Los dolores estomacales empezaron a principios de otoño de 2004. Ron se notaba como hinchado y se sentía incómodo tanto tumbado como sentado. El hecho de caminar lo aliviaba un poco, pero el dolor iba en aumento. Siempre estaba cansado y tenía insomnio. Vagaba por los pasillos de su más reciente residencia a todas horas del día y la noche, tratando de encontrar alivio a la presión que sentía alrededor del estómago.
Annette se encontraba a dos horas de carretera y llevaba un mes sin verlo, aunque había escuchado sus quejas por teléfono. Cuando fue a recogerlo para acompañarlo al dentista, se asustó al ver su prominente vientre. «Parecía embarazado de diez meses», comentaría. Se olvidaron del dentista y fueron directamente a las urgencias de un hospital de Seminole. Desde allí los enviaron a un hospital de Tulsa donde, al día siguiente, a Ron le diagnosticaron cirrosis de hígado. Inoperable, intratable y sin posibilidad de trasplante. Fue otra sentencia de muerte, y por cierto muy dolorosa. Un pronóstico optimista le daba seis meses de vida.
Había vivido cincuenta y un años, catorce de ellos entre rejas sin ninguna ocasión de beber. Desde su puesta en libertad cinco años atrás, le había dado a la botella, por supuesto, pero también hubo largos períodos de abstinencia en cuyo transcurso había luchado contra el alcoholismo.
La cirrosis parecía demasiado prematura. Annette formuló las preguntas más duras y las respuestas no fueron nada fáciles. Aparte de todo el alcohol, había también una pequeña historia de abuso de droga, aunque muy poco desde su puesta en libertad. Una probable causa era el historial de sus medicaciones. Durante la mitad de su vida había consumido, en distintos períodos y en cantidades variables, elevadas dosis de fuertes fármacos psicotrópicos.
Puede que ya de entrada tuviera un hígado muy débil. Ahora ya no importaba. Una vez más, Annette llamó a Renee para comunicarle una noticia muy difícil de asimilar.
Los médicos le drenaron varios litros de líquido y le pidieron a Annette que le buscara otro sitio. Lo rechazaron en varios centros hasta que finalmente fue admitido en la residencia Broken Arrow. Las enfermeras y el personal lo acogieron como si fuera un viejo miembro de la familia.
Annette y Renee no tardaron en comprender que seis meses era un pronóstico muy poco realista. Ron se fue apagando rápidamente. Salvo la región abdominal tremendamente hinchada, el resto de su cuerpo se encogió y marchitó. No tenía apetito y, al final, dejó de comer y beber. A medida que el hígado dejaba de funcionar, el dolor se hizo insoportable. Nunca se sentía a gusto y pasaba horas paseándose lentamente por la habitación y los pasillos de la residencia.
La familia permanecía a su lado el mayor tiempo posible. Annette estaba más cerca, pero Renee, Gary y sus hijos vivían en las afueras de Dallas. Hacían el viaje de cinco horas por carretera siempre que podían.
Mark Barrett lo visitó varias veces. Era un abogado muy ocupado, pero en su agenda personal Ron tenía preferencia. Ambos hablaban de la muerte y la vida en el más allá, de Dios y sus promesas de salvación expresadas por Jesucristo. Ron se enfrentaba a la muerte con serenidad. Era algo que deseaba desde hacía muchos años. No sentía amargura. Lamentaba muchas de las cosas que había hecho, los errores cometidos, el dolor que había causado, pero había pedido perdón a Dios con toda sinceridad y éste le había sido otorgado.
No guardaba rencor a nadie, aunque Bill Peterson y Ricky Joe Simmons estuvieron en su mente casi hasta el final. Pero también acabó perdonándolos.
En la siguiente visita, Mark sacó el tema de la música y Ron habló horas de su nueva carrera y de lo bien que se lo iba a pasar cuando saliera de la residencia.
Annette le llevó su guitarra, pero él, al ver que le costaba mucho tocar, pidió a su hermana que le cantara sus himnos preferidos. Su última actuación tuvo lugar en la residencia, durante una sesión de karaoke. Sacó fuerzas de flaqueza para cantar. Las enfermeras y muchos pacientes conocían su historia y lo animaron a seguir cantando. Después, con la música grabada sonando en segundo plano, bailó con sus dos hermanas.
A diferencia de casi todos los pacientes que disponen de tiempo para pensar, Ron no pidió la presencia de un pastor que le sostuviera la mano y escuchara sus últimas plegarias y confesiones. Conocía las Sagradas Escrituras tan bien como cualquier predicador. Su creencia en el evangelio era muy profunda. Puede que se hubiera apartado de él más que la mayoría, pero ahora estaba arrepentido y sabía que había sido perdonado.
Estaba preparado.
Hubo momentos de alegría en sus cinco años de libertad, pero, en general, todo había sido más bien desagradable. Se había mudado diecisiete veces de casa y había demostrado en varias ocasiones que no podía vivir por su cuenta. ¿Qué futuro le quedaba? Era una carga para Annette y Renee. Había sido una carga para todo el mundo durante buena parte de su vida, y ya estaba cansado.
Desde su pasaje por el corredor de la muerte, le había dicho muchas veces a Annette que ojalá no hubiera nacido y que anhelaba morir de una vez. Se avergonzaba del sufrimiento que había causado, sobre todo a sus padres, y quería reunirse con ellos, pedirles perdón y estar a su lado para siempre. Poco después de su puesta en libertad, un día ella lo había encontrado en la cocina mirando por la ventana como presa de un trance. Él le tomó la mano y dijo: «Reza conmigo, Annette. Pídele al Señor que me lleve a su morada ahora mismo».
Fue una plegaria que ella no pudo seguir.
Cuando llegó Greg Wilhoit para las fiestas de Acción de Gracias, pasó diez días seguidos con Ronnie. Aunque éste se apagaba con rapidez, fuertemente sedado con morfina, ambos hablaron largamente sobre la horrible vida en el Corredor, que ahora era para ellos un motivo de tardía diversión.
En noviembre de 2004, Oklahoma estaba ejecutando a condenados a ritmo acelerado, entre ellos a muchos de sus antiguos compañeros. Ron sabía que algunos de ellos estarían en el Cielo cuando él llegara. La mayoría no.
Le dijo a Greg que había visto lo mejor y lo peor de la vida. Ya no había nada que le apeteciera ver y estaba preparado para irse.
—Estaba completamente en paz con el Señor —diría Greg—. No le tenía miedo a la muerte. Quería simplemente terminar de una vez.
Cuando Greg le dijo el último adiós, Ron estaba prácticamente inconsciente. La morfina se utilizaba con liberalidad y el final no tardaría más de unos días.
La rápida muerte de Ron sorprendió a muchos de sus amigos. Dennis pasó por Tulsa, pero no consiguió localizar la residencia. Tenía previsto regresar muy pronto para hacerle una visita, pero no le dio tiempo. Bruce Leba estaba trabajando fuera del estado y había perdido momentáneamente el contacto.
Casi en el último momento, Barry Scheck le hizo una «visita» por teléfono. Dan Clark, un investigador que había trabajado en la demanda civil, montó un speakerphone, y la voz de Barry resonó por toda la estancia. Fue una conversación de una sola dirección; Ron estaba severamente medicado y casi muerto. Barry le prometió que iría a verle para ponerse al día de los cotilleos y demás. Le arrancó una sonrisa a Ron y una carcajada a los demás al decir:
—Y descuida, Ronnie, si tú no llegas a tiempo, te prometo que al final trincaremos a Ricky Joe Simmons.
Cuando terminaron las visitas, convocaron a la familia.
Tres años atrás, Taryn Simon, una conocida fotógrafa, había viajado por todo el país retratando exculpados con vistas a un libro que pensaba publicar. Tomó fotografías de Ron y Dennis e incluyó un breve resumen de su caso. Les pidió que dijeran o escribieran unas palabras para acompañar su imagen. Ron dijo lo siguiente:
Espero no ir ni al cielo ni al infierno. Espero que al morir me quede dormido y no vuelva a despertar jamás y nunca sufra una pesadilla. El eterno descanso, eso que se ve en algunas lápidas del cementerio, es lo que quiero. No me interesa afrontar el Juicio Final. No quiero que nadie vuelva a juzgarme. En el corredor de la muerte me preguntaba por qué había nacido si tenía que pasar por todo esto. ¿Cuál era, en realidad, la razón de mi nacimiento? Casi maldecía a mis padres —qué malo era eso— por haberme traído a este mundo. Si todo se pudiera repetir, preferiría no haber nacido.
Pero, a la hora de enfrentarse con la muerte, Ron rectificó ligeramente. Deseaba con toda su alma pasar la eternidad en el Cielo.
El 4 de diciembre, Annette, Renee y sus familias se reunieron por última vez alrededor de su lecho y le dijeron el último adiós.
Tres días más tarde, un grupo de gente se reunió en la funeraria Hayhurst de Broken Arrow para asistir a un servicio religioso. Ted Heaston, el pastor de Ron, ofició la ceremonia. Charles Story, capellán de Ron en la cárcel, tomó la palabra para evocar algunas simpáticas anécdotas de la época de McAlester.
Mark Barrett pronunció un conmovedor panegírico acerca de su especial amistad. Cheryl Pilate leyó una carta enviada por Barry Scheck, que estaba ocupado en otro lugar con dos casos de absolución.
El pálido anciano de cabello gris descansaba en paz. En el interior del féretro se habían colocado su chaqueta de béisbol, su guante y el bate, así como la guitarra.
Entre las composiciones musicales se incluyeron dos clásicos gospels, Volaré lejos y El Señor me liberó, unos himnos que Ron había aprendido de niño y cantado a lo largo de toda su vida en concentraciones religiosas y campamentos organizados por la iglesia, en el funeral de su madre con grilletes en los tobillos, en los días más dolorosos del corredor de la muerte, en casa de Annette la noche que lo pusieron en libertad, y en tantos otros lugares. Era una melodía pegadiza que alivió la tensión e hizo que todo el mundo sonriera.
La ceremonia fue muy triste, pero también se respiraba una profunda sensación de alivio. Una trágica vida había terminado y quien la había vivido se encontraba ahora disfrutando de cosas mejores. Eso era lo que Ronnie había pedido en sus oraciones. Finalmente era libre de verdad.
Aquella tarde los suyos se reunieron en Ada para el entierro. Un consolador número de amigos de la ciudad se congregó para honrar su muerte. Por respeto a la familia Carter, Annette eligió un cementerio distinto de aquel en que yacía Debbie.
Era un día frío y desapacible. El 7 de diciembre de 2004, exactamente veintidós años después de que Debbie fuera vista con vida por última vez.
El féretro fue colocado en su sitio por los portadores, entre ellos Bruce Leba y Dennis Fritz. Después de unas palabras pronunciadas por el pastor, una plegaria y unas lágrimas, los presentes le dieron el adiós definitivo.
En su lápida figuran grabadas para siempre las siguientes palabras:
RONALD KEITH WILLIAMSON
3 de febrero de 1953 / 4 de diciembre de 2004
Valeroso Superviviente
Injustamente condenado en 1988
Absuelto el 15 de abril de 1999