VII.
CAUSAS PERDIDAS

1

Aquella cegadora lluvia resultó un aliado para Suzanna; y lo mismo, quizá, ocurrió con el desconocimiento que tenía de la ciudad. Torció por todas las esquinas que pudo, evitando solamente los callejones sin salida, y aquella falta de toda racionalidad en su camino de huida tuvo la virtud de desconcertar a sus perseguidores. La dirección que había tomado la llevó a la parte alta de la calle Parliament; en aquel punto pudo aumentar algo la velocidad. Las sirenas iban sonando cada vez más apagadas tras ella.

Pero no sería por mucho tiempo. Suzanna lo sabía. El nudo se iba tensando una vez más.

Empezaron a verse claros en las nubes cargadas de lluvia mientras Suzanna conducía para alejarse de la ciudad, y algunos rayos de sol se abrían paso entre ellas por los claros dejando un brillo de oro en los tejados y el asfalto. Pero aquello sólo duró unos momentos. Luego las nubes cerraron su herida y la bendición cesó.

Siguió conduciendo mientras avanzaba la tarde; y de nuevo se encontraba sola.

2

Cal se detuvo ante la puerta de la cocina. Geraldine —que estaba pelando una cebolla— levantó la mirada y le preguntó:

—¿Se te ha olvidado el paraguas?

Y entonces Cal pensó: «Ella no sabe quién soy ni lo que soy, ¿cómo iba a saberlo? Porque, vive Dios, yo tampoco lo sé. Ni siquiera yo mismo me acuerdo. Oh, Jesús, ¿por qué no logro recordarlo?».

—¿Te encuentras bien? —le estaba preguntado Geraldine, que había dejado la cebolla y el cuchillo y se dirigía, cruzando la cocina, hacia él—. Mírate. Estás empapado.

—Me encuentro en un lío —le dijo Cal llanamente.

La muchacha se detuvo en seco.

—¿Qué pasa, Cal?

—Creo que es bastante posible que la Policía venga a buscarme.

—¿Por qué?

—No me lo preguntes. Es demasiado complicado.

La cara de Geraldine se puso un poco tensa.

—Esta tarde ha llamado una mujer por teléfono —dijo—; preguntaba por tu número de la oficina ¿Te encontró?

—Sí.

—¿Y tiene algo que ver con esto?

—Sí.

—Cuéntamelo, Cal.

—No sé por dónde empezar.

—¿Tienes una aventura con ella?

—No —repuso Cal. Y luego pensó: «Por lo menos que yo recuerde».

—Entonces cuéntamelo.

—Más tarde. Ahora no. Más tarde.

Dejó la cocina y aquel olor a cebollas.

—¿A dónde vas? —preguntó Geraldine.

—Estoy empapado hasta los huesos.

—Cal.

—Tengo que cambiarme.

—¿Hasta qué punto es grave el lío en que estás metido?

Cal se detuvo a mitad de las escaleras, tirándose de la corbata para quitársela.

—No consigo acordarme —repuso; pero una voz en el fondo de la cabeza (una voz que hacía mucho que no oía) le dijo: «Grave, hijo, grave». Y Cal comprendió que aquella voz expresaba la cruda y amarga verdad.

Geraldine fue tras él hasta el pie de las escaleras. Cal entró en el dormitorio y se despojó de la ropa húmeda mientras ella no dejaba de agobiarlo con preguntas para las que él no tenía respuesta, y con cada pregunta que quedaba sin respuesta notaba que la voz de la muchacha se iba acercando más al llanto. Sabía que al día siguiente se despreciaría a sí mismo por aquello (¿qué era mañana? Otro sueño), pero tenía que alejarse de la casa otra vez, y a toda prisa, por si la Policía iba a buscarlo. En realidad no tenía nada que contarles, claro está; por lo menos no se acordaba de nada. Pero aquella gente tenía sus métodos para hacer hablar a un hombre.

Revolvió en el armario buscando una camisa, unos téjanos y una cazadora, sin detenerse a pensar realmente en lo que estaba haciendo. Al ponerse la desgastada cazadora echó una rápida mirada por la ventana. Las farolas de la calle acababan de encenderse; la lluvia era un torrente a aquella luz. Una noche helada para hacer una excursión, pero no quedaba más remedio. Metió la mano en el bolsillo del traje que se ponía para trabajar, cogió la cartera y se la echó al bolsillo. Y eso fue todo.

Geraldine seguía al pie de las escaleras, mirándole. Había logrado controlar las lágrimas.

—¿Y qué tengo que decirles —preguntó con tono de exigencia— si vienen a buscarte?

—Diles que vine y me marché. Diles la verdad.

—Puede que yo ya no esté aquí —dijo la muchacha. Y luego, animada con aquella idea, continuó—: Sí. No creo que ya esté aquí.

Cal no tenía ni tiempo ni palabras para expresarle ningún consuelo auténtico.

—Por favor, confía en mí —fue lo único que se le ocurrió decir—. En realidad no sé lo que está pasando más de lo que sabes tú.

—A lo mejor deberías ir a un médico, Cal —le dijo Geraldine mientras él bajaba las escaleras—. Puede que… —suavizó la voz—, que estés enfermo.

Cal se detuvo.

—Brendan me contó algunas cosas… —continuó la muchacha.

—No metas a mi padre en esto.

—No, escúchame —insistió Geraldine—. Él solía hablar conmigo, Cal. Me hacía confidencias. Me contaba cosas que creía haber visto.

—No quiero oírlas.

—Dijo que había visto matar a una mujer en el patio de atrás. Y a un monstruo en la vía del tren.

Sonrió suavemente ante la locura de aquello.

Cal se quedó mirándola fijamente, de pronto enfermo del estómago. De nuevo pensó: «Eso yo ya lo sé».

—Puede que también tú estés sufriendo alucinaciones —continuó diciendo Geraldine.

—Te contaba esas historias sólo para entretenerte —le dijo Cal—. Le gustaba mucho inventar cuentos. Era el irlandés que había en él.

—¿Y es eso también lo que estás haciendo tú? —le preguntó ella, buscando algo con que tranquilizarse—. Dime que es una broma.

—Ojalá pudiera.

—Oh, Cal…

Éste ya había llegado al final de las escaleras y le acarició suavemente la cara.

—Si viene alguien a preguntar…

—Les diré la verdad —respondió ella—. Yo no sé nada.

—Gracias.

Cuando Cal ya cruzaba hacia la puerta principal, ella lo llamó.

—¿Cal?

—¿Sí?

—¿No estarás enamorado de esa mujer? Porque si es así, preferiría que me lo dijeras.

Cal abrió la puerta. La lluvia golpeaba el umbral.

—No puedo acordarme —repuso; y de una carrera llegó hasta el coche.

3

Tras media hora en la autopista los efectos de una noche sin dormir, y todo lo que había traído consigo el día siguiente, empezaron a hacer sentir su efecto en Suzanna. La carretera que tenía delante se le fue haciendo borrosa. Sabía que sólo era cuestión de tiempo que se quedase dormida encima del volante. Salió de la autopista en la primera área de servicio, aparcó el coche y se fue en busca de una dosis de cafeína.

La cafetería y las demás instalaciones de descanso y entretenimiento estaban atestadas de clientes, lo cual Suzanna agradeció. Entre toda aquella gente ella era insignificante. Ansiosa por no dejar abandonado el Tejido un momento más de lo estrictamente necesario, decidió sacar café de la máquina en lugar de esperar en la cola; luego compró chocolate y galletas en la tienda y volvió al coche.

Encendió la radio y se instaló para dar cuenta de aquel sucedáneo de comida. Mientras desenvolvía el chocolate sus pensamientos volaron de nuevo hacia Jerichau, el ladrón-mago que se sacaba cosas robadas de todos los bolsillos. ¿Dónde estaría ahora? Brindó por él con el café y le deseó que se encontrase a salvo.

A las ocho dieron las noticias por la radio. Esperaba que dijeran algo referente a ella, pero no fue así. Después del boletín comenzaron a emitir música; Suzanna dejó que sonase. Una vez hubo terminado el café, el chocolate y las galletas, se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos dejándose arrullar por la música de jazz.

Se despertó pocos segundos después a causa de unos golpes en la ventanilla. Tras unos instantes de confusión tratando de averiguar dónde estaba, se despertó del todo y miró con el corazón hundido al uniforme que había al otro lado del cristal surcado de lluvia.

—Por favor, abra la puerta —le ordenó el policía.

Parecía que estaba solo. ¿Y si encendía el motor y sencillamente se marchaba de allí?, pensó Suzanna. Pero antes de que le diera tiempo a tomar una decisión, la puerta se abrió con brusquedad desde fuera.

—Salga —le dijo el hombre.

Suzanna obedeció. Al tiempo que salía del coche oyó el ruido de suelas sobre la grava por todas partes.

Contra el resplandor de neón, resaltaba la silueta de un hombre de pie.

—Sí —fue lo único que el hombre dijo; y de pronto otros tres hombres se acercaron a Suzanna y la rodearon. La muchacha estaba a punto de invocar al menstruum, pero aquella silueta se estaba aproximando con algo en la mano. Alguien le rompió una manga a Suzanna arrancándosela del brazo, y la muchacha sintió que una aguja se le clavaba en la piel. El cuerpo sutil se elevó, pero no con la suficiente rapidez. La voluntad de Suzanna comenzó a hacerse lenta y la visión se le estrechó hasta quedar reducida a un conducto semejante a un pozo. Y al final del mismo se hallaba la boca de Hobart. Suzanna se tambaleó hacia el hombre, excavando con los dedos el légamo de las paredes, mientras la bestia que se encontraba al fondo rugía sus hosannas.