Después de trece años de postergaciones, Oklahoma consiguió escapar al laberinto de las eternas apelaciones y programar por fin una ejecución. El desventurado agraciado fue Charles Troy Coleman, un hombre de raza blanca que había matado a tres personas y llevaba once años en el corredor de la muerte. Era el líder de un grupito que solía armar alboroto en el Corredor y algunos vecinos suyos no lamentaron que a Chuck fueran a meterle finalmente la aguja. Casi todos sabían, sin embargo, que en cuanto empezaran las ejecuciones no habría vuelta atrás.
La ejecución de Coleman se convirtió en un acontecimiento mediático y la prensa se congregó delante del Big Mac. Hubo vigilias nocturnas y se realizaron entrevistas a los familiares de las víctimas, a los que protestaban contra la pena capital, a los clérigos y a cualquiera que acertara a pasar por allí. A medida que transcurrían las horas, la tensión crecía.
Greg Wilhoit y Coleman se habían hecho amigos, a pesar de sus discusiones acerca de la pena de muerte. Ron seguía apoyándola en secreto, aunque tenía sus altibajos. No le tenía simpatía a Coleman, quien, como no era de extrañar, estaba hasta el gorro de su ruidosa presencia.
El Corredor estuvo tranquilo y fuertemente vigilado la noche de la ejecución. El espectáculo se había montado en el exterior de la cárcel, donde la prensa contaba los minutos como si estuviera a punto de nacer el Año Nuevo. Greg se encontraba en su celda, viéndolo todo en la televisión. Poco después de medianoche se confirmó que Charles Troy Coleman había muerto.
Varios reclusos batieron palmas y lanzaron vítores, pero la mayoría permaneció en silencio en sus celdas. Algunos rezaban.
La reacción de Greg fue completamente inesperada. De repente, se sintió embargado por la emoción y lamentó que algunos hubieran lanzado vítores. Su amigo había desaparecido y el mundo no era un lugar más seguro. Ningún futuro asesino sería disuadido por la ejecución de Coleman; él conocía a los asesinos y sabía qué los impulsaba a actuar. Si la familia de la víctima se alegraba, ello significaba que estaba muy lejos del perdón. Greg había sido educado en una iglesia metodista y ahora estudiaba diariamente la Biblia. ¿Acaso Jesús no había predicado el perdón? Si matar estaba mal, ¿por qué el Estado se arrogaba ese derecho? ¿Con qué autoridad se llevaba a cabo la ejecución? Aquellos argumentos le habían llamado muchas veces la atención, pero ahora los escuchaba desde una fuente distinta.
La muerte de Charles Coleman constituyó una dramática revelación para Greg. En aquel momento hizo un giro de 180 grados para jamás volver a su creencia del ojo por ojo.
Más tarde se lo comentó a Ron, el cual le dijo que estaba de acuerdo. Pero al día siguiente volvió a ser un ferviente partidario de la pena de muerte. Quería que Ricky Joe Simmons fuera arrastrado por las calles de Ada y ejecutado con un disparo en la nuca.
El destino de Ron Williamson fue confirmado el 15 de mayo de 1991, cuando el Tribunal Penal de Apelaciones ratificó por unanimidad su condena y su pena de muerte. En el veredicto, redactado por el juez Gary Lumpkin, el tribunal admitía la existencia de varios errores en el juicio, pero las «abrumadoras pruebas» contra el acusado superaban con mucho cualquier error nimio cometido por el abogado Barney Ward, la policía, el fiscal Peterson y el juez Jones. El tribunal no comentaba demasiado qué prueba en concreto había sido tan abrumadora como para inducirlo a aquella conclusión.
Bill Luker llamó a Ron para comunicarle la mala noticia y este la recibió con bastante serenidad. Había estudiado los términos de la apelación y hablado con Bill muchas veces, quien le había dicho que no fuera demasiado optimista.
En la misma fecha Dennis Fritz recibió la misma noticia del mismo tribunal. Una vez más los jueces hallaban varios errores en su juicio, pero las «abrumadoras pruebas» se inclinaban contra Dennis.
Este no se había hecho ilusiones cuando su abogado de oficio presentó la apelación, y tampoco se sorprendió cuando su condena fue ratificada. Tras estudiar tres años en la biblioteca de la prisión, Dennis creía conocer las leyes y los casos mejor que su abogado.
Así pues, pese a la decepción, no se dio por vencido. Como Ron, tenía otros argumentos que presentar ante otros tribunales. Desistir de su intento no era una alternativa. Pero, a diferencia de Ron, ahora Dennis se había quedado solo. Puesto que no se encontraba en el corredor de la muerte, no tenía ningún abogado de oficio a su disposición.
Sin embargo, el Tribunal Penal de Apelaciones no siempre era favorable a la acusación. Para alegría de Mark Barrett, el 16 de abril de 1991 recibió la notificación de que se celebraría un nuevo juicio para Greg Wilhoit. Al tribunal le fue imposible hacer la vista gorda ante la desdichada actuación de George Briggs en la defensa de Greg y dictaminó que éste no había contado con una adecuada representación.
Moraleja: si te enjuician por algo en lo que te va la vida, contrata al mejor abogado de la ciudad o bien al peor. Greg había contratado involuntariamente al peor y ahora tendría un nuevo juicio.
Cuando se sacaba a un recluso del Corredor por el motivo que fuera, jamás se le daba una explicación. Los guardias simplemente le ordenaban que se vistiera y rápido. Pero Greg sabía que había ganado el recurso y, cuando los guardias se presentaron en su celda, comprendió que había llegado el gran día.
—Recoge tus cosas, Wilhoit —le dijo uno de ellos.
En dos minutos guardó todas sus pertenencias en una caja de cartón y se fue acompañado por sus escoltas. Ron había sido trasladado al otro extremo de la galería y no hubo posibilidad de despedida. Mientras abandonaba McAlester, los pensamientos de Greg fueron para el amigo que dejaba atrás.
Cuando llegó a la cárcel del condado de Osage, Mark Barrett dispuso todo lo necesario para celebrar una vista de fijación de fianza. Con una acusación de asesinato y pendiente de la fecha del nuevo juicio, Greg no era precisamente un hombre libre. Así pues, en lugar de exigir una exorbitante suma imposible de conseguir, el juez impuso una fianza de cincuenta mil dólares, que los padres y las hermanas de Greg se apresuraron a reunir.
Tras cinco años en la cárcel, cuatro de ellos en el corredor de la muerte, Greg recuperó la libertad y ya jamás regresaría a una prisión.
La construcción del Módulo H se había iniciado en 1990. Prácticamente todo era de hormigón: los suelos, las paredes, los techos, las literas, las estanterías de libros. Para eliminar la posibilidad de que se pudieran confeccionar «varillas», en los planos no figuraba ningún tipo de metal. Había muchos barrotes y muchos elementos de cristal, estos últimos no en las celdas. Allí todo era de hormigón.
Una vez finalizada la estructura, fue cubierta con tierra. La razón oficial era el ahorro energético. La luz natural y la ventilación eran inexistentes.
Cuando en noviembre de 1991 se inauguró el Modulo H, la prisión celebró su nueva y ultramoderna casa de la muerte organizando una fiesta. Se invitó a los peces gordos y se cortaron cintas. La banda de la cárcel interpretó algunas piezas y se organizaron recorridos de visita. Los futuros inquilinos del módulo aún estaban en la Big House, a unos cuatrocientos metros de distancia. A los invitados se les ofreció la posibilidad de pernoctar en una litera de hormigón a estrenar en la celda que quisieran; pagando, claro.
Después de la fiesta y como prueba para detectar posibles fallos, instalaron en el módulo a unos cuantos presos comunes y se les vigiló atentamente para ver qué problemas podían crear. Tras quedar demostrado que el Módulo H era sólido, funcional y a prueba de fugas, llegó la hora de instalar a los chicos malos de la Cellhouse F.
Las quejas y protestas no se hicieron esperar. No había ventanas, y por tanto tampoco luz natural ni renovación del aire. Las celdas eran demasiado pequeñas para dos hombres. Las literas de hormigón eran muy duras y sólo disponían de una separación de un metro. Entre ellas había un lavabo/váter de acero inoxidable, por lo cual cualquier movimiento de los intestinos tenía necesariamente público. La disposición de los habitáculos impedía prácticamente las charlas cotidianas, savia vital para los presos. Tratándose de un edificio «sin contactos», el Módulo H se diseñó no sólo para mantener separados a los guardias de los reclusos, sino también para aislar a los propios presos. La comida era peor que en la Cellhouse F. El patio, la zona más apreciada en el antiguo edificio, no era más que una caja de hormigón más pequeña que una pista de tenis. Sus paredes medían cinco metros y medio de altura y toda la zona estaba cubierta por una gruesa reja que obstaculizaba la luz que pudiera filtrarse a través del lucernario en forma de cúpula. Resultaba imposible ver el menor asomo de hierba.
El hormigón no se había pintado ni sellado y había polvo por todas partes. Se amontonaba en los rincones de las celdas, se pegaba a las paredes, se posaba en el suelo, permanecía en suspenso en el aire y, como es natural, era inhalado por los reclusos. Los abogados que visitaban a sus clientes se retiraban a menudo tosiendo y carraspeando.
El ultramoderno sistema de ventilación era de carácter «cerrado», lo cual significaba que no se registraba la menor circulación de aire natural. La situación resultaba aceptable siempre que no se cortara la electricidad, lo cual ocurría a menudo cuando había que reparar alguna avería.
Leslie Delk, una abogada de oficio asignada a Ron, comentó los problemas en una carta a un colega que había denunciado a la prisión:
La situación de la comida es horrible y casi todos mis defendidos han adelgazado. Uno ha perdido cuarenta kilos en diez meses. Lo he señalado a los responsables de la prisión, pero me dicen que exagero, que el recluso está bien, etc. En una reciente visita a la enfermería he descubierto que la comida se lleva desde la antigua prisión, que es donde se prepara. Cuando llega al Módulo H, la sirven unos reclusos —unos tipos sometidos a electroshock, creo—. A estos individuos se les dice que pueden quedarse el sobrante, por lo que, claro, las raciones que reciben los reclusos del módulo son aproximadamente la mitad de las que recibe el resto de la prisión. Tengo entendido que la comida que se sirve en bandeja casi no se somete a ningún control de calidad. Todos se quejan de que ahora la comida está siempre fría y tan mal preparada que ya están hartos. Las raciones son tan escasas que casi todo el mundo se ve obligado a comprar comida en la cantina. Y la prisión cobra lo que le da la gana (por regla general, precios más altos que los de cualquier tienda normal de comestibles). Además, muchos de mis defendidos no tienen familia que los ayude a mantenerse y, por consiguiente, pasan incluso hambre.
El Módulo H provocó a los reclusos un enfado descomunal. Tras haber oído durante dos años hablar del nuevo centro de once millones de dólares, se quedaron tiesos al verse trasladados a una prisión subterránea con menos espacio y más limitaciones que la antigua Cellhouse F.
Ron no soportaba aquel lugar. Su compañero de celda era Rick Rojem, un residente del Corredor desde 1985 que ejercía en él una influencia tranquilizadora. Rick era un budista que se pasaba horas meditando, pero también le gustaba tocar la guitarra. En una celda tan reducida la intimidad resultaba imposible. Ambos colgaron una sábana del techo entre las camas, en un intento de disponer de una mínima privacidad.
Rojem estaba preocupado por Ron. Este había perdido el interés en la lectura. Su mente y su conversación no podían centrarse en un solo tema. A veces tomaba medicamentos, pero no recibía el tratamiento adecuado. Dormía horas durante el día y después pasaba toda la noche paseándose por la minúscula celda, musitando frases inconexas o canturreando sus delirios. Después se apoyaba contra la puerta y empezaba a soltar angustiados gritos. Puesto que pasaban veintitrés horas al día juntos, Rick veía cómo su compañero se estaba volviendo loco sin que él pudiera ayudarlo.
Desde su traslado al Módulo H, Ron había perdido un montón de kilos. El cabello se le había vuelto gris y parecía un fantasma.
Un día, Annette estaba esperando en la sala de visitas cuando vio a los guardias entrar con un delgado anciano de largo y lacio pelo gris. «¿Quién será?», pensó. Su hermano.
«Cuando los vi entrar con aquel hombre de aspecto tan demacrado que no lo habría reconocido si me lo hubiera cruzado por la calle, regresé a casa y le escribí una carta al alcaide rogándole que le hicieran a Ron el análisis del sida, porque lo vi tan desmejorado que, sabiendo las cosas que se cuentan de las cárceles, me temí lo peor», comentó Annette.
El alcaide le contestó asegurándole que Ronnie no tenía el sida. Ella le envió otra carta quejándose de la comida, los elevados precios de la cantina y el hecho de que los beneficios de la misma se destinasen a comprar equipamiento para los guardias.
En 1992 la prisión contrató a un psiquiatra llamado Ken Foster. Este no tardó en examinar a Ron. Lo encontró desaliñado, desorientado y sin contacto con la realidad, delgado, canoso, demacrado y en muy mal estado físico. El doctor Foster vio con toda claridad, como hubieran debido verlo los funcionarios de la cárcel, que algo le ocurría.
El estado mental de Ron era todavía peor que el físico. Sus estallidos y arrebatos iban más allá de lo habitual, y no era ningún secreto que los guardias y el personal lo consideraban un chalado. Foster fue testigo de varios arrebatos de gritos obsesivos y tomó nota de tres temas redundantes: 1) su inocencia, 2) la confesión de Ricky Joe Simmons como autor del asesinato y por tanto la obligación de someterlo a juicio, y 3) un intenso dolor físico, generalmente en la zona del pecho, y temor a sufrir un colapso mortal.
A pesar del carácter extremo de los síntomas, el expediente de Ron revelaba que llevaba mucho tiempo sin recibir tratamiento psiquiátrico. La falta de medicación en una persona tan enferma suele dar lugar a la aparición de síntomas psicopáticos.
El doctor Foster escribió en su informe: «La reacción psicopática y el concomitante deterioró se agravan en una persona sometida a las múltiples tensiones que conlleva el corredor de la muerte, consciente de que su muerte está programada. La escala GAF, tal como se expone en los más autorizados estudios de salud mental, considera el encarcelamiento un factor de tensión “catastrófico”».
Resultaría imposible establecer hasta qué extremo se puede agravar dicha catástrofe en el caso de un inocente.
Foster dictaminó que Ron necesitaba mejores medicamentos y un mejor ambiente. Ron siempre estaría mentalmente enfermo, pero podía haber mejoría, incluso para un condenado a muerte. Sin embargo, el doctor no tardaría en averiguar que la salud de los condenados era una prioridad bastante secundaria.
Habló con James Safre, un director regional del Departamento de Prisiones, y con Dan Reynolds, el alcaide de McAlester. Ambos conocían a Ron y sus problemas, y ambos tenían cosas más importantes en que ocuparse.
Sin embargo, Ken Foster era un tipo obstinado e independiente que no aceptaba sin más las decisiones burocráticas y deseaba sinceramente ayudar a sus pacientes. Siguió enviando informes a Safre y Reynolds y se encargó de que conocieran los detalles de los graves problemas físicos y mentales de Ron. Insistía en reunirse por lo menos una vez a la semana con Reynolds para revisar la situación de sus pacientes y, en el transcurso de las reuniones, siempre mencionaba a Ron. Hablaba diariamente con un delegado del alcaide, lo mantenía al día acerca de sus pacientes y vigilaba que entregara los resúmenes a su superior.
Una y otra vez insistía en que Ron no estaba tomando los medicamentos necesarios y por eso se estaba deteriorando física y mentalmente. Le indignaba el que Ron no fuera trasladado a la Unidad de Cuidados Especiales, o SCU, un edificio situado a dos pasos del Módulo H.
Los reclusos aquejados de graves problemas mentales solían ser trasladados a la SCU, especializada en tales dolencias. Sin embargo, la política de siempre del Departamento de Prisiones era la de negar a los reclusos del corredor de la muerte el acceso a dicha unidad. La razón oficial era vaga, pero muchos abogados defensores sospechaban que en el fondo se pretendía la aceleración de las ejecuciones. Si se evaluaba debidamente el estado de un inquilino del corredor de la muerte, cabía la posibilidad de que fuera declarado mentalmente incapacitado y se salvara del viajecito a la cámara.
Dicha política había sido cuestionada muchas veces, pero permanecía sin modificación alguna.
Ken Foster volvió a cuestionarla. Explicaba a Safre y Reynolds que no podía tratar a Ron Williamson sin ingresarlo en la SCU, donde podría controlar su estado y dosificar su medicación. Sus explicaciones eran a menudo mordaces, fundamentadas y vehementes. Pero Dan Reynolds se mostraba porfiadamente contrario a la idea de trasladar a Ron y no veía necesidad de cambiar su tratamiento.
—No se preocupe por los inquilinos del Corredor —decía Reynolds—. Van a morir de todos modos.
La tozuda insistencia de Foster respecto a Ron acabó resultando tan molesta que el alcaide lo castigó con una suspensión durante una temporada.
Cuando terminó la sanción, el doctor Foster reanudó su lucha por lograr que Ron fuera trasladado a la Unidad de Cuidados Especiales. Tardó cuatro años en conseguirlo.
Una vez finalizada la apelación, la causa de Ron entró en el llamado «recurso de amparo», trámite en que se permitía presentar pruebas no ventiladas en el juicio.
Según la costumbre de aquel momento, Bill Luker le pasó el expediente a Leslie Delk, de la Oficina de la Defensa de Oficio de Segunda Instancia. Su principal prioridad fue conseguir un mejor tratamiento médico para su cliente. Había visto a Ron una vez en la Cellhouse F y no tenía dudas de que era un hombre muy enfermo. Cuando lo trasladaron al Módulo H, se alarmó al ver el deterioro que se había producido en su estado.
Aunque Delk no era psiquiatra ni psicóloga, había seguido unos útiles cursos para la detección de enfermedades mentales. Parte de su tarea como abogada de la defensa en causas capitales consistía en observar semejantes problemas e intentar conseguir el tratamiento más adecuado. Confiaba en la opinión de los expertos en salud mental, pero el caso de Ron era muy complicado porque no se podía realizar un examen exhaustivo. Acorde con la política de «ausencia de contactos» reinante en el Módulo H, nadie podía permanecer en la misma habitación con un recluso, ni siquiera su abogado. El psiquiatra habría tenido que examinar a Ron a través de un panel de cristal mientras hablaba con él por un telefonillo.
Delk consiguió que una tal doctora Pat Fleming llevara a cabo una evaluación psicológica de Ron, tal como se exige en los procedimientos posteriores a la condena. La doctora lo intentó tres veces, pero le fue imposible completar su evaluación. Ron se mostraba muy alterado, se negaba a colaborar y sufría alucinaciones y delirios. Los funcionarios de la prisión informaron a Fleming de que semejante conducta no era rara en Williamson. Estaba claro que era un hombre muy perturbado que no se encontraba en condiciones de colaborar con su abogado ni de comportarse de una manera razonable. Pese a sus intentos, no fue autorizada a sentarse en la misma habitación con Ron para observarlo, interrogarlo y someterlo a pruebas.
Pat Fleming se reunió con el médico del Módulo H y le expresó sus preocupaciones. Más tarde le aseguraron que Ron había sido visitado por especialistas en salud mental de la propia cárcel, pero ella no observó ninguna mejoría en su estado. Insistió en recomendar el ingreso de Ron en el hospital psiquiátrico estatal con el fin de estabilizarlo y evaluarlo debidamente.
La recomendación fue desestimada.
Leslie Delk no cejó en su empeño. Habló con el personal penitenciario, con el equipo médico y con varios delegados del alcaide, les presentó sus quejas y exigió un mejor tratamiento para Ron. Le hicieron promesas que nunca se cumplieron, sólo unos ligeros cambios en la medicación, pero Ron no fue sometido a ningún tratamiento propiamente dicho. Ella dejó constancia de sus decepciones en una serie de cartas dirigidas a los responsables de la prisión. Visitaba a Ron con la mayor frecuencia posible. Cuando parecía que su estado ya no podía empeorar, empeoraba. Leslie temía que pudiera producirse un repentino desenlace fatal.
Mientras el personal médico se esforzaba por cuidar de Ron, el personal penitenciario se lo pasaba en grande a su costa. Para divertirse, algunos guardias utilizaban el nuevo sistema de intercomunicación del moderno módulo. Cada celda disponía de un interfono conectado con la sala de control, otro ingenioso dispositivo para que los guardias se mantuviesen alejados de los reclusos.
Pero no lo suficientemente alejados.
«Ron, al habla Dios —barbotaba el interfono en mitad de la noche—. ¿Por qué mataste a Debbie Carter?»
Una pausa y después los guardias se partían de risa al oír a Ron bramando:
—¡Yo no he matado a nadie! ¡Soy inocente!
Su profunda y áspera voz resonaba por toda la galería sur oeste y rasgaba el silencio de la noche. El arrebato duraba aproximadamente una hora, fastidiando a los demás reclusos para regocijo de los guardias bromistas.
Cuando Ron por fin se calmaba, la voz volvía a la carga:
«Ron, cariño, soy Debbie Carter. ¿Por qué me mataste?»
Sus atormentados gritos se reanudaban interminablemente.
«Ron, soy Charlie Carter. ¿Por qué mataste a mi hija?»
Los demás reclusos pedían a los guardias que lo dejaran en paz para así poder dormir, pero ellos seguían con su perversa diversión. Rick Rojem tenía identificados a dos guardias particularmente sádicos que al parecer sólo vivían para burlarse de Ron. El maltrato duró varios meses.
—No les hagas caso —le aconsejaba Rick a su compañero de celda—. Si no les haces caso, se cansarán.
Ron no lo entendía así. Quería convencer de su inocencia a cuantos lo rodeaban, y el hecho de aullar a pleno pulmón le parecía el método más adecuado. A menudo, cuando ya estaba tan físicamente agotado o tan ronco que ya no podía seguir gritando, permanecía de pie de cara al interfono, murmurando frases inconexas durante horas.
Al final, Leslie Delk se enteró de aquellas crueles diversiones y el 12 de octubre de 1992 envió una encendida carta al director del Modulo H. Entre otras cosas, ponía:
Con anterioridad le comenté las informaciones que me llegaban sobre el hostigamiento de que estaba siendo objeto Ron por parte de ciertos guardias a quienes, aparentemente, les hace mucha gracia burlarse de los «locos». Pues bien, me siguen advirtiendo de la existencia de este problema. Recientemente me han contado que el oficial Martin se acercó a la puerta de Ron para chincharlo y burlarse de él (creo que estas burlas suelen girar en torno a Ricky Joe Simmons y Debra Sue Carter).
Por lo que me consta, el oficial Reading intervino para que Martin cesara en su hostigamiento, pero tuvo que ponerse firmes para lograr que Martin depusiera su actitud. Varias fuentes han señalado al oficial Martin como uno de los funcionarios que acostumbran hostigar a Ron casi diariamente.
¿Sería tan amable de investigar estos hechos y tomar las medidas oportunas? Tal vez convendría impartir unas cuantas clases de repaso a los guardias que tratan con reclusos mentalmente enfermos.
No todos los guardias eran crueles. Una celadora se acercó una noche a la celda de Ron para charlar un rato con él. El aspecto del preso era espantoso y le dijo que se moría de hambre pues llevaba varios días sin comer. Ella le creyó y se retiró. Regresó a los pocos minutos con una tarrina de mantequilla de cacahuetes y una barra de pan rancio.
En una carta a Renee, Ron le contó que había disfrutado mucho del «festín» y que no había dejado ni una migaja.
Kim Marks era una investigadora de la Oficina para la Defensa de Insolventes de Oklahoma. Últimamente pasaba más tiempo que nadie en el Módulo H con Ron. Cuando le asignaron el caso, revisó la transcripción del juicio, los informes y las pruebas instrumentales. Era una antigua reportera de prensa y su perspicacia la llevó a poner en duda la culpabilidad de Ron.
Elaboró una lista de posibles sospechosos, doce en total, todos con antecedentes delictivos. Por obvias razones, Glen Gore era el número uno. Estaba con Debbie la noche de su asesinato. Se conocían desde hacía años y ello le había permitido entrar en su apartamento. Tenía en su haber un desdichado historial de violencia contra las mujeres. Y él era quien había señalado con el dedo a Ron.
¿Por qué la policía había mostrado tan poco interés por Gore? Cuanto más indagaba Kim en los informes policiales y en el propio juicio, tanto más se convencía de que las protestas de Ron tenían fundamento.
Lo visitó varias veces en el Módulo H y, al igual que Leslie Delk, lo vio completamente alterado. Se acercaba a cada visita con una mezcla de curiosidad e inquietud. Jamás había visto envejecer a un recluso con tanta rapidez. A cada visita, su cabello castaño oscuro era más canoso, y eso que aún no había cumplido los cuarenta. Estaba escuálido y parecía un fantasma, debido en buena parte a la falta de luz natural. Su ropa estaba sucia y no le sentaba bien. Tenía los ojos hundidos y su mirada mostraba signos de un profundo trastorno.
Una vez que establecía que el condenado padecía problemas mentales, Leslie tenía que procurarle no sólo un tratamiento adecuado sino también testigos expertos. Para ella era evidente, como lo habría sido para cualquier profano en la materia, que Ron estaba mentalmente enfermo y la situación en que se encontraba lo hacía sufrir terriblemente. Al principio, la política del Departamento de Prisiones de no enviar a la Unidad de Cuidados Especiales a los reclusos del Corredor le impidió actuar debidamente. Como el doctor Foster, Kim pasaría varios años librando en desventaja aquella batalla.
Localizó y estudió el vídeo de la segunda prueba de Ron con el detector de mentiras. A pesar de que ya entonces se le había diagnosticado depresión y trastorno bipolar y puede que esquizofrenia, hablaba con coherencia, ejercía un buen dominio sobre sí mismo y parecía una persona normal. Sin embargo, nueve años después ya no conservaba nada de normal. Tenía alucinaciones, había perdido el contacto con la realidad y sus obsesiones lo consumían: Ricky Joe Simmons, la religión, los perjuros que habían testimoniado en su juicio, la falta de dinero. Debbie Carter, la ley, la música, la monumental denuncia que algún día presentaría contra el Estado, su carrera en el béisbol, los abusos e injusticias que le infligían.
Habló con los funcionarios de la prisión y escuchó sus comentarios acerca de la capacidad de Ron de pasarse todo un día gritando. Y ella misma lo oyó aullar como un poseso cuando tuvo que ir al lavabo de mujeres. Este tenía un respiradero por el cual se filtraban los sonidos procedentes de la galería suroeste, donde Ron estaba alojado.
Se quedó tan impresionada que, en colaboración con Leslie, insistió todavía con más ahínco para que la prisión le proporcionara un tratamiento más efectivo. Intentaron trasladarlo a la Unidad de Cuidados Especiales como una excepción. Intentaron conseguir que evaluaran su estado en el hospital estatal.
Sus esfuerzos fueron vanos.
En junio de 1992, Leslie Delk pidió que se fijara una vista para establecer la capacidad mental de su cliente en el tribunal del condado de Pontotoc. Bill Peterson se opuso y la petición fue rechazada.
La negativa fue recurrida ante el Tribunal Penal de Apelaciones, que la confirmó.
En julio presentó una amplia solicitud de amparo posterior a la condena. Se basaba sobre todo en el voluminoso historial psiquiátrico de Ron, y destacaba que su incapacidad se habría debido ventilar en el juicio. Dos meses después, el amparo fue denegado y Leslie volvió a recurrir al Tribunal de Apelaciones.
Como era de esperar, volvió a perder. El siguiente paso era un rutinario y último recurso al Tribunal Supremo de Estados Unidos. Se hicieron otras peticiones de rutina que fueron denegadas y, una vez agotados todos los recursos legales, el 26 de agosto de 1994 el Tribunal Penal de Apelaciones fijó la ejecución de Ron Williamson para el 27 de septiembre de 1994.
Había pasado seis años y cuatro meses en el corredor de la muerte.
Después de dos años de libertad, Greg Wilhoit fue conducido a una sala de justicia para enfrentarse una vez más con la acusación de asesinato de su mujer.
Al salir de McAlester, se había ido a vivir a Tulsa, donde había tratado de recuperar una vida normal. No fue nada fácil. Conservaba las cicatrices emocionales y psicológicas de la dura experiencia por la que había pasado. Sus hijas, que ahora tenían ocho y nueve años, estaban siendo educadas por unos amigos de la iglesia, dos maestros de escuela, y llevaban una vida estable. Sus padres y hermanas lo apoyaban como siempre.
Su caso había despertado cierta curiosidad en la prensa. Por suerte, su abogado George Briggs había muerto, no sin antes perder la licencia para ejercer. Varios prestigiosos abogados penalistas se habían puesto en contacto con Greg y querían representarlo. Los abogados se sienten tan atraídos por las cámaras como las moscas por una merienda campestre, y a Greg le hizo gracia ver el repentino interés que despertaba su caso.
Pero la elección no fue difícil. Su amigo Mark Barrett le había conseguido la libertad bajo fianza y él confiaba en que ahora le ganaría la libertad definitiva.
En el primer juicio, la prueba más perjudicial había sido la declaración de los dos peritos en marcas de mordisco. Ambos declararon ante el jurado que la herida en el pecho de Kathy Wilhoit la había dejado allí su marido. La familia Wilhoit había localizado a un prestigioso experto en la materia, el doctor Thomas Krauss de Kansas. Krauss se sorprendió al ver las diferencias entre la impresión dental de Greg y la herida. Ambas eran absolutamente distintas.
Después Mark Barrett envió la marca del mordisco a once expertos de renombre nacional, muchos de los cuales habituados a testimoniar como peritos. Entre ellos figuraban el máximo asesor del FBI en la materia y el experto que había declarado en contra de Ted Bundy, el célebre asesino en serie de mujeres. El veredicto fue unánime: los doce expertos en marcas de mordisco descartaron a Greg Wilhoit. Las comparaciones ni siquiera se parecían.
En la vista probatoria, un perito de la defensa identificó veinte diferencias entre la dentadura de Greg y la marca encontrada en el pecho de la víctima, y declaró que eso descartaba de manera definitiva a Greg.
Pero el fiscal insistió en la celebración de un juicio, el cual se convirtió rápidamente en una farsa. Mark Barrett consiguió rebatir las afirmaciones de los peritos en marcas de mordisco presentados por la acusación y después desacreditó al experto en ADN llamado por la fiscalía.
Cuando la acusación terminó su intervención, Mark solicitó que se desestimasen las pruebas presentadas por el fiscal y pidió un veredicto favorable a Greg Wilhoit. A continuación, el juez levantó la sesión y todos se fueron a almorzar. Al regresar, cuando el jurado ocupó de nuevo su tribuna y el público ya estaba instalado en la sala, el juez, en una insólita decisión, anunció que la petición de la defensa sería admitida. No había lugar a juicio alguno.
—Señor Wilhoit —dijo—, a partir de este momento es usted un hombre libre.
Tras una larga noche de festejos con la familia y los amigos, por la mañana Greg Wilhoit voló a California para jamás regresar a Oklahoma, salvo para visitar a su familia o abogar contra la pena capital. Ocho años después de la muerte de Kathy, era finalmente un hombre libre.
Persiguiendo al sospechoso equivocado, la policía y los fiscales habían propiciado que la pista del verdadero asesino se enfriara. Hasta la fecha, éste aún no ha sido encontrado.
La nueva cámara de la muerte del Módulo H estaba funcionando a la perfección. El 10 de marzo de 1992, Robyn Leroy Parks, un varón negro de cuarenta y tres años, fue ejecutado por el asesinato en 1978 del empleado de una gasolinera. Llevaba trece años en el Corredor.
Tres días después, Olan Randle Robison, un varón blanco de cuarenta y seis años, fue ejecutado por asesinar a una pareja tras haber irrumpido en su domicilio rural en 1980.
Ron Williamson iba a ser el tercer hombre atado a una camilla en el Módulo H al que se ofrecería la oportunidad de decir sus últimas palabras.
El 30 de agosto de 1994, un ceñudo pelotón de guardias acudió a la celda de Ron. Le aherrojaron muñecas y tobillos y lo aseguraron todo con una cadena en la cintura. Debía de tratarse de algo grave.
Como de costumbre, iba sin afeitar y estaba demacrado, sucio y desequilibrado. Los guardias procuraron mantenerse apartados de él. El oficial Martin era uno de los cinco hombres.
Ron fue sacado del Módulo H, introducido en una furgoneta y conducido a las oficinas de la administración situadas a dos pasos de allí enfrente de la prisión. Su escolta lo llevó al despacho del alcaide, a una estancia con una alargada mesa de juntas donde numerosas personas esperaban ser testigos de un hecho crucial. Todavía aherrojado y vigilado por sus centinelas, lo sentaron a un extremo de la mesa. El alcaide ocupaba el otro e inició la reunión presentando a Ron a los miembros del personal sentados alrededor de la mesa, todos con expresiones un tanto siniestras.
—Encantado de conocerles, señores —dijo Ron.
Se le entrego una «notificación» que el alcaide empezó a leer:
—Ha sido usted sentenciado a morir por el delito de asesinato a las 12.01 horas del martes 27 de septiembre de1994. El propósito de esta reunión es informarle acerca de las normas y los procedimientos que se seguirán durante los próximos treinta días, y comentar ciertos privilegios que podrían beneficiarle.
Ron dio un respingo y dijo que él no había matado a nadie. Puede que hubiera hecho algunas cosas malas en su vida, pero el asesinato no era una de ellas.
El alcaide prosiguió la lectura mientras Ron repetía que él no había matado a Debbie Carter.
El alcaide y el director del módulo le hablaron y consiguieron calmarlo. Ellos no estaban allí para juzgarlo, dijeron, sino para cumplir las normas y los procedimientos legales.
Pero Ron tenía un vídeo de la confesión de Ricky Joe Simmons y quería enseñárselo al alcaide. Negó una vez más haber matado a Debbie y empezó a desbarrar. Dijo que quería salir en la televisión de Ada para proclamar su inocencia. Y añadió que su hermana había estudiado en el colegio universitario de Ada.
El alcaide siguió leyendo:
—La mañana anterior a la fecha de la ejecución será usted instalado en una celda especial donde permanecerá hasta el momento final. Durante su permanencia en esta celda estará usted bajo constante vigilancia visual.
Ron volvió a interrumpirlo, gritando que él no había matado a Debbie Carter. El alcaide prosiguió con la lectura de las normas relativas a las visitas, los efectos personales y disposiciones para el funeral. Ron se calmó.
—¿Qué quiere que hagamos con su cuerpo? —preguntó el alcaide.
Trastornado y confuso, Ron no estaba preparado para semejante pregunta. Consiguió decir que lo enviaran a su hermana.
Luego, ante la pregunta de rigor, respondió que no tenía nada que preguntar y que lo había entendido todo. Así pues, lo devolvieron a su celda. La cuenta atrás había empezado.
Olvidó llamar a Annette. Dos días después, mientras examinaba su correspondencia, Annette encontró un sobre del Departamento de Prisiones de McAlester. Dentro había una carta de un delegado del alcaide:
Estimada señora Hudson:
Con hondo pesar, es mi deber comunicarle que la ejecución de su hermano Ronald Keith Williamson, número 134846, se ha fijado para el martes 27 de septiembre de 1994 a las 12.01 en la Penitenciaría Estatal de Oklahoma.
Las visitas durante el día anterior a la fecha de la ejecución se limitarán a clérigos, su abogado y otras dos personas autorizadas por el alcaide.
Por muy difícil que resulte, se deben tener en cuenta las disposiciones para el funeral, las cuales son responsabilidad de la familia. Si dicha responsabilidad no es asumida, el Estado se hará cargo del entierro. Le ruego tenga la bondad de comunicarme su decisión.
Atentamente,
Ken Klinger
Annette llamó a Renee para comunicarle la terrible noticia. Ambas estaban destrozadas y trataron de convencerse mutuamente de que no podía ser verdad. Siguieron otras conversaciones en cuyo transcurso decidieron no trasladar el cadáver a Ada. No pensaban exponerlo en la funeraria Criswell para que toda la ciudad fuera a curiosear. En su lugar, organizarían una ceremonia privada y un entierro en McAlester. Sólo invitarían a unos cuantos amigos íntimos y algunos familiares.
La prisión les comunicó que podrían presenciar la ejecución. Renee dijo que no lo resistiría, pero Annette estaba decidida a no flaquear en el momento final.
La noticia corrió como la pólvora por Ada. Peggy Stillwell, la madre de la malograda Debbie Carter, estaba viendo la televisión local cuando escuchó que se había fijado la fecha de la ejecución de Ron Williamson. Aunque se trataba de una buena noticia, le enfureció que no lo hubieran comunicado oficialmente. Le habían prometido que podría ser testigo de la ejecución, y desde luego lo deseaba con toda su alma. Quizás algún funcionario la llamaría en los próximos días.
Annette se aisló tratando de negar lo que estaba ocurriendo. Sus visitas a la prisión se habían vuelto menos frecuentes y más breves. Ronnie siempre estaba fuera de sí, o bien le hablaba a gritos o actuaba como si ella no estuviera presente. Varias veces se había ido después de una visita de cinco minutos.