Cal salió a un día húmedo y viciado. No tardaría mucho el verano en permitir que el otoño empezase a dejarse sentir. Incluso la brisa parecía cansada, condición que resultaba contagiosa. Cuando Cal llegó a las proximidades de la calle Rue notaba los pies hinchados dentro de los zapatos y el cerebro igualmente hinchado dentro del cráneo.
Y encima, para añadirle más sal a la herida, no era capaz de encontrar aquella maldita calle. El día anterior había hecho todo el trayecto hasta la casa con los ojos puestos en los pájaros más que en el camino que estaba recorriendo, así que sólo tenía una vaga noción, llena de imprecisiones, del lugar donde se hallaba la misma. Comprendiendo que podría pasarse varias horas deambulando por la zona sin encontrar la calle, preguntó el camino a un grupo de quinceañeros que se encontraban muy ocupados jugando a la guerra en una esquina. Le hicieron cambiar de dirección haciendo gala de una gran seguridad. No obstante, bien fuera por ignorancia o por malicia, las indicaciones resultaron ser del todo incorrectas, y Cal se encontró vagando por allí en círculos, cada vez más desesperado, mientras la frustración le iba en aumento.
Cualquier sexto sentido que hubiera podido esperar —algún instinto que le guiara infaliblemente a la región de sus sueños— brillaba por su ausencia.
Así, pues, fue solamente la suerte, la perra suerte, lo que finalmente lo llevó a la esquina de la calle Rue y a la casa que en otro tiempo había pertenecido a Mimi Laschenski.
Suzanna había empleado la mayor parte de la mañana en intentar hacer lo que le había prometido al doctor Chai: darle la noticia a su tío Charlie, de Toronto. Resultó ser un empeño frustrante. Por una parte, el pequeño hotel que había encontrado la noche anterior para alojarse sólo disponía de un único teléfono público, y había otros huéspedes que, al igual que ella, querían hacer uso del mismo. Por otra parte, tuvo que llamar a varios amigos de la familia antes de localizar a uno que tuviera el número de teléfono de Charlie, todo lo cual le ocupó la mayor parte de la mañana. Cuando, ya alrededor de la una, logró establecer comunicación con su tío Charlie, el único hijo de Mimi escuchó la noticia sin mostrar la menor traza de sorpresa. Ni siquiera se ofreció a dejar el trabajo para salir corriendo hacia la cabecera de su madre; sólo le pidió con toda educación a Suzanna que lo volviera a llamar cuando tuviese «más noticias», dando a entender con ello posiblemente que no esperaba que lo llamase de nuevo hasta que hubiera llegado el momento de mandarle a su madre una corona de flores. Hasta ese punto llegaba su devoción filial.
Cuando acabó con esta llamada, Suzanna telefoneó al hospital. No había habido ningún cambio en el estado de la paciente. «Está estabilizada», fue la profesional expresión de la enfermera. Ello le evocó una extraña imagen de Mimi ataviada de montañera y colgando de la pared de un precipicio. Aprovechó la oportunidad para preguntar por los efectos personales de su abuela, y le comunicaron que había llegado al hospital sin tan siquiera un camisón. Lo más probable era que los buitres de los que había hablado la señora Pumphrey se hubieran llevado ya de la casa todo lo que valiera la pena —armario incluido—, pero decidió acercarse por la casa de todos modos para ver si aún podía rescatar cualquier cosa que le hiciera un poco más llevadera a Mimi sus últimas horas. Encontró un pequeño restaurante italiano en las cercanías del hotel, comió allí y luego se fue en coche hasta la calle Rue.
Los hombres del camión de mudanzas habían dejado cerrada la puerta de la verja del patio trasero, pero no habían echado el cerrojo. Cal la abrió y entró en el patio. Si había albergado esperanzas de encontrarse con alguna revelación, la decepción fue grande. Allí no había nada extraordinario. Sólo algunas flores silvestres secas que brotaban entre las losas y un revoltijo de enseres que el trío de las mudanzas había desechado como cosas sin valor. Incluso las sombras, que hubieran podido ocultar alguna gloria, resultaban plácidas y nada misteriosas.
De pie en mitad del patio —donde todos los misterios que habían trastocado su cordura se le habían desvelado—, dudó por primera vez, dudó verdaderamente de que realmente el día antes hubiera sucedido algo.
Quizá encontrara algo dentro de la casa, se dijo; algún resto del naufragio al que agarrarse y mantenerse a flote en aquel mar de dudas.
Cruzó el suelo sobre el que había estado extendida la alfombra, hacia la puerta de atrás. O bien los hombres de la mudanza la habían dejado sin cerrar con llave, o bien algunos vándalos la habían forzado. De cualquier modo, estaba entreabierta. Entró.
Por lo menos las sombras eran más densas en el interior; había allí lugar para lo fabuloso. Esperó a que los ojos se le acostumbrasen a las tinieblas. «¿Realmente sólo habían pasado veinticuatro horas desde que estuviera allí?», pensó al tiempo que, aguzando la mirada, escudriñaba el tétrico interior. ¿Sólo era el día anterior cuando él había entrado en aquella casa con la única idea en la cabeza de atrapar a un pájaro perdido? Esta vez tenía mucho más que encontrar.
Recorrió sin rumbo la distancia que lo separaba del pasillo, buscando en todas partes algún eco de lo que había experimentado el día anterior. Sus esperanzas decaían más a cada paso que daba. Sombras había, pero estaban desiertas. El lugar se encontraba por completo desprovisto de milagros. Éstos habían desaparecido junto con la alfombra.
Empezó a subir las escaleras, pero se detuvo a medio camino. ¿Qué necesidad había de seguir adelante? Estaba claro que había perdido la oportunidad. Si deseaba volver a descubrir la visión que había vislumbrado y perdido el día anterior, tendría que ponerse a registrar en otra parte. Fue la pura tenacidad, por tanto —uno de los atributos de Eileen—, lo que le obligó a seguir subiendo.
En lo alto de las escaleras el aire era tan plomizo que hacía que incluso respirar resultase un trabajo pesado. Aquello, junto con el hecho de que aquel día él se sentía como un intruso —no muy bien recibido en aquella tumba—, lo puso ansioso por confirmar su creencia de que el lugar no tenía ninguna magia que mostrarle, y luego marcharse.
Al encaminarse hacia la puerta del dormitorio delantero algo se movió detrás de él. Se volvió. Los obreros habían apilado varios muebles en lo alto de las escaleras, y al parecer luego habían decidido que no valía la pena seguir sudando para transportarlos. Una cómoda y varias sillas y mesas. El ruido había venido de detrás de aquellos muebles. Y ahora volvía a oírlo.
En un primer momento se imaginó que serían ratas. El sonido sugería varios juegos de patas de animal correteando. «Vive y deja vivir», pensó; no tenía más derecho que ellas a estar allí. Menos, quizá. Las ratas probablemente habían ocupado la casa durante generaciones.
Volvió a la tarea que tenía entre manos; abrió la puerta de un empujón y entró en la habitación delantera. Las ventanas estaban mugrientas, y además los manchados visillos de encaje impedían aún más el paso de la luz. Había una silla volcada sobre las tablas desnudas del suelo y alguien había colocado con cierto ingenio tres extraños zapatos sobre la repisa de la chimenea. Por lo demás, la habitación estaba vacía.
Permaneció de pie unos momentos y luego, al oír risas en la calle y necesitar la tranquilidad que la risa pudiera proporcionarle, cruzó hacia la ventana y apartó el vítulo a un lado. Pero antes de descubrir la procedencia de aquella risa abandonó la investigación. Notó en el vientre, antes de que los sentidos pudieran confirmarlo, que alguien había entrado en la habitación detrás de él. Dejó caer el visillo y se dio la vuelta. Un hombre ancho ya entrado en años, vestido demasiado bien para aquel lugar abandonado, se había unido a él en aquella media luz. Los hilos de la chaqueta gris que llevaba el hombre eran casi iridiscentes. Pero más llamativa resultaba aún su sonrisa. Una sonrisa ensayada, propia de un actor o de un predicador. Fuera lo que fuese, era la expresión de un hombre que buscaba conversación.
—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó. Tenía la voz resonante y cálida, pero el modo repentino en que había aparecido había dejado helado a Cal.
—¿A mí? —inquirió a su vez, por decir algo.
—¿Le interesa quizá adquirir alguna propiedad? —inquirió el otro hombre.
—¿Adquirir? No… yo… sólo estaba… verá usted… echando un vistazo.
—Es una casa estupenda —dijo el desconocido esbozando una sonrisa tan firme como el apretón de manos de un cirujano, e igual de antiséptica—. ¿Entiende usted mucho de casas?
Pronunció aquella frase como las anteriores, sin ironía ni malicia. Al ver que Cal no respondía, el hombre continuó hablando.
—Soy vendedor. Me llamo Shadwell. —Se quitó con cuidado el guante de piel de cabritilla de una mano de dedos gruesos—. ¿Y usted?
—Cal Mooney. Es decir, Calhoun.
El hombre le tendió la mano desnuda. Cal dio dos pasos hacia el hombre —que medía sus buenos diez centímetros más que el metro setenta y cinco de Cal— y le estrechó la mano. La fresca palma del hombre hizo a Cal percatarse de que él estaba sudando como un cerdo.
Una vez que terminaron de saludarse, el amigo Shadwell se desabrochó la chaqueta, la abrió y sacó un bolígrafo del bolsillo interior. Aquel gesto de desenfado dejó al descubierto brevemente el forro de la prenda, y por algún efecto de la luz dio la impresión de que brillaba, como si la tela estuviera tejida con hilos de espejo.
Shadwell captó la expresión del rostro de Cal. La voz le sonó ligera como una pluma al decir:
—¿Ve usted algo que le guste?
Cal no se fiaba de aquel hombre. ¿Era la sonrisa o los guantes de piel de cabritilla lo que lo hacían parecer sospechoso? Sea lo que fuere, Cal deseaba permanecer el menor tiempo posible en compañía de aquel hombre.
Pero había algo en la chaqueta. Algo que atrapaba la luz y hacía que a Cal el corazón le latiera un poco más deprisa.
—Por favor… —le animó Shadwell—. Eche una mirada. —Se llevó de nuevo la mano a la chaqueta y la abrió—. Dígame… —ronroneó— si ve usted aquí algo que se le antoje.
Esta vez se abrió la chaqueta del todo, dejando el forro bien a la vista. Y sí, la primera impresión de Cal había sido acertada. Brillaba de verdad.
—Como acabo de decirle, soy vendedor —le estaba explicando Shadwell—. Para mí, es una Norma de Oro llevar siempre conmigo algunas muestras de mi mercancía.
Mercancía. Cal pronunció aquella palabra en el interior de la cabeza, con la mirada todavía fija en el forro de la chaqueta. Qué palabra más extraña: mercancía. Y allí, en el forro de la chaqueta, casi podía ver la palabra solidificada. ¿Eran joyas, aquello que relucía allí? Gemas artificiales con un brillo que cegaba como sólo lo falso podía cegar. Miró entornando los ojos al interior de aquel hechizo en un intento de encontrarle sentido a lo que veía, mientras la voz del Vendedor continuaba queriendo persuadirle.
—Dígame qué es lo que le gusta y es suyo. No puedo jugar más limpio, ¿no le parece? Un joven como usted debería ser capaz de decidirse a escoger. Para usted el mundo es como una ostra. Eso está claro para mí. Se abre delante de usted. Coja lo que guste. Libre, gratis y sin recargo. Usted dígame lo que ve ahí dentro, y al instante lo tendrá en las manos…
«Aparta la vista», le decía una voz interior a Cal; no hay nada gratis. Siempre hay que pagar un precio.
Pero Cal tenía la vista tan hechizada a causa de los misterios ocultos en los pliegues de la chaqueta que en aquel momento no habría podido desviar los ojos aunque su vida hubiera dependido de ello.
—Dígame… lo que ve —le decía el Vendedor.
Ah, he ahí el dilema.
—… y es suyo.
Cal vio tesoros olvidados, cosas en las que en otro tiempo había puesto todo el corazón, hasta había llegado a pensar que si las poseía nunca más querría nada. Chucherías sin valor, la mayoría de ellas; pero cosas que tenían la virtud de despertarle antiguos anhelos. Un par de anteojos de rayos X que había visto anunciados en la contraportada de un tebeo (¡Vea a través de las paredes! ¡Impresione a sus amigos!), pero nunca había podido comprar. Y allí estaban ahora con las lentes de plástico resplandecientes. Al verlas Cal recordó las largas noches de octubre en que permanecía tumbado en la cama, despierto, preguntándose cómo funcionarían. ¿Y qué era eso que había junto a los anteojos? Otro fetiche de su infancia. La fotografía de una mujer vestida únicamente con unos zapatos de tacón de aguja y un taparrabos de lentejuelas; la estampa le presentaba los pechos, exageradamente grandes, al espectador. El poseedor de aquella fotografía era el chico que vivía dos puertas más abajo de Cal; según decía, se la había robado de la cartera a su tío. Cal había deseado tanto tenerla que creyó que moriría de ganas. Ahora la fotografía colgaba, como un manoseado recuerdo, en el resplandeciente flujo de la chaqueta de Shadwell, y sería suya sólo con pedirlo.
Pero no bien había hecho su aparición cuando ya se desvaneció, y en su lugar aparecieron nuevos premios para tentarlo.
—¿Qué es lo que ve, amigo mío?
Las llaves de un automóvil que Cal había anhelado poseer. Una paloma campeona, ganadora de innumerables concursos, de la que había sentido tanta envidia que la hubiese raptado con gusto…
—Sólo tiene que decirme lo que ve. Pídamelo, y será suyo…
Había tantas cosas… Todos los objetos que le habían parecido —durante una hora, durante un día— el eje sobre el que giraba el mundo se encontraban ahora colgados en el maravilloso almacén que era la chaqueta del Vendedor.
Pero todos ellos eran fugaces. Sólo hacían acto de presencia para volver a evaporarse de inmediato. Había algo más allí, algo que impedía que aquellas trivialidades le llamasen la atención durante más de unos breves instantes. Qué era, todavía no podía verlo.
Tuvo conciencia débilmente de que Shadwell le dirigía de nuevo la palabra y de que el tono de voz del Vendedor se había alterado un tanto. Flotaba en él cierta perplejidad teñida de exasperación.
—Hable usted, amigo mío… ¿Por qué no me dice lo que quiere?
—No logro… verlo… bien.
—Entonces inténtelo con más empeño. Concéntrese.
Cal lo intentó. Las imágenes iban y venían, aunque no eran más que cosas insignificantes. El filón original seguía escabulléndose.
—No lo está intentando con todas sus fuerzas —le reprendió el Vendedor—. Si un hombre desea algo firmemente tiene que concentrar en ello toda su atención. Tiene que asegurarse de que lo tiene bien claro en la cabeza.
Cal comprendía muy bien la enorme sabiduría que encerraba aquello, y por eso redobló los esfuerzos. Traspasar con la mirada los oropeles y conseguir ver el verdadero tesoro que yacía más allá se había convertido en un reto para él. Una curiosa sensación acompañaba esta concentración; sentía cierto desasosiego en el pecho y en la garganta, como si alguna parte de su persona se estuviera disponiendo a ausentarse, a salir de él y a recorrer la misma trayectoria que seguía su mirada. Como si alguna parte de él estuviera dispuesta a desaparecer en el interior de la chaqueta.
En el fondo de la cabeza de Cal, allí donde el cráneo se une a la columna vertebral, las voces de advertencia seguían murmurando. Pero él estaba demasiado empeñado para resistirse. Fuera lo que fuese aquello que contenía el forro, lo estaba haciendo padecer al no mostrársele del todo. Cal miraba y miraba, desafiando al decoro, hasta que el sudor empezó a correrle por las sienes.
Aquel embaucador monólogo de Shadwell había adquirido ahora una nueva confianza. La cobertura de azúcar se había resquebrajado hasta acabar por caerse. La nuez que había debajo era amarga y oscura.
—Adelante… —le dijo el Vendedor—. No sea tan condenadamente débil. Aquí hay algo que usted quiere, ¿no es así? Lo desea con locura. Adelante. Dígamelo. Escúpalo. De nada sirve esperar. Mientras uno no se decide se corre el riesgo de que la oportunidad se escape.
Finalmente, la imagen empezó a hacerse más clara…
—No tiene más que decírmelo y es suyo.
Cal notó que el viento le daba en la cara, y de pronto se encontró otra vez volando; el país de las maravillas se extendía ante él. Todas aquellas profundidades y alturas, los ríos, las torres…, todo se hacía visible allí, en el forro de la chaqueta del Vendedor.
Jadeó ante aquella visión. Shadwell reaccionó veloz como el rayo.
—¿Qué es?
Cal seguía mirando fijamente, sin habla.
—¿Qué es lo que ve?
Cal se vio asaltado por una gran confusión. Se sentía regocijado al ver la tierra, aunque también un poco temeroso de lo que estaba seguro se le iba a pedir que diera (quizá, sin saberlo bien, estuviera ya dándolo) a cambio de aquellas vistas sicalípticas. Shadwell llevaba el daño dentro de él, con todas aquellas sonrisas y promesas.
—Dígame… —le exigió el Vendedor.
Cal trató de impedir que le acudiera una respuesta a los labios. No quería traicionar su secreto.
—¿Qué es lo que ve?
Aquella voz era muy difícil de resistir.
Cal quería guardar silencio, pero la respuesta surgió de él sin pretenderlo.
—Yo… —(«No lo digas», le advertía el poeta)—, veo… —(«Resiste. Aquí hay algo malo»)—. Yo… veo…
—Ve la Fuga.
La voz que había terminado la frase era la de una mujer.
—¿Estás segura? —le preguntó Shadwell.
—Nunca estuve más segura. Mírale a los ojos.
Cal se sintió tonto y vulnerable, tan hipnotizado por aquellas vistas extendidas en el forro de la chaqueta que era incapaz de dirigir los ojos en dirección a los que ahora lo estaban tasando.
—Él lo sabe —dijo la mujer. En la voz no había ni rastro de calor. Ni siquiera, quizá, de humanidad.
—Entonces tenías razón —le concedió Shadwell—. La Fuga ha estado aquí.
—Desde luego.
—Muy bien —dijo Shadwell; y cerró de golpe la chaqueta.
El efecto que ello provocó en Cal fue similar al de un cataclismo. Con el mundo —la Fuga, como lo había llamado aquella mujer— tan bruscamente arrebatado de delante se sentía débil como una criatura. Hizo todo lo que pudo por permanecer en pie. Con bastantes escrúpulos, volvió los ojos en dirección a la mujer.
Era hermosa: aquello fue lo primero que Cal pensó. Iba vestida de colores rojo y púrpura, pero tan oscuros que resultaban casi negros; el tejido se le envolvía alrededor de la parte superior del cuerpo, ciñéndoselo de tal forma que la hacía parecer casta al mismo tiempo. La madurez de aquella mujer estaba envuelta y sellada, y, por el hecho de estar sellada, resultaba erótica. La misma paradoja impregnaba todas sus facciones. Se había afeitado la raíz del cabello por lo menos un par de centímetros hacia atrás, y tenía las cejas totalmente depiladas, lo cual le proporcionaba una expresión misteriosamente inocente. Pero la carne le brillaba como si la llevase llena de aceite, y aunque el afeitado y la ausencia de cualquier trazo de maquillaje que resaltase las facciones parecían actos en contra de su belleza, no podía negarse la sensualidad que había en aquel rostro. La boca estaba demasiado bien esculpida y los ojos —de color ocre oscuro un instante, dorados al siguiente— resultaban demasiado elocuentes para disfrazar los sentimientos que albergaban. Qué clase de sentimientos eran aquéllos, Cal sólo consiguió descifrarlo de una manera muy vaga. Sentimientos de impaciencia, ciertamente, como si el hecho de estar allí la pusiera enferma y agitase alguna furia que Cal no sentía el menor deseo de ver desencadenada. De desprecio —hacia él, lo más probable—, aunque, sin embargo, los ojos permanecían enfocados sobre él, como si aquella mujer estuviera traspasándolo con la mirada hasta los tuétanos y se dispusiera a congelarlo con el pensamiento.
No obstante, no había tales contradicciones en la voz. Era acero y acero.
—¿Cuánto tiempo hace? —le exigió la mujer—. ¿Cuánto tiempo hace que usted vio la Fuga?
Cal no pudo sostenerle la mirada más que un momento. Luego apartó la mirada en dirección a la repisa de la chimenea y hacia los pies del trípode.
—No sé de qué está usted hablando —le dijo.
—Usted la ha visto. Y la ha vuelto a ver en la chaqueta. Es inútil que lo niegue.
—Es mejor que conteste —le aconsejó Shadwell.
Cal desvió la mirada desde la repisa de la chimenea a la puerta. La habían dejado abierta.
—Pueden irse los dos al infierno —les hizo saber tranquilamente.
¿Se echó a reír Shadwell? Cal no estaba seguro.
—Queremos la alfombra —le indicó la mujer.
—Nos pertenece, ¿comprende? —le dijo Shadwell—. Tenemos legítimo derecho a reclamarla.
—Así que, si fuera usted tan amable… —continuó la mujer mientras los labios se le curvaban ante aquella cortesía—, dígame dónde ha ido a parar la alfombra y luego daremos este punto por terminado.
—Así de fáciles son las condiciones —le explicó el Vendedor a Cal—. Díganoslo, y nos iremos.
Alegar ignorancia no le serviría de defensa, pensó Cal; sabían que él estaba al corriente y no se dejarían convencer de otra cosa. Se sentía atrapado. A pesar de que las cosas se habían vuelto peligrosas, Cal se sentía regocijado en su interior. Aquellos seres que lo atormentaban le habían confirmado la existencia del mundo que había vislumbrado; la Fuga. La urgencia de apartarse de ellos lo más rápidamente posible se apaciguaba con el deseo de seguirles el juego y la esperanza de que le dijeran algo lilas acerca de la visión que había presenciado.
—Puede ser que la haya visto —dijo.
—Nada de puede ser —replicó la mujer.
—Es todo tan confuso… —continuó Cal—. Recuerdo algo, pero no estoy muy seguro de qué era.
—¿No sabe usted lo que es la Fuga? —le preguntó Shadwell.
—¿Por qué iba a saberlo? —repuso la mujer—. Se topó con ella por pura casualidad.
—Pero la vio —dijo Shadwell.
—Muchos Cucos tienen algo de visión, pero ello no quiere decir que comprendan. Este hombre se siente perdido, como todos ellos.
A Cal le ofendió el aire de superioridad de la mujer, aunque en lo esencial tuviera razón. Perdido lo estaba.
—Lo que usted tuvo ocasión de ver no es asunto suyo —continuó diciendo la mujer—. Sólo indíquenos dónde ha puesto la alfombra y luego olvídese hasta de que alguna vez le puso los ojos encima.
—Yo no tengo la alfombra —dijo Cal.
El rostro entero de la mujer pareció oscurecerse; las pupilas de aquellos ojos parecían luces que eclipsasen apenas cierta luz apocalíptica.
Procedentes del rellano, Cal volvió a oír los ruidos de carreras precipitadas que antes había tomado por ratas. Ahora ya no estaba tan seguro.
—No me mostraré amable con usted durante mucho tiempo más —le dijo ella—. Es usted un ladrón.
—No… —protestó Cal.
—Sí. Vino usted aquí para saquear la casa de una anciana y casualmente vislumbró algo que no debía.
—No tendríamos que perder el tiempo de esta manera —apuntó Shadwell.
Cal había empezado a lamentar ya la decisión que había tomado de seguirle el juego a aquella pareja. Debía haber escapado mientras aún disfrutaba de alguna oportunidad. El ruido procedente del otro lado de la puerta se iba haciendo más fuerte.
—¿Oye eso? —le preguntó la mujer—. Son algunos de los bastardos de mi hermana. Sus hijos ilegítimos.
—Son asquerosos —dijo Shadwell.
Podía creérselo.
—Una vez más —le dijo ella—. La alfombra.
Y una vez más Cal le dio la misma respuesta.
—No la tengo.
En esta ocasión sus palabras fueron más de súplica que de defensa.
—Entonces tendremos que obligarlo a usted a decírnoslo —le indicó la mujer.
—Ten cuidado, Immacolata —le advirtió Shadwell.
Si la mujer lo oyó, no se inmutó lo más mínimo por aquella advertencia. Suavemente, comenzó a frotarse los dedos corazón y anular de la mano derecha contra la palma de la izquierda, y ante aquella casi silenciosa llamada los hijos de su hermana acudieron corriendo.