel de cerdo chirriaban; las manos, al tocar algún tronco, desprendían fragmentos de corteza, lo que producía una sonora lluvia. Pero había un destino a la vista. Los árboles iban disminuyendo en número y entre ellos Cal pudo distinguir el brillo de la nieve. Aquella luz hacía que el avance resultase más fácil, de modo que, ayudado por la misma, llegó a una distancia de menos de diez metros de la linde, del bosque. Ahora sabía dónde estaba. Delante de él se extendía el campo donde había visto jugar a Novello; y después la blanca pendiente de la colina de Rayment.
Cuando echó a andar para acercarse más, alguien le puso una mano en el pecho, deteniéndolo; con una seña el rostro obstinado que tenía a su lado lo mandó volverse por donde había venido. Pero alguien que se encontraba agachado entre la maleza, más cerca del borde del bosque, se dio la vuelta y lo miró; luego levantó una mano para dar a entender que podían permitirle el paso. Sólo cuando estuvo a menos de un metro de donde se ocultaba aquella persona, Cal vio que la figura agachada era Suzanna. Aunque se encontraban muy cerca del perímetro de los árboles y la luz irradiada por la nieve resultaba casi fantástica, era difícil ver a Suzanna. Se encontraba envuelta en un encantamiento, como una especie de velo, que se hacía más fuerte cuando la muchacha exhalaba el aliento y se debilitaba cuando inspiraba. Suzanna tenía la atención concentrada otra vez en el campo y en la colina que estaba más allá. La nieve seguía cayendo de forma ininterrumpida; al parecer la propia nieve había borrado las huellas de Cal, aunque quizá no sin ayuda.
—Esta aquí —susurró la muchacha sin mirar a Cal.
Este observó la escena que tenía delante. Allí no había nada fuera de la colina y la nieve.
—Yo no veo… —empezó a decir.
Suzanna lo hizo callar tocándole ligeramente, y con la cabeza le hizo una seña en dirección a los árboles jóvenes situados a las afueras del bosque.
—Ella lo ve —le dijo Suzanna en un susurro.
Cal estudió con atención los arbolitos nuevos y se dio cuenta de que uno de ellos era de carne y hueso. Una muchacha joven estaba de pie en el mismísimo borde del bosque, con los brazos extendidos, cogiéndose con las manos a las ramas de los arbolitos nuevos que tenía a derecha e izquierda.
Alguien emergió de la penumbra y se situó al lado de Suzanna.
—¿A qué distancia está? —quiso saber el hombre.
Cal reconoció aquella voz, aunque el hombre estaba muy cambiado.
—¿Nimrod?
Los dorados ojos de Nimrod le echaron un vistazo a Cal sin registrar expresión alguna; luego apartó la vista, pero volvió a mirarlo como dándose cuenta de pronto de quién era. Al parecer Apolline estaba en lo cierto, pensó Cal; debía de tener muy mala cara. Nimrod extendió un brazo por delante de Suzanna y le estrechó con fuerza la mano a Cal. Cuando se la soltó, la muchacha que estaba en el borde del bosque dejó escapar una exclamación casi imperceptible, respondiendo así a la pregunta «¿A qué distancia está?» de Nimrod.
Shadwell y Hobart habían aparecido en la cima de la colina. Aunque el cielo detrás de ellos estaba negro, resaltaban contra el mismo incluso a oscuras, con aquellas inconfundibles e irregulares siluetas suyas.
—Nos han encontrado —dijo Nimrod en voz baja.
—Todavía no —repuso Suzanna.
Muy lentamente, se puso en pie y, como obedeciendo a aquella señal, un temblor, hermano gemelo del rumor que había silenciado por primera vez el bosque, empezó a correr entre los árboles. El aire pareció oscurecerse aún más.
—Están reforzando la pantalla —susurró Nimrod.
Cal ardía en deseos de tener algún papel útil que desempeñar allí, aunque lo único que podía hacer era contemplar la colina y esperar que el enemigo volviera la espalda y se fuera a buscar a otra parte. Pero hacía demasiado tiempo que conocía a Shadwell para creer que aquello resultase probable, y ni siquiera se sorprendió cuando el Vendedor echó a andar ladera abajo hacia el campo. El enemigo era obstinado. Había venido a hacer el regalo de Muerte que había anunciado en la calle Chariot y no quedaría satisfecho hasta que lo hubiera hecho.
Hobart, o el poder que se ocultaba dentro de él, se había quedado en la cima de la colina, desde donde podía examinar mejor el terreno. Incluso a aquella distancia la carne de la cara le resplandecía y se le oscurecía como si se tratase de ascuas expuestas a un fuerte viento.
Cal miró fugazmente a sus espaldas. Los Videntes estaban visibles, de pie a intervalos regulares entre los árboles, con la concentración puesta en el encantamiento que se interponía entre ellos y su propia matanza. El efecto redoblado de dicho encantamiento fue suficiente para invadirle los ojos a Cal, a pesar de que se hallaba dentro de los muros. Durante unos momentos la oscuridad del bosque se atenuó, y a Cal le dio la impresión de que podía ver a través de ella la nieve que había al otro lado.
Volvió a mirar a Shadwell, que había llegado al fondo de la ladera y escudriñaba el paisaje que tenía delante. Sólo en aquel momento, al ver al hombre con mayor claridad, Cal recordó la chaqueta que Shadwell había perdido o tirado, y que él también había abandonado en el transcurso del viaje. Estaba allá fuera, en algún lugar del campo que había detrás de la colina de Rayment, donde sus congelados dedos la habían dejado caer. Cuando Shadwell echó a andar en dirección al bosque, Cal se puso en pie y susurró:
—La chaqueta…
Suzanna estaba cerca de él, y respondió en voz baja, casi inaudible:
—¿Qué pasa con la chaqueta? —Shadwell había dejado de andar otra vez, y estaba sometiendo a un detenido escrutinio la nieve que tenía delante. ¿Quedaría aún visible algún vestiglo de las huellas de Cal y Novello?—. ¿Sabes dónde está la chaqueta? —le estaba preguntando Suzanna.
—Sí —repuso Cal—. Al otro lado de la colina.
El Vendedor había alzado lo ojos una vez más, y estaba mirando fijamente la escena que tenía delante. Incluso desde lejos estaba claro que la expresión de su rostro era de perplejidad, incluso de sospecha. La ilusión aparente mente resistía. Pero ¿durante cuánto tiempo más lo haría? Sobre la colina, por encima de Shadwell, habló Uriel, y el viento cargado de nieve transportó sus palabras.
—Los huelo —dijo.
Shadwell asintió, y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, escondiéndolo bajo la solapa del abrigo. Luego volvió a mirar la escena que tenía delante. ¿Era el frío lo que le hacía entrecerrar los ojos, o es que estaba viendo un fantasma o algo parecido contra el resplandor de la nieve?
—Vamos a debilitarnos —le dijo Suzanna—. A no ser que consigamos ayuda.
—¿De la chaqueta? —le preguntó Cal.
—En otro tiempo la chaqueta tenía poderes —repuso la muchacha—. Puede que aún los tenga. ¿Podrías encontrarla?
—No lo sé.
—Ésa no es la respuesta que necesitamos.
—Sí. Puedo encontrarla.
Suzanna miró de nuevo hacia la colina. Shadwell había decidido reunirse de nuevo con Uriel y había empezado a trepar por la pendiente. El Ángel había aposentado el cuerpo de Hobart en la nieve y ahora estaba mirando fijamente hacia las nubes.
—Yo te acompañaré —le dijo Nimrod a Cal.
—Pueden vernos desde allá arriba.
—Daremos un rodeo. Saldremos por la parte de atrás. —Miró a Suzanna—. ¿De acuerdo? —inquirió.
—Sí —repuso la muchacha—. Adelante, ahora aún estamos a tiempo.
Nimrod se puso en marcha a toda velocidad. Cal iba a remolque tras él, serpenteando entre los árboles y los Videntes que encontraban al paso en medio del bosque. La tensión que producía el hecho de mantener alzado el escudo de protección contra la vista de hombre y Ángel empezaba a cobrarse peaje; varios de los que estaban manteniendo dicho encantamiento se habían desmayado; y era evidente que otros se encontraban a punto de hacerlo.
El sentido de la orientación de Nimrod no falló; salieron por el extremo del bosque que quedaba más distante y al momento se lanzaron a la nieve boca abajo. La profundidad de aquella caída estaba a su favor; prácticamente podía abrirse un túnel en la nieve, sirviéndoles ésta de parapeto en la medida de lo posible entre ellos y la colina. Pero la nieve no podría protegerlos durante todo el camino; había trozos de terreno abierto que tenían que cruzar si no querían verse obligados a seguir una ruta tan desesperadamente tortuosa que les impidiera llegar hasta su objetivo antes del alba. El viento lanzaba sábanas de nieve suelta, pero en los intervalos existentes entre aquellas sábanas de nieve Cal y Nimrod gozaban de un claro panorama de la colina, pero los que estaban en la cima de la misma —si por casualidad miraban hacia abajo— tendrían la misma posibilidad de verlos a ellos. Sin embargo consiguieron adaptarse al ritmo del viento, tumbándose en el suelo cuando amainaba y echando una carrera cuando alguna ráfaga les proporcionaba la oportuna tapadera. De esta guisa avanzaron sin ser vistos, aunque con suma lentitud, hasta hallarse a una distancia inferior a treinta metros del flanco de la colina; y ya parecía que la parte más peligrosa del camino había pasado, cuando el viento cesó repentinamente, y en medio de aquella calma Cal ovó la voz triunfante de Shadwell.
—¡Vosotros! ……decía apuntándoles con el dedo… ¡Os estoy viendo!
Avanzó unos cuantos metros colina abajo y después volvió a subir con intención de alertar a Uriel, que seguía contemplando el cielo.
—¡Corramos a por ella! —le gritó Cal a Nimrod; y abandonando cualquier intento de ocultarse se lanzaron a campo traviesa abriendo un surco en la nieve.
Era Cal quien indicaba el camino para llegar a aquello que había perdido. Una rápida ojeada hacia la cima le mostró que Shadwell había despertado a Hobart, el cual se había puesto en pie. El hombre iba en cueros —indiferente a la ventisca— y tenía el cuerpo ennegrecido a causa del fuego y del humo. En cualquier momento, Cal lo sabía, aquel mismo fuego iría a buscarlos a Nimrod y a él.
Echó a correr de nuevo, esperando que la llama lo alcanzase de un momento a otro. Tres pasos tambaleantes y la llama no llegaba todavía. Cuatro, cinco, seis, siete. La llama vengadora seguía sin llegar.
El asombro lo hizo volverse y mirar hacia la colina otra vez. Shadwell seguía en la cima, implorándole al Ángel que llevase a cabo su maldición. Pero en la pausa que mediaba entre una ráfaga de nieve y la siguiente, Cal vio que Uriel estaba ocupado en otro asunto que lo mantenía distraído de su papel de verdugo.
Cal echó a correr de nuevo, sabiendo que a Nimrod y a él les había sido concedida una oportunidad de seguir con vida, pero incapaz de dejar de lamentarse al ver que Suzanna había empezado a escalar la colina para dirigirse al encuentro de la mirada del Ángel.