II.
DESPERTAR EN LA OSCURIDAD

Volvieron —en medio de un crepúsculo que contenía otoño en todos sus intersticios— a la calle Chariot. Una vez allí registraron la cocina en busca de algo con que aplacar sus ruidosos estómagos, comieron un poco y luego se retiraron a la habitación de Cal en compañía de una botella de whisky que habían comprado en el camino. El debate que tenían planeado realizar acerca de lo que harían a continuación tocó pronto a su fin: una mezcla de cansancio y de intranquilidad ocasionada por las escenas que habían vivido en el río hizo que la conversación se desarrollara de forma más bien titubeante. Estuvieron describiendo círculos sobre el mismo terreno una y otra vez, pero no se produjo ninguna repentina inspiración acerca de cómo debían proceder.

El único vestigio que tenían de las aventuras que les habían acontecido hasta la fecha era el fragmento de alfombra, y éste ofrecía bastantes pocas pistas.

La conversación fue decayendo; finalmente se convirtió en algunas frases a medio terminar salpicadas por silencios cada vez más largos.

Hacia las once, Brendan llegó a casa. Llamó a Cal desde abajo y luego se retiró a dormir. Su llegada llenó de agitación a Suzanna.

—Debería irme —dijo—. Ya es tarde.

La idea de quedarse en aquella habitación sin la muchacha hizo que a Cal se le rompiera el corazón.

—¿Por qué no te quedas? —le preguntó.

—La cama es pequeña —repuso ella.

—Pero cómoda.

Suzanna acercó las manos a la cara de Cal y le rozó la magulladura que tenía alrededor de la boca.

—No estamos hechos para ser amantes —dijo en voz baja—. Somos demasiado parecidos.

Lo dijo de manera directa y llana, y, aunque resultaba doloroso oírselo decir, en el mismo momento en que se convenció de que cualquier tipo de aspiración sexual se había venido abajo, Cal vio confirmada otro tipo de esperanza diferente, y en el fondo más profunda que la otra. Que los dos estaban juntos en aquella empresa; ella, la hija de la Fuga; él, el inocente intruso. Contra el breve placer de hacer el amor con ella, Cal oponía la aventura, más grandiosa, y sabía —a pesar de la nota discordante procedentes de su pene— que él tenía la mejor parte del trato.

—Entonces nos pondremos a dormir —le dijo—. Si es que quieres quedarte.

Suzanna sonrió.

—Quiero quedarme —indicó.

Se despojaron de la ropa sucia y se deslizaron bajo las mantas y sábanas. El sueño los venció antes de que la lámpara se hubiera enfriado.

No fue un mero dormir vacío, ni mucho menos. Hubo sueños. O más bien, un sueño particular que ocupó por completo la cabeza de ambos.

Soñaron con un ruido. Un planeta de abejas, todas zumbando dispuestas a reventar sus corazones de miel; un creciente mar de fondo que era la música del verano.

Soñaron con olores. Una gran confusión de aromas; el de las calles después de la lluvia, el de colonia evaporada, y el del viento de un país cálido.

Pero sobre todo, soñaron con visiones.

El sueño empezaba con un dibujo: una trama entrelazada y tejida de incontables hilos teñidos de cien colores diferentes que transportaban una carga de energía tan fuerte que consiguió deslumbrar a los durmientes, quienes se vieron obligados a protegerse los ojos de la mente.

Y luego, como si el dibujo estuviera empezando a hacerse demasiado ambicioso para contentarse con guardar el orden actual, los nudos empezaron a deslizarse y a resbalar unos sobre otros. Los colores de cada intersección se desangraron en el aire hasta que la visión se oscureció en una especie de sopa de pigmentos a través de los cuales los hilos que se habían soltado manifestaban su libertad en cada renglón, en cada coma y en cada punto, como los trazos del pincel de algún maestro calígrafo. Al principio aquellas marcas parecían ser del todo arbitrarias, pero medida que aquellos trazos atraían color hacía sí y otro rasgo se les añadía, y luego otro más después del segundo, se fue haciendo evidente que del caos que constituían estaban emergiendo con gran firmeza algunas formas.

Allí donde unos momentos antes, en el sueño, solo había existido urdidumbre y trama, se distinguían ahora cinco formas humanas que aparecían por entre el flujo, y el invisible artista iba añadiendo detalles a aquellos retratos con insolente facilidad.

Y la voz de las abejas se alzaba, cantando el nombre de aquellos desconocidos hacia el interior de la cabeza de los durmientes.

La primera del quinteto en ser llamada fue una joven ataviada con un vestido largo de color oscuro; tenía el rostro pequeño y pálido y unos ojos cerrados que estaban bordeados de pestañas pelirrojas. «Ésta —dijeron las abejas— es Lilia Pellicia».

Como si despertase al oír su propio nombre, Lilia abrió los ojos.

Al hacerlo, un individuo gordo y barbudo de cincuenta y tantos años que iba ataviado con una capa echada sobre los hombros y un sombrero de ala en la cabeza, se adelantó. «Frederick Cammell», dijeron las abejas; los ojos que había tras las lentes de sus anteojos, del mismo tamaño que monedas, se abrieron de golpe. El individuo se llevó inmediatamente la mano al sombrero y se lo quitó, dejando al descubierto una cabeza cuyos cabellos estaban inmaculadamente peinados y pegados al cuero cabelludo con brillantina.

—Así pues… —dijo, y sonrió.

Dos más ahora. Uno de ellos, impaciente por encontrarse libre de aquel mundo de tintes, iba también vestido como para un velatorio. (¿Qué había sido, se preguntaban los que soñaban, del colorido que habían rezumado primeramente los hilos? ¿Estarían dichos colores escondidos en alguna parte debajo de aquel ropaje fúnebre, en enaguas de colores tan chillones como loros?) La severa cara de la tercera visitante no sugería la menor disposición a tal desenfreno.

«Apolline Dubois», anunciaron las abejas; y la mujer así llamada abrió los ojos, y el mal gesto que le apareció al instante en la cara puso al descubierto unos dientes del mismo color que el marfil viejo.

Los últimos miembros de aquella asamblea llegaron juntos. Uno era un negro cuya hermosa cara, aun en reposo, parecía tallada a causa de la melancolía. El otro, el bebé desnudo que sostenía en brazos, babeaba abundantemente sobre la camisa de su protector.

«Jerichau St. Louis», dijeron las abejas. Y el negro abrió los ojos. Inmediatamente bajó la vista hacia el niño que sostenía, el cual había empezado a gritar muy fuerte incluso antes de que se oyera su nombre.

«Nimrod», dijeron las abejas; y a pesar de que lo mas seguro era que el bebé no tuviera todavía un año de edad, ya conocía las dos sílabas que formaban su nombre. Levantó los párpados y dejó ver unos ojos de los que emanaba una proyección dorada hacia los que soñaban.

El despertar del niño puso punto final a todo aquel proceso. Los colores, las abejas y los hilos se retiraron todos ellos, dejando a los cinco desconocidos plantados allí, en la habitación de Cal.

Fue Apolline Dubois quien habló primero.

—Esto no está bien —empezó a decir al tiempo que se dirigía a la ventana y abría las cortinas—. ¿Dónde demonios nos encontramos?

—¿Y dónde están los demás? —preguntó Frederick Cammell. Sus ojos se habían topado con el espejo de la pared y se estaba sometiendo a sí mismo a un cuidadoso escrutinio con él. Con un gesto de desaprobación, sacó un par de tijeras del bolsillo y empezó a recortarse unos pelos demasiado largos que tenía en la mejilla.

—Eso es importante —le dijo Jerichau. Y luego, refiriéndose a Apolline—: ¿Qué tal es eso de ahí afuera?

—Está desierto —le informó la mujer—. Estamos en plena noche. Y…

—¿Qué?

—Míralo por ti mismo —dijo ella sorbiendo saliva por entre los dientes rotos—; aquí pasa algo malo. —Se apartó de la ventana—. Las cosas no son como eran.

Fue Lilia Pellicia quien ocupó el lugar de Apolline ante el alféizar.

—Tiene razón —comentó la muchacha—. Las cosas son diferentes.

—¿Y por qué estamos aquí sólo nosotros? —volvió a preguntar Frederick por segunda vez—. Eso es lo único auténticamente importante.

—Algo ha sucedido —comenzó a decir Lilia suavemente—. Algo terrible.

—Sin duda tú lo sientes en los riñones —comentó Apolline—. Como siempre.

—Seamos civilizados, señorita Dubois —la conminó Frederick con la dolida expresión de un maestro de escuela.

—No me llame señorita —le corrigió Apolline—. Soy una mujer casada.

Inmersos en el sueño, Cal y Suzanna escuchaban aquellas conversaciones, entretenidos por las tonterías que la imaginación había conjurado. Pero, a pesar de todas las rarezas de aquella gente —las ropas anticuadas, los nombres que llevaban, las absurdas conversaciones que mantenían—, resultaban misteriosamente reales; cada detalle estaba realizado con toda minuciosidad. Y como para confundir aún más a los que soñaban, el hombre a quien las abejas habían llamado Jerichau miró ahora hacia la cama y dijo:

—Quizás ellos puedan explicarnos algo.

Lilia volvió la pálida mirada hacia la pareja que dormía profundamente.

—Deberíamos despertarlos —indicó, y alargó una mano para zarandear a los que dormían.

«Esto no es un sueño», se percató Suzanna al ver la imagen de la mano de Lilia aproximándose a su hombro. Notó cómo abandonaba el sueño; y cuando los dedos de la muchacha la tocaron, abrió los ojos.

Las cortinas se encontraban abiertas, tal como acababa de ver que alguien hacía en el sueño. Las farolas de la calle arrojaban su luz hasta el interior de la pequeña habitación. Y allí, de pie, contemplando la cama, se hallaban los cinco: el sueño convertido en carne y hueso. Suzanna se sentó en la cama. La sábana le resbaló hacia abajo y tanto la mirada de Jerichau como del niño Nimrod volaron hacia los pechos de la muchacha. Ella tiró de la sábana para cubrirse y al hacerlo destapó a Cal. El frío hizo que éste se removiese. Miró a Suzanna por entre los párpados, casi cerrados.

—¿Qué sucede? —le preguntó con voz pastosa a causa del sueño.

Despierta —le dijo ella—. Tenemos visita.

—He tenido un sueño… —masculló Cal. Luego añadió—: ¿Visita? —Miró a Suzanna y siguió la mirada de ella a través de la habitación—. Oh, dulce Jesús…

El niño estaba riendo en brazos de Jerichau, y con un dedo regordete apuntaba hacia la ingle tremendamente orgullosa de Cal. Este cogió rápidamente una almohada y ocultó con ella su entusiasmo.

—¿Es éste uno de los trucos de Shadwell? —susurró.

—No lo creo —repuso Suzanna.

—¿Quién es Shadwell? —quiso saber Apolline.

—Otro Cuco, sin duda —dijo Frederick, que tenía las tijeras preparadas por si alguno de aquellos dos resultaba ser beligerante.

Al oír la palabra Cuco, Suzanna empezó a comprender. Immacolata había usado primero aquel término refiriéndose al género humano.

—La Fuga… —dijo.

Al nombrar el lugar todos los ojos se posaron en ella, y Jerichau exigió:

—¿Qué sabes tú de la Fuga?

—No mucho —repuso Suzanna.

—¿Sabes dónde están los demás?

—¿Quiénes son los demás?

—¿Y qué ha sido de la tierra? —le preguntó Lilia—. ¿Dónde está todo?

Cal había apartado los ojos del quinteto y estaba mirando ahora la mesa que se hallaba junto a la cama, hacia el lugar en el que había dejado el fragmento del Tejido. Este había desaparecido.

—Han salido de aquel pedazo de alfombra —afirmo sin acabar de creerse lo que decía—. Eso es lo que he soñado.

—Yo también he soñado eso mismo —dijo Suzanna.

—¿Un pedazo de la alfombra? —inquirió Frederick horrorizado—. ¿Quieres decir que estamos separados?

—Si —repuso Cal.

—¿Dónde está el resto? —quiso saber Apolline—. Llevadnos donde esté.

—No sabemos dónde está —le explicó Cal—. Es Shadwell quien lo tiene.

—¡Malditos Cucos! —estalló la mujer—. No se puede confiar en ninguno de ellos. ¡No son más que unos estafadores y tramposos!

—No está solo —repuso Suzanna—. Tiene una compañera que es de vuestra misma especie.

—Lo dudo —dijo Frederick.

—Es cierto, Immacolata.

Aquel nombre provocó una exclamación de horror por parte de Frederick y de Jerichau. Apolline, siempre tan señora, se limitó a escupir en el suelo.

—¿Todavía no han colgado a esa perra? —dijo.

—Que yo sepa, y con toda certeza, dos veces —repuso Jerichau.

—Ella lo tiene a gala —comentó Lilia.

Cal sintió un estremecimiento. Tenía frío y estaba muy cansado; quería soñar con colinas iluminadas por el sol y con brillantes ríos, no con aquellos plañideros que tenían la cara sembrada de despecho y recelo. Ignorando la atenta mirada de los demás, tiró la almohada lejos de sí, se acercó al lugar donde la ropa yacía en el suelo y empezó a ponerse la camisa y los tejanos.

—¿Y dónde están los Custodios? —preguntó Frederick dirigiéndose a todos los presentes en la habitación—. ¿Lo sabe alguien?

—Mi abuela… —dijo Suzanna—, Mimi…

—¿Sí? —la animó Frederick con impaciencia—. ¿Dónde se encuentra?

—Muerta, me temo.

—Había otros Custodios —dijo Lilia contagiada por la impaciencia de Frederick—. ¿Dónde están?

—No lo sé.

—Tenías razón —dijo Jerichau con expresión casi trágica—. Algo terrible ha pasado.

Lilia volvió a acercarse a la ventana y la abrió.

—¿Puedes olfatearla ahí afuera? —le preguntó Frederick—. ¿Está cerca?

Lilia movió negativamente la cabeza.

—El aire apesta —dijo—. Éste no es el viejo Reino. Está frío. Frío y asqueroso.

Cal, que ya se había vestido, se abrió paso entre Frederick y Apolline y cogió la botella de whisky.

—¿Quieres un trago? —le preguntó a Suzanna.

Ésta movió negativamente la cabeza. Cal se sirvió una generosa dosis y se la bebió.

—Tenemos que encontrar a ese Shadwell del que habláis —le dijo Jerichau a Suzanna— y recuperar el Tejido.

—¿Qué prisa hay? —apuntó Apolline con una perversa sangre fría. Se fue anadeando hasta donde se encontraba Cal—. ¿Te importa si te acompaño? —le dijo. De mala gana, Cal le tendió la botella.

—¿Qué quieres decir con eso de «qué prisa hay»? —preguntó Frederick—. Nos hemos despertado en medio de ninguna parte, solos…

—No estamos solos —le dijo Apolline al tiempo que tomaba un trago de whisky—. Tenemos a nuestros amigos, aquí presentes. —Le dirigió una sonrisa torcida y llena de intención a Cal—. ¿Cómo te llamas, dulzura?

—Calhoun.

—¿Y ella?

—Suzanna.

—Yo soy Apolline. Éste es Freddy.

Cammell hizo una pequeña y formal reverencia.

—Aquella de allí es Lilia Pellicia, y el mocoso es su hermano Nimrod.

—Yo soy Jerichau.

—Ya está —concluyó Apolline—. Ahora todos somos amigos, ¿de acuerdo? No necesitamos a los demás para nada. Que se pudran todos ellos.

—Son nuestra gente —le recordó Jerichau—. Y necesitan nuestra ayuda.

—¿Por eso nos dejaron en el Borde? —replicó ella rencorosamente con la botella de whisky revoloteando otra vez sobre los labios—. No. Nos pusieron en un lugar en el que podíamos perdernos, y no intentéis buscar una disculpa para ello. Nosotros somos la basura. Bandidos, alcahuetas y sabe Dios qué cosas más. —Miró a Cal—. Oh, sí —continuó—. Habéis ido a caer entre ladrones. Nosotros somos una vergüenza para ellos. Todos y cada uno de nosotros. —Y luego, dirigiéndose a los demás—: Es mejor que estemos separados. Conseguiremos tener una temporada alocada.

Mientras Apolline hablaba, a Cal le pareció ver ciertos destellos de iridiscencia encenderse en los pliegues de la ropa de luto que ella llevaba.

—Ahí fuera hay un mundo entero —dijo Apolline—. Parece que lo vamos a disfrutar.

—Pero estar perdido no deja de ser estar perdido —apuntó Jerichau.

La respuesta de Apolline fue un bufido de toro.

—Él tiene razón —dijo Freddy—. Sin el Tejido, no somos más que refugiados. Ya sabes lo mucho que nos odian los Cucos. Siempre nos han odiado. Y siempre nos odiarán.

—Sois unos malditos chiflados —dijo Apolline; y volvió junto a la ventana llevándose consigo el whisky.

—No estamos muy al día —le dijo Freddy a Cal—. ¿Podría usted decirnos en qué años estamos? ¿En 1910? ¿En 1911?

Cal se echó a reír.

—A ochenta años poco más o menos —dijo.

El otro hombre palideció visiblemente y volvió la cara hacia la pared. Lidia dejó escapar un gemido de dolor, como si la hubieran apuñalado. Temblando, se sentó al borde de la cama.

—Ochenta años… —murmuró Jerichau.

—¿Por qué han esperado tanto tiempo? —inquirió Freddy a la silenciosa habitación—. ¿Qué ocurrió para que tuvieran que esperar tanto tiempo?

—Por favor, dejen de hablar en clave —le pidió Suzanna— y explíquennoslo.

—No podemos —dijo Freddy—. No sois Videntes.

—Oh, no digas tantas tonterías —le interrumpió bruscamente Apolline—. ¿Qué tiene de malo?

—Cuéntaselo, Lilia —dijo Jerichau.

—Protesto —dijo Freddy.

—Cuéntales sólo lo que necesitan saber —dijo Apolline—. Si se lo cuentas todo nos estaremos aquí hasta el Día del Juicio Final.

Lilia suspiró.

—¿Por qué yo? —preguntó temblando aún—. ¿Por que voy a tener que decírselo yo?

—Porque tú eres la mejor mentirosa —repuso Jerichau con una sonrisa tensa—. Tú puedes hacer que parezca cierto.

Lilia le dirigió una mirada siniestra.

—Muy bien —dijo.

Y empezó a contárselo.