II.
LA PIEL DE LOS DIENTES

1

Suzanna llegó a la calle Rue poco antes de las tres, y lo primero que hizo fue ir a decirle a la señora Pumphrey el estado en que se encontraba su abuela. La señora Pumphrey la invitó a entrar en la casa con tanta insistencia que Suzanna no pudo negarse. Estuvieron bebiendo té y charlando durante diez minutos más o menos: principalmente de Mimi. Violet Pumphrey habló de la anciana sin malicia, pero el retrato que de ella dibujó estaba lejos de ser halagador.

—Le cortaron el gas y la electricidad de la casa hace años —le dijo a Suzanna—. No había pagado las facturas. Vivía en la miseria, y no porque yo no me preocupara de ella como una buena vecina. Pero se ponía muy antipática si una le preguntaba por la salud, ¿sabe usted? —Bajó un poco el tono de voz—. Ya sé que no debería decirlo, pero… me temo que su abuela no estaba del todo en sus cabales.

Suzanna murmuró algo como respuesta, algo que estaba segura quedaría sin ser oído.

—Todo lo que tenía eran velas para iluminarse. Ni televisión, ni nevera. Sólo Dios sabe lo que comía.

—¿Sabe usted si alguien tiene la llave de la casa?

—Oh, no, ella no habría hecho eso. Tenía más cerraduras en aquella casa que cenas calientes haya usted tomado en su vida. No se fiaba de nadie, ¿sabe usted? De nadie.

—Yo sólo quería echar un vistazo.

—Pues desde que ella se fue la gente no ha hecho más que entrar y salir de la casa; probablemente la encontrará abierta de par en par. Hasta yo misma pensé en ir a echar un vistazo, pero luego se me quitaron las ganas. Algunas casas…, no son del todo naturales. ¿Sabe lo que quiero decir?

Suzanna lo sabía. Cuando por fin estuvo de pie ante la puerta del número dieciocho, se confesó a sí misma que en realidad se alegraba de haber tenido que llevar a cabo las distintas gestiones que habían retrasado aquella visita. El episodio del hospital había hecho que una buena parte del recelo de la familia con respecto a Mimi cobrara validez. Ella era diferente. Podía regalar sus sueños sólo con un simple contacto, y fueran cuales fuesen los poderes que la anciana poseía, o por los que estaba poseída, ¿acaso no encantarían también la casa en la que ella había pasado tantos años?

Suzanna sintió que el abrazo del pasado la atenazaba y la oprimía: sólo que ya no era tan simple. Ella no se encontraba allí, titubeando en el umbral de la casa, sólo porque temiera enfrentarse a los fantasmas de la niñez. Era que allí —en una etapa de su vida en la que ya creía haber salido por completo de todo aquello— presentía débilmente que algunos dramas aguardaban para ser representados, y que Mimi de algún modo le había asignado a ella un papel central.

Puso la mano en la puerta. A pesar de lo que había dicho Violet, se encontraba cerrada con llave. Se asomó por la ventana delantera y vislumbró el interior de una habitación llena de escombros y polvo. Aquella desolación le resultó extrañamente reconfortante. Quizá sus ansiedades, a pesar de todo, resultasen infundadas. Dio la vuelta hasta la parte de atrás de la casa. Allí tuvo más suerte. La puerta del patio estaba abierta y también la puerta trasera de la casa.

Entró en ella. El estado de la habitación delantera se repetía en aquella parte: prácticamente se había eliminado cualquier rastro de la presencia de Mimi Laschenski, con la excepción de algunas velas y chatarra sin valor. Experimentó una desgraciada mezcla de reacciones. Por una parte la certeza de que ningún objeto de valor había sobrevivido a aquella limpieza, y de que tendría que volver junto a Mimi con las manos vacías; por otra, un innegable alivio de que así fuera: de que el escenario estuviera desierto. Aunque colgó en las paredes, con la imaginación, los cuadros ausentes, y volvió a poner en su lugar los muebles. Allí no había nada que pudiera echar a perder el buen orden y tranquilidad de la vida que ella llevaba.

Avanzó desde el salón hasta el pasillo, echando una rápida mirada hacia el interior del pequeño cuarto de estar antes de doblar la esquina hacia las escaleras. No eran tan inclinadas ni tan oscuras. Pero antes de que empezara a subirlas, oyó movimientos en el piso de arriba.

—¿Quién anda ahí? —preguntó…

2

… palabras estas que bastaron para interrumpir la concentración de Immacolata. Las criaturas a las que había convocado, los hijos ilegítimos, detuvieron su avance hacia Cal, esperando nuevas instrucciones. Cal aprovechó la oportunidad y se lanzó hacia el otro lado de la habitación, dándole una patada a la bestia que tenía más próxima.

Aquella cosa carecía de cuerpo; los cuatro brazos que tenía le brotaban directamente de una especie de cuello bulboso bajo el cual colgaban algunos racimos de sacos húmedos semejantes a hígado y luces. El golpe de Cal alcanzó de lleno su objetivo, y uno de los sacos reventó soltando un hedor de alcantarilla. Con el resto de los hermanos persiguiéndole de cerca, Cal se dirigió a toda carrera hacia la puerta, pero la criatura herida fue la más rápida de todas en perseguirle, caminando sobre las manos igual que un cangrejo y escupiendo al mismo tiempo que se le acercaba. Una rociada de saliva alcanzó la pared junto a la Cabeza de Cal, y en el papel se formaron algunas ampollas. La repugnancia puso alas a los pies de Cal. En un instante alcanzó la puerta.

Shadwell intentó interceptarlo, pero una de las bestias se le metió debajo de los pies como un perro errante, y antes de que pudiera recuperar el equilibrio Cal estaba ya en el rellano, fuera de la habitación.

La mujer que había gritado se encontraba al pie de las escaleras con el rostro vuelto hacia arriba. Estaba allí como un día brillante tras una noche en la que él había estado a punto de sucumbir en la habitación que ahora por fin dejaba atrás. Tenía grandes ojos de color gris-azulado, rizos de cabello castaño rojizo, muy oscuro, le enmarcaban la pálida cara, de la boca pugnaba por salirle una pregunta que la frenética aparición de él había silenciado.

—¡Salga de aquí! —le gritó Cal al tiempo que se arrojaba escaleras abajo.

Ella permaneció de pie, jadeante.

¡La puerta! —insistió Cal—. Por el amor de Dios, abra la puerta.

No miró para ver si aquellos monstruos le perseguían, pero oyó gritar a Shadwell desde lo alto de las escaleras:

—¡Alto! ¡Al ladrón!

Los ojos de la mujer miraron en la dirección en que se hallaba el Vendedor, después se volvieron de nuevo hacia Cal, y luego a la puerta.

—¡Ábrala! —le gritó Cal; y esta vez Suzanna se movió para hacerlo. O bien Shadwell le inspiró desconfianza sólo con verlo, o sentía pasión por los ladrones. Fuera lo que fuese, abrió la puerta de par en par. La luz del sol entró en la casa mientras el polvo danzaba en sus rayos. Cal oyó un grito de protesta detrás de él, pero la chica no hizo el menor movimiento para detener su huida.

—¡Salga de aquí! —le dijo Cal mientras traspasaba el umbral de la puerta y salía a la calle.

Se alejó media docena de pasos y luego dio media vuelta para ver si la mujer de los ojos grises lo seguía; pero ella seguía de pie en el pasillo.

¿Quiere hacer el favor de venir? —le gritó.

Suzanna abrió la boca para decirle algo, pero Shadwell ya había llegado al final de las escaleras y la empujó para apartarla de su camino. Cal no tenía tiempo que perder; sólo lo separaban unos pasos del Vendedor.

El hombre del pelo estirado hacia atrás con fijador no hizo en realidad el menor intento de persecución una vez que su presa estuvo al aire libre. El joven era enjuto como un perro lebrel y el doble de rápido; el otro era un oso vestido con un traje «Savile Row». A Suzanna le desagradó desde el momento en que le puso los ojos encima. Ahora Shadwell se volvió hacia ella y le dijo:

—¿Por qué ha hecho eso, mujer?

Suzanna no se dignó contestar a la pregunta. Por una parte, todavía estaba intentando encontrarle sentido a lo que acababa de ver; por otra, ya no tenía puesta la atención en aquel oso, sino en su compañera —o guardiana—, la mujer que lo había seguido escaleras abajo. Tenía las facciones tan inexpresivas como las de un niño muerto, pero Suzanna no había visto nunca una cara que ejerciera mayor fascinación.

—Apártate de mi camino —le dijo la mujer al llegar al final de las escaleras. Los pies de Suzanna ya habían empezado a moverse cuando cambió de idea y decidió no obedecer; en lugar de ello se interpuso directamente en el camino de la mujer, bloqueándole la trayectoria hacia la puerta. Al hacerlo una oleada de adrenalina le hirvió en todo el organismo, como si se hubiera puesto delante de un monstruo destructor de hombres lanzado a toda velocidad.

Pero la mujer detuvo la carrera, y el gancho que era su mirada atrapó a Suzanna y le levantó el rostro para someterlo a un detenido escrutinio. Al encontrarse con la mirada de aquella mujer, Suzanna se dio cuenta de que la oleada de adrenalina había sido muy oportuna: acababa de esquivar la muerte. Aquella mirada ya había matado, Suzanna lo habría jurado; y volvería a matar. Pero no ahora; ahora la mujer estudiaba a Suzanna llena de curiosidad.

—¿Era amigo suyo? —le preguntó al fin.

Suzanna oyó cómo pronunciaba las palabras, pero no habría podido jurar que los labios de la mujer se hubieran movido para expresarlas. En la puerta, tras ella, el oso dijo:

—Condenado ladrón.

Luego empujó a Suzanna por un hombro, con fuerza.

—¿No me oyó cuando se lo dije a usted? —inquirió.

Suzanna deseó volverse hacia el hombre y decirle que le quitase las manos de encima, pero la mujer no había acabado todavía de estudiarla y la tenía sujeta con la mirada.

—Sí que te oyó —dijo la mujer. Esta vez sí que movió los labios; y Suzanna notó que la sujeción que ejercía sobre ella se aflojaba poco a poco. Pero la mera proximidad de aquella mujer hacía que le temblase todo el cuerpo. Sentía como si diminutos espinos le pinchasen la ingle y los pechos.

—¿Quién eres tú? —exigió la mujer.

—Déjalo estar —dijo el oso.

—Quiero saber quién es. Y por qué está aquí.

La mirada de la mujer, que se había trasladado brevemente hacia Shadwell, se posó de nuevo en Suzanna, y la curiosidad tenía ahora una sombra de asesinato.

—Aquí no hay nada que nosotros necesitemos… —estaba diciendo el hombre.

La mujer lo ignoró.

—Vámonos ya…, déjalo estar.

Había algo en el tono de voz de Shadwell semejante a cuando alguien intenta camelarse a una persona histérica para evitar que se hunda presa de un ataque, y Suzanna se alegró de aquella intervención.

—Hay demasiado público… —insistió—… especialmente aquí…

Tras contener el aliento durante unos instantes eternos, la mujer hizo una levísima inclinación de cabeza en señal de asentimiento, reconociendo que aquello era lo más acertado. De pronto pareció perder cualquier tipo de interés por Suzanna y se dio la vuelta de nuevo hacia las escaleras. En lo alto del tramo, donde Suzanna en otro tiempo había imaginado que la aguardaban grandes terrores, la oscuridad no se hallaba del todo en reposo. Había varias formas confusas moviéndose allá arriba, formas tan insustanciales que ella no podía saber con certeza si las veía o solamente intuía su presencia. Habían empezado a derramarse escaleras abajo como si fueran humo venenoso, perdiendo cualquier asomo de solidez, que hubieran podido poseer a medida que se aproximaban a la puerta abierta, hasta que al llegar a la altura de la mujer, que las aguardaba al final de las escaleras, sus vapores se hicieron casi invisibles.

La mujer se apartó de las escaleras y pasó al lado de Suzanna en dirección a la puerta, llevándose consigo una nube de aire frío y corrompido, como si los fantasmas que habían acudido a ella estuvieran ahora entrelazados alrededor de su cuello y aferrados a los pliegues de su vestido. Transportados invisibles a la luz del sol del mundo humano hasta que pudieran solidificarse de nuevo. El hombre se encontraba ya fuera, en la acera, pero antes de salir a reunirse con él, su compañera se volvió hacia Suzanna. No dijo nada, ni moviendo los labios ni sin moverlos. Aquellos ojos eran de sobra expresivos: todas sus promesas carecían del menor asomo de alegría.

Suzanna apartó la mirada. Oyó los tacones de la mujer sobre el umbral de la puerta. Cuando levantó la mirada de nuevo, la pareja ya se había ido. Lanzó un profundo suspiro y se dirigió hacia la puerta. Aunque la tarde iba avanzando, el sol era aún cálido y brillante.

No tenía nada de sorprendente que la mujer y el oso hubieran cruzado la calle para irse caminando por la acera en la que daba la sombra.

3

Veinticuatro años es la tercera parte de una vida de buena duración; tiempo suficiente para formarse algunas opiniones acerca de cómo funciona el mundo. Hasta hacía sólo unas horas, Suzanna habría jurado que ella, desde luego, tenía formadas dichas opiniones. Ciertamente había considerables lagunas, cosas que no alcanzaba a comprender: misterios, tanto fuera como dentro de su cabeza, que permanecían sin desvelar. Pero eso en realidad había servido para que estuviese tanto más decidida a no sucumbir a ningún sentimiento de autoengaño que pudiese conferir a aquellos misterios cualquier tipo de poder sobre ella, un entusiasmo que atañía tanto a su vida privada como a la profesional. En los asuntos amorosos siempre había moderado la pasión con cierto sencido práctico, evitando la extravagancia emocional que tantas veces había visto convertirse en crueldad y amargura. En las amistades que tenía siempre había perseguido un equilibrio parecido: ni demasiado empalagosa ni demasiado despegada. Y no digamos en lo referente a su artesanía. El auténtico atractivo de hacer cuencos y botes era su pragmatismo; los caprichos del arte sometido a disciplina por la necesidad de crear un objeto funcional.

La pregunta que solía formularse al contemplar la jarra más exquisita de la tierra era: «¿Escancia bien?». Y ésta era, en cierto modo, una cualidad que buscaba en todas y cada una de las facetas de su vida.

Pero he aquí un problema que desafiaba distinciones tan sensibles, que le hacía perder el equilibrio, que la dejaba enferma y desconcertada.

Primero los recuerdos. Luego Mimi, más muerta que viva, pero transmitiendo sueños a través del aire.

Y ahora este encuentro con una mujer cuya mirada estaba llena de muerte, y que sin embargo, la había dejado sintiéndose más viva de lo que quizá se hubiera sentido nunca.

Fue aquella paradoja lo que la hizo abandonar la casa sin finalizar la búsqueda que la había llevado allí; cerro violentamente la puerta ante cualquier drama que pudiese aguardarla dentro de la casa. Se encaminó instintivamente hacia el río. Allí, después de estar sentada un rato al sol, podría sacarle algún sentido a todo aquel problema.

No había barcos en el Mercey, pero el aire era tan transparente que podía ver la sombra de los muelles moviéndose sobre las colinas de Clwyd. En el interior de Suzanna no había, sin embargo, ninguna transparencia. Sólo un caos de sentimientos, todos ellos inquietantemente familiares, como si hubiesen permanecido dentro durante años aguardando el momento propicio tras la pantalla de pragmatismo que ella misma había establecido para mantenerlos fuera de la vista. Como ecos esperando el grito en la ladera de una montaña, para contestar al cual habían nacido.

Suzanna había tenido ocasión hoy de oír aquel grito. O, mejor dicho, se lo había encontrado, cara a cara, precisamente en el mismo punto del estrecho pasillo donde a los seis años se había puesto a temblar de miedo a causa de la oscuridad. Y aquellas dos confrontaciones se hallaban relacionadas de un modo inextricable, aunque ella no sabía cómo. Lo mismo que comprendía que de pronto había cobrado vida hacia un espacio en el interior de ella misma donde la prisa y los hábitos de su vida adulta no ejercían ningún dominio.

Sentía las pasiones que flotaban en aquel espacio sólo de una manera vaga, igual que la punta de los dedos puede sentir la niebla. Pero con el tiempo llegaría a conocer mejor aquellas pasiones y los actos que engendrarían: estaba tan segura de eso como hacía días que no estaba segura de nada. Las conocía y —Dios la ayudase— las amaría como propias.