III.
¿QUIÉN HA MOVIDO EL SUELO?

Los pájaros no interrumpieron aquellos vuelos en espiral sobre la ciudad al aproximarse Cal. Por uno que se alejaba volando, había otros tres o cuatro que llegaban en grupo.

El fenómeno no había pasado desapercibido. La gente se detenía en las aceras y en los umbrales de las casas, protegiéndose los ojos con la mano del resplandor del cielo, y miraba fijamente hacia lo alto. Por todas partes se aventuraban opiniones respecto al motivo que había producido aquella congregación de aves. Cal no se detuvo a ofrecer la suya, sino que se abrió paso entre el laberinto de calles; de vez en cuando se vio obligado a volver atrás y buscar un nuevo camino, pero consiguió irse acercando gradualmente al centro de todo aquello.

Y ahora, al aproximarse, se hizo evidente que su primera teoría no había sido acertada. Aquellos pájaros no estaban comiendo. No se veían lanzamientos en picado ni había disputas por una miga, ni ninguna otra señal en el aire de insectos que pudiera haber atraído a tan numeroso grupo. Los pájaros se limitaban a describir círculos. Algunos de las especies más pequeñas, gorriones y pardales, se habían cansado de volar y se alineaban ahora en los tejados y vallas, dejando que sus congéneres más grandes —cornejas negras, urracas, gaviotas— ocuparan las alturas. Tampoco había allí escasez de pichones; toda aquella salvaje variedad se ladeaba y giraba en bandas de cincuenta ejemplares o más, cuyas sombras describían rizos sobre los tejados. Había también aves domésticas, sin duda fugitivos como 33. Canarios y periquitos: pájaros alejados del mijo y las campanillas habituales por la misma fuerza que había convocado allí a los demás, cualquiera que fuese. Para estos pájaros estar allí era algo realmente suicida. Aunque sus momentáneos compañeros se hallaban demasiado excitados por el ritual como para fijarse en los caprichos domésticos que había entre ellos, no se mostrarían tan indiferentes cuando el encantamiento que les hacía volar en círculo ya no les afectase. Se comportarían de forma cruel y rápida. Caerían sobre los canarios y los periquitos y les sacarían los ojos a picotazos, matándolos por el crimen de ser animales domésticos.

Pero por ahora el parlamento se hallaba en paz. Se remontaba en el aire, cada vez más alto, siempre más alto, llenando el cielo de movimiento.

El hecho de perseguir aquel espectáculo había llevado a Cal hasta una parte de la ciudad que raramente solía visitar. Allí las sencillas casas cuadradas de propiedad municipal daban paso a una abandonada y misteriosa tierra de nadie en cuyas calles las casas de tres pisos que en otro tiempo habían sido buenas se alzaban todavía en pie, inexplicablemente a salvo de la excavadora; estaban rodeadas de zonas que habían sido niveladas en espera de una época de mayor prosperidad que nunca había llegado; islas en un mar de polvo.

Era una de aquellas calles —calle Rue, decía el letrero— lo que parecía constituir el punto sobre el cual las bandadas de pájaros se concentraban. Allí los grupos de aves exhaustas eran más numerosos que en ninguna otra de las calles adyacentes; lanzaban inquietos sus cantos y se limpiaban las plumas con el pico sobre los aleros, las cimas de las chimeneas y las antenas de televisión.

Cal escudriñaba por igual cielo y tejados mientras recorría la calle Rue. Y allí —una oportunidad entre mil— divisó a su pájaro. Una paloma solitaria que dividía en dos una nube de gorriones. Muchos años de vigilar el cielo esperando palomas que volvían de las competiciones le habían proporcionado a Cal una vista de águila; era capaz de reconocer un pájaro determinado por una docena de peculiaridades en su forma de volar. Había encontrado a 33; no había duda alguna.

Pero mientras lo miraba, el pájaro desapareció detrás de los tejados de la calle Rue.

Cal emprendió de nuevo la persecución, y en mitad de la calle encontró un estrecho callejón que se abría paso entre las casas adosadas y conducía a otro callejón mayor que a su vez recorría la parte trasera de la fila de casas. No estaba bien cuidado. Se veían por todas partes pilas de desperdicios caseros que se habían ido amontonando en toda la longitud del callejón; y cubos de basura volcados cuyo contenido se hallaba desparramado por todas partes.

Pero a veinte metros de donde él se encontraba de pie había gente trabajando. Dos hombres de una empresa de mudanzas estaban transportando un sillón para sacarlo del patio trasero de una de las casas, mientras un tercero miraba fijamente los pájaros. Varios cientos de aves se hallaban reunidas en las tapias del patio, en el alféizar de las ventanas y en las barandillas. Cal se puso a deambular sin rumbo fijo por el callejón para ver si distinguía alguna paloma entre aquella gran asamblea de pájaros. Encontró una docena o más en medio de la multitud, pero no el que él buscaba.

—¿A usted qué le parece?

Había llegado a unos diez metros de distancia de los hombres de las mudanzas, y uno de ellos, el holgazán que no trabajaba, era quien le dirigía aquella pregunta.

—No lo sé —le respondió Cal honestamente.

—Puede que vayan a emigrar —dijo el más joven de los dos que acarreaban el sillón al tiempo que dejaba caer la mitad de la carga que llevaba y miraba fijamente hacia el cielo.

—No seas idiota, Shane —dijo el otro hombre, un antillano. Llevaba el nombre, Gideon, escrito de modo llamativo en la espalda del mono de trabajo—. ¿Por qué iban a emigrar en mitad de este jodido verano?

—Demasiado calor —fue la respuesta del holgazán—. Eso es lo que pasa. Demasiado de este puñetero calor. Se les están cociendo los sesos ahí arriba.

Gideon había dejado ya en el suelo la mitad del sillón que le tocaba levantar y se había apoyado en la tapia del patio trasero; aplicaba una llama al cigarrillo a medio consumir que había pescado del bolsillo superior.

—No estaría mal, ¿verdad? —reflexionó—. Ser un pájaro. Ir de un lado a otro durante toda la primavera y luego largarse al sur de Francia en cuanto uno sienta el menor escalofrío en las pelotas.

—No viven mucho tiempo —apuntó Cal.

—¿No? —dijo Gideon aspirando el humo del cigarrillo. Luego se encogió de hombros—. Breve y agradable —sentenció—. Eso me vendría bien a mí.

Shane se estiró de la media docena de pelos rubios que se suponía eran el bigote.

—Usted entiende de pájaros, ¿verdad? —le dijo a Cal.

—Sólo de palomas.

—¿Los hace participar en competiciones?

—De vez en cuando…

—Mi cuñado cría perros lebreles —dijo el tercer hombre, el holgazán. Miró a Cal como si aquella coincidencia rayase en lo milagroso y fuera a ser motivo para horas de debate.

Pero lo único que a Cal se le ocurrió decir fue:

—Perros.

—Eso es —dijo el otro hombre, encantado de estar de acuerdo sobre el tema—. Tiene cinco. Sólo se murió uno.

—Lástima —dijo Cal.

—No crea. El puñetero estaba ciego de un ojo y con el otro no veía.

El hombre se echó a reír a carcajadas ante tal ocurrencia, que de pronto había hecho que la conversación se detuviera en seco. Cal dirigió de nuevo su atención a los pájaros y sonrió al ver —allá en el alféizar de la ventana superior de la casa— a su pájaro.

—Ya lo veo —dijo.

Gideon siguió la dirección de la mirada de Cal.

—¿Qué es lo que ve?

—Mi paloma. Se me ha escapado. —Cal señaló con el dedo—. Allí, en medio del alféizar. ¿La ve?

Ahora los tres se pusieron a mirar.

—¿Tiene algún valor? —preguntó el holgazán.

—Siempre estás igual, Bazo —comentó Shane.

—Sólo era una pregunta —repuso Bazo.

—Ha ganado varios premios —dijo Cal con cierto orgullo. Tenía los ojos clavados en 33, pero el pichón no daba muestras de querer volar; se limitaba a arreglarse las plumas y de vez en cuando volvía hacia el cielo un ojo parecido a una gota brillante—. Quédate ahí… —le dijo Cal al pájaro en voz baja—… no te muevas. —Luego se volvió hacia Gideon—. ¿Les importa que entre en la casa? Es para intentar cogerlo.

—Como guste. A la vieja que tenía la casa se la han llevado al hospital. Y nosotros nos llevamos los muebles para pagar las facturas que ha dejado.

Cal se metió en el patio, franqueando todos los objetos curiosos que el trío había amontonado allí, y entró en la casa. Aquel lugar por dentro era un cúmulo de escombros. Si la inquilina había poseído alguna vez algo valioso se lo habían llevado hacía mucho tiempo. Los pocos cuadros que aún se hallaban colgados carecían de valor; los muebles eran viejos, pero no lo suficientemente antiguos como para volver a estar de moda; las alfombras, cojines y cortinas tenían tantos años que sólo servían para que las quemasen. Las paredes y techos estaban manchados por el humo, acumulado durante muchos años, procedentes de las velas que, con estalactitas de cera amarilla colgando de ellas, descansaban en todos los estantes y repisas.

Se aventuró a través de un laberinto de habitaciones oscuras y estrechas y fue a dar al pasillo. Allí la escena era igualmente descorazonadora. Linóleo marrón, arrugado y roto, y por todas partes aquel olor penetrante a cerrado, a polvo y a podredumbre en avanzado estado. Dondequiera que estuviese, la vieja se encontraría bien fuera de aquel miserable lugar, pensó Cal; mejor si estaba en el hospital, donde por lo menos las sábanas estarían secas.

Empezó a subir por las escaleras. Era una sensación curiosa, subir y adentrarse en las tinieblas del piso de arriba, viendo cada vez menos a medida que ascendía por los escalones y oyendo el sonido de los pájaros que correteaban por encima del tejado de pizarra, por encima de la cabeza; y más allá los gritos apagados de algunas gaviotas y cuervos. Aunque sin duda aquello no eran más que ilusiones suyas, le parecía oír los chillidos en círculo, como si fuera precisamente aquel lugar el mismísimo centro de la atención de las aves. Una imagen le vino a la mente, la de una fotografía del National Geographic. Un estudio de las estrellas, filmado con una cámara lenta, en donde las luces, de tamaño semejante a una cabeza de alfiler, describían círculos a medida que se movían, o ésa era la impresión que daban, y cruzaban el cielo con la Estrella Polar, el Clavo de los Cielos, firme en el centro de todas ellas.

Aquel sonido giratorio y la imagen que evocaba empezaron a marearlo. Se sintió de pronto débil, incluso asustado.

Aquél no era momento para cierto tipo de fragilidades, se reprendió a sí mismo. Tenía que recuperar el pájaro antes de que éste echase a volar de nuevo. Reemprendió la marcha. En lo alto de las escaleras maniobró para pasar junto a varios muebles del dormitorio y abrió una de las varias puertas que tenía ante sí. La habitación que había elegido era adyacente a aquélla en cuyo alféizar se encontraba 33. El sol entraba a raudales por la ventana desprovista de cortinas; el calor rancio hizo que a Cal le brotara el sudor en la frente. Habían sacado todos los muebles de la habitación; lo único que hacía pensar que alguna vez había estado ocupada era un calendario del año 1961. En él se veía la foto de un león, con la cabeza lanosa y monolítica tendida sobre las grandes zarpas y la mirada contemplativa, situado bajo un árbol.

Cal salió de nuevo al rellano; eligió otra habitación y esta vez fue a dar con la habitación adecuada. Allí, detrás del mugriento vidrio, estaba el pichón.

Ahora todo era cuestión de táctica. Tenía que tener cuidado de no espantar a la paloma. Se aproximó con cautela a la ventana. En el alféizar inundado de sol, 33 ladeó la cabeza y parpadeó, pero no hizo movimiento alguno. Cal contuvo la respiración y colocó las manos sobre el marco de la ventana para abrirla, pero no hubo manera de moverla. Un rápido examen le hizo ver por qué. El marco había sido sellado hacía años con una docena o más de clavos hundidos profundamente en la madera. Una forma primitiva de prevenir el crimen, pero sin duda tranquilizadora para una anciana que vivía sola.

Desde el patio, allá abajo, oyó la voz de Gideon. Al asomarse a mirar hacia abajo, alcanzó justo a ver el trío que arrastraba una gran alfombra enrollada y la sacaba de la casa. Gideon daba órdenes en un incesante torrente de palabras.

—A la izquierda, Bazo. ¡A la izquierda! ¿No sabes cuál es tu izquierda?

—Estoy yendo hacia la izquierda.

—No a tu izquierda, idiota. A mi izquierda.

El pájaro, que seguía en el alféizar, no se inmutaba con todo aquel alboroto. Parecía muy feliz en el lugar donde se había posado.

Cal volvió a bajar las escaleras decidiendo mientras lo hacía que la única opción que le quedaba era trepar por la tapia del patio y ver si desde allí era capaz de convencer al pichón para que bajase. Se maldijo a sí mismo por no habérsele ocurrido llevar un puñado de grano en el bolsillo. Tendría que conformarse con hacerle algunos arrumacos y susurrarle palabras dulces.

Cuando volvió a salir al calor del patio, los hombres de las mudanzas se las habían arreglado con éxito para maniobrar hasta sacar la alfombra de la casa, y estaban tomándose un descanso después de tanto esfuerzo.

—¿No ha habido suerte? —le preguntó Shane a Cal al verle salir.

—No hay forma de abrir la ventana. Tendré que intentarlo desde aquí abajo.

Captó una mirada desaprobadora de Bazo.

—Desde aquí nunca logrará usted llegar hasta ese animal —le dijo el hombre al tiempo que se rascaba la barriga, producto de la cerveza, una franja de la cual brillaba al aire entre la camiseta y el cinturón.

—Probaré desde la tapia —dijo Cal.

—Tenga cuidado… —le advirtió Gideon.

—Gracias.

—Podría usted romperse la espalda…

Usando los huecos que había en el desconchado mortero de la pared a modo de soportes para los pies, Cal se dio impulso y se subió a la tapia de más de dos metros de altura que separaba el patio del vecino.

El sol le daba calor en el cuello y en lo alto de la cabeza, y volvió a sentir parte del vértigo que había experimentado al subir las escaleras. Se puso a horcajadas sobre la tapia, como si fuera un caballo, hasta que consiguió acostumbrarse a la altura. Aunque el punto de apoyo tenía la anchura de un ladrillo, por lo que ofrecía un espacio para caminar lo suficientemente amplio, las alturas y Cal nunca habían sido buenos compañeros.

—Parece como si hubiera sido un bonito trabajo —dijo Gideon desde el patio. Cal echó una rápida mirada hacia abajo y vio que el antillano se encontraba en cuclillas junto a la alfombra, a la que había desenrollado lo bastante como para que quedara a la vista una cenefa laboriosamente tejida.

Bazo se acercó perezosamente hasta el lugar donde Gideon se hallaba agachado, y se puso a examinar la alfombra. Se estaba quedando calvo, según pudo observar Cal, aunque llevaba el cabello escrupulosamente colocado con fijador para disimular la calvicie.

—Lástima que no esté en mejor estado.

—Sujeta los cabos —le dijo Bazo—. Vamos a mirarla mejor.

Cal volvió a poner la atención en el problema de mantener el equilibrio. Por lo menos la alfombra desviaría la atención de su público durante unos momentos; ojalá fuera el tiempo suficiente, rogó, para poder ponerse en pie. No corría ni un soplo de aire que aliviase la furia del sol; podía notar el sudor chorreándole por el torso y pegándole la ropa interior a las nalgas. Con mucho tiento empezó a ponerse de pie, levantando una pierna hasta ponerse de rodillas sobre la tapia mientras se agarraba a los ladrillos como un desesperado.

Desde abajo llegaron murmullos de aprobación al exponerse a la luz una parte mayor de la alfombra.

—Mirad qué trabajo —dijo Gideon.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó Bazo bajando la voz.

—No lo sabré hasta que me lo digas —fue la respuesta de Gideon.

—¿Y si se lo llevamos a Gilchrist? A lo mejor nos da una buena pasta por esto.

—El jefe se dará cuenta de que falta —protestó Shane.

—Hablad más bajo —les dijo Bazo recordándoles quedamente a sus compañeros la presencia de Cal. En realidad Cal se encontraba demasiado atareado con aquella inepta actuación suya sobre la cuerda floja como para prestarle atención a aquel robo de poca monta. Por fin había logrado poner la suela de los zapatos en lo alto de la tapia, y estaba a punto de intentar ponerse en pie.

En el patio, la conversación continuaba.

—Cógela por el otro extremo Shane. Vamos a echarle una ojeada a la alfombra entera…

—¿Crees que será persa?

—No tengo ni puñetera idea.

Muy lentamente, Cal consiguió ponerse en pie del todo; mantenía los brazos extendidos formando un ángulo de noventa grados respecto al cuerpo. Sintiéndose todo lo estable que podía llegar a sentirse, aventuró una rápida mirada hacia el alféizar de la ventana. El pájaro seguía allí.

Desde abajo oyó el sonido que producía la alfombra mientras la desenrollaban más y los gruñidos de los hombres, salpicados de palabras de admiración.

Procurando lo mejor que pudo ignorar la presencia de éstos, dio un titubeante primer paso sobre la tapia.

—Eh, oye… —le murmuró al pájaro fugitivo—. ¿Te acuerdas de mí? —33 no se dio por aludido. Cal aventuró un tembloroso segundo paso, y luego un tercero; empezaba a sentirse más confiado. Ahora ya le iba cogiendo el truco a eso de mantener el equilibrio—. Anda, baja —dijo intentando camelárselo, como un prosaico Romeo. Por fin el pichón pareció reconocer la voz de su dueño, e inclinó la cabeza en dirección a Cal—. Eh, muchacho, ven aquí… —le dijo Cal levantando las manos a modo de tanteo hacia la ventana al tiempo que se arriesgaba a dar otro paso.

Y en aquel instante o bien el pie le resbaló o el ladrillo cedió bajo el talón. Cal se oyó a sí mismo soltar un grito de alarma, que hizo que el pánico cundiera entre los pájaros que estaban alineados en el alféizar. Levantaron el vuelo y huyeron, aleteando en un aplauso irónico, mientras él se debatía intentando mantener el equilibrio sobre la tapia. Dirigió una mirada de pánico primero hacia los pies, luego hacia el patio que estaba debajo.

No, hacia el patio no; eso había desaparecido. Era la alfombra lo único que veía. Había sido desenrollada por completo, y ocupaba el patio de tapia a tapia.

Lo que sucedió a continuación sólo duró unos segundos, pero o bien la mente se le estaba iluminando rápidamente o al parecer los instantes hacían novillos, porque Cal parecía tener todo el tiempo que le fuese preciso…

Tiempo para apreciar lo asombrosamente intrincado del dibujo extendido bajo él; una sobrecogedora proliferación de detalles exquisitamente ejecutados. El tiempo le había quitado viveza a los colores del tejido, suavizando el bermellón hasta convertirlo en rosa y el cobalto en azul pastel, y aquí la alfombra se veía deshilachada; pero a pesar de todo desde donde Cal se balanceaba el efecto seguía siendo abrumador.

Cada centímetro de alfombra estaba trabajada con bellos motivos. Incluso la cenefa rebosaba de dibujos, cada uno sutilmente diferente de los de alrededor. El efecto no resultaba recargado; todos los detalles se aparecían con claridad ante los complacidos ojos de Cal. En cierto lugar una docena de motivos se congregaban formando un grupo; en otro permanecían separados, como hermanos rivales. Unos estaban situados a lo largo de la cenefa; otros se desperdigaban por la zona principal, como si estuvieran ansiosos por reunirse con el enjambre numerosísimo que proliferaba por doquier.

En el mismo centro había cintas de colores que formaban arabescos sobre un fondo de provocativos colores verde y marrón, formas que eran pura abstracción —brillantes garabatos sacados del diario de algún salvaje— y que se codeaban con una flora y una fauna estilizadas. Pero esta complejidad palidecía al lado de la parte central de la alfombra: un enorme medallón de colores tan variados como un jardín en verano, dentro del cual cien sutiles geometrías habían sido sabiamente entretejidas, de tal manera que el ojo podía leer cada dibujo como una flor, teorema, orden o remolino, y hallar cada elección repetida, tal que un eco, en algún otro lugar del grandioso diseño.

Cal vio todo aquello de un solo y prodigioso vistazo. A la segunda mirada la visión que se extendía ante él empezó a cambiar.

Por el rabillo del ojo notó que el resto del mundo —el patio y los hombres que lo ocupaban, las casas, la tapia de la que él se había caído— se estaba apagando y dejando de existir. De pronto se encontró colgando en el aire; la alfombra se agrandaba por momentos bajo él y las gloriosas configuraciones de la misma le llenaban la cabeza.

El dibujo iba cambiando, por lo que pudo ver. Los motivos parecían inquietos, temblaban como si quisieran escaparse, y los colores se fundían unos con otros, de modo que de aquel matrimonio de tintes surgían nuevas formas.

Por inverosímil que pareciera, la alfombra estaba cobrando vida.

Un paisaje —o más bien una confusión de paisajes colocados juntos en fabuloso desorden— empezaba a emerger de la urdimbre y de la trama. ¿No era una montaña aquello que Cal veía debajo suyo, una montaña cuya cima se abría paso hacia lo alto a través de una nube de color? ¿Y no era aquello otro un río? ¿Y acaso no se oía el rumor que producía el agua al caer en blancos torrentes en un barranco ensombrecido?

Había un mundo bajo él.

Y de pronto Cal era un pájaro, un pájaro sin alas que revoloteó durante un instante sin aliento sobre un viento balsámico y dulcemente perfumado, único testigo del milagro que dormía allá abajo.

A cada latido del corazón había algo más que Cal captaba con la mirada.

Un lago con miríadas de islas salpicando las plácidas aguas, como ballenas que se abrieran paso. Una colcha moteada de campos, con las hierbas y granos barridos por las mismas oleadas de aire que lo mantenían a él en alto. Bosques de terciopelo que trepaban arrastrándose por la lisa ladera de una colina, en cuyo pináculo se erguía una atalaya con paredes blancas bañadas por el sol y sombra de las nubes.

Había también otras señales de vida, aunque no se veía el menor rastro de gente propiamente dicha. Un racimo de viviendas que abrazaban el recodo de un río; varias de ellas semejantes a escarabajos, situadas a lo largo del borde de un precipicio desafiando la gravedad. Y había también una ciudad, pesadilla de un urbanista, que yacía con la mitad de las calles formando una serpentina desesperada y la otra mitad a base de callejones sin salida.

Cal notó que la misma desenfadada indiferencia por la organización se hacía evidente por doquier. Zonas moderadas y zonas sin ninguna moderación, zonas fructíferas y zonas áridas se entremezclaban desafiando todas las leyes geológicas y climáticas, como si aquello fuese obra de un Dios poseído por el espíritu de la contradicción.

Qué estupendo seria poder caminar por allí, pensó Cal, por toda aquella variedad comprimida en tan poco espacio, sin saber si a la vuelta de la siguiente esquina encontraría hielo o fuego. Tal complejidad estaba fuera del alcance del ingenio de un cartógrafo. Estar allí, en aquel mundo, sería vivir una perfecta aventura. Y en el centro de aquella región retoñante, quizá la visión más sobrecogedora de todas: una masa de color pizarra en forma de nube cuyas entrañas estaban en perpetuo movimiento espiral. Aquella visión le recordó los pájaros que daban vueltas en el aire por encima de la casa de la calle Rue, como un eco de esta otra rueda más grande.

Al pensar en ellos y en el lugar que había dejado atrás, Cal oyó unas voces, y en aquel momento el viento que había estado soplando hacia arriba desde el mundo de abajo, manteniéndolo a él en alto, desfalleció.

Primero sintió el horror en el estómago y luego en las entrañas; iba a caer.

El tumultuoso sonido de los pájaros se hizo más fuerte, cacareando el placer que les proporcionaba la caída de Cal. Éste, el usurpador del elemento que ellos ocupaban, el que había robado un vislumbramiento de milagro, ahora iba a precipitarse hacia la muerte contra el mismo milagro.

Cal comenzó a gritar, pero la velocidad de la caída le robó el grito de la lengua. El aire le rugía en los oídos y le tiraba del pelo. Trató de extender los brazos para hacer el descenso más lento, pero el intento sólo sirvió para volverlo boca abajo una y otra vez, hasta que ya no fue capaz de distinguir la tierra del cielo. Había en esto algo de misericordia, pensó Cal débilmente. Por lo menos estaría ciego en el momento de la muerte. Sólo daría vueltas y más vueltas hasta que…

… el mundo desapareciera.

Cal cayó a través de una oscuridad no aliviada siquiera por las estrellas, mientras los pájaros seguían resonando a gran volumen en sus oídos, hasta que fue a chocar, con fuerza contra el suelo.

Dolía, y seguía doliéndole, lo cual le sorprendió, pues lo encontraba extraño. La inconsciencia, al menos eso había supuesto siempre, debería ser un estado indoloro. Y también insonoro. Pero había voces.

—Diga algo… —rugió una de las voces—. Aunque sólo sea adiós. —Luego se oyó una carcajada—. ¿Se ha roto usted algo? —quiso saber el hombre.

Cal abrió los ojos un poco más.

—Diga algo, hombre.

Cal levantó la cabeza unos centímetros y miró a su alrededor. Se encontraba tumbado en el patio, encima de la alfombra.

—¿Qué ha pasado?

—Se ha caído de la tapia —le informó Shane.

—Debió de perder pie —sugirió Gideon.

—Me he caído —dijo Cal mientras se incorporaba hasta quedar sentado. Sentía náuseas.

—No creo que se haya hecho mucho daño —le dijo Gideon—. Unos cuantos raspones, nada más.

Cal se miró, ratificando el comentario de aquel hombre; se había levantado la piel del brazo derecho desde la muñeca hasta el codo, y tenía muy dolorido el cuerpo en las zonas con las que había chocado contra el suelo; pero no eran dolores agudos. El único daño real lo había sufrido su dignidad, y eso rara vez resulta mortal.

Se puso en pie naciendo una mueca de dolor y dirigió los ojos al suelo. El tejido de la alfombra se estaba haciendo el mudo. No había ningún temblor revelador en las filas de dibujos, no parecía que ninguna señal de ocultas alturas y profundidades fuera a darse a conocer. Ni tampoco los otros daban muestras de haber visto nada milagroso. A todos los efectos y propósitos la alfombra que tenía debajo de los pies era sencillamente eso: una alfombra.

Se acercó cojeando hacia la tapia del patio al tiempo que dirigía un mudo agradecimiento a Gideon. Cuando ya salía al callejón, Bazo dijo:

—El pájaro ese se fue volando.

Cal se encogió ligeramente de hombros y luego continuó avanzando.

¿Qué era lo que acababa de experimentar? ¿Una alucinación ocasionada por el exceso de sol? ¿O por un desayuno demasiado escaso? Si era así, había resultado asombrosamente real. Miró a lo alto, hacia los pájaros que seguían volando en círculo por encima de su cabeza. Ellos también presentían que allí había algo funesto; por eso se habían congregado. O eso, o los pájaros y él estaban compartiendo el mismo espejismo.

De lo único, en suma, que podía estar seguro era de sus magulladuras. De eso y del hecho de que, a pesar de que no se encontraba a más de tres kilómetros de la casa de su padre, y en la ciudad en que había pasado la vida entera, sentía tanta nostalgia como un niño perdido.