II.
REPRESENTACIONES

1

Ocho días después de la destrucción de la Fuga y todo lo que contenía, los supervivientes de las Cuatro Familias, en total puede que unas cien personas, se reunieron en asamblea para debatir su futuro. Aunque eran supervivientes, no tenían muchos motivos para celebrarlo. Con la desaparición del Mundo Entretejido habían perdido sus hogares, sus posesiones y, en muchos casos, además a sus seres queridos. Lo único que les quedaba como recuerdo de su felicidad pasada era un puñado de encantamientos, muy debilitados con la derrota de la Fuga. Y no servían de mucho consuelo. Los hechizos no pueden resucitar a los muertos, ni mantener a raya a las corrupciones del Reino.

Así, pues, ¿qué tenían que hacer? Había una facción locuaz, encabezada por Balm de Bono, que abogaba por hacer pública su historia; por convertirse, en esencia, en una causa. La idea no dejaba de tener sus ventajas. Quizás el lugar más seguro para estar fuese a plena vista del mundo humano. Pero hallaron una oposición sustancial a este plan, oposición alentada por la única posesión que las circunstancias no podían arrebatarle a aquella gente: el orgullo. Muchos de ellos declararon abiertamente que preferían morirse antes que quedar a merced de los Cucos.

Además aquella idea suponía un problema adicional para Suzanna. Aunque pudiera convencer a sus colegas humanos para que se creyeran el cuento de los Videntes y simpatizaran con ellos, ¿cuánto duraría la compasión? ¿Meses? Un año, a lo sumo. Luego volverían los ojos hacia una nueva tragedia. Los Videntes serían las víctimas de ayer, teñidos por la celebridad, sí, pero difícilmente salvados por ella.

La combinación de este argumento de Suzanna y el generalizado horror a humillarse ante los Cucos fue suficiente para vencer a la oposición. Decidido a mostrarse civilizado ante la derrota, De Bono cedió.

Fue la última vez que los procedimientos estuvieron revestidos por las buenas maneras, pues la reunión se fue acalorando cada vez más. La escalada empezó con el llamamiento de un hombre acosado de cara grisácea pidiendo que dejasen a un lado toda pretensión de mejorar la suerte y se concentraran en vengarse de Shadwell.

—Lo hemos perdido todo —dijo—. La única satisfacción que nos queda es ver muerto a ese hijo de puta. Se alzaron voces de protesta ante aquel derrotismo, pero el hombre exigió el derecho que tenía a ser oído.— Vamos a morir aquí fuera —continuó con la cara toda fruncida—. Lo único que nos queda son unos pocos momentos… para destruir a los que nos han hecho esto.

—A mí me parece que éste no es momento oportuno para una vendetta —dijo Nimrod—. Tenemos que pensar de un modo más constructivo. Planear el futuro. Se oyeron ahora unas cuantas risas irónicas entre los reunidos, por encima de las cuales se elevó la voz del presunto vengador.

¿Qué futuro? —preguntó casi triunfante en su desesperación—. ¡Miradnos! —Al oír esto muchos bajaron la mirada; sabían demasiado bien el aspecto triste que ofrecían—. Somos los últimos de unos pocos. Nadie vendrá a sucedemos, y todos lo sabemos. —Se volvió hacia Nimrod—. No quiero hablar del futuro —dijo—. Eso sólo es pedir más dolor.

—Eso no es cierto… —comenzó a decir Suzanna.

—Para ti es fácil decirlo —replicó el hombre.

—Cierra la boca, Hamel —le gritó Nimrod.

—¡No quiero!

—Ella ha venido aquí para ayudarnos.

—¡Ya ha ayudado bastante a matarnos! —le gritó a su vez Hamel.

El pesimismo de aquel hombre había encontrado un buen número de seguidores.

—Ella es un Cuco —intervino ahora uno de dichos seguidores—. ¿Por qué no se vuelve al lugar que le corresponde?

Una parte de Suzanna estaba dispuesta a hacer precisamente eso: no tenía el menor deseo de ser el blanco de tanto rencor. Las palabras de aquellas personas le dolían. Más que eso, le producían otro temor: que, en cierto modo, habría podido hacer más de lo que había hecho; o por lo menos podría haber actuado de una manera diferente. Pero tenía que quedarse por De Bono, por Nimrod y por todos los demás que deseaban que ella los guiase en los caminos del Reino. El hecho era que todo lo que Hamel había argumentado resultaba tristemente razonable para Suzanna. Se daba cuenta de lo fácil que resultaría sacar fuerzas a causa del odio que sentían hacia Shadwell y desviar así la atención de las pérdidas que habían sufrido. Ellos más que ella misma, desde luego; y aquel pensamiento debía tenerlo siempre bien presente en la mente. Ella había perdido un sueño en el que había podido recrearse sólo unos pocos y preciosos momentos. Ellos habían perdido su mundo.

Ahora una nueva voz intervino en la controversia; una voz que a Suzanna casi le causó sorpresa oír: la de Apolline. Suzanna ni siquiera había advertido la presencia de aquella mujer en la habitación hasta que esta surgió de entre una nube de humo de tabaco y se dirigió a la concurrencia.

—Yo no voy a tumbarme y a morir por nadie —dijo—. Especialmente por ti, Hamel.

El desafío fue como un eco del de Yolande Dor en la Casa de Capra, tiempo atrás; por lo visto siempre eran las mujeres las que más vehementemente discutían por la vida.

—¿Y qué me dices de Shadwell? —quiso saber alguien.

—¿Qué pasa con él? —preguntó a su vez Apolline—. ¿Quieres ir a matarlo, Hamel? ¡Yo te compraré un arco y una flecha!

Aquel comentario levantó risas, en un exceso de entusiasmo, desde distintos puntos de la asamblea, pero sólo sirvió para enfurecer más a la oposición.

—Prácticamente estamos extinguidos, hermana —repuso Hamel con muestras de un profundo desprecio—. ¡Y no se puede decir que tú seas muy fértil últimamente!

Apolline se tomó aquella pulla con buen humor.

—¿Quieres probarme? —dijo.

Hamel hizo una mueca frunciendo los labios ante tal sugerencia.

Apolline, con aquel acostumbrado placer suyo para ofender, se puso a mover las caderas ante Hamel, quien escupió en dirección a la mujer. Debía haberse mostrado más precavido. Ella le devolvió el escupitajo, sólo que con más puntería. Aunque el proyectil era bastante inofensivo, Hamel reaccionó como si lo hubieran apuñalado, y se arrojó contra Apolline lanzando un grito de rabia. Alguien se interpuso entre ellos antes de que aquel hombre lograra descargar un golpe sobre Apolline, golpe que recibió el propio pacificador. Aquel asalto puso fin a cualquier pretensión de llevar a cabo un debate civilizado: la asamblea entera empezó a gritar y a discutir mientras Hamel y el otro hombre intercambiaban puñetazos en medio de un revoltijo de sillas volcadas. Fue el chulo de Apolline quien finalmente los separó. Aunque la pelea no había durado más que un minuto, los dos habían recibido un buen vapuleo y estaban sangrando por la nariz y la boca.

Suzanna estuvo contemplando con el corazón destrozado cómo Nimrod trataba de poner paz y seguir con los procedimientos. Había tantas cosas de las que la muchacha quería tratar con los Videntes: problemas acerca de los cuales ella necesitaba su consejo; secretos —tiernos y difíciles— que Suzanna deseaba compartir con ellos. Pero mientras las cosas estuvieran tan volátiles, la muchacha temía que expresar en voz alta tales asuntos sólo sirviera para añadir más leña al fuego de las desavenencias.

Hamel abandonó la reunión, maldiciendo a Suzanna, a Apolline y a todos los que —como dijo textualmente— «estaban de parte de la mierda». Y no se fue solo. Al menos dos docenas más de personas salieron con él. Después de aquel altercado ya no hubo ningún intento serio de volver al debate; la reunión, efectivamente, había tocado a su fin. Nadie estaba de humor para tomar decisiones equilibradas, ni era probable que lo estuviera por lo menos hasta que hubiese transcurrido cierto tiempo. Por lo tanto se llegó a la conclusión de que los supervivientes se dispersasen y se quedasen quietos en cualquier lugar seguro que pudieran encontrar. Quedaban va tan pocos que mezclarse entre la población no les resultaría difícil. Esperarían hasta que pasara el invierno, hasta que las reverberaciones hubieran amainado.

2

Suzanna se separó de Nimrod después de la reunión, dándole instrucciones acerca de su paradero en Londres. Se sentía agotada; necesitaba que la cabeza le descansase durante algún tiempo.

Sin embargo, al cabo de dos semanas de estar en casa descubrió que tratar de recuperar las energías sin hacer nada era un camino que conducía inevitablemente hacia la locura, de modo que se puso a trabajar de nuevo en el estudio. Aquello resultó ser un movimiento acertado. Los problemas que le proporcionaba tratar de restablecer cierto ritmo de trabajo sirvieron para distraerla y para que no se recrease demasiado en las pérdidas y ira-casos de los últimos tiempos; y el mismo hecho de hacer algo —aunque sólo fueran vasijas y platos— respondía a la necesidad que sentía de empezar de nuevo. Nunca había sido tan consciente como ahora de las asociaciones místicas del barro, de la reputación que el mismo tenía como materia prima, la sustancia base de la que las narraciones de los libros de cuentos habían tomado forma. Con su habilidad, Suzanna sólo podía hacer vasijas, no gente, pero los mundos bien han de empezar en alguna parte. Estuvo trabajando muchas y largas horas con la única compañía de la radio y el olor a arcilla; nunca tuvo los pensamientos completamente libres de melancolía, pero sí más ligeros de lo que se hubiera atrevido a esperar.

En cuanto se enteró de que Suzanna había regresado a la ciudad, Finnegan se presentó una tarde a la puerta de la casa de la muchacha, tan acicalado como siempre, para invitarla a salir y a cenar. A Suzanna se le hacía raro pensar que la hubiera estado esperando mientras ella andaba por ahí corriendo aventuras; y también le resultaba conmovedor. Aceptó la invitación, y la compañía de Finnegan le encantó mucho más de lo que recordaba de otras ocasiones. Él, rotundo como era siempre, le dijo que estaban hechos el uno para el otro y que debían casarse inmediatamente. Suzanna le contestó que tenía por norma no casarse nunca con banqueros. Al día siguiente Finnegan le mandó flores y una nota en la que le decía que estaba dispuesto a renunciar a su profesión. Desde entonces se vieron con bastante regularidad. La actitud cariñosa de él y los modales naturales que tenía eran lo mejor para apartar a Suzanna de los pensamientos más oscuros que todavía la amenazaban cuando tenía tiempo para reflexionar.

De vez en cuando, a lo largo de los meses del verano y a principio del otoño, Suzanna tuvo algún contacto breve con miembros de la especie de los Videntes, aunque aquellos contactos se redujeron al mínimo por razones de seguridad. Las noticias parecían buenas. Muchos de los supervivientes habían regresado a la vecindad de las casas de sus antepasados, y allí habían encontrado acomodo.

Y, lo que era aún una noticia mejor, no había ni señal de Shadwell ni de Hobart. Corrían rumores de que Hamel había instigado una campaña para buscar a Shadwell, pero había desistido después de fracasar rotundamente en su intento por descubrir un solo indicio del paradero del enemigo. En cuanto a los restos de su Ejército —aquellos Videntes que habían abrazado las visiones del Profeta—, los militantes se habían convertido en autores de su propio castigo al despertar de la pesadilla evangélica y darse cuenta de que habían destruido todo aquello que les era querido.

Algunos habían buscado el perdón de sus congéneres, y habían llegado, con la cara avergonzada y sumidos en la desesperación, a aquella controvertida asamblea. Otros, los clandestinos, habían sido vencidos por el remordimiento y habían caído en el abandono. Algunos hasta se habían quitado la vida. Pero, por lo que Suzanna había oído, había otros —aquellos Videntes nacidos con ansias de sangre— que habían abandonado el campo de batalla sin arrepentirse de nada y se habían adentrado en el Reino en busca de más violencia. No tendrían que ir a buscar muy lejos.

Pero, rumores y suposiciones aparte, había pocas cosas de que informar. Suzanna continuó inmersa en la tarea de buscarle sentido a su antigua vida, mientras los Videntes, por su parte, intentaban construirse una vida nueva. En cuanto a Cal, la muchacha seguía de cerca su rehabilitación a través de algunos Videntes que habían ido a parar a Liverpool, pero no había tenido ningún contacto directo con él. En parte aquello era una decisión práctica: resultaba más prudente guardar las distancias hasta que tuviesen la certeza de que el enemigo había desaparecido. Pero también era una consideración no exenta de cierto factor emocional. Los dos habían compartido muchas cosas, en la Fuga y fuera de la Fuga. Demasiadas para ser amantes. El Mundo Entretejido ocupaba el espacio que había entre ellos, y así había sido desde el principio. Aquel hecho hacía que cualquier idea de acuerdo doméstico o romántico pareciera una tontería. Juntos habían visto el Cielo y el Infierno. Después de aquello, lo más probable era que todo lo demás no fuera más que un paso de lo sublime a lo trivial.

Era de suponer que a Cal también le sucedía lo mismo, porque no dio ningún paso para ponerse en contacto con ella. No es que fuese necesario. Aunque no se vieran ni hablasen el uno con el otro, Suzanna sentía constantemente la presencia de Cal. Había sido ella quien había cortado de raíz cualquier posibilidad de amor físico entre ambos, aunque luego, en algunas ocasiones, lo había lamentado; pero lo que ahora compartían los dos era quizá la más alta aspiración de todos los amantes: entre los dos sostenían un mundo.

3

A mediados de octubre el trabajo de Suzanna dio un giro nuevo y completamente desusado. Sin ningún motivo en particular abandonó los platos y tazones y se puso a realizar obra figurativa. Los resultados le granjearon pocos admiradores, pero lograron satisfacer cierto imperativo interior que no podía negarse. Mientras tanto Finnegan le reiteró su oferta de matrimonio con continuas cenas y ramos de flores, redoblando sus atenciones cada vez que Suzanna lo rechazaba amablemente. La muchacha empezó a pensar que había algo más que una vena de masoquismo en la naturaleza de Finnegan, pues volvía siempre con redoblados ánimos cada vez que le daba calabazas.

De todas las ocasiones extraordinarias que Suzanna había vivido desde que entrara por primera vez a formar parte de la historia de la Fuga, éstas resultaban en cierto modo las más raras, ya que la experiencia vivida en el Mundo Entretejido y la de su vida presente batallaban de hecho dentro de su cabeza pugnando flor el derecho de llamarse reales. La muchacha sabía que aquél era un modo de pensar propio de un Cuco; y que ambas experiencias eran totalmente reales. Pero la mente no lograba casarlas a ambas, ni encajarla a ella misma en ningún lugar. ¿Qué tenía que ver la mujer a la que Finnegan le declaraba su amor —la sonriente Suzanna con los dedos llenos de arcilla— con la mujer que se enfrentaba cara a cara con dragones? Llegó a desear no recordar aquellos tiempos míticos con tanta claridad como los recordaba, porque después se ponía enferma con la trivialidad de ser ella misma.

Por aquel motivo mantenía bien sujetas las riendas sobre el menstruum, lo cual no le resultaba demasiado difícil de hacer. La naturaleza del mismo, en otro tiempo impredecible, estaba ahora bastante domesticada; seguramente como consecuencia del fallecimiento de la Fuga, en opinión de Suzanna. Pero aun no la había abandonado por completo. A veces el menstruum parecía inquietarse y decidía estirarse, y ello solía suceder —aunque Suzanna había tardado algún tiempo en darse cuenta— como respuesta a alguna motivación ambiental. Había lugares en el Reino que estaban cargados; lugares donde ella notaba que había un torrente por debajo de la tierra, un torrente ansioso por brotar como una fuente. El menstruum reconocía aquellos lugares. Y también, en algunos casos, los reconocían los Cucos, pues sacrificaban tales lugares lo mejor que les permitía la miopía que padecían: con torres y monumentos. Pero, no obstante, quedaban sin reconocer al menos tantos como eran reconocidos, y al pasar por alguna calle sin nada de extraordinario Suzanna sentía una repentina oleada en el vientre y sabía que allí había poder enterrado.

La mayor parte de su vida Suzanna había asociado el poder con la política o el dinero, pero su yo secreto sabía mucho más. La imaginación era el auténtico poder: producía transformaciones que la riqueza y la influencia nunca fueron capaces de conseguir. Veía este tipo de proceso hasta en Finnegan. En las pocas ocasiones en que le sonsacaba acerca de su pasado, en particular de la infancia, veía que los colores alrededor de la cabeza de Finnegan se reforzaban y maduraban, ya que en aquel acto de imaginar él se reencontraba consigo mismo; creaba un continuum. Y en aquellos momentos la muchacha recordaba cierto renglón del libro de Mimi.

«Lo que se imagina no tiene que perderse nunca».

Y en aquellos días incluso era feliz.

4

Luego, a principios de la tercera semana de diciembre cualquier frágil esperanza de disfrutar de unos buenos tiempos acabó bruscamente.

El clima se volvió glacial aquella semana. No sólo crudo, sino ártico. No había caído nieve de momento, sólo hacía un frío tan profundo que la punta de los nervios no podía distinguirlo del fuego. Suzanna seguía trabajando en el estudio, nada predispuesta a dejar de crear, aunque la estufa de parafina apenas lograba elevar la temperatura por encima de cero grados, por lo que la muchacha se veía obligada a ponerse dos jerséis y tres pares de calcetines. Pero apenas si notaba diferencia. Nunca había estado tan preocupada con aquello que creaba como lo estaba ahora, forzando el barro a adquirir las formas que veía en la mente.

Entonces, el día diecisiete y sin previo aviso, se presentó Apolline a visitarla. La eterna viuda iba ataviada de negro de pies a cabeza.

—Tenemos que hablar —le dijo a Suzanna en cuanto se cerró la puerta.

Suzanna la condujo al estudio y le desocupó un asiento en medio del caos allí reinante. Pero Apolline no quiso sentarse, sino que estuvo paseando por la habitación y acabó deteniéndose ante las ventanas cubiertas de escarcha; se puso a atisbar por ellas mientras Suzanna se limpiaba con agua el barro que tenía en las manos.

—¿Te están siguiendo? —le preguntó Suzanna.

—No sé —fue la respuesta—. Puede.

—¿Quieres café?

—Preferiría algo más fuerte. ¿Qué tienes?

—Sólo brandy.

—Pues ya me va bien.

Se sentó. Suzanna localizó la botella que guardaba para sus esporádicas fiestas de mujer sola y le sirvió una dosis generosa en una taza. Apolline la apuró, la llenó por segunda vez y luego comenzó a hablar:

—¿Has tenido los sueños?

—¿Qué sueños?

—Todos los hemos tenido —le dijo Apolline.

Por el aspecto que ésta tenía —la cara cetrina a pesar del frío, y los ojos rodeados de ojeras—, a Suzanna le extrañaba que hubiera dormido algo últimamente.

—Unos sueños terribles —continuó diciendo la viuda—, como si fuera el fin del mundo.

—¿Y quiénes los han tenido?

—¿Quiénes no? —dijo Apolline—. Todo el mundo, y los mismos sueños. El mismo sueño aterrador. —Había apurado la taza por segunda vez, y ahora cogió la botella del banco para servirse otro trago—. Algo malo va a suceder. Todos lo presentimos. Por eso he venido.

Suzanna la estuvo observando mientras la viuda se servía más brandy, y se hizo mentalmente dos preguntas distintas. Primero: ¿eran aquellas pesadillas sencillamente el resultado inevitable de los horrores que los Videntes habían tenido que soportar, o eran algo más? Y en este segundo caso, ¿por qué ella no los habían tenido también?

Apolline interrumpió aquellos pensamientos de Suzanna con unas palabras ligeramente borrosas a causa de la ingestión de alcohol.

—La gente va diciendo que se trata del Azote. Que viene a buscarnos de nuevo, después de todo este tiempo. Por lo visto, así es como dio a conocer su presencia en otras ocasiones. En sueños.

—¿Y tú crees que tienen razón los que dicen eso?

Apolline hizo una mueca de dolor al tiempo que daba otro lingotazo de brandy.

—Sea lo que sea, tenemos que protegernos.

—¿Estás sugiriendo alguna clase de… ofensiva?

Apolline se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. Puede. La mayoría de ellos son tan puñeteramente pasivos… La manera en que se vuelven de espaldas y se conforman a tragar todo lo que les venga encima me pone enferma. Son peores que putas. —Guardo silencio y suspiró profundamente. Luego añadió—: Algunos de los más jóvenes tienen metido en la cabeza que quizá podamos hacer resurgir la Vieja Ciencia.

—¿Con qué finalidad?

—¡Para acabar con el Azote, naturalmente! —le dijo Apolline bruscamente—. Antes de que él acabe con nosotros.

—¿Qué probabilidades crees que tenemos?

—Poco más de cero —gruñó Apolline—. Jesús, ¡no lo sé! Por lo menos ahora conocemos cuál es su juego. Y eso ya es algo. Algunos de nosotros vamos a volver a los lugares donde había algún poder, para ver si podemos pescar algo útil.

—¿Después de todos estos años?

—¿Quién los cuenta? —dijo la viuda—. Los encantamientos no envejecen.

—Entonces, ¿qué es lo que estamos buscando?

—Señales. Profecías. Sabe Dios.

Dejó la taza y se acercó otra vez con desgana hacia la ventana, frotando la escarcha con la palma de la mano enguantada para poder ver el exterior. Atisbo durante un rato y luego emitió un gruñido meditabundo antes de volver una vez más los ojos entornados hacia Suzanna.

—¿Sabes lo que creo? —le preguntó.

—¿Qué?

—Que nos estás ocultando algo.

Suzanna no dijo nada, lo cual provocó un segundo gruñido por parte de Apolline.

—Es lo que pensaba —continuó diciendo la viuda—. Tú crees que nosotros mismos somos nuestro peor enemigo, ¿no es eso? Que no se nos pueden confiar secretos. —Tenía la mirada negra y brillante—. Puede que tengas razón —aceptó—. Caímos en la pantomima de Shadwell, ¿no es cierto? O por lo menos algunos de nosotros.

—¿Tú no?

—Yo tenía entonces otras cosas en que pensar —respondió Apolline—. Negocios en el Reino. Y si vamos a eso, todavía los tengo… —La voz se le fue apagado—. Creí poder volverles la espalda a los demás, ya ves. Ignorarlos y ser feliz. Pero no puedo. Al final… creo que mi lugar debe estar entre ellos, Dios me ampare.

—Hemos estado muy cerca de perderlo todo —le recordó Suzanna.

—Lo hemos perdido —aseveró Apolline.

—No del todo.

Los inquisidores ojos de la viuda se agudizaron aún más, y Suzanna estuvo a punto de soltar todo lo que les había pasado a Cal y a ella dentro del Torbellino. Peto la apreciación de Apolline era acertada: no confiaba en ellos, con aquellos milagros suyos. El instinto le decía que se guardase para ella sola el relato del telar durante un poco más de tiempo. Así que en lugar de contárselo puntualizó:

—Por lo menos todavía estamos vivos.

Apolline, notando sin duda que Suzanna había estado a punto de hacerle una revelación y que al final se había echado atrás, escupió en el suelo.

—Eso es un pequeño consuelo —dijo—. Quedamos reducidos a ir escarbando en el Reino a ver si olisqueamos algún encantamiento. Es una lamentable…

—¿Y qué puedo yo hacer para ayudar? —La expresión de Apolline era casi venenosa; nada le hubiera producido mayor satisfacción, supuso Suzanna, que pisotear a aquella Cuco enrevesada—. No somos enemigas.

—¿No?

—Tú sabes que no lo somos. Quiero hacer por vosotros todo lo que esté en mi mano.

—Eso es lo que dices —repuso Apolline sin mucha convicción. Miró hacia la ventana, buscándose con la lengua en la mejilla alguna palabra amable—. ¿Conoces bien esta desgraciada ciudad? —le preguntó al fin.

—Muy bien.

—Así pues, podrías ir a buscar por ahí, ¿verdad? Por todas partes.

—Lo haré.

Apolline se sacó del bolsillo una tira de papel arrancada de un cuaderno.

—Aquí tienes algunas direcciones —le indicó a Suzanna.

—¿Y tú dónde estarás?

—En Salisbury. Allí hubo una masacre bastante tiempo atrás, antes del Tejido. Una de las masacres más crueles, en realidad; murieron cien niños. A lo mejor consigo olfatear algo por allí. —De pronto los estantes donde Suzanna había colocado parte de su obra reciente le llamaron la atención a Apolline. Se acercó a ellos arrastrando las faldas por el polvo de la arcilla—. Creí que me habías dicho que no habías tenido sueños, ¿no es así? —comentó.

Suzanna examinó la hilera de figuras. Llevaba tanto tiempo sumergida en la producción de su obra que apenas se había dado cuenta de la potencia de aquellas piezas, ni de la consistencia de la obsesión que yacía tras ellas. Ahora las veía con nuevos ojos. Eran todas ellas figuras humanas, pero retorcidas hasta un punto inverosímil, como si (cuando el pensamiento le acudió a la mente, a Suzanna se le erizaron los cabellos) se encontraran en el centro de un fuego devorador, captadas precisamente un instante antes de que el fuego les borrase las facciones. Como toda su obra actual, las piezas estaban sin barnizar y ejecutadas toscamente. ¿Sería porque su tragedia se hallaba aún sin escribir? ¿O sencillamente sería una idea fermentando en la mente del futuro?

Apolline bajó una de aquellas figuras y le pasó el pulgar por los retorcidos rasgos.

—Tú has estado soñando con los ojos abiertos —le comentó; y Suzanna comprendió sin ninguna sombra de duda que aquello era cierto—. Es un buen parecido —dijo la viuda.

—¿Con quién?

Apolline depositó de nuevo aquella máscara trágica en el estante.

—Con todos nosotros.