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Los rituales cotidianos del Yankee Stadium varían ligeramente cuando el equipo está fuera de la ciudad. Sin la urgencia de las multitudes y las cámaras y sin la expectación de otra impecable superficie de juego, el antiguo estadio tarda en cobrar vida, de modo que a última hora de la mañana los cuidadores del terreno de juego enfundados en sus pantalones caquis y camisetas grises cuidan lánguidamente el terreno de juego. Grantley, el principal cortador de césped, intenta arreglar un cortacésped Toro que parece una araña mientras Tommy, el especialista en arcilla, aplana y nivela la tierra detrás de la base meta. Dan empuja un cortacésped más pequeño sobre la espesa hierba azul de Kentucky a lo largo de la línea de la primera base. Los aspersores se disparan a intervalos programados alrededor del cuadro exterior. Un guía se acurruca con un grupo de personas detrás del banquillo de jugadores de la tercera base y señala algo a lo lejos, más allá del marcador.

Las cincuenta y siete mil localidades están vacías. Los distintos sonidos reverberan suavemente por el recinto: el amortiguado ruido de los cortacésped, la risa de un cuidador del terreno, el lejano silbido de un aspersor de agua limpiando las localidades de la tribuna superior, el tren 4 rugiendo al otro lado de la gradería, los golpes de un martillo cerca de la tribuna de la prensa. Para quienes se encargan del mantenimiento del estadio, los días libres son muy apreciados, encajados entre la nostalgia de la pasada grandeza de los Yankees y la promesa de otras futuras.

Unos veinticinco años más tarde del momento en que Ron esperaba llegar allí, por fin subió desde el banquillo de jugadores de los Yankees a la zona de atención cubierta de arenilla marrón de conchas molidas que rodea el campo. Hizo una pausa para absorber la enormidad del estadio e imbuirse de la atmósfera del santuario más sagrado del béisbol. Era un claro día primaveral de despejado cielo azul. El aire era muy suave, el sol resplandecía y la hierba estaba tan plana y verde que semejaba una preciosa alfombra. El sol le calentó la pálida piel. El olor a hierba recién cortada le hizo recordar otros campos, otros partidos, viejos sueños.

Iba tocado con una gorra de los Yankees, un recuerdo que le habían regalado los directivos del equipo. Tratándose del personaje del momento, se había desplazado a Nueva York para intervenir en el programa Good, Morning America. Llevaba la única chaqueta que tenía, una azul marino que Annette le había comprado a toda prisa dos semanas atrás, su única corbata y unos pantalones. Los zapatos, en cambio, eran otros. Había perdido interés en la ropa. A pesar de haber trabajado en otros tiempos en una tienda de prendas para caballero y de haber ofrecido su experta opinión acerca del buen vestir, ahora todo eso ya no le importaba. Era el efecto de haber pasado doce años en uniforme de presidiario.

Bajo la gorra se ocultaba un enmarañado y tupido cabello gris cortado estilo paje. Ron tenía ahora cuarenta y seis años, pero parecía mucho mayor. Se ajustó la gorra y pisó la hierba. Medía metro ochenta y dos de estatura y, a pesar de que su cuerpo revelaba las consecuencias de los malos tratos y el abandono, aún conservaba vestigios del gran atleta. Cruzó el terreno de falta y se acercó a la base de lanzamiento, donde permaneció inmóvil un instante y levantó los ojos hacia las interminables hileras de asientos de intenso azul. Pisó delicadamente el caucho y meneó la cabeza. Exactamente desde aquel lugar Don Larson había efectuado lanzamientos perfectos. Whitey Ford, uno de sus ídolos, había sido el amo de aquella base. Miró por encima del hombro izquierdo hacia el exterior derecho, donde la pared parecía demasiado cercana, hacia el lugar desde el cual Roger Maris había bateado tantas bolas lo bastante lejos como para superar la valla. Y allá a lo lejos, justo en el centro, más allá de la pared, pudo ver los monumentos dedicados a los Yankees más grandes.

Allí estaba Mickey.

Mark Barrett esperaba en la base de meta, tocado también con una gorra de los Yankees, preguntándose qué estaría pensando Ron. Acababa de salir de un encarcelamiento de doce años por nada y nadie le había ofrecido disculpas —visto que nadie quería reconocer haber obrado mal—, ninguna despedida, simplemente largo de aquí y lo más rápido que puedas. Ninguna indemnización, ningún asesoramiento, ninguna carta del gobernador u otra autoridad oficial, ninguna mención honorífica por servicios prestados. Y dos semanas después, helo allí, en el centro de un torbellino mediático en el que todos se lo disputaban.

Pero lo más asombroso era que Ron no guardaba rencor. A él y Dennis sólo les interesaba asimilar las delicias de su liberación. Los rencores vendrían más tarde, mucho después de que los medios se hubieran ido.

Barry Scheck se encontraba al lado del banquillo de jugadores, mirando a Ron mientras conversaba con los demás. Seguidor incondicional de los Yankees, había efectuado las llamadas telefónicas necesarias que habían posibilitado aquella visita especial al estadio. Durante unos días, Ron sería su huésped en Nueva York.

Se tomaron fotografías, una cámara filmó a Ron en la base de lanzamiento y después el grupo reanudó su recorrido a lo largo de la línea de la primera base, avanzando muy despacio mientras el guía soltaba una perorata acerca de tal o cual jugador. Ron conocía muchos datos estadísticos e historias.

—Jamás ninguna pelota ha sido bateada completamente fuera del recinto del estadio —iba diciendo el guía—, pero Mantle estuvo casi a punto de conseguirlo. Lanzó una contra el mismo centro del muro, allí arriba.

Señaló el lugar, a unos dieciocho metros de la base meta.

—En Washington realizó un bateo que llegó más lejos —apuntó Ron—. Fueron unos diecinueve metros. El lanzador fue Chuck Stobbs.

El guía se quedó impresionado.

A unos pasos por detrás de Ron caminaba Annette, como siempre, cuidando de los detalles, tomando las decisiones complicadas, allanando el terreno. No era aficionada al béisbol y en aquel momento su principal preocupación era mantener sobrio a su hermano. Ron estaba dolido con ella porque la víspera no le había permitido emborracharse. Del grupo formaban parte también Dennis, Greg Wilhoit y Tim Durham. Los cuatro absueltos habían aparecido en Good Morning America y la ABC corría con los gastos del viaje. Allí estaba también Jim Dwyer del Daily News de Nueva York. Se detuvieron en el exterior, en la zona de atención. Al otro lado estaba el Monument Park, con sus gigantescos bustos de Ruth y Gehrig, Mantle y DiMaggio y docenas de placas más pequeñas en honor de otros grandes Yankees. Antes de las reformas, aquel pequeño rincón de territorio casi sagrado había sido, de hecho, el llamado terreno bueno, es decir, la parte del campo comprendida entre la base meta y el fondo del campo, explicó el guía. Se abrió una puerta, cruzaron una verja, salieron a un patio de ladrillo y, por un instante, no les fue difícil olvidar que se encontraban en un estadio de béisbol. Ron se acercó al busto de Mantle y leyó su breve biografía. Todavía podía citar los datos estadísticos de aquella carrera que se había aprendido de memoria en su infancia.

El último año de Ron como Yankee había sido el 1977 en Fort Lauderdale, clase A, lo más lejos del Monument Park que un jugador serio de béisbol podía llegar. Annette conservaba unas cuantas fotografías suyas con el uniforme de los Yankees auténtico. El gran club simplemente los iba regalando a los de abajo y, a medida que los viejos uniformes recorrían el triste camino de descenso por los peldaños de la Liga Menor, se iban cubriendo de las cicatrices de guerra de la vida en los puestos fronterizos. Cada par de pantalones llevaba zurcidos en las rodillas y el fondillo. Todas las cinturillas elásticas se ensanchaban o estrechaban, y les zurcían etiquetas en la cara interior para que los entrenadores se enteraran de su origen. Todas las camisetas estaban manchadas de hierba y sudor.

1977, Yankees de Fort Lauderdale. Ron tuvo catorce actuaciones, lanzó treinta y tres entradas, ganó dos, perdió cuatro y fue derrotado las suficientes veces para que los Yankees no tuvieran la menor dificultad en prescindir de él al final de la aciaga temporada.

El recorrido siguió adelante. Ronnie se detuvo un instante para contemplar con expresión burlona la placa de Reggie Jackson. El guía estaba comentando las distintas dimensiones que había tenido el estadio: era más grande cuando jugaba Ruth y más pequeño en la época de Maris y Mande. El equipo de filmación los seguía, grabando unas escenas que jamás sobrevivirían al montaje.

Toda aquella atención era divertida, pensó Annette. En su infancia y adolescencia, Ronnie soñaba con ser el centro de la atención, lo exigía, y ahora, cuarenta años más tarde, las cámaras registraban todos sus movimientos. «Disfruta del momento», se dijo. Un mes atrás, Ron estaba ingresado en un hospital psiquiátrico y ellos no estaban seguros de que volviera a salir.

Regresaron muy despacio al banquillo de jugadores y allí se entretuvieron un rato. Tras dedicar los últimos minutos a aspirar la magia del lugar, Ron le dijo a Mark:

—En mi juventud pude disfrutar un poco de lo mucho que se divertían aquí.

Mark asintió con la cabeza pero no se le ocurrió nada que decir.

—Yo lo único que quería era jugar al béisbol —prosiguió Ron—. Es la única diversión que jamás he tenido. —Hizo una pausa para mirar alrededor y añadió—: Pero bueno, todo esto te resbala al cabo del tiempo. Lo que ahora me apetece de verdad es una cerveza fría.

La juerga de la bebida empezó en Nueva York.

Desde el estadio de los Yankees, la marcha triunfal llegó hasta Disney World, donde una televisión alemana pagó tres noches de diversión para todo el grupo. Lo único que Ron y Dennis tenían que hacer era contar su historia, y los alemanes, con su típica fascinación europea por la pena de muerte, emitirían todos los detalles.

En Disney World, Ron quedó encantado con Epcot, la aldea alemana, donde encontró cerveza bávara y bebió una jarra tras otra.

Después volaron a Los Ángeles para una aparición en directo en el programa Leeza. Poco antes de salir en antena, Ron se escabulló subrepticiamente y apuró una botella de vodka. Como le faltaban bastantes dientes y su pronunciación ya no era muy clara, nadie se dio cuenta de que tenía la voz pastosa.

Con el paso de los días, la historia perdió parcialmente actualidad y todos regresaron a casa.

El último lugar donde Ron hubiera deseado estar era Ada.

Se quedó en casa de Annette e inició un difícil proceso de adaptación. Al final, también los reporteros se fueron.

Bajo la supervisión de su hermana, Ron tomó debidamente los medicamentos y recuperó el equilibrio. Dormía mucho, tocaba la guitarra y soñaba con alcanzar la fama como cantante. Su hermana no toleraba bebidas alcohólicas en casa y él raras veces salía.

El temor a que lo detuvieran de nuevo lo consumía y le hacía dar un respingo cada vez que oía un ruido. Sabía que la policía no se había olvidado de él. Seguían pensando que estaba de algún modo implicado en aquel atroz crimen. Lo mismo pensaba casi toda la gente de Ada.

Hubiera deseado salir, pero no tenía dinero. Jamás había conseguido conservar un empleo y jamás hablaba de trabajar. No tenía carnet de conducir desde hacía casi veinte años y no le interesaba estudiar para examinarse.

Annette estaba batallando con la Seguridad Social para que le pagaran los atrasos de su pensión de discapacitado. El envío de los cheques se había interrumpido al ingresar él en la cárcel. Al final lo consiguió y la suma se elevó a sesenta mil dólares. Se reanudaron los pagos mensuales de seiscientos dólares, que se interrumpirían cuando cesara la incapacidad, cosa bastante improbable.

De la noche a la mañana se sintió un millonario y quiso vivir por su cuenta. Además, anhelaba abandonar Ada e incluso Oklahoma. El único hijo de Annette, Michael, vivía en Springfield, Misuri, un buen lugar para Ron. Se gastaron veinte mil dólares en una caravana amueblada de dos dormitorios, nueva a estrenar, y lo instalaron allí.

Aunque fue un momento de orgullo, a Annette le preocupaba que Ron viviera por su cuenta. Cuando finalmente ella regresó a su casa, Ron se quedó muy contento, sentado en su nuevo sillón reclinable delante de su nuevo televisor. Cuando ella regresó tres semanas después, lo encontró sentado en el mismo sitio, pero rodeado de una desalentadora colección de latas de cerveza vacías.

Cuando no dormía, bebía, hablaba por teléfono o tocaba la guitarra, se iba a dar una vuelta por el Wal-Mart de la esquina, su proveedor de cerveza y tabaco. Pero ocurrió algo, un incidente, y le dijeron que no volviera por allí.

En aquellos días en que lo embriagaba la sensación de vivir por su cuenta, se le metió en la cabeza devolver el dinero a todos lo que le habían prestado a lo largo de los años. Ahorrar dinero le parecía una idea ridícula, por cuyo motivo le dio por regalarlo. Se compadecía de los llamamientos que se hacían por la televisión: niños famélicos, predicadores evangelistas que solicitaban donaciones para regenerar el mundo, y así sucesivamente. Se dedicó a enviar dinero.

Sus facturas de teléfono eran astronómicas. Llamaba a Annette y Renee, Mark Barrett, Sara Bonnell, Greg Wilhoit, los abogados de la Defensa de Indigentes, al juez Landrith, a Bruce Leba e incluso a algunos funcionarios de la prisión. Habitualmente se mostraba animado y contento de su recuperada libertad, pero hacia el final de las conversaciones acababa despotricando contra Ricky Joe Simmons. No le impresionaba la pista del ADN dejada por Glen Gore. Ron quería que detuvieran a Simmons por la «¡violación, violación con un instrumento y violación por sodomía, y asesinato de Debra Sue Carter en su domicilio del 2 de la calle Ocho Este el ocho de diciembre de 1982!!». Todas las conversaciones incluían por lo menos dos repeticiones de aquella detallada exigencia.

Curiosamente, Ron también llamaba a Peggy Stillwell, la madre de Debbie, hasta el punto de que ambos acabaron desarrollando una cordial relación telefónica. Le aseguraba que él jamás había conocido a su hija, y Peggy lo creía. Dieciocho años después de haber perdido a su niña, todavía no superaba el trauma. Le confió a Ron que durante años había tenido la corazonada de que el asesinato no se había resuelto debidamente.

Solía evitar los bares y las mujeres fáciles, aunque un episodio le escocía. Una vez iba por la calle pensando en sus cosas cuando un coche en el que viajaban dos señoritas se detuvo a su lado. Lo invitaron a subir y él aceptó. Fueron de bar en bar, la noche se hizo muy larga y finalmente acabaron en la caravana de Ron, donde una de las chicas encontró su escondrijo de dinero debajo de la cama. Cuando más tarde descubrió el robo de mil dólares, Ron juró apartarse para siempre de las mujeres.

Su sobrino Michael Hudson era su único amigo en Springfield, y Ron lo animó a comprarse una guitarra y le enseñó algunos acordes. Michael lo visitaba con regularidad e informaba a su madre. La ingestión de alcohol iba cada vez peor.

El alcohol y los medicamentos hacían muy buena combinación, y Ron empezó a volverse paranoico. La contemplación de un coche de policía le provocaba crisis de ansiedad. Se cuidaba incluso de cruzar la calle siempre por el paso de cebra, pensando que la policía lo vigilaba constantemente. Peterson y la policía de Ada estaban tramando algo. Cubrió las ventanas con periódicos, instaló candados en las puertas y después las aseguró también por dentro. Dormía con un cuchillo de carnicero a mano.

Mark Barrett lo visitó un par de veces y se quedó a dormir en la caravana. Le alarmó el estado de Ron, su paranoia y su consumo de alcohol, y más aún aquel cuchillo.

Ron estaba solo y se moría de miedo.

Dennis Fritz también cruzaba las calles por el paso de cebra. Había regresado a Kansas City para vivir con su madre en una casita de Lister Avenue. La última vez que la había visto, la casa estaba rodeada por un patético equipo del SWAT.

Varios meses después de su puesta en libertad, Glen Gore aún no había sido detenido. La investigación estaba avanzando lentamente en alguna dirección y, tal y como Dennis lo veía, él y Ron seguían como sospechosos. Dennis pegaba un respingo cada vez que veía un coche patrulla. Miraba en todas direcciones cuando salía de casa. Temblaba cuando sonaba el teléfono. Se desplazó por carretera hasta Springfield para ver a Ronnie y se asustó al comprobar cuánto bebía. Ambos trataron de reírse y recordar los viejos tiempos durante un par de días, pero Ronnie bebía demasiado. No era un bebedor gracioso ni sentimental, sino un bebedor antipático y desagradable. Dormía hasta el mediodía, se despertaba, se tragaba una pastilla, se tomaba una cerveza para el desayuno y otra para el almuerzo y se ponía a tocar la guitarra.

Una tarde salieron a dar una vuelta, bebiendo cerveza y disfrutando de su libertad. Ron rasgueaba la guitarra mientras Dennis conducía con prudencia. No conocía Springfield y lo que menos quería era problemas con la policía. Ron decidió hacer una parada en cierto club donde pensaba que le permitirían tocar. A Dennis no le pareció buena idea, sobre todo teniendo en cuenta que Ron no conocía al propietario ni a los porteros del club. Se enzarzaron en una acalorada discusión y, al final, regresaron a la caravana.

Ron soñaba con el estrellato. Quería actuar ante miles de personas, vender miles de álbumes y hacerse famoso. Dennis no se atrevía a decirle que, con su chirriante voz, sus estropeadas cuerdas vocales y su escaso talento con la guitarra, aquello no era más que un sueño. Sin embargo, sí le insistió en que dejara la bebida. Le aconsejó que fuera mezclando cervezas sin alcohol con su masivo consumo diario de Budweisers. Estaba engordando y Dennis lo instó a hacer ejercicio y dejar el tabaco.

Ron lo escuchó pero siguió bebiendo cerveza de la buena. Al cabo de tres días, Dennis regresó a Kansas City. Volvió unas semanas después con Mark Barrett, que tenía que pasar por allí. Ambos lo acompañaron a un café donde subió a un pequeño escenario con su guitarra y empezó a cantar canciones de Bob Dylan a cambio de alguna propina. Aunque la gente estaba más interesada en comer que en escuchar, Ron se alegró mucho de poder actuar en público.

Para mantenerse ocupado y ganar algún dinero, Dennis encontró un trabajo a tiempo parcial friendo hamburguesas. Puesto que había pasado los últimos doce años con la nariz metida en libros de leyes, le resultaba bastante difícil abandonar la costumbre. Barry Scheck le aconsejó que tomara en consideración estudiar derecho e incluso le prometió ayudarle a pagar la matrícula. La Universidad de Misuri-Kansas City estaba muy cerca y su Facultad de Derecho tenía horarios flexibles. Dennis empezó a estudiar con vistas a las pruebas de acceso, pero la tarea lo superaba.

Sufría una especie de tensión postraumática y a veces la presión lo dejaba extenuado. El horror de la prisión era omnipresente: las pesadillas, los recuerdos y temores de que volvieran a detenerlo. La investigación seguía su curso y, con los policías de Ada sueltos por ahí, siempre cabía la posibilidad de una llamada nocturna a la puerta, o tal vez de otro operativo de los Hombres de Harrelson.

Al final, Dennis buscó ayuda profesional y, poco a poco, empezó a recomponer su vida. Barry Scheck le sugirió interponer una demanda contra todos aquellos que habían provocado y cometido la injusticia, y Dennis empezó a centrarse en aquella idea.

Una nueva batalla se perfilaba en el horizonte y él comenzó a calentar motores.

En cambio, la vida de Ron iba en sentido contrario. Se comportaba de una manera muy rara y sus vecinos se daban cuenta. De pronto, empezó a esgrimir el cuchillo de carnicero por el parque de caravanas, diciendo que el fiscal Peterson y la policía de Ada iban por él. No pensaba regresar a la cárcel y el cuchillo lo protegería, decía.

Annette recibió una notificación de desahucio. Al ver que Ron se negaba a responder a sus llamadas, consiguió una orden judicial para que fueran a recogerlo y lo sometieran a un examen mental.

Estaba en su caravana con las puertas y ventanas cerradas y tapadas, bebiéndose una cerveza y viendo la televisión, cuando de repente oyó una voz chirriante a través de un megáfono:

—¡Salga con las manos en alto!

Atisbo fuera, vio a los agentes y pensó que su vida se había acabado una vez más. Regresaba al corredor de la muerte.

Los policías le temían tanto como él a ellos, pero al final Ron fue conducido no al corredor de la muerte sino a un hospital psiquiátrico.

La caravana de menos de un año pero ya hecha un desastre, se vendió. Cuando lo dieron de alta, Annette buscó un sitio donde ingresarlo. Sólo encontró plaza en una residencia de ancianos de las afueras de Springfield. Ella fue al hospital, lo ayudó a hacer la maleta y lo llevó allí.

La estructura cotidiana y los cuidados sistemáticos dieron inicialmente resultado. Tomaba las pastillas a su hora y el alcohol le estaba prohibido. Ron se encontraba mejor, pero muy pronto se cansó de verse rodeado de ancianos en sillas de ruedas. Empezó a quejarse de que aquello era insoportable y Annette le encontró otra plaza en Marshfield, Misuri. El centro también estaba lleno de viejos melancólicos. Ron sólo tenía cuarenta y siete años. ¿Qué demonios estaba haciendo en una residencia de ancianos?

Repetía esta pregunta sin cesar hasta que finalmente Annette decidió llevárselo de nuevo a Oklahoma.

No regresaría a Ada, ni falta que les hacía a la gente de allí. En Oklahoma City le encontró una plaza en la Harbor House, un antiguo motel reconvertido en una suerte de hogar para hombres con problemas. No estaba permitido el alcohol, pero Ron llevaba varios meses sin beber.

Mark Barrett lo visitó varias veces en la Harbor House y comprendió que Ron no podría permanecer mucho tiempo allí. Nadie podía. Casi todos los hombres parecían zombis y tenían problemas mucho peores que los de Ron.

Transcurrieron los meses y Glen Gore seguía sin ser acusado del asesinato de Debbie Carter. La nueva investigación estaba resultando tan poco fructífera como la de dieciocho años atrás.

La policía de Ada, los fiscales y el OSBI disponían de pruebas infalibles del ADN que demostraban que el semen y el pelo recogidos en la escena del crimen pertenecían a Glen Gore, pero no podían resolver el asesinato. Necesitaban más pruebas.

Ron y Dennis no habían sido descartados como sospechosos. Y, a pesar de que eran hombres libres y estaban encantados de serlo, un oscuro nubarrón se cernía sobre sus cabezas. Hablaban asiduamente entre sí y también con sus abogados. Tras vivir atemorizados, decidieron contraatacar.

Si Bill Peterson, la policía de Ada y el estado de Oklahoma se hubieran disculpado por la injusticia cometida y hubieran cerrado los expedientes de Ron y Fritz, las autoridades hubieran dejado de hurgar en la llaga y la triste historia hubiera terminado.

En cambio, provocaron la presentación de una demanda contra ellas.

En abril de 2000, Dennis Fritz y Ron Williamson presentaron una querella contra medio estado de Oklahoma. Los demandados eran el municipio de Ada, el condado de Pontotoc, Bill Peterson, Dennis Smith, John Christian, Mike Tenney, Glen Gore, Terri Holland, James Harjo, el estado de Oklahoma, el OSBI, los funcionarios del OSBI Gary Rogers, Rusty Featherstone, Melvin Hett, Jerry Peters y Larry Mullins, así como los funcionarios de prisiones Gary Maynard, Dan Reynolds, James Safre y Larry Fields.

Se presentó ante el tribunal federal como un caso de derechos civiles, alegando violaciones de la Cuarta, Quinta, Sexta, Octava y Decimocuarta enmiendas a la Constitución. El caso fue asignado al azar nada menos que al juez Frank Seay, el cual más tarde se declararía incompetente.

Los actores alegaban que los demandados 1) no habían ofrecido a los demandantes un juicio imparcial al haber falseado pruebas y ocultado pruebas exculpatorias, 2) habían conspirado para detener fraudulentamente a los demandantes, 3) actuado con engaño, 4) provocado deliberadamente angustia emocional, 5) actuado con negligencia en su acusación, 6) e iniciado y mantenido una acusación dolosa. La demanda contra el sistema penitenciario alegaba que Ron había sido maltratado durante su permanencia en el corredor de la muerte y que su enfermedad mental había sido ignorada por los funcionarios a pesar de las repetidas advertencias.

Se solicitaban cien millones de dólares en concepto de daños y perjuicios.

Según el periódico de Ada, Bill Peterson declaró: «En mi opinión, se trata de una querella frívola para llamar la atención. No me preocupa en absoluto». Añadía también que la investigación del homicidio «sigue su curso».

La demanda la presentaron el bufete de Barry Scheck y una abogada de Kansas City llamada Cheryl Pilate. Mark Barrett se incorporaría al equipo más adelante, cuando abandonase la Oficina para la Defensa de Insolventes para incorporarse a la práctica privada de su profesión.

Los pleitos civiles por condenas injustas son muy difíciles de ganar y a casi todos los exculpados se les cierran las puertas de los tribunales. El hecho de haber sido condenado injustamente no le otorga a uno automáticamente el derecho a indemnización.

Un demandante en potencia tiene que alegar y demostrar que se conculcaron sus derechos civiles, que se quebrantaron sus garantías constitucionales y que todo ello dio lugar a una condena injusta. Y después viene la parte más difícil: prácticamente todos los participantes en el proceso legal que ha conducido a la condena injusta tienen inmunidad. Un juez es inmune a una demanda por condena injusta independientemente de lo mal que haya regido un juicio. Un fiscal es inmune mientras cumpla con su obligación, es decir, entablar acciones judiciales; sin embargo, si se implica demasiado en una investigación, pueden exigírsele responsabilidades. Y un policía es inmune salvo que se demuestre que, en su lugar, cualquier representante de la ley habría comprendido que estaba quebrantando la Constitución.

Semejantes demandas resultan tan caras de tramitar que constituyen una ruina, pues los abogados se ven obligados a afrontar decenas e incluso centenares y miles de dólares en costas judiciales. Y su presentación es demasiado arriesgada, ya que una sentencia favorable que permita cobrar la indemnización y recuperar los gastos es más que improbable.

Casi todos los injustamente condenados como Greg Wilhoit jamás cobran un céntimo.

La siguiente escala de Ron en julio de 2001 fue en la Transition House de Norman, un centro muy bien organizado que ofrecía un ambiente estructurado, asesoramiento y adiestramiento. Su objetivo era rehabilitar a los pacientes para que pudieran vivir por su cuenta bajo la supervisión de asesores. El objetivo último era su reinserción en la sociedad como ciudadanos productivos y equilibrados.

La fase uno era un programa de doce meses en el cual los hombres convivían en dormitorios comunes sometidos a numerosas normas. Uno de los primeros ejercicios consistía en aprender a utilizar el transporte público y desplazarse por la ciudad. También se les enseñaba y subrayaba la importancia de la cocina, la limpieza y la higiene personal. Ron sabía preparar huevos revueltos y bocadillos de mantequilla de cacahuete. Pero prefería quedarse en su habitación y sólo salía para fumar. Al cabo de cuatro meses seguía sin entender la red de autobuses urbanos.

La novia de infancia de Ron había sido Debbie Keith. Su padre era un pastor protestante y quería que su hija se casara con un pastor, modelo que no encajaba precisamente con Ron. Su hermano Mickey Keith había seguido el ejemplo de su padre y ahora era pastor del Templo Evangelista, la nueva iglesia de Annette en Ada. A petición de Ron e instancias de Annette, el reverendo Keith fue a la Transition House de Norman.

Ron hablaba en serio al decir que deseaba reincorporarse a la iglesia y purificar su vida. En lo más hondo de su corazón anidaba una profunda creencia en Dios y Jesucristo. Jamás olvidaría las Sagradas Escrituras que había aprendido de memoria de niño ni los himnos gospel que tanto le gustaban. A pesar de sus errores y defectos, anhelaba recuperar sus raíces. Experimentaba una molesta sensación de culpa por la manera en que había vivido, pero creía en la promesa del divino, eterno y absoluto perdón.

El reverendo Keith habló y rezó con Ron, y luego comentaron la cuestión del papeleo. Le explicó que, si de veras deseaba incorporarse a la iglesia, tendría que rellenar un impreso en el que se declarase un cristiano renacido que sostendría a la iglesia con su diezmo y su presencia —siempre que fuera posible— y jamás haría ningún reproche a la iglesia. Ron se apresuró a rellenar y firmar el impreso. Este se presentó a la junta eclesial, que lo examinó y aprobó.

Pasó unos meses muy contento, sobrio y dispuesto a librarse del vicio con la ayuda de Dios. Se incorporó a Alcohólicos Anónimos y raras veces faltaba a las reuniones. Su medicación estaba equilibrada y tanto su familia como sus amigos se alegraban de su mejoría. Se mostraba ocurrente y jovial, siempre dispuesto a una réplica ingeniosa o un relato divertido. Para sorprender a los desconocidos, solía empezar sus historias con la frase «Había una vez, cuando estaba en el corredor de la muerte…». Su familia a menudo se asombraba de la memoria que tenía para registrar acontecimientos ocurridos cuando él había perdido literalmente la razón.

La Transition House estaba cerca del centro de Norman, a tiro de piedra del despacho de Mark, por el que Ron se dejaba caer con frecuencia. Abogado y cliente tomaban café, hablaban de música y comentaban aspectos de la querella. El principal interés de Ron era saber cuándo terminaría y cuánto dinero podría cobrar. Mark lo invitó a asistir a una reunión en su iglesia, de los Discípulos de Cristo. Ron asistió a una clase dominical con la mujer de Mark y se quedó fascinado por las sinceras y liberales discusiones que oyó acerca de la Biblia y el cristianismo. Cualquier cosa podía enjuiciarse, a diferencia de lo que ocurría en las iglesias pentecostales, donde la Palabra era única e infalible y los puntos de vista contrarios eran censurados.

Ron dedicaba el tiempo a su música, practicando canciones de Bob Dylan o Eric Clapton hasta que conseguía imitarlas a la perfección. Hasta logro actuar en algunos cafés y cafeterías de los alrededores de Norman y Oklahoma City, tocando a cambio de propinas y atendiendo las peticiones de los escasos clientes. No tenía miedo de nada. Su registro vocal era limitado pero no le importaba. Él se atrevía con cualquier canción.

La Coordinadora de Oklahoma en Favor de la Abolición de la Pena de Muerte lo invitó a cantar y tomar la palabra en una concentración destinada a recabar fondos que se iba a celebrar en el Firehouse, un conocido local cerca del campus de la Universidad de Oklahoma. En presencia de doscientas personas, una muchedumbre más numerosa que las que él estaba acostumbrado a ver, se emocionó profundamente, pero se situó demasiado lejos del micrófono. Aunque apenas se le oía, su presencia fue muy apreciada. Durante la velada le presentaron a la doctora Susan Sharp, una profesora de criminología en la Universidad de Oklahoma y activista contra la pena capital. Esta lo invitó a visitar su clase y él accedió encantado.

Ambos se hicieron amigos y Ron quiso ir más allá. Ella se esforzó por mantener las cosas a un amistoso nivel profesional. Veía en él a un hombre herido y marcado por profundas cicatrices y quería ayudarlo, pero un idilio estaba descartado. Él no se lo tomó a mal.

Aprobó la fase uno de la Transition House y pasó a la segunda: su propio apartamento. Annette y Renee rogaban fervorosamente que aprendiese a vivir por su cuenta. Procuraban no pensar en un futuro de residencias de ancianos y hospitales psiquiátricos. Si sobreviviera a la fase dos, el siguiente paso tal vez fuera la búsqueda de un trabajo.

Consiguió aguantar un mes y después se derrumbó lentamente. Lejos de la estructura y la supervisión, empezó a olvidar la medicación. Lo que a él realmente le apetecía era una cerveza fría. Su local preferido acabó siendo un bar del campus llamado Deli, la clase de local que suele atraer a bebedores empedernidos y a los chicos de la contracultura.

Ron se convirtió en un cliente habitual, pero siempre se volvía muy desagradable cuando bebía.

El 29 de octubre de 2001, Ron declaró en su querella. El despacho del taquígrafo en Oklahoma City estaba lleno de abogados, todos esperando para interrogar al hombre que se había convertido en un personaje famoso en la zona.

Tras responder a las generales de la ley, Ron fue preguntado por el primer abogado:

—¿Está tomando algún tipo de medicación?

—Sí, en efecto.

—¿Recetada por un médico o la toma por su cuenta?

—Recetada por un psiquiatra.

—¿Tiene una lista o sabe qué medicación le toca hoy?

—Sé lo que tomo.

—¿Y qué es?

—Depakote, miligramos cuatro veces al día; un comprimido de Zyprexa por la noche; y uno de Wellbutrin una vez al día.

—¿Sabe para qué sirve la medicación?

—Bueno, el Depakote es para los cambios de humor, el Wellbutrin es para la depresión y el Zyprexa es para las voces y las alucinaciones.

—Muy bien. Una de las cuestiones que hoy nos interesa es el efecto que la medicación puede ejercer en su capacidad de recordar. ¿Ejerce alguno?

—Pues no lo sé. Todavía no me ha preguntado nada que yo deba recordar.

La declaración duró varias horas y lo dejó agotado.

Bill Peterson, como acusado, presentó una petición de sentencia sumaria, una habitual maniobra legal para evitar la querella, mediante la cual el juez falla en favor de una de las partes sin necesidad de que se celebre un juicio.

Los demandantes alegaron que la inmunidad de Peterson había quedado sin efecto al apartarse éste de su papel de fiscal para intervenir en la investigación policial del caso Carter. Aportaron dos ejemplos de falsificación de pruebas por parte de Peterson.

El primero era una declaración jurada de Glen Gore en la que afirmaba que Peterson se había presentado en su celda de la prisión del condado para amenazarlo con represalias si no declaraba contra Ron Williamson. De no ser así, Peterson habría dicho que Gore tenía muchas posibilidades de que sus huellas digitales «aparecieran en el apartamento de Debbie Carter» y de que incluso «los fiscales fueran por él».

El segundo ejemplo guardaba relación con la segunda toma de las huellas palmares de Debbie Carter. Peterson había reconocido una reunión con Jerry Peters, Larry Mullins y los detectives de Ada en enero de 1987 para discutir la cuestión de las huellas palmares. También había admitido que se encontraba «al final del camino» de las investigaciones. Y sugerido la posibilidad de que se obtuvieran huellas más claras cuatro años y medio después del entierro de la víctima. Por ello se había exhumado el cadáver. Y a continuación los peritos habían cambiado sus dictámenes iniciales.

Los abogados de Ron y Dennis contrataron a su propio experto en huellas digitales, Bill Bailey, el cual estableció que Mullins y Peters habían llegado a sus nuevas conclusiones analizando distintas áreas de la huella palmar. Bailey terminaba su análisis señalando que la huella de la pared no pertenecía a Debbie Carter.

El juez federal rechazó la petición de sentencia sumaria de Peterson: «Se ha planteado una legítima cuestión acerca de la posibilidad de que Peterson, Peters y Mullins, así como otros, hayan falsificado una serie de pruebas a fin de conseguir la condena de Williamson y Fritz».

Y añadía:

«En este caso, las pruebas circunstanciales sugieren la existencia de una pauta concertada entre los distintos investigadores y el fiscal Peterson con el propósito de privar a los demandantes de uno o más de sus derechos constitucionales. La repetida ocultación de pruebas exculpatorias por parte de los investigadores, al tiempo que se incluían pruebas incriminatorias y pruebas discutiblemente falsificadas y se evitaba seguir algunas pistas obvias que implicaban a otros individuos, así como el uso de discutibles conclusiones de medicina forense, todo ello, pues, sugiere que los demandados actuaron deliberadamente para alcanzar el resultado perseguido por la acusación sin tener en cuenta las señales de advertencia que fueron apareciendo por el camino en el sentido de que ese resultado, la condena de Williamson y Fritz, era injusto y no estaba respaldado por los datos de la investigación».

El fallo, que se dictó el 7 de febrero de 2002, constituyó un golpe mayúsculo para los demandados y modificó el impulso de la querella.

Durante años Renee había tratado de convencer a Annette de marcharse de Ada. La gente siempre sospecharía de Ron y criticaría a su hermana. Su iglesia lo había rechazado. La inminente querella contra el municipio y el condado provocarían más resentimiento.

Annette se resistía porque Ada era su hogar. Su hermano era inocente. Ella había aprendido a no prestar atención a las habladurías y miradas y podía seguir aguantando.

Pero la demanda la preocupaba. Después de casi dos años de preparación del juicio, Mark Barrett y Barry Scheck adivinaban que las tornas estaban cambiando a su favor. Las negociaciones para llegar a un acuerdo iban y venían, pero los abogados de ambas partes tenían la sensación de que la causa no iría a juicio.

Puede que hubiera llegado la hora del cambio. En abril de 2002, después de sesenta años, Annette abandonó Ada. Se instaló en Tulsa, donde tenía parientes, y poco después llegó su hermano para vivir con ella.

Ella estaba deseando sacarlo de Norman. Ron volvía a beber y, cuando estaba bebido, no podía mantener la boca cerrada. Presumía de su querella, de sus muchos abogados, de los millones que le pagarían los cabrones que lo habían enviado al corredor de la muerte. Se pasaba el día en el Deli y otros bares, llamando la atención de toda suerte de personajes que rápidamente se convertirían en sus mejores amigos apenas cobrara el dinero.

Se fue a vivir con Annette y enseguida descubrió que en la nueva casa de Tulsa regían las mismas normas que en la de Ada, donde estaba prohibido beber. Dejó la bebida, se incorporó a la iglesia de su hermana y se hizo amigo del pastor. Había un grupo de estudios bíblicos llamado Luz para los Perdidos que recogía dinero para las misiones de los países pobres. Su actividad preferida para recaudar fondos era una comida mensual a base de bistec con patatas, y Ron se incorporó al personal de la cocina. Su tarea consistía en envolver las patatas en papel de aluminio, tarea que le encantaba.

En otoño de 2002, la «frívola» demanda se resolvió mediante un acuerdo por valor de varios millones de dólares. Con sus carreras y sus egos que proteger, los demandados insistieron en llegar a un acuerdo confidencial, por el que ellos y sus compañías aseguradoras pagarían elevadas sumas sin reconocer que hubieran hecho algo malo. El pacto secreto fue guardado en un archivo cerrado bajo llave y protegido por una orden judicial federal.

Los detalles no tardaron en comentarse por todo Ada, donde el ayuntamiento se vio obligado a revelar que había pagado más de medio millón de dólares procedentes de una reserva para contingencias por la parte que le correspondía en el asunto. Los rumores circulaban sin cesar y las cantidades variaban de bar en bar, pero se estimaba que éstas habían girado en torno a un total de cinco millones de dólares. Utilizando fuentes anónimas, el Ada Evening News llegó a publicar esta suma.

Puesto que Ron y Dennis aún no habían sido descartados como sospechosos, la buena gente de Ada seguía pensando que habían estado implicados en el asesinato, y que ahora se aprovechaban de su delito. Ello provocó todavía más resentimiento.

Mark Barrett y Barry Scheek insistieron en que sus clientes cobraran una buena suma inicial y después una renta anual repartida en mensualidades.

Dennis se compró una bonita casa en la periferia de Kansas City. Se encargó de cuidar de su madre y de Elizabeth y guardó el resto en un banco.

Ron no fue tan prudente.

Convenció a Annette de que lo ayudara a comprar un apartamento en régimen de propiedad horizontal, cerca de la casa donde ella vivía y de su iglesia. Gastaron sesenta mil dólares en un bonito apartamento de dos dormitorios y, una vez más, Ron se fue a vivir solo. Se mantuvo estable unas semanas. Si por alguna razón Annette no podía llevarlo en su coche, Ron iba andando tranquilamente a pie a la iglesia.

Pero el ambiente de Tulsa le era conocido, por lo que no tardó en regresar a la zona de bares y clubs de alterne, donde invitaba a beber a todo el mundo y daba a las chicas propinas de miles de dólares. El dinero, junto con sus fanfarronadas, le procuraba una variopinta corte de «amigos», tanto nuevos como antiguos. Era grotescamente generoso e incapaz de administrar su nueva fortuna. Cincuenta mil dólares se esfumaron antes de que Annette pudiera frenarlo.

Cerca de su casa había un bar de barrio llamado Bounty, un pequeño y tranquilo pub, del cual Guy Wilhoit, el padre de Greg, era cliente habitual. Ambos se conocieron, se hicieron compañeros de bebida y pasaban horas hablando de Greg y los viejos fantasmas del corredor de la muerte. Guy les dijo a los camareros y al propietario del Bounty que Ron era un amigo muy especial suyo y de Greg y que, si alguna vez tenía algún problema, lo llamaran a él, no a la policía. Ellos prometieron proteger a Ron.

Pero Ron no podía permanecer alejado de los locales de striptease. Su preferido era el Lady Godiva’s, donde se encaprichó de una bailarina para acabar averiguando que ya estaba comprometida con otro. No le importó. Y como ella y su familia al parecer carecían de techo, los invitó a todos a su casa y les ofreció el dormitorio de arriba. Así pues, la bailarina, sus dos hijos y el presunto padre de éstos se instalaron en el nuevo y bonito apartamento del señor Williamson. Cuando llegaron no había comida. Así que Ron llamó a Annette con una larga lista de artículos de primera necesidad y ella accedió a regañadientes a comprárselos en la tienda. Cuando fue a efectuar la entrega, Ron no estaba en casa. Arriba, la bailarina de striptease y su familia se habían atrincherado en el dormitorio para esconderse de la hermana de Ron. Annette los descubrió y les dio un ultimátum a través de la puerta cerrada: llamaría a la policía si no se largaban de inmediato. Se largaron. A su regreso, Ron los echó mucho de menos.

Las desventuras se sucedieron hasta que Annette, en calidad de su tutora legal, intervino finalmente con una orden judicial. Volvieron a discutir por el dinero, pero él sabía lo que le convenía. Vendieron el apartamento y Ron se fue a otra residencia.

Sus verdaderos amigos no lo abandonaron. Dennis Fritz sabía que Ron necesitaba estabilizarse. Le propuso que se fuera a vivir con él en Kansas City. Él controlaría la medicación y la dieta, lo obligaría a hacer ejercicio y a dejar de beber y fumar. Dennis había descubierto la alimentación sana, las vitaminas, los suplementos, los tés de hierbas y cosas parecidas y quería que su amigo también lo hiciera. Pasaron semanas hablando del traslado, pero al final Annette no dio su visto bueno.

Greg Wilhoit, que ahora ya se había convertido en todo un californiano y en un ferviente partidario de la abolición de la pena capital, le suplicó a Ronnie que se trasladara a Sacramento, donde la vida era más fácil y tranquila y podría olvidar el pasado. A Ron le encantó la idea, pero le hacía más gracia hablar de ello que hacerlo.

Bruce Leba localizó a Ron y le ofreció una habitación, cosa que ya había hecho en varias ocasiones en el pasado. Annette dio su visto bueno y Ron se fue a vivir con Bruce, que por entonces trabajaba como camionero. Ron viajaba en el asiento del copiloto, disfrutando de la libertad y los espacios abiertos de las carreteras.

Annette vaticinó que el arreglo no duraría más tres meses, promedio habitual de Ron, que no tardaba en aburrirse de todas las rutinas y todos los lugares. Y, en efecto, a los tres meses él y Bruce discutieron por algo que después ninguno de los dos logró recordar. Ron regresó a Tulsa, se instaló unas semanas en casa de su hermana y después alquiló una pequeña suite de hotel por tres meses.

En 2002, dos años después de la puesta en libertad de Dennis y Ron y casi diecinueve después del asesinato, la policía dio por terminada la investigación. Pasaron otros dos años antes de que Glen Gore fuera sacado de la prisión de Lexington y enviado a juicio por el asesinato de Debbie Carter.

Por diversas razones, Bill Peterson no se encargó de la acusación del caso. Ponerse delante del jurado y señalar con el dedo al acusado para decirle «Glen Gore, usted merece morir por lo que le hizo a Debbie Carter» habría resultado poco menos que patético, vista su anterior metedura de pata. Peterson alegó conflicto de intereses, pero mandó a su ayudante Chris Ross para que tomara notas.

Desde Oklahoma City enviaron un fiscal especial, Richard Wintory, el cual, provisto de los resultados del ADN, consiguió un fácil veredicto de culpabilidad. Tras oír los detalles del largo y violento historial delictivo de Gore, el jurado no tuvo problemas en recomendar la pena de muerte.

Dennis se negó a seguir el juicio, pero Ron no pudo ignorarlo. Cada día llamaba al juez Landrith y le decía: «¡Tommy, tienes que echarle el guante a Ricky Joe Simmons!», «¡Tommy, olvídate de Gore! ¡El asesino es Ricky Joe Simmons!».

Una residencia llevaba a la otra. Cuando se aburría de un nuevo lugar o abusaba de la hospitalidad de alguien, empezaban las llamadas telefónicas y Annette corría a buscarle un nuevo centro. Después lo ayudaba a hacer las maletas y el traslado. Algunas residencias apestaban a desinfectante y muerte inminente, mientras que otras eran cálidas y acogedoras.

Se encontraba en una muy agradable de la ciudad de Howe cuando la doctora Susan Sharp le hizo una visita. Ron llevaba semanas sin beber y se sentía muy bien. Ambos se dirigieron en coche a un parque a orillas de un lago cerca de la ciudad y dieron un paseo. Era un día sin nubes, de aire fresco y tonificante.

«Era como un chiquillo —diría la doctora Sharp—. Contento de poder estar fuera bajo el sol en un día precioso».

Cuando no bebía y tomaba la medicación, era muy agradable estar con él. Aquella noche ambos «se citaron» para cenar en un cercana churrasquería. Ron se enorgulleció de poder invitar a una chica tan simpática a cenar.