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Tom Landrith era un nativo del condado de Pontotoc de tercera generación. Había estudiado en el instituto de Ada y jugado en dos equipos de fútbol americano ganadores del campeonato estatal. Su colegio universitario y su Facultad de Derecho pertenecían a la Universidad de Oklahoma. Tras su ingreso en el Colegio de Abogados, se instaló en su ciudad natal y se incorporó a un pequeño bufete jurídico. En 1994 optó al cargo de juez de distrito y derrotó sin dificultad a G. C. Mayhue, que había derrotado a su vez a Ronald Jones en 1990.

El juez Landrith conocía muy bien a Ronald Williamson y el caso Carter. Cuando el Décimo Circuito ratificó el fallo del juez Seay, supo que el asunto volvería a su sala de justicia en Ada. Tal como suele ocurrir en una pequeña ciudad, a principios de los ochenta había defendido a Ron, acusado de conducción en estado de embriaguez; ambos habían jugado brevemente en el mismo equipo de sófbol; Landrith había jugado en el equipo de fútbol americano del instituto con Johnny Carter, tío de Debbie; y Landrith y Bill Peterson eran viejos amigos. Durante el juicio por asesinato contra Ron en 1988, Landrith había estado presente varias veces en la sala como espectador. Y, naturalmente, conocía muy bien a Barney Ward.

Aquello era Ada y todo el mundo conocía a todo el mundo.

Landrith era un juez muy apreciado; simpático y campechano, pero muy estricto en su tribunal. Aunque nunca había estado plenamente convencido de la culpabilidad de Ron, tampoco lo estaba de su inocencia. Como la mayoría en Ada, siempre había pensado que le faltaba un tornillo. No obstante, deseaba encargarse de que su segundo juicio se desarrollara plenamente conforme a derecho.

El crimen ya había cumplido quince años y aún no se había resuelto. El juez Landrith apreciaba mucho a los Carter y le dolía su sufrimiento. Ya era hora de que se aclarara el asunto.

El domingo 13 de junio de 1997, Ron Williamson abandonó McAlester para jamás regresar. Dos agentes del sheriff del condado de Pontotoc lo acompañaron al hospital estatal de Vinita. El sheriff Jeff Glasé declaró a un periódico local que el preso se comportaba correctamente.

—Nos dicen que no ha armado escándalo —dijo—. Claro que cuando llevas esposas y grilletes y una camisa de fuerza, poco puedes hacer para armar alboroto.

Era la cuarta vez que Ron ingresaba en aquel hospital. Lo sometieron a evaluación y un tratamiento especial para que, en su momento, pudiera comparecer ante un tribunal.

El juez Landrith fijó el juicio para el 28 de julio, pero después lo aplazó hasta que los médicos acabaran con la evaluación del estado de Ron. Aunque Bill Peterson había dado su conformidad a dicha evaluación, dejó bien clara su postura al respecto. En una carta a Mark Barrett decía: «Mi opinión personal es que estaba en pleno uso de sus facultades mentales según la ley de Oklahoma. Su comportamiento escandaloso durante el juicio no era más que estallidos de cólera e impotencia». Y: «En la cárcel siempre se comportó razonablemente».

Bill estaba encantado con la prueba del ADN. Jamás había dudado de la culpabilidad de Williamson, y ahora se demostraría gracias a la infalibilidad de la ciencia. Él y Mark Barrett intercambiaron cartas y discutieron los detalles —qué laboratorio, quién pagaría qué, cuándo empezarían las pruebas—, pero ambos estaban de acuerdo en la utilidad de la prueba, aunque por muy diferentes motivos.

Ron se había estabilizado y se portaba mejor. Cualquier sitio, incluso un hospital, era una mejora en comparación con McAlester. El manicomio disponía de varias secciones y a él lo colocaron en la de seguridad, con barrotes en las ventanas y alambre de púas en la valla del patio. Las habitaciones eran pequeñas, antiguas e insulsas, y la sección estaba llena de pacientes. Ron tenía suerte de disponer de una habitación; otros dormían en camas en los pasillos. Fue examinado por el doctor Curtis Grundy, el cual confirmó su incapacidad mental. Ron comprendía la naturaleza de las acusaciones formuladas contra él pero no estaba en condiciones de colaborar con sus abogados. Grundy le escribió al juez Landrith, para señalar que con un tratamiento adecuado cabía la posibilidad de que Ron adquiriese las suficientes facultades mentales como para comparecer en un juicio.

Dos meses más tarde, Grundy volvió a evaluarlo. En un detallado informe de cuatro páginas enviado al juez Landrith, el doctor señalaba que Ron: 1) comprendía la naturaleza de las acusaciones formuladas contra él, 2) podía consultar con su abogado y ayudarlo razonablemente en la preparación de su defensa, aunque 3) estaba mentalmente enfermo y necesitaba más tratamiento. «Durante el juicio deberá seguir recibiendo tratamiento psiquiátrico con el fin de conservar el uso de sus facultades mentales en el transcurso del mismo».

Además, Grundy había establecido que Ron era inofensivo: «No parece que el señor Williamson pueda suponer una inmediata y significativa amenaza para sí mismo o para los demás en caso de que le dieran el alta sin ulterior tratamiento hospitalario. En estos momentos, niega haber tenido ideas o intenciones suicidas y homicidas. Tampoco ha mostrado un comportamiento agresivo hacia sí mismo o hacia los demás en el transcurso de esta hospitalización. No obstante, esta valoración de su peligrosidad se basa en su permanencia en un ambiente estructurado y seguro, y podría no ser aplicable en ambientes desestructurados».

El juez Landrith fijó la vista sobre la capacidad mental para el 10 de diciembre, y Ron fue trasladado de nuevo a Ada. Ingresó en la prisión del condado, saludó a su viejo amigo John Christian y fue instalado en su antigua celda. Annette fue inmediatamente a verlo y llevarle comida. Lo encontró animado, esperanzado y contento de estar «en casa». El nuevo juicio le permitiría demostrar su inocencia. Hablaba continuamente de Ricky Joe Simmons, y Annette le pedía que cambiara de tema. No podía.

La víspera de la vista pasó cuatro horas con Sally Church, una psicóloga contratada por Mark Barrett para que declarara acerca de su capacidad mental. La doctora Church ya había hablado un par de veces con él y había examinado la amplia documentación de su historial médico. No le cabía duda de que estaba incapacitado para comparecer ante un juez.

Pero Ron quería demostrar que sí lo estaba. Había pasado nueve años soñando con la posibilidad de volver a enfrentarse con Bill Peterson, Dennis Smith y Gary Rogers y toda aquella caterva de soplones y embusteros. Él no había matado a nadie y anhelaba demostrarlo. Le gustaba Mark Barrett, aunque le molestaba que su propio abogado intentase demostrar que estaba loco.

Ron sólo quería ser juzgado justamente.

El juez Landrith estableció que la vista se celebrara en una sala más pequeña situada al fondo del pasillo de la principal, donde había sido condenado. La mañana del día 10 todos los asientos estaban ocupados. Allí estaba Annette junto con varios reporteros, y Janet Chesley y Kim Marks esperaban para declarar. Barney Ward no asistió.

La última vez que Ron había cubierto la breve distancia desde la cárcel hasta el edificio de los juzgados con las manos esposadas, lo habían sentenciado a morir. Tenía entonces treinta y cinco años y era todavía un joven de cabello castaño y complexión atlética, enfundado en un bonito traje de calle. Nueve años después, volvía a efectuar el mismo recorrido, pero con aspecto de anciano canoso y fantasmagórico, vestido con un uniforme de presidiario y sin apenas poder caminar. Cuando entró en la sala, Tom Landrith dio un respingo. Ron se alegró de ver a «Tommy» con su negra toga. Lo saludó con una inclinación de la cabeza y una sonrisa, y el juez observó que había perdido casi todos los dientes. En el cabello tenía estrías amarillentas causadas por las manchas de nicotina de las manos.

Allí estaba el fiscal Bill Peterson, listo para oponerse a las alegaciones de incapacidad mental, irritado porque se plantease semejante cuestión y por qué se hubiera iniciado un procedimiento que él consideraba una argucia de la defensa. Mark Barrett contaba con la ayuda de Sara Bonnell, una abogada de Purcell. Sara era una experta penalista y Mark confiaba plenamente en ella.

Ron fue el primer testigo llamado por la defensa y, en cuestión de unos segundos, se las arregló para dejar perplejo a todo el mundo. Mark le preguntó su nombre y, a continuación, ambos mantuvieron el siguiente diálogo:

—Señor Williamson, ¿hay alguna persona que usted crea que cometió este delito?

—Sí, la hay. Se llama Ricky Joe Simmons del 323 de la calle Tres Oeste, según la confesión que el veinticuatro de septiembre de 1987 realizó ante la policía de Ada. Esta es la dirección donde vivía, según dijo. Yo recibí la confirmación de que en aquella dirección vivían algunos Simmons, junto con Ricky Joe Simmons. Hay un tal Cody y una tal Debbie Simmons.

—¿Y usted intentó dar a conocer lo que sabía acerca de Ricky Simmons? —preguntó Mark.

—He hablado con muchas personas acerca de Simmons. Escribí a Joe Gifford, y a Tom y Jerry Criswell de la funeraria, sabiendo que, si los padres de Debbie pensaban instalar un monumento funerario en Ada, tendrían que encargárselo a Joe Gifford, que es el único de por aquí que se dedica a eso. Y a la floristería Nomeolvides que se encarga de los arreglos florales, a ellos también les escribí. Y a algunas personas de la Solo Company, una empresa donde él había trabajado. Escribí también a la cristalería donde también había trabajado y a la empresa donde había trabajado la difunta.

—Volvamos atrás un momento. ¿Por qué era importante para usted escribir al taller de los monumentos funerarios?

—Porque conozco a Joe Gifford. Cuando era pequeño le cortaba el césped de su jardín con Burt Rose, mi vecino de la puerta de al lado. Y pensé que si el señor Carter y la señora Stillwell querían un monumento en memoria de su hija, se lo iban a encargar a Joe. Es el único que se ocupa de eso en Ada. Yo me crie muy cerca de su taller.

—¿Y por qué escribió a la floristería Nomeolvides?

—Porque si compraban flores aquí en Ada (la señora Stillwell es de Stonewall, Oklahoma), seguramente las comprarían en esa floristería.

—¿Y qué me dice de la funeraria?

—Es la funeraria Criswell. Se ocupan de todo lo necesario para el funeral y el entierro de los difuntos.

—Así pues, para usted era importante hacerles saber que Ricky…

—Sí, Simmons es un hombre muy peligroso y yo necesitaba ayuda para lograr que lo detuvieran.

—¿Y eso porque ellos se encargaban de disponer lo necesario para el funeral de la señorita Carter? —preguntó Mark.

—Así es.

—También escribió al mánager de los Marlins de Florida, ¿verdad?

—Escribí al entrenador de la tercera base de los Athletics de Oakland, que más tarde se convirtió, sí, en mánager de los Marlins de Florida.

—¿Y le pidió usted que mantuviera en secreto cierta información que él le había facilitado?

—No; le conté toda la historia acerca de la botella de ketchup Del Monte que Simmons había dicho que Dennis Smith había enseñado en el estrado de los testigos, y que Ricky Joe Simmons había confesado haber violado a la difunta con una botella de ketchup. Le escribí a Rene y le dije que ésa era la prueba más tremenda que he visto en mi vida.

—Pero a usted le consta que el mánager de los Marlins de Florida se lo contó a otras personas, ¿no es así?

—Probablemente sí, porque Rene Lachemann es un buen amigo mío —siguió desvariando Ron.

—¿O sea que hay algo que usted oyó decir y que lo induce a creer lo que afirma?

—Pues sí, porque yo escuchaba los partidos de fútbol el lunes por la noche y también escuchaba la Serie Mundial, y he visto en algunos reportajes de la televisión y en todos los medios de difusión que la botella de ketchup Del Monte se ha convertido en algo infame.

—Muy bien, usted les oyó hablar…

—Pues sí, rotundamente sí.

—El lunes por la noche…

—Rotundamente sí —repitió Ron.

—Y durante la Serie Mundial…

—Es un asqueroso suplicio por el que necesariamente tuve que pasar para conseguir que Simmons confesase que él violó, violó con un instrumento y violó por sodomía, y asesinó a Debra Sue Carter en su domicilio del 1022 de la calle Ocho Este el ocho de diciembre de 1982.

—¿Oyó usted también mencionar el nombre de Debra Carter durante…?

—Pues sí.

—¿Y eso ocurría también durante las retransmisiones de fútbol del lunes por la noche?

—Yo oía mencionar constantemente el nombre de Debra Sue Carter.

—Usted no tiene un televisor en su celda, ¿verdad?

—Oía la televisión de los otros —explicó Ron—. La oía en Vinita. En el corredor de la muerte sí tenía un televisor. Oía con toda seguridad que me asociaban con este crimen tan horrible e hice todo lo que cochinamente pude por borrar mi nombre de toda esta repugnante mierda.

Mark hizo una pausa para dar un respiro a todos los presentes. Los espectadores intercambiaban miradas. Otros fruncían el ceño procurando no mirar a nadie. El juez Landrith escribía algo en su cuaderno de notas. Los abogados también garabateaban los suyos, aunque era imposible entender algo de aquellas declaraciones incoherentes.

Para un abogado resulta muy difícil examinar a un testigo con sus facultades mentales mermadas, pues nadie, ni siquiera el propio testigo, puede prever las respuestas que va a soltar. Mark decidió dejarlo hablar, porque eso demostraría de una vez por todas que estaba más que incapacitado mentalmente.

En representación de la familia Carter se encontraba presente Christy Shepherd, sobrina de Debbie, que había crecido no muy lejos de la casa de los Williamson. Era una asesora sanitaria que desde hacía años trabajaba con enfermos mentales graves. Tras escuchar el desvarío de Ron ya no le cupo duda. Aquel mismo día les dijo a su madre y a Peggy Stillwell que Ron Williamson era un enfermo mental.

También se encontraba presente el doctor Curtis Grundy, principal testigo de Bill Peterson.

El interrogatorio siguió adelante, por más que las preguntas fueran innecesarias. Ron no les prestaba atención o bien daba una rápida respuesta antes de seguir desvariando acerca de Ricky Joe Simmons, hasta que le formulaban la siguiente pregunta. Al cabo de diez minutos, Mark Barrett consideró que ya era suficiente.

Annette sucedió a su hermano en el estrado y declaró acerca de sus desequilibrados pensamientos y su obsesión con Ricky Joe Simmons.

Janet Chesley detalló sus intentos por conseguir que Ron fuera trasladado a la Unidad de Cuidados Especiales de McAlester. Ella también describió los continuos desvaríos de Ron a propósito de Ricky Joe Simmons, y añadió que por ese motivo no había podido ayudarla en la preparación de su defensa. No obstante, creía que Ron estaba mejorando y esperaba que algún día tuviese un nuevo juicio. Pero aquel día quedaba todavía muy lejos.

Kim Marks fue el siguiente testigo. Llevaba varios meses sin ver a Ron y se alegraba de constatar cierta mejoría en su aspecto. Describió cómo era Ron en el Módulo H y dijo que varias veces había creído que se moriría. Estaba progresando mentalmente, pero aún no se encontraba en condiciones de centrarse en otra cosa que no fuera Ricky Joe Simmons. No estaba preparado para un juicio.

La doctora Sally Church fue el último testigo de la defensa. En la larga y pintoresca historia de los procedimientos judiciales contra Ron Williamson, ella era, por increíble que resultase, el primer experto en declarar acerca de su salud mental.

Padecía un trastorno bipolar y esquizofrenia, dos trastornos muy difíciles de tratar porque el paciente no siempre comprende el efecto beneficioso de la medicación. Ron comentaba a menudo que quería dejar de tomar las pastillas, actitud habitual en los aquejados de tales trastornos. La doctora Church describió los efectos, los tratamientos y las causas potenciales del trastorno bipolar y la esquizofrenia.

Durante su examen de Ron la víspera en la prisión del condado, éste le preguntó si oía la televisión que tenían encendida en las oficinas de la cárcel. Ella contestó que no estaba segura. Ron sí, por supuesto, y tenían sintonizado un programa en el que hablaban de Debbie Carter y de la famosa botella de ketchup. ¿Cómo podía ser?, preguntó ella. Y Ron le explicó cómo había ocurrido: él había escrito a Rene Lachemann, un antiguo jugador y entrenador de Oakland, para contarle lo de Ricky Simmons, Debbie Carter y la botella de ketchup. Ron creía que, por alguna razón, Rene Lachemann se lo había dicho a un par de comentaristas deportivos que se pusieron a hablar de ello en antena. El relato se fue propagando —Monday Night Football, la Serie Mundial y demás— hasta que ahora ya estaba presente en todas las emisoras. «¿Es que no los oye? —exclamó Ron—. ¡Están gritando Ketchup, Ketchup, Ketchup!»

La doctora terminó su declaración opinando que Ron era incapaz de colaborar con su abogado en la preparación del juicio.

Durante la pausa del almuerzo, el doctor Grundy le preguntó a Mark Barrett si podía reunirse a solas con Ron. Mark confiaba en Grundy y no puso reparos. El psiquiatra y el paciente/recluso se reunieron en la sala de testigos de la cárcel.

Cuando la sesión se reanudó después del almuerzo, Bill Peterson se levantó y anunció humildemente:

—Señoría, durante el receso me he reunido con nuestro principal testigo, el doctor Grundy. Pese a que el señor Williamson puede recuperar el uso de sus facultades mentales en un futuro cercano, en este momento hemos de reconocer que no está mentalmente capacitado.

Tras haber observado a Ron en la sala y haber conversado quince minutos con él durante el almuerzo, Grundy había cambiado de opinión: Ron no estaba preparado para un juicio.

El juez Landrith decretó que Ron no estaba en pleno uso de sus facultades mentales. Añadió que quería verlo en cuestión de treinta días para calibrar su evolución. Cuando la vista estaba a punto de finalizar, Ron dijo:

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Adelante —dijo el juez.

—Tommy, te conozco a ti y conozco a Paul, tu papá, y quiero decirte sinceramente que no sé cómo este asunto de Duke Graham y Jimmy Smith, ya sabes, no sé qué relación tiene con Ricky Joe Simmons. Es que no lo entiendo. Y si eso tiene que ver con mi capacidad mental, volveré aquí dentro de treinta días, pero detengan a Simmons de una vez, háganlo subir al estrado de los testigos, enseñadle este vídeo y hacedle confesar lo que hizo en realidad.

—Entiendo a qué se refiere.

Si de veras «Tommy» lo había entendido, debió de ser el único de la sala.

En contra de sus deseos, Ron fue devuelto al hospital estatal de Vinita para ser sometido a observación y tratamiento. Él habría preferido quedarse en Ada para acelerar las cosas con vistas al juicio y le molestó que sus abogados no impidieran su traslado a Vinita. Mark Barrett quería sacarlo de la prisión del condado antes de que aparecieran en escena los consabidos chivatos.

Después, un dentista del hospital le examinó una llaga que tenía en el paladar, le hizo una biopsia y descubrió que era cáncer. El tumor estaba encapsulado y se podía extirpar fácilmente. La operación fue un éxito y el médico le dijo a Ron que, de no haberlo intervenido quirúrgicamente, el cáncer se habría extendido irremisiblemente.

Ron llamó a Mark y le dio las gracias por haberlo enviado al hospital.

—Me has salvado la vida —dijo Ron y ambos volvieron a ser amigos.

En 1995, todas las prisiones estatales de Oklahoma extrajeron muestras de sangre de todos los reclusos, para analizarlas e introducir los resultados en su nueva base de datos de ADN.

Las pruebas del caso Carter seguían guardadas en el laboratorio del OSBI en Oklahoma City. La sangre, las huellas digitales, el semen y las muestras de cabello recogidas en la escena del crimen, junto con las numerosas huellas y muestras de sangre, cabello y saliva procedentes de testigos y sospechosos, estaban todas almacenadas.

El hecho de que todo aquello estuviera en poder del Estado no consolaba a Dennis Fritz. No se fiaba de Bill Peterson ni de la policía de Ada, y tanto menos de sus compinches del OSBI. Qué demonios, Gary Rogers era un agente del OSBI.

Fritz seguía esperando. A lo largo de todo 1998 mantuvo correspondencia con el Proyecto Inocencia, procuró armarse de paciencia y esperó. Los diez años en la cárcel le habían enseñado a ser paciente y perseverante, y también la crueldad de las falsas esperanzas.

Una carta de Ron lo ayudó. Era un larguísimo y descabellado saludo de siete páginas con membrete del hospital y Dennis no tuvo más remedio que reírse mientras leía. Su viejo amigo no había perdido ni el ingenio ni el espíritu combativo. Ricky Joe Simmons andaba todavía suelto por ahí y, qué demonios, Ron iba a echarle el guante.

Para conservar su propia cordura, Dennis se pasaba el día en la biblioteca jurídica estudiando casos. Había hecho un esperanzador descubrimiento: su recurso de habeas corpus había sido presentado ante el Tribunal de Distrito Federal correspondiente al Distrito Oriental de Oklahoma. Comparó notas con los enterados de la cárcel y, combinando sus conocimientos con los suyos, llegó a la conclusión de que el Distrito Oriental no tenía jurisdicción sobre él. Volvió a redactar su recurso y lo presentó ante el tribunal competente. Era una probabilidad muy remota, pero le infundió ánimos y le ofreció otro motivo para seguir luchando.

En enero de 1999 habló por teléfono con Barry Scheck. Este estaba combatiendo en distintos frentes pues el Proyecto Inocencia estaba inundado de casos de condenas erróneas. Dennis le manifestó su preocupación respecto a que el Estado controlara todas las pruebas, pero Barry le explicó que eso era normal. «Tranquilo —le dijo—, no les ocurrirá nada a las muestras». Él sabía cómo proteger las pruebas de posibles manipulaciones.

El interés de Scheck en el caso de Dennis se basaba en un hecho muy simple: la policía nunca había investigado al último hombre visto en compañía de la víctima. Era un fallo incomprensible.

El 26 y el 27 de enero de 1999, en una empresa llamada Laboratory Corporation of America (LabCorp), cerca de Raleigh, Carolina del Norte, se compararon las muestras de semen recogidas en la escena del crimen —en bragas desgarradas, sábanas de la cama y frotis vaginales— con los perfiles de ADN de Ron Williamson y Dennis Fritz. Los abogados de Ron y Dennis habían contratado a un experto en ADN de California, Brian Wraxall, para que se encargara de los análisis.

Dos días más tarde el juez Landrith dio a conocer la noticia que Mark Barrett y muchos otros habían esperado: los resultados de las pruebas del ADN realizadas en LabCorp descartaban que Ron Williamson y Dennis Fritz hubiera estado en la escena del crimen.

Annette se mantenía en estrecho contacto con Mark Barrett y sabía que las pruebas se estaban llevando a cabo en algún lugar. Estaba en casa cuando sonó el teléfono. Era Mark y sus primeras palabras fueron:

—Annette, Ron es inocente.

Se le doblaron las rodillas y estuvo a punto de desmayarse.

—¿Está seguro, Mark?

—Lo estoy. Ron es inocente —repitió él—. Acabamos de recibir los resultados del laboratorio.

Annette rompió en sollozos incontrolables, por lo que prometió llamarlo más tarde. Se sentó y pasó un buen rato llorando y rezando. Dio gracias a Dios una y otra vez por su bondad. Su fe cristiana la había sostenido a lo largo del suplicio de Ron y ahora el Señor había escuchado sus plegarias. Tarareó algunos himnos, lloró un poco más y después empezó a llamar a la familia y a los amigos.

Al día siguiente hicieron el viaje de cuatro horas hasta Vinita. Mark Barrett y Sara Bonnell la esperaban para la pequeña celebración que habían organizado. Mientras acompañaban a Ron a la sala de visitas, el doctor Curtis Grundy pasó casualmente por allí y lo invitaron a participar de la buena nueva. Ron era su paciente y entre ambos había surgido una estrecha amistad. Tras un año y medio en Vinita, Ron estaba más equilibrado, progresaba lentamente y hasta había ganado un poco de peso.

—Tenemos una gran noticia —le dijo Mark—. Hemos recibido los resultados del laboratorio. El ADN demuestra que tú y Dennis sois inocentes.

Ron se sintió abrumado por la emoción y tendió los brazos hacia sus hermanas. Se abrazaron llorando y rompieron a cantar Me alejaré volando, un conocido himno gospel que habían aprendido en su infancia.

Mark Barrett presentó una petición de sobreseimiento e inmediata puesta en libertad del condenado. El juez Landrith estaba deseando abordar la cuestión. Bill Peterson, frustrado y rabioso, protestó y exigió nuevas pruebas capilares. La siguiente vista sería el 3 de febrero.

El fiscal se opuso a la petición, pero no supo hacerlo con discreción. Antes de la celebración de la vista, el Ada Evening News publicó una entrevista en la que él decía: «La prueba del ADN de las muestras capilares, que no estaba disponible en 1982, demostrará que ambos asesinaron a Debbie Carter».

Sus palabras inquietaron a Mark Barrett y Barry Scheck. Si Peterson había tenido la osadía de hacer semejante afirmación pública cuando los dados ya estaban echados, ¿sería posible que tuviera un as en la manga? ¿Acaso había manipulado el cabello recogido en la escena del crimen? ¿Se podían cambiar las muestras?

El 3 de febrero no quedaba ni un asiento libre en la sala principal. Ann Kelley, del Ada Evening News, estaba fascinada por el caso y lo cubría exhaustivamente. Sus reportajes de primera plana habían alcanzado una amplia difusión, por lo que, cuando el juez tomó asiento en el estrado, la sala estaba abarrotada de policías, funcionarios del juzgado, miembros de la familia y abogados locales.

Allí estaba Barney Ward, sin ver nada pero oyendo más que nadie. Era un hombre curtido y había terminado por encajar el tirón de orejas del juez Seay en 1995. En el fondo, Barney siempre había creído que el fiscal y la policía habían incriminado fraudulentamente a su cliente, y ahora le satisfacía ver cómo la endeblez de la acusación quedaba a la vista de todo el mundo.

Los abogados dedicaron cuarenta y cinco minutos a exponer sus argumentos y después el juez tomó la prudente decisión de completar los análisis capilares antes de emitir el fallo definitivo.

—Dense prisa —les dijo a los abogados.

En honor de Bill Peterson cabe decir que prometió, en público y para que constara en acta, aceptar un sobreseimiento si la participación de Williamson y Fritz quedaba descartada por la prueba del ADN del cabello recogido en la escena del crimen.

El 10 de febrero de 1999, Mark Barrett y Sara Bonnell se dirigieron al Penal de Lexington para mantener con Glen Gore una entrevista de rutina. Aunque el juicio de Ron aún no había sido fijado, ambos se estaban preparando concienzudamente.

Glen los sorprendió al decirles que esperaba su visita. Leía los periódicos y se mantenía al tanto de los acontecimientos. Había leído el dictamen del juez Seay en 1995 y sabía que en algún momento tendría que celebrarse otro juicio. Los tres charlaron un rato acerca de ello y después la conversación se centró en Bill Peterson, un hombre a quien Gore despreciaba por haberlo enviado a pudrirse en la cárcel durante cuarenta años.

Barrett le preguntó por qué había testificado en contra de Williamson y Fritz. Todo había sido cosa de Peterson, dijo. El fiscal lo había amenazado con hacerle la vida imposible si no lo ayudaba a atrapar a Williamson y Fritz.

—¿Accedería a someterse al detector de mentiras acerca de todo esto? —preguntó Mark.

Gore contestó que no tenía ningún problema con el polígrafo y añadió que incluso se había ofrecido a la policía para someterse a dicha prueba, pero al final no se había hecho nada.

Los abogados le pidieron una muestra de saliva para la prueba del ADN y él contestó que no sería necesario. El Estado ya tenía su ADN: todos los reclusos estaban obligados a entregar muestras. Mientras hablaban del ADN, Mark le dijo a Gore que Fritz y Williamson habían sido sometidos a dicha prueba. Gore ya lo sabía.

—¿Podría su ADN encontrarse en la víctima? —preguntó el abogado.

—Probablemente —contestó Gore—, porque bailé con ella cinco veces aquella noche.

—Bailar no basta —dijo Mark, y le explicó que los rastros del ADN sólo se encontraban en sangre, saliva, cabello, sudor o semen—. Tenemos el ADN del semen recogido en el apartamento de la víctima —añadió.

La expresión de Gore cambió, súbitamente alterado por aquella información. Pidió un poco de tiempo y se retiró para ir en busca de su asesor en cuestiones legales. Regresó con Reuben, un recluso con conocimientos jurídicos. Mientras él estaba fuera, Sara Bonnell le pidió un bastoncillo de algodón a un guardia.

—Glen, ¿quiere darnos una muestra de saliva? —le preguntó sosteniendo el bastoncillo.

Gore lo tomó, lo rompió por la mitad, se limpió ambas orejas y se guardó las dos mitades en el bolsillo de la camisa.

—¿Mantuvo relaciones sexuales con ella? —le preguntó Mark.

Gore no contestó.

—¿Su silencio significa que nunca las mantuvo?

—Mi silencio no significa nada.

—Pero si las mantuvo, el semen recogido coincidirá con el ADN del suyo.

—Yo no lo hice —replicó Gore—. Y ahora he de volver a mi celda.

Él y Reuben se levantaron y así terminó la entrevista. En el último momento, Mark le preguntó a Gore si podrían volver a reunirse. Por supuesto, contestó Gore, pero sería mejor que lo hicieran en su puesto de trabajo.

¿Puesto de trabajo? Pero ¿no estaba cumpliendo una condena de cuarenta años?

Gore le explicó que durante el día trabajaba en el Departamento de Obras Públicas de Purcell, la ciudad natal de Sara Bonnell. Si iban allí, podrían mantener una conversación más larga.

Mark y Sara asintieron, aunque ambos se habían quedado de una pieza al enterarse de que Gore tenía un trabajo fuera de la cárcel.

Aquella tarde Mark llamó a Mary Long, por entonces responsable de la sección de pruebas de ADN del OSBI, y le pidió que buscara el ADN de Gore en la base de datos de la prisión y lo comparara con las muestras de semen recogidas en la escena del crimen. Ella accedió.

Dennis Fritz estaba en su celda a la espera del recuento de las 16.15. Oyó la conocida voz de un recluso-asesor que pasaba por allí.

—¡Oye, Fritz, ya eres un hombre libre! —Y añadió algo sobre el ADN.

Dennis no podía abandonar su celda y el asesor siguió su camino. Su compañero de celda también lo había oído, por lo que ambos pasaron el resto de la tarde hablando del significado de todo aquello.

Era demasiado tarde para llamar a Nueva York. Dennis pasó toda la noche presa de los nervios, intentando infructuosamente contener su emoción. Cuando telefoneó a Proyecto Inocencia a primera hora de la mañana, le confirmaron la noticia: la prueba del ADN los había descartado, a Ron y a él, por no coincidir con la del semen hallado en la escena del crimen.

Dennis estaba eufórico. Casi doce años después de su detención, finalmente la verdad salía a la luz. La prueba era absolutamente rigurosa e irrefutable. Sería rehabilitado, exculpado y puesto en libertad. Llamó a su madre, que fue presa de una profunda emoción. Llamó a su hija Elizabeth, que ya tenía veinticinco años de edad, y juntos se alegraron. Llevaban doce años sin verse, y ambos comentaron lo emotivo que iba a ser el reencuentro.

Para proteger el cabello recogido en la escena del crimen y las muestras de Fritz y Williamson, Mark Barrett decidió que un experto examinara el cabello y lo fotografiara microscópicamente con una cámara infrarroja.

Menos de tres semanas después de la celebración de la vista sobre la petición de sobreseimiento, LabCorp terminó la primera fase de las pruebas y envió un informe provisional. Mark Barrett y Sara Bonnell fueron a Ada para una reunión en el despacho del juez. Tom Landrith estaba deseoso de recibir las respuestas que sólo el ADN puede proporcionar.

Dada la complejidad de las pruebas del ADN, además de la desconfianza entre defensa y acusación, se utilizaron varios laboratorios para analizar los distintos pelos y cabellos. Al final intervenían un total de cinco laboratorios.

Los abogados lo comentaron con el juez y éste volvió a apremiarlos para que todo se hiciera cuanto antes. Después de la vista, Mark y Sara bajaron al despacho de Bill Peterson en el mismo edificio de los juzgados. Por carta y en las vistas, éste se mostraba cada vez más hostil. Puede que consiguieran suavizar un poco las cosas mediante una visita amistosa.

En su lugar, les cayó encima un buen chaparrón. El fiscal seguía convencido de la culpabilidad de Ron, aunque sus pruebas no habían cambiado. De pronto le importaba un pimiento el ADN. Williamson era un tipo deleznable que había violado a mujeres en Tulsa e iba de bar en bar y vagaba por las calles con su guitarra y vivía muy cerca de Debbie Carter. Creía sinceramente que Gary Allen, el vecino de Debbie, había visto a Williamson y Fritz en el patio la noche del asesinato, lavándose la sangre con una manguera de regar y riendo. ¡Tenían que ser forzosamente culpables! Y siguió despotricando, aunque en realidad trataba más de convencerse a sí mismo que a Mark y Sara.

Estos se quedaron estupefactos. Peterson era incapaz de reconocer un error o de comprender la realidad.

El mes de marzo fue interminable para Dennis Fritz. La euforia desapareció pero él se esforzó por no caer presa del abatimiento. Estaba obsesionado con que Peterson o alguien del OSBI manipulara sus muestras capilares. Una vez resuelta la cuestión del semen, la acusación trataría de salvar la causa con la única prueba que le quedaba. Si las pruebas del ADN capilar también los descartaban tanto a él como a Ron, la infundada acusación quedaría al descubierto y la fiscalía y la policía serían el hazmerreír. Estaban en juego las reputaciones.

Todo escapaba a su control y la tensión no lo dejaba vivir. Temía sufrir un ataque al corazón y acudió a la clínica de la prisión quejándose de palpitaciones. Las pastillas que le recetaron casi no le sirvieron de nada.

Los días transcurrieron muy lentamente hasta que por fin llegó abril.

Ron vivió algo muy parecido. La desbordante euforia dio paso a otro período de grave depresión, ansiedad y tendencias suicidas. Llamaba a menudo a Mark Barrett, que intentaba tranquilizarlo. Mark atendía todas sus llamadas y, cuando no estaba en el despacho, se encargaba de que alguien de allí hablara con su cliente.

Como Dennis, Ron temía que las autoridades falsearan los resultados de las pruebas. Ambos se encontraban en la cárcel por culpa de los peritos del Estado, unas personas que seguían teniendo acceso a las pruebas. No era difícil imaginar que el cabello y los pelos se pudieran manipular para proteger a ciertas personas y disimular una injusticia. Ron no había ocultado mi intención de denunciar a todos los responsables en cuanto recuperara la libertad. Los mandamases debían de estar nerviosos Llamaba con toda la frecuencia que le permitían, habitualmente una vez al día. Estaba paranoico e imaginaba toda suerte de conspiraciones de pesadilla.

En determinado momento, Mark Barrett hizo algo que jamás había hecho y que probablemente jamás volvería a hacer: le garantizó a Ron que saldría de la cárcel. En caso de que fallaran las pruebas del ADN, irían a juicio y Mark le garantizaba la absolución.

Las consoladoras palabras del experto abogado consiguieron tranquilizar a Ron durante unos días.

«Las muestras capilares no coinciden», rezaba el titular de la edición dominical del periódico de Ada del 11 de abril. Ann Kelley informaba en su reportaje que LabCorp había analizado catorce de los diecisiete cabellos y pelos recogidos en la escena del crimen y éstos «no coinciden con la estructura del ADN de Williamson o Fritz». Bill Peterson declaraba:

En este momento no sabemos a quién pertenecen las muestras capilares. Sólo las hemos comparado con las de Fritz y Williamson. Cuando iniciamos el procedimiento del ADN, no teníamos duda de que ambos eran culpables. Enviamos las muestras para que los análisis confirmaran su culpabilidad. Pero los resultados de las muestras de semen me han dejado desconcertado.

El laboratorio enviaría su informe final el miércoles 14 de abril. El juez Landrith fijó la vista para el 15 y se hicieron conjeturas sobre la posibilidad de que ambos hombres fueran puestos de inmediato en libertad. Fritz y Williamson estarían en la sala el día 15.

¡Y Barry Scheck vendría a la ciudad! Su fama iba creciendo a medida que el Proyecto Inocencia conseguía una absolución tras otra gracias a las pruebas del ADN, por lo que, cuando empezó a circular la noticia de que estaría en Ada para presenciar una más de ellas, se puso en marcha el circo mediático. Medios de difusión de ámbito nacional y estatal llamaron a Mark Barrett, al juez Landrith, al fiscal Peterson, el Proyecto Inocencia y la familia Carter, es decir, a los principales protagonistas. La expectativa iba rápidamente en aumento.

¿Quedarían por fin libres Ron Williamson y Dennis Fritz aquel jueves?

Dennis aún desconocía los resultados de los análisis capilares. El martes 13 de abril se encontraba en su celda cuando apareció un guardia y le espetó de mala manera:

—Recoge tus mierdas. Te vas.

Dennis sabía que lo llevarían a Ada y esperaba que fuera para su absolución. Hizo rápidamente la maleta, se despidió de un par de amigos y siguió al guardia.

Quien lo iba a conducir a Ada no era otro que John Christian, un conocido rostro de la prisión del condado de Pontotoc.

Doce años en la cárcel le habían enseñado a Dennis el valor de la privacidad y la libertad, así como a apreciar las pequeñas cosas como los espacios abiertos, los bosques y las flores. La primavera estaba por todas partes y él sonrió contemplando por la ventanilla las granjas y las onduladas colinas de la campiña.

Sus pensamientos volaban al azar. No conocía los resultados de las últimas pruebas y tampoco sabía muy bien por qué regresaba a Ada. Cabía la posibilidad de que lo pusieran en libertad, pero también era posible que algún contratiempo de última hora fastidiara las cosas. Doce años atrás había estado a punto de alcanzar la libertad durante su vista preliminar cuando el juez Miller había advertido que la acusación apenas disponía de pruebas. Entonces la policía y Peterson se habían sacado de la manga a James Harjo, y Dennis fue a juicio y después a la cárcel.

Pensó en Elizabeth y en cuánto anhelaba verla y abrazarla. Deseaba largarse de Oklahoma para siempre. Pero enseguida volvió a asustarse. Estaba muy cerca de la libertad y, sin embargo, seguía llevando esposas y lo estaban conduciendo a otra cárcel.

Ann Kelley y un fotógrafo lo esperaban. Sonrió al entrar en la cárcel y tuvo ánimos para hablar con la reportera.

—Este caso jamás hubiera tenido que ir a juicio —declaró para el periódico—. Las pruebas contra mí eran insuficientes y, si la policía hubiera realizado una investigación adecuada acerca de todos los sospechosos, todo esto jamás habría ocurrido. —Y mencionó los problemas de los acusados insolventes—. Cuando no tienes dinero para hacer valer tus derechos, estás a merced del sistema judicial. Y, una vez dentro del sistema, es casi imposible salir, aunque seas inocente.

Pasó una noche tranquila en su antigua residencia, soñando con la libertad.

La apacible rutina de la cárcel saltó por los aires al día siguiente, 14 de abril, cuando Ron Williamson llegó desde Vinita, vestido con su uniforme a rayas de presidiario y sonriendo para las cámaras. Corrió la voz de que ambos serían puestos en libertad al día siguiente y la prensa nacional acudió como abejas a la miel.

Ron y Dennis llevaban once años sin verse. Se habían enviado cartas sólo una vez, pero el reencuentro fue emotivo. Se abrazaron y trataron de asimilar lo que estaba ocurriendo. Llegaron los abogados y se reunieron con ellos durante una hora. Allí estaban los de la NBC grabándolo todo. Jim Dwyer del Daily News de Nueva York llegó en compañía de Barry Scheck.

Estaban todos apretujados en la pequeña sala de interrogatorios de la cárcel que daba al edificio de los juzgados. En determinado momento, Ron se aupó a una banqueta para mirar por la cristalera superior. Alguien le preguntó:

—Oye, Ron, ¿qué haces?

—Quiero ver aparecer a Peterson —contestó.

El césped de los juzgados estaba lleno a rebosar de reporteros y cámaras. Uno de ellos consiguió acercarse el primero a Bill Peterson, que accedió a una entrevista. Ron lo vio y gritó a través de la cristalera:

—¡Eh, tú, granuja seboso! ¡Te hemos derrotado, Peterson!

La madre y la hija de Dennis le dieron una sorpresa en la cárcel. Aunque él y Elizabeth habían mantenido una asidua correspondencia y ella le había enviado muchas fotografías, Dennis se quedó boquiabierto. Era una guapa y elegante joven de veinticinco años, muy madura para su edad, por lo que él rompió a llorar mientras la abrazaba.

Aquella tarde hubo muchas lágrimas en la cárcel.

Ron y Dennis fueron colocados en celdas separadas, no fuera que volvieran a matar otra vez a alguien.

El sheriff Glasé explicó:

—Los mantendré separados por razones de seguridad. No es prudente colocar en la misma celda a dos asesinos convictos… bueno, hasta que el juez diga lo contrario, eso es lo que son.

Sus celdas eran contiguas y ambos podían hablar. El compañero de Dennis tenía un pequeño televisor y, por las noticias, éste se enteró de que al día siguiente serían puestos en libertad. Dennis se lo dijo a Ron.

Nadie se asombró de que Terri Holland se encontrara otra vez en la cárcel, una nueva escala en su carrera de delincuente de poca monta. Ella y Ron intercambiaron unas palabras, aunque guardaron las formas. A medida que avanzaba la noche, Ron tuvo una breve recaída en sus antiguas costumbres. Se puso a gritar acerca de su libertad y las injusticias que se cometían, soltando improperios contra las reclusas y hablando en voz alta con Dios.