Las absoluciones de Ron Williamson y Dennis Fritz concentraron la atención nacional en Ada. Al romper el alba del 15 de abril, los juzgados se vieron rodeados por furgonetas de noticiarios, camiones de televisión vía satélite, fotógrafos, cámaras y reporteros. Los habitantes de la ciudad se acercaron sorprendidos por el alboroto y ansiosos por verlo todo. Tantas disputas se habían producido por los asientos de la sala que el juez Landrith se vio obligado a improvisar una especie de sorteo para los reporteros y a dejar que los cables de los camiones de la televisión pasaran por la ventana de su despacho.
Un numeroso grupo de cámaras que esperaba a la entrada de la prisión rodeó a los dos reclusos cuando éstos salieron. Ron vestía chaqueta, camisa y corbata y unos pantalones que Annette le había comprado a toda prisa; los zapatos nuevos le apretaban demasiado y le estaban destrozando los pies. La madre de Dennis le había llevado un traje, pero él prefería la ropa de calle que le habían permitido ponerse durante sus últimos años en la cárcel. Ambos efectuaron su último paseo esposados, sonriendo y bromeando con los reporteros.
Annette y Renee llegaron muy temprano y ocuparon sus habituales asientos en la primera fila detrás de la mesa de la defensa. Se tomaron de la mano y rezaron, lloraron y hasta consiguieron reírse un par de veces. Era demasiado pronto para celebrarlo. Las acompañaban sus hijos, otros familiares y algunos amigos. Wanda y Elizabeth Fritz estaban sentadas muy cerca de ellas, tomadas también de la mano y hablando en emocionados susurros. La sala se llenó rápidamente. La familia Carter estaba sentada al otro lado del pasillo, dispuesta a presenciar una nueva vista, ya que el Estado fracasaba en hacer justicia a la trágica muerte de su hija. Diecisiete años después del asesinato de Debbie, los primeros dos acusados y asesinos convictos estaban a punto de quedar en libertad.
Los asientos se llenaron enseguida y el público empezó a amontonarse a lo largo de las paredes. El juez Landrith había autorizado la presencia de las cámaras y había mandado colocar a los fotógrafos y reporteros en la tribuna del jurado, donde se sentaron apretujadamente en sillas plegables. Había policías y agentes del sheriff por todas partes. Las medidas de seguridad eran muy estrictas. Se habían recibido llamadas y amenazas anónimas contra Ron y Dennis. La sala estaba de bote en bote y la tensión era palpable.
Los detectives Dennis Smith y Gary Rogers no acudieron.
Llegaron los abogados, Mark, Sara y Barry Scheck por la defensa, y Bill Peterson, Nancy Shew y Chris Ross por la acusación. Hubo sonrisas y apretones de manos. La acusación «se adhería» a la petición de sobreseimiento. Se trataba de un esfuerzo común para enderezar un entuerto, un ejemplo de colaboración a fin de resolver una injusticia tan involuntaria como flagrante. Una gran familia feliz. Todo el mundo tenía que congratularse y enorgullecerse de un sistema judicial que funcionaba tan maravillosamente bien.
Ron y Dennis fueron conducidos a la sala y les quitaron las esposas por última vez. Los acomodaron detrás de sus abogados, muy cerca de sus respectivas familias. Ron miraba al frente y apenas veía nada. En cambio, Dennis miraba a la gente y veía expresiones sombrías y rostros severos. La mayoría de los presentes no parecía alegrarse ante la perspectiva de su puesta en libertad.
El juez Landrith ocupó el estrado, saludó a todo el mundo y puso rápidamente manos a la obra. Pidió a Peterson que llamara a su primer testigo. Mary Long, jefa de la unidad del ADN en el OSBI, subió al estrado y refirió brevemente el proceso de las pruebas. Mencionó los distintos laboratorios que habían cotejado el cabello y el semen recogidos en la escena del crimen con las muestras de los sospechosos.
Ron y Dennis empezaron a sudar. Pensaban que la vista duraría sólo unos minutos, lo necesario para que el juez anulara sus condenas y los enviara a casa. Pero al parecer la cosa iba para largo. Ron se agitó en su asiento y murmuró:
—¿Pero qué coño pasa?
Sara Bonnell le garabateó una nota para asegurarle que todo iba bien.
Dennis estaba hecho un manojo de nervios. ¿Adónde llevarían todas aquellas declaraciones? ¿Y si había una sorpresa de último momento? Sus anteriores visitas a aquella sala habían sido una pesadilla. Evocó los dolorosos recuerdos de los testigos perjuros y de los petrificados rostros del jurado y de Peterson, solicitando la pena de muerte. Dennis volvió a mirar alrededor y, una vez más, no vio demasiados partidarios de su causa.
Mary Long pasó al tema más importante. Se habían analizado diecisiete pelos recogidos en el escenario del delito —trece de vello pubiano, cuatro del cuero cabelludo—. Diez de ellos se habían recogido en la cama. Dos en las bragas desgarradas, tres en la pequeña toalla introducida en la boca de la víctima, dos debajo de su cuerpo.
Sólo cuatro de los diecisiete coincidían con un perfil de ADN. Dos pertenecían a Debbie y ninguno a Ron o Dennis.
Long declaró que las muestras de semen recogidas en la cama, las bragas desgarradas y la propia víctima habían sido analizadas previamente y, como es natural, Ron y Dennis habían sido descartados. Dicho lo cual, se retiró del estrado.
En 1988, Melvin Hett había declarado que, de los diecisiete pelos y cabellos, trece eran «microscópicamente compatibles» con el cabello de Dennis y cuatro con el de Ron. Había incluso una «coincidencia». Además, en su tercer y último informe, presentado cuando ya se había iniciado el juicio contra Dennis, Hett excluía a Glen Gore de los análisis capilares. Su experta declaración fue la única prueba material «convincente» que pudo ofrecer la acusación contra Dennis y Ron e influyó mucho en sus condenas.
Las pruebas del ADN revelaron que un cabello encontrado debajo del cuerpo y un pelo pubiano recogido en la cama los había dejado Glen Gore. Además, también se había analizado el semen recogido en el frotis vaginal durante la autopsia. Su fuente era Glen Gore.
El juez Landrith ya lo sabía, pero lo había mantenido en secreto hasta que se celebrara la vista. Con su permiso, Bill Peterson anunció los hallazgos sobre Glen Gore ante una conmocionada sala.
—Señoría —dijo el fiscal—, éste es un momento muy duro para el sistema de justicia penal. Este asesinato ocurrió en 1982 y fue juzgado en 1988. En aquellos momentos disponíamos de unas pruebas que presentamos al jurado. Se declaró culpables a Dennis Fritz y Ron Williamson por unas pruebas que, a mi juicio y en aquel momento, eran abrumadoras.
Sin mencionar cuáles habían sido exactamente aquellas pruebas tan abrumadoras de once años atrás, se fue por las ramas explicando cómo las posteriores pruebas del ADN habían desvirtuado buena parte de todo lo que él había creído al principio. Basándose en las actuales pruebas, solicitó que se aceptara la petición de sobreseimiento y volvió a sentarse.
Peterson no hizo el menor comentario conciliador ni pronunció palabras de pesadumbre. Tampoco reconoció los errores cometidos, y desde luego no pidió disculpas.
Lo menos que esperaban Ron y Dennis era que alguien pidiera perdón. Les habían robado doce años de sus vidas tanto a causa de una acusación contraria a derecho como al error humano y la arrogancia. La injusticia que habían sufrido se habría podido evitar, y lo menos que ahora podía ofrecerles el listado era una sincera disculpa.
Eso jamás llegaría a ocurrir, y con el tiempo se convirtió en una herida abierta que nunca cicatrizaría.
El juez Landrith hizo algunos comentarios acerca de la injusticia de todo lo ocurrido y pidió a Ron y Dennis que se levantaran. Anunció que todas las acusaciones quedaban desestimadas y que, a partir de ese momento, eran hombres libres. Hubo aplausos y vítores por parte de algunos espectadores; pero la mayoría no estaba de humor para celebrarlo. Annette y Renee abrazaron a sus hijos y familiares y rompieron a llorar de emoción. A continuación, Ron pasó por delante de la tribuna del jurado, salió por una puerta lateral, bajó la escalera y se asomó fuera por una puerta lateral del edificio. Se llenó los pulmones de aire fresco y encendió un cigarrillo, el primero de un millón en el mundo libre, y lo agitó jubilosamente delante de una cámara. La fotografía se publicó en docenas de periódicos.
A los pocos minutos regresó a la sala. Él y Dennis, sus familias y abogados, se apretujaron todos juntos, posaron para las cámaras y contestaron a las preguntas de una horda de reporteros. Mark Barrett había llamado a Greg Wilhoit para que regresara a Oklahoma para celebrar el gran día. Cuando Ron vio a Greg, ambos se fundieron en un abrazo como hermanos.
—¿Qué tal se siente, señor Williamson? —preguntó un reportero.
—¿A propósito de qué? —replicó Ron. Y añadió—: Pues siento que los pies me están matando. Estos zapatos me van demasiado estrechos.
Las preguntas se prolongaron por espacio de una hora a pesar de que estaba prevista una rueda de prensa para más tarde.
Impresionada, Peggy abandonó la sala sostenida por sus hijas y hermanas. La familia de Debbie Carter no había sido informada acerca de Glen Gore. Ahora volvían a estar a la espera de otro juicio y tan lejos de la justicia como antes. Estaban todos perplejos; casi toda la familia seguía pensando que Fritz y Williamson eran culpables, pero ¿qué pintaba allí Gore?
Al final, Ron y Dennis se dirigieron a la salida mientras todos sus pasos quedaban debidamente grabados e inmortalizados. La gente bajó muy despacio por la escalera y salió por la entrada principal. Ellos se demoraron un momento, ya como hombres libres, para empaparse de sol y aire fresco.
Los habían puesto en libertad, eran libres, estaban exculpados de todos los cargos y, sin embargo, nadie les había presentado una disculpa, ni siquiera les habían ofrecido una indemnización… ni una pizca de ayuda de ningún tipo.
Ya era hora de almorzar. El sitio preferido de Ron era la Bob’s Barbecue, al norte de la ciudad. Annette llamó y reservó varias mesas; las necesitarían porque el séquito era cada vez más numeroso.
Aunque le quedaban muy pocos dientes y a cualquier otra persona le habría resultado difícil comer con tantas cámaras pegadas a la cara, Ron devoró un plato de chuletas de cerdo y pidió más. A pesar de que nunca había disfrutado demasiado de la comida, consiguió saborear el momento. Fue amable con todo el mundo, dio las gracias a los desconocidos que se detenían para darle ánimos, abrazó a quienes quisieron abrazarlo y habló con todos los reporteros que se le acercaron.
Él y Dennis no cesaban de sonreír, incluso con la boca llena.
La víspera, Jim Dwyer, un reportero del Daily News de Nueva York, y Alexandra Pelosi, del Dateline de la NBC, se desplazaron a Purcell para entrevistar a Glen Gore. Éste sabía que las cosas en Ada se estaban caldeando y que él acabaría convertido rápidamente en el principal sospechoso. Pero, curiosamente, el personal de la prisión no opinaba lo mismo.
Gore había oído decir que muchos forasteros lo estaban buscando y suponía que eran abogados o representantes de la ley, gente que él prefería evitar. Hacia el mediodía, dejó su trabajo de limpieza de zanjas en Purcell y huyó. Encontró un bosque y recorrió varios kilómetros a pie hasta que tropezó con una carretera e hizo autostop en la dirección de Ada.
Cuando Ron y Dennis se enteraron de la huida de Gore, se partieron de risa. Debía de ser culpable.
Después de un prolongado almuerzo, el grupo Fritz-Williamson se desplazó hasta el pabellón del Wintersmith Park de Ada para la rueda de prensa. En compañía de sus abogados, Ron y Dennis se sentaron a una larga mesa y miraron a las cámaras. Scheck habló del Proyecto Inocencia y de su labor en favor de la liberación de quienes hubieran sido injustamente declarados culpables. A Mark Barrett le preguntaron cómo era posible que hubiera ocurrido semejante injusticia, y él contó entonces la larga historia de una acusación equivocada: los cinco años de espera, la lenta y dudosa actuación policial, los chivatos, las pruebas insostenibles. Casi todas las preguntas iban dirigidas a los recién estrenados inocentes. Dennis dijo que pensaba regresar a Kansas City y pasar todo el tiempo posible con Elizabeth; a su debido tiempo, ya pensaría qué iba a hacer con el resto de su vida. Ron no tenía ningún plan inmediato como no fuera el de largarse de Ada.
Después se incorporaron al grupo Greg Wilhoit y Tim Durham, de Tulsa, otro exculpado de Oklahoma. Tim había pasado cuatro años en la cárcel por una violación que no había cometido, hasta que el Proyecto Inocencia le facilitó la exculpación mediante la prueba del ADN.
En la audiencia federal de Muskogee, Jim Payne, Vicky Hildebrand y Gail Seward contuvieron discretamente su profunda satisfacción. No organizaron ninguna fiesta para celebrarlo —su tarea en el asunto Williamson ya tenía cuatro años de antigüedad y ahora estaban ocupados en otros casos urgentes—, pero hicieron una breve pausa para disfrutar el momento. Mucho antes de que el ADN hubiera aclarado las cosas, ellos habían descubierto la verdad siguiendo el antiguo método del raciocinio sistemático y, al hacerlo así, habían salvado la vida a un inocente.
El juez Seay tampoco presumió demasiado. Una absolución siempre es gratificante, pero él tenía muchos juicios pendientes. Sencillamente había cumplido con su deber, eso era todo. Aunque a Ron le habían fallado los anteriores jueces, Frank Seay comprendía el sistema y conocía sus defectos. A menudo la verdad era muy difícil de encontrar, pero él siempre estaba dispuesto a buscarla y sabía qué camino seguir.
Mark Barrett le pidió a Annette que buscara un lugar para la rueda de prensa y tal vez una pequeña recepción, un detalle simpático a modo de bienvenida a casa en honor de Ron y Dennis. Ella conocía el lugar más indicado: la sala de la hermandad de su iglesia, la misma iglesia en que había crecido Ron, la misma en que ella había tocado el piano y el órgano durante los últimos cuarenta años.
La víspera, había llamado a su pastor para pedirle permiso y preparar los detalles. Este dudó un poco y dijo que tenía que consultarlo con el consejo parroquial. Annette intuyó problemas y se dirigió a la iglesia. Al llegar allí, el pastor le explicó que los consejeros habían dicho que la iglesia no debería utilizarse para un acto de esa naturaleza, y que él compartía esa opinión. Annette se sorprendió y preguntó por qué.
Podría desatarse la violencia, adujo el pastor. Había habido amenazas contra Ron y Dennis y las cosas podrían desmandarse. La ciudad era un hervidero de comentarios, y la mayoría de la gente no estaba contenta con el sobreseimiento. Por parte de los Carter había unos cuantos tipos duros y la verdad es que la cosa podía acabar mal.
—Pero la iglesia se ha pasado doce años rezando por Ronnie —le recordó ella.
—En efecto, y lo seguirá haciendo. Pero hay muchas personas que lo siguen considerando culpable. Es una cuestión demasiado polémica. La iglesia podría resultar mancillada. Lo siento, pero la respuesta es no.
Annette se enfureció y el pastor trató de consolarla, pero ella se marchó airada.
Llamó a Renee. En cuestión de minutos Gary partió hacia Ada, a unas tres horas de carretera de su casa cerca de Dallas. Gary fue directamente a la iglesia y se enfrentó con el pastor, pero éste se mantuvo firme: era un riesgo demasiado grande.
—Ron estará aquí el domingo —dijo Gary—. ¿Lo recibirá?
—No —contestó el pastor.
La fiesta se organizó en casa de Annette, donde se sirvió la cena en medio de un constante ir y venir de amigos. Una vez lavados los platos, todos se reunieron en la solana donde se formó espontáneamente un coro de gospel. Barry Scheck, un judío de Nueva York, escuchó una música que jamás en su vida había escuchado y trató tímidamente de unirse a los cantos. Allí estaba Mark Barrett; era un momento de extraordinario orgullo para él. Sara Bonnell, Janet Chelsey y Kim Marks cantaron con todos los demás. Greg Wilhoit y su hermana Nancy también estaban presentes. Los Fritz —Dennis, Elizabeth y Wanda— estuvieron todo el rato juntos, sin separarse ni un momento.
—Aquella noche todo el mundo se quedó por allí para asistir a la fiesta en casa de Annette —dijo Renee—. Hubo comida, cantos y risas. Annette tocó el piano, Ronnie, la guitarra y los demás cantamos canciones de todo tipo. Todo el mundo cantó, batió palmas y se lo pasó muy bien. A las diez en punto se hizo el silencio para ver las noticias de la televisión. Nos sentamos en la solana ocupándolo todo de pared a pared, esperando escuchar la noticia que tantos años llevábamos esperando: ¡que mi hermano menor Ronald Keith Williamson no sólo había sido puesto en libertad, sino que además era inocente! A pesar de la alegría y el alivio que sentíamos, todos vimos la tristeza que reflejaban los ojos de Ronnie después de tantos años de tormentos y malos tratos.
Volvieron a celebrarlo tras escuchar el reportaje del telediario. Cuando éste finalizó, Mark Barrett, Barry Scheck y otros invitados se retiraron. Les esperaba un día muy largo.
Aquella misma noche sonó el teléfono y Annette contestó. Un comunicante anónimo dijo que el Ku Klux Klan andaba por la zona buscando a Ronnie. Uno de los rumores más sonados del día era que alguien del entorno de los Carter había contratado al KKK para liquidar a Ron y Dennis, pues ahora el Klan había entrado en el negocio de los asesinatos a sueldo. Se registraban vestigios de su actividad en el sudeste de Oklahoma, pero habían pasado décadas sin que nadie le atribuyera un asesinato. La racista organización no solía meterse con los blancos, pero, en el ardor del momento, el Klan era la banda organizada que mejor podía acometer semejante crimen.
La llamada fue muy inquietante y Annette se lo contó en voz baja a Renee y Gary. Los tres se tomaron la amenaza muy en serio, pero prefirieron ocultársela a Ronnie.
—La noche más feliz de nuestras vidas no tardó en convertirse en la más terrorífica —dijo Renee—. Decidimos avisar a la policía de Ada. Allí nos dijeron que no enviarían a nadie y que ellos no podían hacer nada a menos que ocurriera algo. ¿Cómo pudimos ser tan ingenuos para pensar que nos brindarían protección? Presa del pánico, corrimos a bajar persianas y atrancar puertas y ventanas. Estaba claro que nadie podría dormir, pues teníamos los nervios a flor de piel. Nuestro yerno se preocupó por el peligro que pudieran correr su mujer y el bebé. Nos reunimos para rezar y pedirle al Señor que enviara a sus ángeles para que protegieran nuestra casa. La noche transcurrió sin incidentes. El Señor escuchó una vez más nuestras oraciones. Recordando ahora aquella noche, casi da risa pensar que nuestro primer pensamiento fue llamar a la policía de Ada.
Ann Kelley del Ada Evening News pasó todo el día cubriendo los acontecimientos. Aquella noche recibió una llamada de Chris Ross, el fiscal de distrito adjunto. Ross estaba muy molesto y se quejaba de que se estuviera difamando tanto a la fiscalía y la policía.
Nadie asumía su parte de la historia.
Por la mañana, al comienzo de su primer día de libertad, Ron y Dennis, junto con sus abogados Mark Barrett y Barry Scheck, se dirigieron al Holiday Inn de la zona, donde un equipo de la NBC los esperaba. Todos aparecieron en directo en el programa Today, entrevistados por Matt Laurer.
La historia estaba adquiriendo impulso y casi todos los periodistas seguían en Ada, entrevistando a cualquiera remotamente relacionado con el caso o a personas implicadas en el mismo. La fuga de Gore era una magnífica trama secundaria.
El grupo —los exculpados, las familias y los abogados— se desplazó a Norman. Se detuvieron en la Oficina para la Defensa de Insolventes para una breve celebración. Ron pronunció unas palabras y dio las gracias a aquellos que tanto habían trabajado para proteger sus derechos y conseguir finalmente su libertad. Después se fueron a toda prisa a Oklahoma City para grabar una entrevista en Inside Edition y otra para un programa llamado Burden of Proof.
Los abogados Scheck y Barrett estaban tratando de reunirse con el gobernador y los principales legisladores a fin de solicitar una legislación que facilitara las pruebas del ADN y contemplara una indemnización para los condenados injustamente. A continuación, el grupo se dirigió a la Asamblea Legislativa del Estado para estrechar manos y conceder otra rueda de prensa. El momento fue de lo más oportuno: todos los medios de difusión del país los estaban siguiendo. El gobernador tenía mucho trabajo, así que envió a uno de sus principales abogados, un tipo muy ingenioso que hizo suya la idea de que Ron y Dennis se reunieran con los miembros del Tribunal Penal de Apelaciones de Oklahoma. No estaba claro qué se esperaba de aquella reunión, pero el resentimiento era sin duda una posibilidad. Sin embargo, era un viernes por la tarde y los jueces también estaban casualmente muy ocupados. Sólo uno se atrevió a salir de su despacho para saludarlos, aunque rehusó hacer declaraciones. No formaba parte del Tribunal cuando éste había revisado y ratificado las condenas de Fritz y Williamson.
Durante el regreso a Ada con Annette al volante, Ron iba en el asiento de atrás para variar. Sin esposas, sin traje a rayas de presidiario, sin que un agente de policía lo vigilara. Se imbuyó de la campiña, las granjas, los dispersos pozos petrolíferos y las suaves lomas del sureste de Oklahoma.
Deseaba marcharse de allí.
—Fue casi como tener que volver a conocerlo de nuevo tras haber pasado tanto tiempo separados —declaró Renee—. El día siguiente de su puesta en libertad fue muy emotivo. Le dije que tuviera un poco de paciencia con nosotros, que teníamos muchas preguntas que hacerle y queríamos saber cómo había sido su vida en el corredor de la muerte. Fue un encanto y se pasó horas contestando a nuestras preguntas. Le pregunté qué eran todas esas cicatrices que tenía en los brazos. Y él me contestó: «Estaba tan deprimido que me senté y me corté las venas». Le preguntamos cómo era su celda, que si la comida era digerible y cosas así. Al final, agotado, nos miró y dijo: «Preferiría no hablar más de eso. Cambiemos de tema».
»Y en adelante así lo hicimos. Él se sentaba en el patio de la casa de Annette, cantaba y tocaba la guitarra. Lo oíamos desde dentro y yo apenas podía reprimir las lágrimas al pensar en todo lo que había sufrido. A veces abría el frigorífico y se quedaba mirando, sin decidir qué comer. Se sorprendía de que hubiera tanta comida y, sobre todo, de que él pudiera comer todo lo que quisiera. Otras veces se acercaba a la ventana de la cocina y comentaba con asombro lo bonitos que eran nuestros coches, y añadía que de algunos modelos ni siquiera había oído hablar. Un día mientras íbamos en coche, comentó lo curioso que le parecía ver a la gente caminando y corriendo por ahí, ocupada en sus asuntos cotidianos».
Ron estaba muy emocionado con la idea de regresar a la iglesia. Annette no le había mencionado el incidente con el pastor. Mark Barrett y Sara Bonnell habían sido invitados; Ron quería tenerlos a su lado. Todo el grupo de los Williamson asistió al servicio dominical y ocupó la primera fila. Annette se sentó al órgano como siempre y, cuando empezó a tocar el primer himno, uno de esos tan pegadizos, Ron se levantó, empezó a batir palmas y a cantar con una sonrisa en los labios, impregnado del espíritu que lo rodeaba.
Durante los anuncios, el pastor no comentó el regreso de Ron, pero, a lo largo del servicio, consiguió decir que Dios amaba a todo el mundo, incluso a Ronnie.
Annette y Renee estaban furiosas.
Un servicio de culto pentecostal no está hecho para los tímidos, por lo que, cuando la música empezó a sonar y los presentes se pusieron a cantar, un puñado de feligreses se acercó a Ron para saludarlo y darle la bienvenida. Pero fueron muy pocos. Los restantes buenos cristianos miraron con rabia al asesino que tenían en su congregación.
Aquel domingo Annette abandonó la iglesia para jamás regresar.
La edición dominical del periódico de Ada publicaba un reportaje en primera plana con el titular «La fiscalía defiende su actuación». Lo acompañaba una muy solemne fotografía de Bill Peterson en un estrado, en plena actuación.
Por razones obvias, no le habían sentado nada bien las repercusiones de las absoluciones y quería justificarse ante el pueblo de Ada. No le habían reconocido el mérito de haber protegido a Ron y Dennis; el largo reportaje de Ann Kelley no era más que un embarazoso berrinche de un fiscal agraviado a quien más le hubiera valido mantener la boca cerrada.
Bill Peterson, fiscal de distrito del condado de Pontotoc, señala que los abogados de Ron Williamson y Dennis Fritz se están llevando injustamente todo el mérito de las pruebas del ADN que determinaron la liberación de sus clientes.
Aprovechando toda la cuerda que Ann Kelley le ofrecía para ahorcarse, Peterson contaba con detalle la historia de las pruebas del ADN. Lanzaba miserables ataques contra Mark Barrett y Barry Scheck y no perdía ninguna oportunidad para darse a sí mismo una palmada en la espalda. ¡Las pruebas del ADN habían sido idea suya!
Pero no reconoció que había dado su visto bueno a las pruebas del ADN para poder clavar los ataúdes de Ron y Dennis. Absolutamente convencido de su culpabilidad, supuso que las pruebas favorecerían a la acusación. Ahora que los resultados habían demostrado lo contrario, exigía que se le reconociera el mérito de haber sido tan buen chico.
Continuaba despotricando a lo largo de varios párrafos e incluso hacía varias y siniestras insinuaciones sobre otros sospechosos y sobre el hallazgo de nuevas pruebas.
Peterson declaró que, si se descubrieran nuevas pruebas que vincularan a Fritz y Williamson con el asesinato, la disposición legal que impide que una persona pueda ser juzgada dos veces por el mismo delito, no sería aplicable en este caso y ambos podrían ser llevados nuevamente a juicio.
Añadió que hace poco se han reanudado las investigaciones y que Glen Gore no es el único sospechoso. El reportaje terminaba con dos asombrosas reflexiones de Peterson.
Hice lo que debía cuando los envió a juicio en 1988. Y al recomendar que se anularan sus condenas, hice lo que legal, moral y éticamente era correcto hacer, dadas las actuales pruebas de que esta fiscalía dispone.
Se guardaba mucho de decir que su ética y moral aceptación del sobreseimiento se había producido casi cinco años después de que Ron casi fuese ejecutado y cuatro años después de que él mismo hubiera reprendido públicamente al juez Seay por su decisión de celebrar un nuevo juicio. Peterson se había encargado humildemente de que Ron y Dennis pasaran doce años en la cárcel, siendo inocentes.
La parte más censurable del reportaje era el siguiente comentario de Peterson, debidamente destacado en la primera plana:
La palabra inocente jamás ha salido de mis labios en relación con Williamson y Fritz. Todo esto no demuestra su inocencia. Significa simplemente que no puedo acusarlos con las pruebas de que actualmente dispongo.
Al cabo de sólo cuatro días de libertad, Ron y Dennis se sentían todavía muy frágiles y vulnerables, y el reportaje los asustó. ¿Por qué se empecinaba tanto Peterson? Ya los había condenado una vez, y ahora quería volver a hacerlo.
Nuevas pruebas, pruebas antiguas, ausencia de pruebas. Daba igual. Ellos habían pasado doce años entre rejas sin haber matado a nadie. Pero en el condado de Pontotoc las pruebas no eran un factor.
El reportaje suscitó las iras de Mark Barrett y Barry Scheck, por lo que ambos redactaron unas largas refutaciones para enviar al periódico. No obstante, en el último momento tomaron la sabia decisión de esperar y, pocos días después, comprobaron que pocas personas prestaban atención a la rabieta de Peterson.
El domingo por la tarde, Ron y Dennis en compañía de sus allegados fueron a Norman a petición de Mark Barrett. Por puro azar, Amnistía Internacional había organizado su concierto anual de rock para recaudar fondos. Había una multitud en un anfiteatro al aire libre. El ambiente era cálido y soleado.
Entre canción y canción, Mark Barrett tomó la palabra y después presentó a Ron, Dennis, Greg y Tim Durham. Cada uno de ellos habló unos pocos minutos, contando su terrible experiencia. Aunque estaban nerviosos y jamás habían hablado en público, los cuatro tuvieron el valor de hablar desde lo más hondo de su corazón. El público se prendó de ellos.
Cuatro hombres, cuatro hombres blancos pertenecientes a familias honradas, habían sido maltratados y encarcelados por el sistema judicial. Entre los cuatro sumaban treinta y tres años de prisión. El mensaje estaba claro: mientras no se modificara el sistema judicial, eso podría ocurrirle a cualquiera.
Después de su intervención, los cuatro se quedaron en el anfiteatro, escuchando la música, tomando helado y disfrutando del sol y la libertad. Bruce Leba apareció y se fundió en un abrazo con su antiguo compañero. Bruce no había asistido al juicio de Ronnie y tampoco le había escrito a la cárcel. Se sentía culpable y ahora quería pedirle sinceramente perdón a su mejor amigo del instituto. Ron se apresuró a perdonarlo.
Estaba dispuesto a perdonar a todo el mundo. El embriagador perfume de la libertad borraba los viejos rencores y deseos de venganza. Se había pasado doce años soñando con una colosal demanda contra todos los que tanto daño le habían causado, pero ahora todo aquello era historia. No quería volver a vivir más pesadillas.
Los medios de difusión no se cansaban de difundir sus historias. Los focos se centraban sobre todo en Ron. Por el hecho de ser un blanco de una ciudad blanca, arrestado por policías blancos, acusado por un fiscal blanco y declarado culpable por un jurado blanco, se convirtió en el personaje preferido de todos los reporteros y periodistas. Semejantes abusos podían ser frecuentes entre los pobres y las minorías étnicas, pero no entre los ciudadanos normales de una pequeña ciudad.
Su prometedora carrera deportiva, la espantosa caída en la locura en el corredor de la muerte, la experiencia de haber estado a punto de ser ejecutado, la torpeza de la policía que tenía al obvio asesino delante de sus narices… la historia era muy jugosa y ofrecía múltiples sesgos.
En el despacho de Barrett se recibían peticiones de entrevistas procedentes de todo el mundo.
Tras pasar seis días huido, Glen Gore se entregó. Se puso en contacto con un abogado de Ada, el cual llamó a la policía y tomó todas las disposiciones necesarias. Mientras preparaba su entrega, Gore manifestó su deseo de no quedar en manos de las autoridades de Ada.
No habría tenido que preocuparse. Quienes habían fallado tan estrepitosamente en el desempeño de sus funciones no estaban pidiendo a gritos el regreso de Gore a Ada y el comienzo de otro juicio. Necesitaban tiempo para sanar sus maltrechos egos. Peterson y la policía se escudaban en su postura oficial: la investigación se había reabierto y ellos trabajaban con denuedo para descubrir al asesino o asesinos de Debbie Carter. Gore no era más que una simple pieza en aquel complejo caso.
El fiscal y la policía jamás podrían reconocer su error y por eso se empecinaban tozudamente en su creencia de que, a lo mejor, tenían razón. Con suerte, otro drogadicto entraría tambaleándose en la comisaría y confesaría o bien implicaría a Ron y Dennis. Con suerte aparecería un buen chivato. Con suerte, podrían arrancarle otra confesión de un sueño a algún testigo o sospechoso.
Al fin y al cabo, estaban en Ada. Puede que una buena y sólida labor policial consiguiera descubrir toda suerte de nuevas pistas.
Y Ron y Dennis no habían sido descartados del todo.