IX.
NUNCA, Y DE NUEVO

El constructor de zigurats que había estado montando guardia a la puerta de la Casa de Capra los estaba llamando a gritos desde la linde del campo, pues la cortesía le impedía acercarse más.

—Quieren que regreséis a la casa —les gritó.

Mientras los dos se encaminaban de regreso hacia los mirtos, se hizo evidente que se estaban tramando algunos acontecimientos de cierta importancia. Varios miembros del Consejo estaban ya abandonando la Casa de Capra, con la urgencia reflejada en los andares y en los rostros. Las campanas de los árboles se habían puesto a sonar, aunque en aquellos momentos no había brisa en movimiento, y se veían luces por encima de la Casa, como enormes luciérnagas.

—El Amadou —dijo Jerichau.

Las luces caían en picado y se elevaban formando elaboradas piruetas.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Suzanna.

—Señales —repuso Jerichau.

—¿Señales de qué?

Cuando Jerichau iba a responder, Yolande Dor apareció entre los árboles y se detuvo delante de Suzanna.

—Deben de estar locos para confiar en ti —le indicó sin tapujos—. Pero, te lo digo ahora, yo no pienso dormirme. ¿Me oyes? ¡Tenemos derecho a vivir! ¡Vosotros, los malditos Cucos, no sois los amos de la tierra!

Luego se alejó, maldiciendo a Suzanna.

—Eso significa que van a seguir el consejo de Romo —dijo ésta.

—Eso es lo que está diciendo el Amadou —le confirmó Jerichau sin dejar de contemplar el cielo.

—No estoy segura de estar preparada para esto.

Tung se encontraba en la puerta y la llamaba haciéndole señas de que entrase.

—Apresúrate, ¿quieres? El tiempo es algo precioso, pues tenemos poco.

Suzanna titubeó. El menstruum no le infundía ningún valor en aquellos momentos; notaba el estómago como una estufa fría; ceniza y vacío.

Yo estoy contigo —le recordó Jerichau adivinando la ansiedad de la muchacha.

La presencia de Jerichau le proporcionaba cierto consuelo. Juntos entraron en la Casa.

Cuando Suzanna penetró en la cámara fue acogida con un silencio casi reverente. Todos los ojos se volvieron hacia ella. En aquellos rostros se reflejaba la desesperación. La última vez que Suzanna había estado allí, sólo unos minutos antes, la habían tratado como una invasora. Ahora, en cambio, era de ella de quien dependían las frágiles esperanzas de supervivencia de todos. Trató de manifestar el temor que sentía, pero le temblaban las manos cuando se detuvo ante ellos.

—Estamos decididos —le dijo Tung.

—Ya lo sé —repuso Suzanna—. Yolande me lo ha dicho.

—No nos gusta mucho la idea —le aseguró uno de los presentes a quien Suzanna reconoció como un desertor de la facción de Yolande—. Pero no tenemos otra elección.

—Ya se están produciendo disturbios en la zona exterior —le dijo Tung—. Los Cucos saben que estamos aquí.

—Y pronto amanecerá —intervino Messimeris.

Así era. No podían faltar más allá de noventa minutos para el alba. Y, una hora, después de que amaneciera, todos los Cucos curiosos del vecindario estarían paseándose sin rumbo fijo por la Fuga. Quizá sin alcanzar a verla del todo, pero sabiendo que allí había algo que mirar, algo que temer. Y después de eso, ¿cuánto tiempo haría falta para que se repitiera la escena de la calle Lord?

—Se están dando los pasos necesarios para empezar a tejer de nuevo —le dijo Dolphi.

—¿Es difícil?

—No —repuso Messimeris—. El Torbellino posee una gran energía.

—¿Cuánto se tarda?

—Quizá dispongamos de una hora —le indicó Tung— para enseñarte lo que tienes que saber acerca del Tejido.

Una hora. ¿Qué iba ella a aprender en una hora?

—Decidme sólo aquello que necesite saber para vuestra seguridad —les pidió Suzanna—. Y nada más que eso. Lo que no sepa no se me escapará.

—Comprendido —dijo Tung—. Así, pues, no hay tiempo para formalidades. Comencemos.