13

En cuanto los tribunales de Oklahoma terminaron con la causa de Ron y se hubo fijado la fecha de la ejecución, sus abogados acudieron al tribunal federal para interponer el último recurso judicial. Se llama habeas corpus. Un mandato judicial de habeas corpus exige que un recluso sea conducido ante un tribunal para establecer la legalidad de su detención.

Su causa fue asignada a Janet Chesley, una abogada de oficio de Norman. Tenía amplia experiencia con el habeas corpus y estaba acostumbrada al frenético ritmo de la presentación de peticiones y recursos de última hora mientras el reloj corría inexorablemente hacia la ejecución. Se reunió con Ron, le explicó el procedimiento y le aseguró que conseguiría una suspensión de la ejecución. En su trabajo, semejantes conversaciones eran habituales y sus clientes, aunque comprensiblemente nerviosos, siempre acababan confiando en ella. La fijación de la fecha era algo muy serio, pero jamás se ejecutaba a nadie sin que antes se agotase el recurso de habeas corpus.

Sin embargo, el caso de Ron era distinto. La fijación oficial de una fecha para su muerte lo había hundido todavía más en la locura. Contaba los días, incapaz de creer en las promesas de Janet. El reloj no se había detenido. La cámara de la muerte esperaba su visita.

Transcurrieron dos semanas. Ron dedicaba mucho tiempo a la oración y el estudio de la Biblia. Además, dormía mucho y había dejado de gritar. Le administraban los medicamentos con liberalidad. El Corredor estaba tranquilo y expectante. Los demás reclusos no se perdían detalle y se preguntaban si el Estado sería tan cabrón de ejecutar a alguien tan chalado como Ron.

Transcurrió otra semana.

El Tribunal Federal correspondiente al Distrito Oriental de Oklahoma tiene su sede en Muskogee. En 1994 contaba con dos jueces, ninguno de los cuales era demasiado favorable a los habeas corpus ni siquiera de las demandas directamente formuladas desde las prisiones por reclusos comunes. Les llegaban a paletadas. Cada preso tenía quejas y cuestiones que plantear; casi todos alegaban inocencia y malos tratos. La población reclusa común se representaba a sí misma, aunque contaba con el asesoramiento de algunos presos que sabían bastante de leyes y ejercían su dominio en las bibliotecas jurídicas de las cárceles, donde cambiaban sus opiniones por cigarrillos. Cuando los reclusos no presentaban recursos de habeas corpus, denunciaban la mala calidad de la comida, el agua fría de la ducha, el trato vejatorio que les dispensaban los guardias, las esposas demasiado ajustadas y la falta de luz natural. La lista era muy larga. Casi todas estas demandas carecían de fundamento legal y, tras ser desestimadas de inmediato, se enviaban al Tribunal de Apelaciones del Circuito Décimo en Denver, base del extenso distrito federal que incluía a Oklahoma.

En cambio, los chicos del corredor de la muerte contaban con abogados de verdad, algunos pertenecientes a importantes bufetes que trabajaban gratuitamente y presentaban apelaciones muy densas y fundadas. No había más remedio que tomarlas en serio.

El recurso de habeas corpus presentado por Janet Chesley fue asignado al azar al juez Frank Seay, nombrado por Jimmy Carter en 1979. Seay era del condado de Seminole y, antes de su nombramiento para un cargo federal, había servido once años como magistrado de lo penal en el Distrito Veintidós, al cual pertenecía el condado de Pontotoc. Conocía los juzgados de allí, la ciudad y sus abogados.

En mayo de 1971, el juez Seay se había desplazado al pueblo de Asher para pronunciar un discurso en la ceremonia de graduación del instituto local. Uno de los diecisiete graduados había sido Ron Williamson.

Tras haber empuñado quince años el mazo, Seay tenía muy poca paciencia con los habeas corpus que aterrizaban en su despacho. El de Williamson llegó allí en septiembre de 1994, pocos días antes de la ejecución. Seay sabía que los abogados de las causas capitales solían esperar hasta el último momento para presentar sus peticiones, de manera que los jueces federales se vieran obligados a dictar suspensiones mientras se tramitaba el papeleo. A veces pensaba en el suplicio del pobre condenado, sudando de angustia en el corredor de la muerte mientras sus abogados libraban una postrera batalla con un juez federal.

Pero era una correcta manera de ejercer la abogacía y Seay lo comprendía, aunque el procedimiento seguía sin gustarle. Había concedido unas cuantas suspensiones pero jamás un nuevo juicio a partir de un habeas corpus.

Como todos, el de Williamson fue leído en primer lugar por Jim Payne, un magistrado federal adscrito a la oficina del tribunal. Payne era de tendencias notoriamente conservadoras y los habeas corpus le desagradaban tanto como a Seay, pero su innato sentido de la justicia le había granjeado un general apreció. Durante muchos años su misión había consistido en examinar cada habeas corpus en busca de alegaciones justificadas, las cuales, aunque no abundaran, se daban con suficiente frecuencia como para que la lectura resultara interesante.

Jim Payne sabía que aquella tarea revestía una importancia fundamental. Si algo le pasaba por alto, oculto entre los voluminosos expedientes y transcripciones, un inocente podía ser ejecutado.

La petición de Janet Chesley estaba tan bien redactada que despertó su interés desde el primer párrafo. Cuando terminó su lectura, albergaba ciertas dudas acerca de la imparcialidad del juicio de Ron. Había cuestiones de defensa inapropiada, incapacidad mental y unas pruebas capilares poco fiables.

Por la noche, Jim Payne estudió el recurso en su casa. De regreso a su despacho por la mañana, se reunió con el juez Seay y le recomendó una suspensión. Seay respetaba plenamente la opinión de aquel magistrado, por lo que, tras un exhaustivo análisis del caso Williamson, accedió a suspender la ejecución sine die.

Tras haber pasado veintitrés días mirando el reloj y rezando con fervor, Ron recibió la noticia con los ojos como platos Su encontronazo con la muerte se había detenido sólo cinco días antes de la colisión.

Jim Payne le pasó el habeas corpus a su ayudante Gail Seward, la cual convino en que era necesaria una revisión en profundidad. Esta se la pasó a su vez a la novata del despacho, una auxiliar llamada Vicky Hildebrand que, a causa de su inexperiencia, había recibido el cargo oficioso de «auxiliar de penas de muerte». Antes de matricularse en la Facultad de Derecho, Vicky había trabajado como asistente social, por lo que rápida y discretamente había asumido el papel de corazón compasivo en el moderado-tirando-a-conservador despacho del juez Seay.

Williamson era su primer caso de habeas corpus de un condenado a pena de muerte y, cuando empezó a leer el recurso, se sintió cautivada por el párrafo inicial:

Estamos ante el grotesco caso de un sueño convertido en pesadilla para Ronald Keith Williamson. Su detención se produjo casi cinco años después del crimen —cuando el único testigo que habría avalado su coartada ya había fallecido— y se basó casi por entero en la «confesión» de un sueño por parte de un hombre mentalmente muy enfermo:

Ron Williamson

Vicky siguió leyendo y muy pronto advirtió la escasez de pruebas sólidas presentadas durante el juicio y el caprichoso carácter de las estrategias utilizadas por su defensa. Cuando terminó, abrigaba serias dudas acerca de la culpabilidad de Ron.

E inmediatamente se preguntó si tendría el temple necesario para semejante trabajo. ¿Todas las peticiones de habeas corpus eran tan convincentes? ¿Se iba a creer todo lo que alegaran los presos del corredor de la muerte? Consultó con Jim Payne y éste sugirió hablar con Gail Seward, que era más bien centrista, y recabar su opinión. Vicky pasó todo el viernes fotocopiando la larga transcripción del juicio, tres copias, una para cada miembro del improvisado triunvirato. Dedicaron todo el fin de semana a su lectura.

Cuando se reunieron a primera hora de la mañana del lunes, el veredicto fue unánime. Desde la derecha, la izquierda y el centro, los tres estuvieron de acuerdo en que no se había hecho justicia. No sólo coincidieron en que el juicio había sido contrario a la ley, sino también en que probablemente Ron era inocente.

Los intrigó la referencia a Los sueños de Ada. El recurso redactado por Janet Chesley atribuía gran importancia a la confesión del sueño hecha por Ron. Este había leído el libro poco después de su detención y lo tenía en su celda cuando le contó su sueño a John Christian. Publicado siete años atrás, el libro estaba agotado, pero Vicky encontró ejemplares en bibliotecas y librerías de segunda mano. Los tres se apresuraron a leerlo y sus sospechas acerca de las autoridades de Ada se intensificaron.

Puesto que todo el mundo sabía lo intransigente que solía mostrarse el juez Seay cuando trataba asuntos relacionados con habeas corpus, decidieron que Jim Payne hablara primero con él y rompiera el hielo. Seay lo escuchó atentamente, y después también a Vicky y Gail. Los tres estaban convencidos de la necesidad de celebrar un nuevo juicio, por lo que el juez accedió a estudiar el recurso.

Conocía a Bill Peterson, a Barney Ward y a casi todos los de Ada. Consideraba a Barney un viejo amigo, pero Peterson nunca le había caído bien. La verdad era que no le sorprendió demasiado que el juicio hubiera sido una chapuza basada en pruebas absolutamente endebles. Cosas muy raras ocurrían en Ada, y Seay llevaba años oyendo hablar de los excesos de la policía local. Le desagradaba especialmente el escaso control que el juez Ronald Jones había ejercido sobre los procedimientos. La mala labor policial y las acusaciones sesgadas no eran insólitas, pero el juez estaba precisamente para desecharlas.

Tampoco le sorprendió que el Tribunal Penal de Apelaciones no hubiera visto nada incorrecto en el juicio.

Una vez convencido de que no se había hecho justicia, él y su equipo se entregaron a una exhaustiva revisión del caso.

Dennis Fritz había perdido el contacto con Ron. Había escrito una carta a su viejo amigo, pero no había recibido respuesta.

Kim Marks y Leslie Delk se desplazaron a Conner para entrevistar a Dennis. Llevaban consigo el vídeo de Ricky Joe Simmons y le enseñaron aquella extraña confesión. Como Ron, a Dennis lo sacó de quicio que alguien hubiera confesado el delito por el cual ellos habían sido condenados y, sin embargo, dicha información se hubiera escamoteado en su juicio. Inició una correspondencia con Kim Marks y ésta lo mantuvo informado acerca de las novedades que se iban produciendo en el caso de Ron.

Como asiduo de la biblioteca jurídica, Dennis se enteraba de los principales chismorreos jurídicos que circulaban por el país. Él y los reclusos «asesores» no se perdían detalle del mundillo de la jurisprudencia. Las pruebas del ADN se habían presentado en un juicio por primera vez a principios de los años noventa y él leía todo lo que encontraba acerca del tema.

En 1993, Donahue dedicó uno de sus programas a cuatro hombres que habían sido exculpados gracias a las pruebas del ADN. Este programa televisivo tuvo una amplia audiencia, sobre todo en las cárceles, y sirvió de catalizador del movimiento en defensa de los acusados inocentes en todo el país.

Un grupo que ya había llamado la atención era el Proyecto Inocencia, fundado en 1992 por dos abogados neoyorquinos, Peter Neufeld y Barry Scheck. Crearon en la Academia de Derecho Benjamin N. Cardozo una llamada «clínica legal» sin ánimo de lucro donde los alumnos manejaban los casos bajo la supervisión de abogados experimentados. Neufeld tenía un largo historial de activismo jurídico en Brooklyn. Scheck era un experto en pruebas de ADN y había adquirido notoriedad por ser uno de los abogados de O. J. Simpson.

Dennis siguió de cerca el caso Simpson y, cuando el juicio terminó, estudió la posibilidad de ponerse en contacto con Barry Scheck.

Tras haber recibido numerosas quejas acerca del Módulo H, en 1994 Amnistía Internacional llevó a cabo una exhaustiva evaluación del centro penitenciario. Descubrió numerosas violaciones de las normas internacionales, incluyendo tratados suscritos por Estados Unidos y las pautas mínimas establecidas por Naciones Unidas. Las infracciones incluían celdas demasiado pequeñas, inadecuadamente amuebladas, carentes de luz y ventilación naturales, y sin ventanas. Se constató asimismo que los patios de ejercicios estaban sujetos a excesivas limitaciones y eran demasiado reducidos. Muchos reclusos se saltaban su hora diaria de ejercicios para poder disfrutar de un poco de privacidad en la celda, sin la presencia de su compañero. Aparte de un curso con diplomatura en estudios secundarios, no había programas educativos y tampoco se permitía trabajar a los reclusos. Los servicios religiosos eran limitados. El aislamiento de presos era excesivamente severo. Y el servicio de comidas necesitaba una exhaustiva revisión.

En resumen, Amnistía Internacional consideró que las condiciones del Módulo H equivalían a un trato cruel, inhumano o humillante que infringía los estándares internacionales. Dichas condiciones, cuando «se aplican durante un largo período de tiempo, pueden ejercer un efecto perjudicial en la salud física y mental de los reclusos».

El informe se dio a conocer sin carácter vinculante para la prisión. Pero sirvió para impulsar algunas demandas presentadas por los presos.

Después de una pausa de tres años, la cámara de la muerte volvió a prestar su dudoso servicio. El 20 de mayo de 1995, Thomas Grasso, varón blanco de treinta y dos años de edad, fue ejecutado tras una permanencia de sólo dos años en el Corredor. Aunque le fue muy difícil, Grasso consiguió paralizar la presentación de recursos y acabar de una vez.

Le siguió Roger Dale Stafford, el infame asesino de la churrasquería; su ejecución fue una de las más sonadas. Los asesinos múltiples de las grandes ciudades atraen más la atención de la prensa, y Stafford murió rodeado por una aureola de gloria. Llevaba quince años en el corredor de la muerte y su caso fue utilizado por la policía y la acusación, y especialmente por los políticos, como un ejemplo de los anquilosados procedimientos de presentación de recursos.

El 11 de agosto de 1995 tuvo lugar una grotesca ejecución. Robert Breechen, un varón blanco de cuarenta años, estuvo casi a punto de evitar la inyección letal. La víspera se tragó un puñado de analgésicos que había conseguido almacenar a escondidas en su celda. Su suicidio era su último intento de decirle al Estado que se fuera al infierno, pero el Estado se salió con la suya: los guardias encontraron inconsciente a Breechen y lo llevaron a toda prisa a la enfermería, donde le practicaron un lavado de estómago y lo recuperaron lo suficiente como para devolverlo al Módulo H y matarlo con la bendición de la ley.

El juez Seay dirigió una tediosa evaluación de todos y cada uno de los aspectos del caso Williamson. Examinaron minuciosamente las transcripciones, incluyendo la de la vista preliminar y las de todas las comparecencias ante el tribunal. Revisaron el largo historial psiquiátrico de Ron. Estudiaron los archivos policiales y los informes de los peritos del OSBI.

La ingente tarea se repartió entre Vicky Hildebrand, Jim Payne y Gail Seward, y se convirtió en un trabajo en equipo al que no le faltaron ideas ni entusiasmo. El juicio había sido de jauja, se había producido un flagrante error judicial y ellos querían enmendarlo.

Seay nunca se había fiado de las pruebas capilares. Una vez había presidido un juicio federal en un caso de pena capital cuyo testigo estrella iba a ser el máximo experto capilar del FBI. Su competencia estaba fuera de toda duda y había declarado en numerosos juicios, pero el juez no se dejó impresionar: el cacareado experto fue rechazado como testigo y ni siquiera llegó a declarar.

Vicky Hildebrand se ofreció para investigar las pruebas capilares. Pasó varios meses leyendo docenas de casos y estudios y acabó convencida de que todo aquello era ciencia-basura. Era algo tan poco fiable que jamás habría debido utilizarse en un juicio, una conclusión a la que el juez Seay ya había llegado hacía mucho tiempo.

Gail Seward se concentró en Barney Ward y en los errores que había cometido en el juicio. Jim Payne analizó las infracciones Brady. A lo largo de varios meses el equipo apenas trabajó en otra cosa, sólo en asuntos muy urgentes. El juez Seay era un supervisor muy exigente que no toleraba retrasos en la agenda. Trabajaban de noche y los fines de semana. Se supervisaban y corregían el uno al otro. A medida que avanzaban, descubrían más equivocaciones y su entusiasmo iba en aumento.

Jim Payne informaba diariamente al juez Seay, el cual, como experto que era, no escatimaba los comentarios. Leía los borradores iniciales de su equipo, los corregía y los devolvía a la espera de que le entregaran otros.

Cuando resultó evidente que habría que celebrar un nuevo juicio, el caso empezó a preocupar a Seay. Barney era un viejo amigo suyo, un veterano guerrero cuya mejor época ya había quedado atrás y a quien las críticas le dolerían profundamente. ¿Cómo reaccionaría Ada ante la noticia de que mi antiguo juez se había pasado al bando del condenado Ron Williamson?

Su labor sería examinada en el siguiente nivel, el Tribunal de Apelaciones del Décimo Circuito en Denver. ¿Y si les anulaban el trabajo? ¿Tenían suficiente fundamento para su causa? ¿Podrían convencer al Décimo Circuito?

Trabajaron con ahínco bajo la supervisión del juez Seay y, finalmente, el 19 de septiembre de 5, un año después de la suspensión de la ejecución, éste dictó un auto de habeas corpus y concedió autorización para un nuevo juicio.

La argumentación que acompañaba al auto era extensa, cien folios, y constituía una obra maestra de análisis y razonamiento judiciales. Con un comprensible pero docto lenguaje, el juez Seay echaba un rapapolvo a Barney Ward, Bill Peterson, el Departamento de Policía de Ada y el OSBI. Y aunque se abstenía de criticar directamente la desafortunada actuación del juez Jones, dejaba claro lo que pensaba al respecto.

Ron se merecía un nuevo juicio por muchas razones, la principal de las cuales era la falta de una adecuada asistencia legal. Los errores de Barney habían sido muchos y muy perjudiciales. Entre ellos, el hecho de no haber planteado la cuestión de la capacidad mental de su cliente; el no haber investigado a fondo y no haber presentado pruebas contra Glen Gore; el no haber ahondado en el hecho de que Terri Holland también hubiera declarado contra Karl Fontenot y Tommy Ward; el no haber informado al jurado de que Ricky Joe Simmons se había declarado autor del asesinato y su confesión constaba en un vídeo que estaba en posesión de Barney; el no haber desacreditado las confesiones de Ron para eliminarlas con anterioridad al juicio, y el no haber llamado a testigos de circunstancias atenuantes durante la imposición de la pena.

Bill Peterson y la policía fueron censurados por haber ocultado el vídeo de la segunda prueba de Ron con el detector de mentiras en 1983; haber utilizado confesiones obtenidas mediante métodos dudosos, incluida la confesión del sueño de Ron; haber llamado al estrado bajo juramento a soplones de la cárcel; haber presentado una causa sin pruebas materiales y haber ocultado pruebas eximentes.

El juez Seay analizó la historia de las pruebas capilares y decretó que eran muy poco fiables y deberían ser eliminadas de todos los tribunales. Criticó a los peritos del OSBI por su erróneo manejo de las muestras en la investigación de Fritz y Williamson.

Bill Peterson, el juez Jones y el juez John David Miller fueron censurados por no haber interrumpido los procedimientos y no haber determinado la salud mental de Ron.

El juez Jones había cometido un craso error al celebrar una vista Brady ¡una vez finalizado el juicio! Haber denegado la petición de Barney de que un perito capilar pudiera rebatir las afirmaciones de los del OSBI era un error revocable de por sí.

Con precisión de cirujano, Seay analizaba todos los aspectos del juicio y dejaba al descubierto que la condena de Ron había sido una farsa. A diferencia del Tribunal de Apelaciones de Oklahoma, que había examinado dos veces el caso, Seay veía una condena errónea y lo ponía todo en cuestión.

Al término de sus razonamientos, añadía algo insólito: un epílogo.

Mientras estudiaba mi decisión en este caso, le dije a un amigo, un profano en la materia, que en mi opinión los hechos y la ley imponían la necesidad de conceder un nuevo juicio a un hombre que había sido declarado culpable y condenado a muerte.

Mi amigo preguntó: «¿Pero es el asesino?» Me limité a contestar: «Eso no lo sabremos hasta que se celebre un juicio imparcial».

Dios nos libre de que en este gran país miráramos para otro lado mientras se ejecuta a personas que no ha tenido un juicio imparcial. Eso es lo que ha estado a punto de ocurrir en este caso.

Por cortesía, el juez Seay envió una copia de su escrito a Barney Ward, con una nota diciendo que lo sentía pero no había tenido opción. Barney jamás volvió a dirigirle la palabra.

Aunque estaban convencidos de la validez de su trabajo, Vicky Hildebrand, Gail Seward y Jim Payne estaban un poco preocupados cuando éste se hizo público. El hecho de conceder un nuevo juicio a un inquilino del corredor de la muerte no era algo muy apreciado en Oklahoma. El caso de Ron había ocupado sus vidas durante un año y, aunque estaban seguros de sí mismos, no querían que se criticara al juez Seay y mi oficina.

«La fiscalía decide recurrir la orden de celebración de un nuevo juicio», rezaba el titular del Ada Evening News del 27 de septiembre de 1995. A un lado se publicaba una fotografía de instituto de Ron Williamson y al otro una imagen de Bill Peterson. El reportaje empezaba así:

Un indignado Bill Peterson señaló que estaría «más que encantado» de comparecer, en caso necesario, ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos para conseguir la anulación de un reciente auto de un juez federal que ha ordenado la celebración de un nuevo juicio para el convicto de asesinato Ronald Keith Williamson.

Por suerte, al menos para Peterson, éste no tendría ocasión de viajar a Washington y exponer sus razones. Añadía que el fiscal general del Estado le había asegurado que él mismo en persona se encargaría de presentar un «inmediato» recurso ante el Décimo Circuito de Denver. Se citaban textualmente las palabras de Peterson:

Estoy desconcertado, contuso, rabioso y muchas otras cosas más. Que este caso haya superado tantos recursos y tantos exámenes sin que nadie jamás haya puesto en duda la condena y que ahora haya aparecido esta opinión, simplemente no tiene sentido.

Olvidaba decir —y el reportero olvidaba subrayar— que todas las condenas a pena capital recorren el camino del habeas corpus y acaban en el tribunal federal donde, tarde o temprano, se emite alguna clase de opinión.

Pero Peterson ya estaba lanzado y añadía:

Este caso ya ha sido estudiado en dos ocasiones por el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Y en ambas ratificó las condenas y desestimó las peticiones de vistas.

No exactamente. El Tribunal Supremo jamás había estudiado los fundamentos del caso de Ron; al negar un certiorari, es decir, un auto mediante el cual un tribunal superior exige al inferior el envío de una causa para examinar posibles irregularidades procesales, el Supremo renunciaba a entender en el caso y lo remitía de nuevo a Oklahoma. Era la práctica habitual.

Peterson se guardaba su frase más impactante para el final. El juez Seay había mencionado Los sueños de Ada de Robert Mayer, haciendo referencia a las numerosas condenas basadas en confesiones de sueños que habían salido de aquella misma sala de justicia. Peterson lamentó la mención del libro en un fallo judicial y con expresión grave, faltaría más, dijo:

Simplemente no se ajusta a la verdad que estos tres hombres —Williamson, Fontenot y Ward— fueran condenados por confesiones basadas en sueños.

El estado de Oklahoma presentó recurso contra el fallo del juez Seay ante el Tribunal de Apelaciones del Décimo Circuito en Denver. Aunque se alegraba del sesgo de los acontecimientos y de la perspectiva de un nuevo juicio, Ron seguía en la cárcel y sobrevivía día a día mientras el proceso seguía lentamente su curso.

Sin embargo, no luchaba solo. Kim Marks —su investigadora—, Janet Chesley —su abogada— y el doctor Foster se mostraban infatigables en su intento de conseguirle un tratamiento médico adecuado. A lo largo de casi cuatro años la prisión se había negado a ingresar a Ron en la Unidad de Cuidados Especiales, donde se disponía de condiciones adecuadas para tratar su dolencia. Esta unidad se encontraba a tiro de piedra del Módulo H y, sin embargo, estaba oficialmente fuera del alcance de los reclusos del corredor de la muerte.

Kim Marks ofreció esta descripción de Ron:

Yo tenía miedo, no de él sino por él. Así que insistí en que alguien con mayor poder en el sistema penitenciario facilitara alguna ayuda, en vano. Williamson llevaba el pelo apelmazado y grasiento hasta los hombros; las manchas de nicotina le teñían manos y dedos, no sólo las puntas; los dientes se le estaban pudriendo literalmente. Tenía la piel grisácea porque pasaba semanas sin ducharse. Era sólo piel y huesos; la ropa le bailaba; su camisa daba la impresión de llevar meses sin pasar por la lavandería. Se paseaba constantemente arriba y abajo; apenas podía hablar y, cada vez que lo hacía, rociaba todo de saliva. Nada de lo que decía tenía sentido y yo temía de veras que acabáramos perdiéndolo, que muriera en la cárcel a causa de sus problemas físicos derivados de sus problemas mentales.

Janet Chesley, Kim Marks y Ken Foster perseguían a los distintos alcaides que pasaban por McAlester, así como a sus auxiliares y delegados. Susan Otto, directora de la Oficina Federal del Defensor de Oficio y supervisora de Janet, consiguió tirar de algunos hilos en el Departamento de Prisiones. Al final, en febrero de 1996, James Safre, por entonces máximo responsable de Prisiones, accedió a reunirse con Kim y Janet. Al principio de la reunión, Safre anunció que había autorizado a Ron Ward, alcaide de McAlester, a hacer una excepción con Ron Williamson y trasladarlo de inmediato a la Unidad de Cuidados Especiales.

El informe de Ron Ward al director de la Unidad de Cuidados Especiales reconocía que dicha unidad estaba oficialmente vedada a los reclusos del corredor de la muerte. Y decía, entre otras cosas:

Voy a hacer una excepción a los habituales procedimientos de actuación de la Unidad de Cuidados Especiales aplicables a nuestro Penal, en los cuales se dice: «Cualquier recluso de la Penitenciaría Estatal de Oklahoma, salvo los del corredor de la muerte, podrá tener acceso a los servicios de la Unidad de Cuidados Especiales».

¿Qué se ocultaba detrás de aquel cambio de actitud? Dos semanas atrás un psicólogo de la prisión había enviado un informe confidencial a un delegado del alcaide a propósito de Ron Williamson. Entre otros comentarios, el psicólogo enumeraba varias razones justificadas para enviarlo a la Unidad de Cuidados Especiales:

En la discusión de nuestro equipo llegamos a la conclusión de que el señor Williamson es un psicópata y le sería extremadamente útil un minucioso ajuste de su medicación.

Hemos observado también que se niega rotundamente a considerar o discutir la posibilidad de semejante ajuste.

Tal como usted sabe, la Unidad de Cuidados Especiales cuenta con los medios apropiados para forzar una medicación en caso necesario.

El personal del Módulo H estaba harto de Ron y necesitaba un descanso. El informe añadía:

No cabe duda de que el estado del señor Williamson se deteriora semana a semana. Así lo he observado y el personal del Módulo H suele comentarlo habitualmente.

Hoy mismo, Mike Mullens ha hecho referencia a este deterioro y a los efectos adversos que los estallidos psicopáticos del recluso ejercen en la galería suroeste.

Sin embargo, el principal motivo del traslado de Ron era el de acelerar su ejecución. El informe añadía:

En mi opinión, tal como están las cosas, la psicosis del señor Williamson determina su incapacidad mental, lo que a su vez probablemente impediría su ejecución.

Un período en nuestra UCE le devolvería un grado suficiente de capacidad.

Ron fue trasladado a la Unidad de Cuidados Especiales, donde quedó ingresado y le asignaron una celda más bonita y provista de ventana. El doctor Foster le cambió los medicamentos y se encargó de que los tomara puntualmente. Aunque Ron distaba mucho de estar sano, se mostraba tranquilo y no sufría constantes dolores.

Pero era muy débil y apenas conseguía controlar sus obsesiones. Había hecho algunos progresos cuando, de repente, el 21 de abril, después de sólo tres meses de tratamiento, fue sacado bruscamente de allí y conducido de nuevo al Módulo H, donde permaneció dos semanas. Los doctores no habían autorizado su traslado; Foster ni se enteró. No se facilitó ninguna explicación. Cuando lo devolvieron a la unidad médica, había experimentado un notable retroceso. El doctor Foster envió un informe al alcaide y le describió los perjuicios que el inopinado traslado había ocasionado al paciente.

Por mera coincidencia, el traslado de Ron el 25 de abril había tenido lugar la víspera de otra ejecución. Al día siguiente, Benjamin Brewer fue ajusticiado por el apuñalamiento en 1978 de una compañera de estudios —una chica de veintidós años— en Tulsa. Brewer llevaba más de doce años en el Corredor.

A pesar de encontrarse en la Unidad de Cuidados Especiales, Ron seguía siendo un recluso del corredor de la muerte.

Janet Chesley sospechaba que el súbito traslado tenía que ver con triquiñuelas legales. La fiscalía había recurrido el fallo del juez Seay ante el Décimo Circuito de Denver, y estaba prevista una vista oral. Seguramente para evitar que Chesley alegara que su cliente estaba tan incapacitado que lo habían trasladado a la UCE, Ron fue devuelto al Módulo H. Janet se había puesto furiosa al enterarse. Se lo reprochó a los funcionarios de la prisión y a los fiscales. No obstante, al final prometió no comentar durante la vista oral que Ron se encontraba en la Unidad de Cuidados Especiales.

Allí lo devolvieron, pero su empeoramiento resultaba dolorosamente claro.

Dennis Fritz se enteró de que Ron había triunfado a nivel federal y sería sometido a un nuevo juicio. Dennis no había tenido tanta suerte. Como no había sido condenado a muerte, carecía de abogado y tuvo que presentar él mismo su propio habeas corpus. En 1995 había perdido en el tribunal de distrito y ahora iba a presentar recurso ante el Décimo Circuito.

El nuevo juicio de Ron fue una noticia agridulce para Dennis. Estaba abatido porque había sido condenado por los mismos testigos y la misma serie de hechos y, sin embargo, su recurso de habeas había sido desestimado. Pero, al mismo tiempo, se alegraba de que Ronnie tuviese otra oportunidad.

En marzo de 1996 escribió al Proyecto Inocencia, solicitando su ayuda. Le contestó un alumno voluntario, enviándole un cuestionario. En junio, el voluntario solicitó las pruebas de laboratorio: análisis de cabello, sangre y saliva. Dennis lo tenía todo archivado en su celda y rápidamente lo envió a Nueva York. En agosto envió copia de sus recursos, y en noviembre la transcripción de todo su juicio. Aquel mismo mes recibió la esperanzadora noticia de que el Proyecto Inocencia aceptaba patrocinar su caso.

Las cartas iban y venían, pasaron semanas y meses. El Décimo Circuito había desestimado su recurso, y cuando en mayo de 1997 el Tribunal Supremo se negó a revisar su causa, Dennis sufrió un episodio de depresión. Se le habían terminado los recursos. Todos aquellos sabios jueces que consultaban gruesos tomos jurídicos enfundados en sus negras togas no detectaban ningún fallo en su juicio. Ninguno de ellos había visto lo más obvio: que un inocente había sido injustamente condenado.

La perspectiva de una vida en la cárcel —en la que con tanto denuedo se había negado a creer— era ahora una posibilidad cierta.

En mayo envió cuatro cartas al Proyecto Inocencia.

En 1979, en la pequeña localidad de Okarche, cerca de Oklahoma City, Steven Hatch y Glen Ake irrumpieron en la vivienda del reverendo Richard Douglass. Tras sufrir un terrible suplicio, Douglass y su mujer fueron abatidos a tiros. Sus dos hijitos también fueron tiroteados y dejados por muertos, pero consiguieron sobrevivir milagrosamente. Los asesinatos fueron obra de Glen Ake, el cual fue condenado y sentenciado a muerte, aunque más tarde se le concedió un nuevo juicio porque el juez le había negado el acceso a un perito psiquiátrico. Su recurso, Ake contra el pueblo de Oklahoma, marcó un hito. En su segundo juicio fue condenado a cadena perpetua, pena que cumple actualmente.

La participación de Steven Hatch en los asesinatos era muy dudosa y había sido objeto de acaloradas discusiones, pese a lo cual fue condenado a muerte. El 9 de agosto de 1996, Hatch fue atado a una camilla y conducido a la cámara de la muerte del Módulo H. En la sala de los testigos se encontraban los dos hijos de los Douglass, ya adultos por entonces.

En 1994, un indio norteamericano de veinte años llamado Scott Dawn Carpenter atracó una tienda en Lake Eufaula y mató al propietario. Al cabo de apenas dos años en el corredor de la muerte, consiguió paralizar sus recursos y ser ejecutado con una inyección letal.

El 10 de abril de 1997, el Tribunal de Apelaciones del Décimo Circuito en Denver ratificó el fallo del juez Seay. No desestimó del todo las pruebas capilares, pero admitió que Ron Williamson había sido injustamente condenado.

Una vez decidida la celebración de un nuevo juicio, el caso de Ron fue trasladado al departamento de juicios capitales de la Oficina para la Defensa de Insolventes, donde el nuevo director Mark Barrett supervisaba un equipo de ocho abogados. Dada la complejidad del caso y debido a su propia experiencia con Ron, Barrett decidió asignarse el caso a sí mismo. La cantidad inicial de material que recibió llenaba dieciséis cajas.

En mayo de 1997, Mark y Janet Chesley se desplazaron a McAlester para ver a Williamson. El papel de Janet sería el de volver a reunir a Mark y Ron. Ambos se habían visto por última vez en 1988, poco después de la llegada de Ron a la Cellhouse F y de que Mark tramitara su primer recurso.

A pesar de que conocía a Janet y Kim Marks y a casi todos los abogados de oficio, y a pesar de haber oído los muchos rumores e historias que circulaban acerca de Ron y sus desventuras en el Corredor, Mark se sorprendió de su penoso estado. En 1988, Ron tenía treinta y cinco años, pesaba unos cien kilos y poseía complexión atlética y andares seguros, cabello castaño y rostro de bebé. Nueve años más tarde, a los cuarenta y tres, habría pasado por un hombre de sesenta y cinco. Tras un año en la Unidad de Cuidados Especiales, seguía pálido, demacrado y desgreñado, parecía un fantasma y estaba visiblemente enfermo.

Aun así, pudo participar en una larga conversación acerca de su caso. A veces se iba por las ramas y se lanzaba a monólogos incongruentes, pero, en términos generales, supo lo que estaba ocurriendo y hacia dónde se dirigía su juicio. Mark le explicó que las pruebas del ADN permitirían comparar las muestras de su sangre, cabello y saliva con el semen y el cabello encontrados en la escena del crimen y que la conclusión sería definitiva e infalible. El ADN no miente.

Ron no tuvo la menor vacilación; es más, se mostró deseoso de someterse cuanto antes a las pruebas.

—Soy inocente —repitió una y otra vez—. Y no tengo nada que ocultar.

Mark Barrett y Bill Peterson acordaron someter a Ron a una evaluación de su capacidad mental y efectuar las pruebas del ADN. Peterson insistió en estas pruebas porque estaba seguro de que inculparían a Ron.

Sin embargo, las pruebas tendrían que esperar, pues el austero presupuesto de Mark Barrett no permitía realizarlas. El coste inicial rondaría los cinco mil dólares, una suma que estaría disponible hasta unos meses después. Al final, acabarían costando bastante más de lo previsto.

En su lugar, Mark se puso a preparar la vista sobre la capacidad mental. Él y su reducido equipo de colaboradores pusieron en orden los historiales médicos de Ron. Localizaron a un psicólogo que los revisó, entrevistó a Ron y se mostró dispuesto a viajar a Ada para declarar.

Después de dos viajes al Tribunal de Apelaciones de Oklahoma, una escala de un año en el despacho del juez Seay, una parada de dos años en el Décimo Circuito de Denver, dos inútiles pero necesarias visitas al Tribunal Supremo de Estados Unidos, y un cúmulo de recursos arriba y abajo entre todos aquellos tribunales, ahora el caso Ronald Keith Williamson contra el pueblo de Oklahoma había regresado a casa.

Ron estaba de nuevo en Ada, diez años después de que cuatro policías lo detuvieran por asesinato aquel día en que iba sin camisa, con el pelo desgreñado y empujando un desvencijado cortacésped.