Dos días después del entierro de Ron Williamson, yo estaba hojeando el New York Times cuando vi su nota necrológica. El titular —«Ronald Williamson, salvado del corredor de la muerte, muere a los 51 años»— ya llamaba la atención, pero la larga nota, escrita por Jim Dwyer, incluía todos los ingredientes de un reportaje mucho más largo. El periódico publicaba una espectacular imagen de Ron de pie en el tribunal el día que lo habían absuelto, mirando con expresión un tanto perpleja y aliviada y puede que hasta un poco complacida.
No sé por qué me había perdido la historia de su puesta en libertad en 1999 y jamás había oído hablar de Ron Williamson o Dennis Fritz.
Lo leí por segunda vez. Ni en mi momento más creativo habría podido inventarme una historia tan rica en matices y con tantos estratos. En cuestión de pocas horas hablé con sus hermanas Annette y Renee y, de repente, tuve un libro en mi cabeza.
La idea de escribir no ficción raras veces ha cruzado por mi mente —me divierto demasiado con las novelas— y no sabía en qué me estaba metiendo. El relato, la investigación y la redacción me llevaron los siguientes dieciocho meses. Me obligó a viajar varias veces a Ada; a visitar los juzgados, la cárcel y las cafeterías de la ciudad; el viejo corredor de la muerte y el nuevo en McAlester; Asher, donde pasé dos horas sentado en las gradas hablando de béisbol con Murl Bowen; la sede del Proyecto Inocencia en Nueva York; un café de Seminole donde almorcé con el juez Frank Seay; el Yankee Stadium; la cárcel de Lexington, donde conversé un buen rato con Tommy Ward; y Norman, mi base de operaciones, donde pasé horas y horas hablando de la historia con Mark Barrett. Conocí a Dennis Fritz en Kansas City y a Annette y Renee en Tulsa y, cuando pude convencer a Greg Wilhoit de que regresara a casa desde California, juntos efectuamos un recorrido por el Big Mac, donde él pudo ver su antigua celda por primera vez desde que la abandonara quince años atrás.
Con cada visita y cada conversación, la historia adquiría un nuevo sesgo. Habría podido llenar cinco mil páginas.
El viaje también me reveló el mundo de las condenas injustas, algo a lo que yo, ni siquiera cuando ejercía como abogado, había dedicado poco tiempo. No se trata de un problema específico de Oklahoma ni mucho menos. Las condenas injustas se producen cada mes en todos los estados del país y los motivos son muy variados, aunque siempre los mismos: mala actuación policial, resultados científicos no fiables, identificaciones defectuosas de testigos directos, malos abogados defensores, fiscales perezosos o arrogantes.
En las ciudades, el volumen de trabajo de los penalistas es ingente y a menudo da lugar a procedimientos y conductas muy poco profesionales. Y en las pequeñas localidades la policía no está muy bien preparada ni controlada. Los asesinatos y las violaciones siguen siendo hechos execrables y la gente pide justicia rápida. Los ciudadanos y los jurados confían en que las autoridades se comporten como es debido. Cuando no lo hacen, el resultado es Ron Williamson y Dennis Fritz.
Y Tommy Ward y Karl Fontenot. Ambos siguen cumpliendo una condena a cadena perpetua. Puede que Tommy salga algún día en régimen de libertad vigilada, pero, por culpa de una argucia procesal, Karl jamás podrá. No les puede salvar el ADN porque no existen pruebas biológicas. El asesino o los asesinos de Denice Haraway jamás serán encontrados, al menos no por la policía. Para más detalles sobre su historia, visitar www.wardandfontenot.com.
Mientras investigaba para este libro, me tropecé con dos cuestiones, ambas importantes para Ada. En 1983, un hombre llamado Calvin Lee Scott fue llevado a juicio en el condado de Pontotoc. La víctima era una joven viuda atacada en su cama mientras dormía y que, debido a que el violador le cubrió el rostro con una almohada, no pudo identificarlo. Un perito capilar del OSBI declaró que dos pelos de vello pubiano encontrados en la escena del crimen eran «microscópicamente compatibles» con las muestras de Calvin Lee Scott, el cual negó rotundamente cualquier participación en los hechos. El jurado opinó lo contrario y el hombre fue condenado a veinticinco años de prisión. Cumplió veinte y fue puesto en libertad. Estaba en la cárcel cuando las pruebas del ADN lo exculparon en 2003.
El caso había sido investigado por el detective Dennis Smith. Bill Peterson fue el fiscal de distrito.
También en 2001, el ex subjefe de policía Dennis Corvin se declaró culpable de los delitos federales de elaboración y distribución de metanfetamina y permaneció seis años suspendido de empleo. Corvin, como ustedes tal vez recordarán, había sido el policía de Ada mencionado por Glen Gore en su declaración jurada unos veinte años después de sus presuntos trapicheos con droga.
Ada es una agradable ciudad y la pregunta más obvia es: ¿cuándo harán limpieza los buenos chicos de allí?
Tal vez cuando se cansen de pagar indemnizaciones por acusaciones indebidas. Dos veces en los últimos dos años el municipio de Ada ha subido los impuestos de plusvalía para reponer los fondos de reserva utilizados para hacer frente a las demandas presentadas por Ron y Dennis. En un cruel insulto, dichos impuestos los pagan todos los propietarios de inmuebles, incluidos muchos miembros de la familia de Debbie Carter.
Resulta imposible calcular la suma total del dinero malgastado. El estado de Oklahoma se gasta unos cincuenta mil dólares al año por cada recluso. Dejando aparte los costes adicionales del corredor de la muerte y los tratamientos en distintos hospitales psiquiátricos del estado, la cuenta de Ron ascendió a unos seiscientos mil dólares. Y lo mismo cabe decir de Dennis. Si a ello se añaden las sumas que ambos recibieron por la demanda civil, los cálculos son muy fáciles. Se puede decir sin temor a exagerar que se despilfarraron varios millones de dólares por culpa de estos casos.
Estas sumas no incluyen los miles de horas dedicadas por los abogados que presentaron los recursos y que tan diligentemente trabajaron en favor de la puesta en libertad de ambos hombres, y tampoco el tiempo perdido por los fiscales para llevarlos a la cámara de la muerte. Todos los dólares gastados en acusarlos y defenderlos fueron sufragados por los contribuyentes.
Pero también hubo algunos ahorros. A Barney Ward se le pagó la exorbitante suma de 3600 dólares por defender a Ron y, tal como ustedes recordarán, el juez Jones rechazó la petición de Barney para la contratación de un experto que pudiera examinar las pruebas de la acusación. Greg Saunders cobró la misma suma, unos míseros 3600 dólares. A él también se le negó el acceso a un experto. Había que proteger a los contribuyentes.
El despilfarro económico fue, por consiguiente, muy desalentador, pero mucho más perjudicial fue el tributo humano que hubo que pagar. Está claro que los problemas mentales de Ron se agravaron como consecuencia de su injusta condena y, una vez alcanzada la libertad, ya jamás se recuperó. Casi ningún exculpado se recupera. Dennis Fritz ha tenido suerte. Tuvo el valor, la inteligencia y, finalmente, también el dinero necesario para rehacer su vida. Vive una próspera existencia absolutamente normal en Kansas City y el año pasado se convirtió en abuelo.
En cuanto a los demás personajes, Bill Peterson sigue siendo fiscal de distrito en Ada. Dos de sus ayudantes son Nancy Shew y Chris Ross. Uno de sus investigadores es Gary Rogers.
Dennis Smuli se retiró del Departamento de Policía de Ada en 1987 y murió de repente el 30 de junio de 2006. Barney Ward murió en el verano de 2005 mientras yo estaba escribiendo el libro y jamás tuve ocasión de entrevistarlo. El juez Ron Jones perdió el cargo en 1990 y abandonó la zona de Ada.
Glen Gore sigue alojado en el Módulo H de McAlester. En julio de 2005 el Tribunal Penal de Apelaciones anuló su condena y ordenó la celebración de un nuevo juicio. El tribunal decretó que Gore no había tenido un juicio imparcial porque el juez Landrith no permitió que su abogado presentara pruebas de que otros dos hombres ya habían sido condenados por ese asesinato.
El 21 de junio de 2006 Gore fue declarado nuevamente culpable. El jurado no alcanzó la unanimidad respecto a la pena de muerte, por cuyo motivo Landrith, de conformidad con la ley, condenó a Gore a cadena perpetua sin posibilidad de libertad vigilada.
Estoy en deuda con muchas personas que me ayudaron con este libro. Annette, Renee y sus familias me facilitaron pleno acceso a todos los aspectos de la vida de Ron. Mark Barrett dedicó innumerables horas a acompañarme por Oklahoma, contándome historias que al principio me resultaban muy difíciles de creer, así como localizando testigos, desempolvando viejos archivos y echando mano de su amplia red de contactos. Su ayudante Melissa Harris copió un millón de documentos y lo mantuvo todo en meticuloso orden.
Dennis Fritz volvió a vivir su dolorosa historia con extraordinario entusiasmo y contestó a todas mis preguntas. Lo mismo cabe decir de Greg Wilhoit.
Brenda Tollett del Ada Evening News rebuscó entre los archivos y encontró milagrosamente ejemplares en los que se relataban con lujo de detalles ambos asesinatos. Ann Kelley Weaver, que ahora trabaja en The Oklahoman, recordó muchas de las historias que rodearon las absoluciones.
Al principio, el juez Frank Seay se mostró reacio a hablar de uno de sus casos. Sigue ateniéndose a la anticuada idea de que a los jueces se les debe oír pero no ver, aunque al final accedió a hacerlo. En el transcurso de una de nuestras conversaciones telefónicas le insinué que su actuación había sido «heroica», una calificación que él rechazó de plano. Mis afirmaciones fueron desestimadas desde dos mil kilómetros de distancia. Vicky Hildebrand sigue trabajando con él y recuerda con toda claridad cuándo leyó por primera vez la petición de habeas corpus de Ron.
Jim Payne se ha convertido en juez federal y, aunque se mostró dispuesto a colaborar, no mostró el menor interés en atribuirse el mérito de la salvación de la vida de Ron. Pero es un héroe. Su cuidadosa lectura del sumario de Janet Chesley, en casa y a deshoras, le suscitó la suficiente preocupación como para ponerse en contacto con el juez Seay y recomendarle una suspensión in extremis de la ejecución.
A pesar de que entró en el último capítulo de esta historia, el juez Tom Landrith disfrutó del singular placer de presidir la vista de la absolución en abril de 1999. Visitarlo en su despacho de la audiencia de Ada era siempre un placer. Las historias, muchas de ellas probablemente ciertas, fluían con toda soltura.
Barry Scheck y los guerreros del Proyecto Inocencia se mostraron extremadamente abiertos y disponibles. En el momento en que escribo, han conseguido la libertad de presos mediante las pruebas del ADN y han contribuido a la creación de otros proyectos Inocencia en todo el país. Para mayor información, visitar www.innocenceproject.org.
Tommy Ward pasó tres años y nueve meses en el corredor de la muerte, en la vieja Cellhouse F, antes de ser enviado permanentemente a prisión en Lexington. Intercambiamos muchas cartas. Algunas de las historias se referían a Ron y él me autorizó a utilizarlas en estas páginas.
En cuanto a su pesadilla, me basé sobre todo en The Dreams of Ada (Los sueños de Ada) de Robert Mayer. Es un libro fascinante, un extraordinario recordatorio de lo interesante que puede resultar el hecho de escribir acerca de delitos auténticos. El señor Mayer se mostró absolutamente dispuesto a colaborar en el transcurso de mis investigaciones.
Gracias a los abogados y al equipo de la Oficina para la Defensa de Insolventes de Oklahoma: Janet Chesley, Bill Luker y Kim Marks. Y a Bruce Leba, Murl Bowen, Christy Shepherd, Leslie Delk, el doctor Keith Hume, Nancy Vollersten, la doctora Susan Sharp, Michael Salem, Gail Seward, Lee Mann, David Morris y Bert Colley. John Sherman, alumno de tercero de derecho en la Universidad de Virginia, se pasó un año y medio hundido en las cajas de documentos que conseguimos reunir para la investigación y logró mantenerlo todo en su sitio.
Me fue posible utilizar gran cantidad de declaraciones juradas de casi todas las personas relacionadas con esta historia. Algunas entrevistas no fueron necesarias. Otras no se me concedieron. Sólo se han modificado los nombres de las presuntas víctimas de las violaciones.
John Grisham
1 de julio de 2006