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Aunque Dennis Fritz no fuera consciente de ello, los doce meses pasados en la claustrofóbica prisión del condado lo habían preparado para las duras condiciones de la vida carcelaria.

Llegó al Centro Penitenciario de Conner en junio, en una furgoneta repleta de reclusos, todavía aturdido, negando su culpabilidad y muerto de miedo. Pero le convenía actuar y dar una imagen de seguridad en sí mismo, y lo sabía. Conner tenía fama de ser el «basurero» de las prisiones de mediana seguridad. Era un lugar muy duro, más que la mayoría, y Dennis se preguntaba cómo y por qué había ido a parar a aquella cloaca.

Pasó por los trámites del ingreso, le soltaron los habituales sermones acerca de las normas y las ordenanzas y después le asignaron una celda con dos literas y una ventana que daba al exterior. Como Ron, se alegró de la ventana. Había pasado semanas en Ada sin ver la luz del sol.

Su compañero de celda era un mexicano que chapurreaba un poco de inglés, cosa que alivió a Dennis. Él no hablaba español y no estaba de humor para aprenderlo. El primer desafío y el más abrumador fue encontrar breves momentos de intimidad teniendo constantemente a otro ser humano al alcance del brazo.

Se juró dedicar todo su tiempo a encontrar una manera de librarse de aquella condena. Habría sido fácil darse por vencido, pues el sistema siempre actuaba en perjuicio del recluso, pero él estaba decidido a derrotarlo.

Conner era un lugar superpoblado y conocido por su violencia. Había bandas, asesinatos, agresiones, violaciones, drogas por todas partes y unos guardias sobornables. Descubrió rápidamente las zonas más seguras y procuraba esquivar a quienes a su juicio podían crearle problemas. El temor era para él una ventaja. Al cabo de unos meses, casi todos los reclusos caían en la rutina y bajaban la guardia, corrían riesgos, daban la seguridad por descontada.

Era una buena manera de que a uno le hicieran daño, así que Dennis se juró no olvidar jamás el miedo.

Los reclusos eran despertados a las siete de la mañana y a continuación se abrían todas las celdas. Desayunaban en una espaciosa cafetería y podían sentarse donde quisieran. Los blancos ocupaban un lado, los negros el otro y los indios e hispanos quedaban en medio, aunque tendían a arrimarse a los negros. El desayuno no era malo: huevos fritos, maíz medio molido y tocino. Las conversaciones eran muy animadas; a los hombres los tranquilizaba el hecho de mantener contacto con los demás.

La mayoría de ellos quería trabajar; cualquier cosa con tal de salir del módulo de las celdas. Puesto que tenía experiencia docente, Dennis fue reclutado para impartir clase a los otros reclusos en un programa de convalidación de estudios. Después del desayuno se iba al aula y enseñaba hasta el mediodía. Su sueldo era de 7,20 dólares mensuales.

Su madre y su tía empezaron a enviarle cincuenta dólares al mes, un dinero que les costaba reunir pero que consideraban prioritario. Se lo gastaba en la cantina comprando tabaco, latas de atún, galletas y pastas. La «cantina» de un hombre era su pequeña reserva personal de golosinas, algo que él protegía celosamente en su celda. Prácticamente todos los reclusos fumaban y la moneda más utilizada eran los cigarrillos. Una cajetilla de Marlboro equivalía a un buen puñado de dinero en efectivo.

Dennis no tardó en descubrir la biblioteca jurídica y se alegró de saber que podía estudiar allí diariamente desde la una a las cuatro de la tarde. Jamás había leído un libro de leyes pero estaba decidido a dominar el tema. Un par de auxiliares jurídicos —otros reclusos que se creían los abogados de la cárcel y sabían bastante sobre el tema— se hicieron amigos suyos y le enseñaron a moverse entre los gruesos tratados y compendios. Como siempre, cobraban a cambio de sus consejos. Los honorarios se pagaban con cigarrillos.

Empezó por estudiar centenares de casos de Oklahoma, buscando similitudes y posibles errores cometidos en su juicio. Sus recursos no tardarían en tramitarse y él quería saber tanto como su abogado. Descubrió los compendios de jurisprudencia federal y tomó notas sobre miles de casos de todo el país.

El confinamiento en la celda era de cuatro a cinco de la tarde; se pasaba lista y se redactaban informes. La cena era a las siete y media, y hasta el siguiente confinamiento —a las diez y cuarto de la noche— los reclusos eran libres de pasear por el módulo, hacer ejercicio, jugar a las cartas, al dominó o al baloncesto. Muchos optaban por quedarse por allí, sentados en grupo, hablando y fumando para pasar el rato.

Dennis regresaba a la biblioteca jurídica.

Su hija Elizabeth tenía quince años y ambos mantenían una fluida correspondencia. La estaba educando su abuela materna en un hogar estable donde se le prestaba toda la atención. Creía que su padre era inocente, pero Dennis intuía que albergaba ciertas dudas. Se intercambiaban cartas y se hablaban por teléfono por lo menos una vez a la semana. Pero su padre no permitía que lo visitara. No quería que su hija se acercara a la prisión. No quería que lo viera con uniforme de presidiario y viviendo al otro lado de una alambrada de púas.

Su madre Wanda Fritz viajó a Conner poco después de su llegada. Las visitas eran el domingo de diez de la mañana a cuatro de la tarde en una sala con hileras de mesas y sillas plegables. Aquello parecía un zoológico. Se permitía la entrada de unos veinte reclusos por vez y sus familias ya los estaban esperando: esposas, hijos, madres y padres. Las emociones eran muy intensas. Los niños solían gritar y armar alboroto. Los hombres no iban esposados y se permitía el contacto físico.

Eso era justamente lo que los hombres querían, aunque los besos exagerados y los magreos estaban prohibidos. El truco consistía en conseguir que un compañero distrajera al guardia por unos momentos mientras una pareja echaba un rápido y apasionado polvo. No era insólito que una pareja se deslizara en el hueco entre dos máquinas expendedoras de refrescos y consiguiera follar de alguna manera. Muchas veces, las esposas que permanecían sentadas a una mesa desaparecían de pronto bajo la misma para una rápida felación.

Por suerte, Dennis pudo conservar la atención de su madre en medio de aquella barahúnda, pero su visita le resultó el momento más tenso de la semana. Dennis la disuadió de que regresara.

Ron adquirió muy pronto el hábito de pasearse y vociferar en su celda. Si no estabas loco cuando llegabas al Corredor, tardabas mucho en estarlo. Gritaba durante horas hasta quedar ronco:

—¡Soy inocente! ¡Soy inocente!

Con la práctica, sin embargo, se le fortaleció la voz y pudo gritar durante períodos de tiempo más prolongados.

—¡Yo no maté a Debbie Carter! ¡Yo no maté a Debbie Carter!

Se aprendió de memoria la confesión de Ricky Joe Simmons y la soltaba a voz en grito para que la oyeran sus guardias y vecinos. También podía dedicar horas a recitar la transcripción de su propio juicio, páginas y páginas de declaraciones. Los demás reclusos querían estrangularlo pero, al mismo tiempo, se asombraban de su prodigiosa memoria. Aunque, claro, a las dos de la madrugada la cosa no les hacía la menor gracia.

Ronco recibió una extraña carta de otro recluso. Decía entre otras cosas:

Querida Renee:

¡Alabado sea Dios! Soy Jay Neill #141128. Te escribo esta carta en nombre de tu hermano Ron y a petición suya. Ronnie vive al lado de mi celda. Diariamente pasa por fases muy difíciles. Tengo la impresión de que está tomando alguna clase de medicación para tratar de estabilizar y modificar su conducta. En el mejor de los casos, sin embargo, la clase de medicación que se distribuye aquí tiene efectos más bien moderados. El mayor problema de Ron es su baja autoestima. Y creo que la gente de este penal le dice como en el golf que está bajo par en la escala del C.I. Sus peores momentos suelen producirse entre las doce del mediodía y las cuatro de la tarde.

A veces grita a intervalos y a pleno pulmón un rosario de cosas distintas. Eso resulta muy molesto para los reclusos que están más cerca. Al principio, trataron de hacerlo entrar en razón y, después, de tolerarlo. Pero ya ni eso vale para muchos de sus vecinos. (Seguro que a causa de las noches en vela).

Soy cristiano y rezo cada día por Ron. Hablo con él y le escucho. Os quiere mucho a ti y a Annette. Yo soy su amigo. He actuado de parachoques entre Ron y los que no aguantan sus gritos, levantándome y hablando con él hasta que se tranquiliza.

Dios te bendiga a ti y a tu familia.

Atentamente,

Jay Neill

La amistad de Neill con cualquier inquilino del Corredor era siempre dudosa y su conversión al cristianismo solía ser objeto de comentarios. Sus «amigos» se mostraban escépticos. Antes de la prisión, él y su amiguito querían irse a San Francisco para disfrutar de un estilo de vida más tolerante. Como no tenían dinero, decidieron atracar un banco, aunque carecían de experiencia en esos menesteres. Eligieron la ciudad de Geronimo y, tras entrar ruidosamente y anunciar su propósito, las cosas se torcieron. En el caos del atraco, Neill y su compañero apuñalaron mortalmente a tres cajeros del banco, mataron de un disparo a un cliente e hirieron a otros tres. En medio de aquel baño de sangre, a Neill se le acabaron las balas, algo de lo cual se dio cuenta al acercar su revólver a la cabeza de un niño y apretar el gatillo. No ocurrió nada y el niño no sufrió el menor daño, por lo menos físicamente. Los dos asesinos huyeron con veinte mil dólares en efectivo. Una vez en San Francisco, se lanzaron a una orgía de compras: abrigos largos de visón, preciosas bufandas y cosas por el estilo. Despilfarraron el dinero en los locales gays y, durante poco más de un día, se entregaron a perversas diversiones. Después fueron devueltos a rastras a Oklahoma, donde Neill fue finalmente ejecutado.

En el Corredor, Neill gustaba de citar las Sagradas Escrituras y pronunciar minisermones, pero pocos lo escuchaban.

En el corredor de la muerte, la atención médica no es una prioridad. Todos los reclusos dicen que lo primero que allí pierdes es la salud, y después la cordura. Ron fue examinado por un médico que disponía de sus antecedentes penitenciarios y de su historial clínico-mental. Su larga adicción a las drogas y el alcohol no era, por cierto, ninguna sorpresa en la Cellhouse F. Llevaba por lo menos diez años sufriendo depresión y trastorno bipolar. Presentaba algo de esquizofrenia y un trastorno de la personalidad.

Volvieron a recetarle Mellaril y eso lo calmó.

Casi todos los reclusos pensaban que Ron simplemente «se hacía el loco» creyendo que de ese modo lograría abandonar el Corredor.

Dos puertas más abajo de la celda de Greg Wilhoit se encontraba un viejo recluso llamado Sonny Hays. Nadie sabía a ciencia cierta el tiempo que Sonny llevaba esperando, pero había llegado allí antes que todos los demás. Estaba a punto de cumplir los setenta, tenía muy mala salud y se negaba a ver y hablar con nadie. Cubría la puerta de su celda con periódicos y mantas, mantenía las luces apagadas, comía justo lo suficiente para no morirse, jamás se duchaba ni afeitaba, jamás recibía visitas, y se negaba a reunirse con sus abogados. No enviaba ni recibía cartas, no efectuaba llamadas telefónicas, no compraba nada en la cantina, no se lavaba la ropa en la lavandería y no tenía radio ni televisión. Nunca abandonaba su oscura y pequeña mazmorra y podían transcurrir días sin que allí dentro se oyera el menor ruido.

Sonny estaba loco de remate y, puesto que una persona que no se encuentra en sus cabales no puede ser ejecutada, simplemente se estaba muriendo y pudriendo a su aire. Ahora había otro loco en el Corredor, aunque a Ron le estaba costando bastante convencer a los demás. Creían que se limitaba a interpretar el papel de loco y listo.

Sin embargo, un episodio les llamó la atención. Ron se las arregló para atascar su escusado y llenó su celda con seis centímetros de agua. Se quitó la ropa y empezó a lanzarse en plancha a la improvisada piscina desde la litera, emitiendo gritos incoherentes. Al final, los guardias consiguieron sujetarlo y administrarle un sedante.

Aunque la Cellhouse F no tenía aire acondicionado, sí contaba con sistema de calefacción, por lo que en invierno cabía la razonable esperanza de que el aire caliente se filtrara a través de los vetustos respiraderos. Pero no era así. Las celdas estaban heladas. Muchas veces por la noche se formaba hielo en la parte interior de las ventanas y los reclusos, envueltos en mantas, permanecían en la cama todo lo que podían.

La única manera de poder dormir consistía en ponerse encima toda la ropa que uno tuviera: los dos pares de calcetines, calzoncillos, camisetas, pantalones, camisas de trabajo y cualquier otra cosa que el recluso pudiera comprarse en la cantina. Las mantas adicionales eran un lujo y el Estado no las facilitaba. La comida, que ya se servía fría en verano, era prácticamente incomible en invierno.

Las condenas de Tommy Ward y Karl Fontenot fueron revocadas por el Tribunal Penal de Apelaciones de Oklahoma, porque sus confesiones se habían utilizado la una contra la otra durante el juicio y, puesto que ninguno de los dos había subido al estrado, se les había negado el derecho de confrontarse recíprocamente.

Si les hubieran otorgado juicios separados, se habrían evitado los problemas constitucionales.

Pero, como es natural, si se hubieran eliminado las confesiones, no habría habido condenas.

Así pues, ambos fueron sacados del Corredor y devueltos a Ada. Tom fue vuelto a juzgar en la ciudad de Shawnee, en el condado de Pottawatomie. Con Bill Peterson y Chris Ross una vez más en la acusación, el juez permitió que el jurado viera el vídeo de la confesión y Tommy fue declarado nuevamente culpable y condenado una vez más a la pena de muerte. Durante la repetición del juicio, Annette Hudson llevó diariamente en coche a su madre a los juzgados. Karl fue juzgado de nuevo en la ciudad de Holdenville, en el condado de Hughes. También fue declarado culpable y condenado a muerte.

Ron se llenó de júbilo al enterarse de las revocaciones, pero se hundió en el desánimo al saber que habían vuelto a condenarlos. Su propia apelación se iba abriendo paso muy lentamente a través del sistema. Su causa había sido reasignada a un letrado de oficio del Tribunal de Apelaciones. Debido al creciente número de causas capitales, el Estado contrataba cada vez más abogados. Mark Barrett estaba sobrecargado de trabajo y necesitaba deshacerse de una o dos causas. Además, estaba esperando con ansia la resolución del recurso de Greg Wilhoit. El tribunal era notoriamente duro con los acusados, pero Mark estaba seguro de que Greg conseguiría un nuevo juicio.

El nuevo abogado de Ron era Bill Luker, que sostenía que el condenado no había tenido un juicio imparcial. Atacaba la defensa de Barney Ward y afirmaba que Ron había recibido una «asistencia jurídica ineficaz», el primer argumento que suele utilizarse en una causa capital. El primer fallo de Barney había sido no plantear la cuestión de la incapacidad mental de Ron. Ninguno de sus historiales médicos figuraba entre las pruebas. Luker examinó los errores de Barney y elaboró una larga lista.

Atacó los métodos y tácticas de la policía y la acusación, y el recurso se fue alargando cada vez más. Cuestionó también las decisiones del juez Jones: permitir que el jurado escuchara la grabación de la confesión del sueño de Ron, desestimar las transgresiones Brady cometidas por la acusación y, en general, no haber protegido el derecho de Ron a un juicio imparcial.

La inmensa mayoría de los clientes de Bill Luker eran claramente culpables. Su tarea consistía en asegurarse de que éstos recibieran una vista imparcial después de la presentación del recurso. Sin embargo, el caso de Ron era distinto. Cuanto más investigaba y cuantas más preguntas hacía, tanto más se convencía Luker de que se trataba de un recurso que podía ganar.

Ron resultó un cliente muy dispuesto a colaborar y transmitir al abogado sus opiniones. Lo llamaba a menudo y le escribía largas cartas en las cuales solía irse por las ramas, si bien sus comentarios y observaciones eran generalmente útiles. A veces, su recuerdo de los detalles de su historial médico era asombroso.

Insistía en la confesión de Ricky Joe Simmons y consideraba que el hecho de haberla descartado en el juicio constituía una farsa descomunal. A este respecto, le escribió a Luker:

Estimado Bill:

Usted sabe que yo creo que Ricky Joe Simmons mató a Debbie Carter. Tiene que haber sido él; de lo contrario, no habría confesado. Pues bien, Bill, yo he sufrido un infierno y considero justo que Simmons pague lo que hizo y que yo sea puesto en libertad. No quieren entregarle a usted su confesión porque sabe que usted la incluiría en mi recurso y me conseguiría de inmediato un nuevo juicio. Por consiguiente, dígales por el amor de Dios a esos cabrones que le entreguen de una vez la jodida confesión.

Su amigo,

RON

Puesto que disponía de mucho tiempo libre, Ron mantenía una activa correspondencia, especialmente con sus hermanas. Ellas sabían lo importantes que era las cartas para él y siempre buscaban tiempo para contestarle. La comida de la cárcel le resultaba indigerible y prefería comprar lo que pudiera en la cantina. Le escribió entre otras cosas a Renee:

Renee:

Sé que Anette me envía un poco de dinero. Pero mis apuros son cada vez mayores. Está aquí Karl Fontenot que no tiene a nadie que pueda enviarle algo. ¿Podrías, por favor, enviarme un pequeño extra, aunque sólo sea diez dólares?

Con cariño,

RONNIE

Poco antes de su primera Navidad en el Corredor, le escribió a Renee:

Renee:

Oye, gracias por enviarme el dinero. Lo gastaré en necesidades concretas. Principalmente, cuerdas de guitarra y café.

Este año he recibido cinco postales de Navidad, incluyendo la tuya. La Navidad puede despertar buenos sentimientos.

Renee, los 20 dólares han llegado realmente en muy buen momento. Precisamente, acababa de pedirle prestado un poco de dinero a un amigo para comprar cuerdas de guitarra y le iba a pagar, sacándolo de los 50 dólares mensuales que me envía Anette. Eso me hubiera dejado casi si blanca. Ya sé que 50 dólares puede parecer mucho dinero, pero he estado dando y compartiendo algo con un chico de aquí cuya madre o se puede permitir enviarle nada. La pobre le envió 10 dólares, pero es el primer dinero que él recibe desde que yo llegué. Le doy café, cigarrillos, etc. Pobre chaval.

Hoy estamos a viernes y, por consiguiente, mañana todos estaréis abriendo paquetes de regalos. Hay que ver cómo crecen los críos. Me voy a echar a llorar sí no me ando con cuidado.

Diles a todos que los quiero,

RONNIE

Resultaba un poco difícil pensar que Ronnie pudiera tener «buenos sentimientos». El aburrimiento del corredor de la muerte ya era suficientemente horrible de por sí, pero el hecho de estar separado de su familia le provocaba unos niveles de dolor y desesperación demoledores. A principios de la primavera de 1989 empezó a rodar cuesta abajo. La presión, la monotonía, la simple exasperación por haber sido enviado a la cárcel por un delito que no había cometido, lo consumían hasta el punto de que acabó derrumbándose. Empezó por un intento de suicidio cortándose las muñecas. Estaba muy deprimido y quería morir. Las heridas, aunque superficiales, le dejaron cicatrices. Hubo varios episodios de lo mismo, por cuyo motivo los guardias lo vigilaban estrechamente. Al ver que cortarse las muñecas no daba resultado, consiguió prender fuego a su colchón y dejarlo caer sobre sus extremidades. Las quemaduras se le trataron debidamente y, al final, se curaron. Una vez más lo colocaron bajo celosa vigilancia.

El 12 de julio de 9 le escribió a Renee:

Querida Renee:

Lo estoy pasando muy mal. Quemé unos trapos y me hice varias heridas de segundo y tercer grado. La presión aquí es inmensa.

Nunca se llega a ninguna parte cuando el sufrimiento es tan insoportable. Renee, me duele la cabeza, me la he golpeado contra el suelo de hormigón, me he arrodillado en el suelo y me he golpeado la cabeza contra el suelo de hormigón. Me he abofeteado la cara tantas veces que al día siguiente la tenía dolorida. Aquí estamos todos apretujados como sardinas. Sé con toda seguridad que éste es el mayor sufrimiento que he tenido que soportar. La solución mágica del problema es el dinero. Estoy pensando en no volver a probar esta comida de mierda. Es como vivir a base de raciones militares en una isla remota. Aquí la gente es pobre, pero he llegado a estar tan hambriento que he tenido que pedir un bocado para que se me pase el ansia. He perdido unos kilos.

Aquí hay mucho sufrimiento.

Por favor, ayúdame.

RON

En un prolongado arrebato depresivo, Ron rompió las amarras con el exterior y se aisló por completo, hasta que los guardias lo encontraron acurrucado en posición fetal en su cama. No reaccionaba a nada.

Después, el 29 de septiembre, volvió a cortarse las muñecas. Tomaba esporádicamente sus medicamentos y hablaba todo el rato de suicidarse. Al final, se llegó a la conclusión de que constituía una amenaza para sí mismo. Lo sacaron de la Cellhouse F y lo trasladaron al hospital estatal de Vinita. Nada más ingresar, su principal queja fue:

—He sufrido un maltrato injustificado.

Lo examinó en primer lugar un tal doctor Lizarraga, el cual vio a un hombre de treinta y seis años con historial de droga y alcohol, desaseado y sin afeitar, con cabello largo entrecano y bigote, vestido con un gastado uniforme de presidiario, con señales de quemaduras en las piernas y cicatrices en las muñecas —unas cicatrices que Ron se encargó de que al médico no le pasaran inadvertidas—. Reconoció muchas de sus fechorías, pero negó rotundamente haber matado a Debbie Carter. Dijo que la injusticia de que había sido objeto lo había llevado a perder la esperanza y desear la muerte.

Ron permaneció en el hospital los tres meses siguientes. Le estabilizaron la medicación y varios médicos siguieron su caso: un neurólogo, un psicólogo y un psiquiatra. Se observó que más de una vez se mostraba emocionalmente inestable, soportaba muy mal las frustraciones, era egocéntrico y tenía una baja autoestima, en ocasiones se mostraba distante y tendía a estallar con rapidez. Sus cambios de humor eran violentos y radicales.

Era exigente y, con el paso del tiempo, se volvió agresivo con el personal sanitario y los demás pacientes. Semejante actitud no se podía tolerar y Ron fue dado de alta y enviado de nuevo al corredor de la muerte. El doctor Lizarraga le recetó carbonato de litio, Navane y Cogentin, un medicamento habitual en el tratamiento de los síntomas del Parkinson pero a veces también para reducir los temblores y la inquietud provocados por los tranquilizantes.

A su vuelta al Big Mac, un guardia fue brutalmente atacado por Mikell Patrick Smith, un recluso del corredor de la muerte considerado el asesino más peligroso de toda la prisión. Smith acopló una navaja al mango de una escoba —artilugio al que llamaban «varilla»— y, deslizándola por el agujero de las alubias, se la clavó al guardia cuando éste le pasaba el almuerzo. Lo hirió en el pecho junto al corazón, pero el oficial Savage sobrevivió milagrosamente.

La agresión se produjo no en el corredor de la muerte sino en la Cellhouse D, donde Smith permanecía retenido por motivos disciplinarios. No obstante, los responsables de la prisión decidieron que se necesitaban instalaciones nuevas y ultramodernas para el corredor de la muerte. Se dio amplia publicidad a la agresión y ello dio lugar a una rápida asignación de fondos.

Se trazaron los planos para el Módulo H, que desde el principio estuvo destinada a «optimizar la seguridad y el control, proporcionando al mismo tiempo un ambiente seguro y moderno para vivir y trabajar». Dispondría de doscientas celdas en dos plantas alrededor de cuatro galerías.

El diseño del módulo estuvo dirigido desde el principio por el personal de la prisión. En la tensa atmósfera que se produjo a raíz de la agresión contra el oficial Savage, se atribuyó gran importancia a la creación de instalaciones «sin contactos». En la primera fase del proyecto, treinta y cinco funcionarios de la prisión se reunieron con los arquitectos de Tulsa enviados por el Departamento de Prisiones.

A pesar de que ningún recluso del corredor de la muerte se había fugado jamás de McAlester, los creadores del Módulo H concibieron su construcción enteramente bajo tierra.

Tras dos años en el corredor de la muerte, la salud mental de Ron se estaba deteriorando progresivamente. El ruido —alaridos, gritos y maldiciones a todas horas del día y la noche— era cada vez mayor. Su conducta era cada vez más desesperada, su mal humor lo inducía a estallar por cualquier cosa y a arranques de juramentos y de lanzamiento de objetos. Otras veces se pasaba horas escupiendo al pasillo; en cierta ocasión le lanzó un escupitajo a un guardia. Cuando le dio por arrojar sus heces a través de los barrotes, se consideró que era hora de sacarlo de allí.

—¡Ya vuelve a tirar mierda! —alertaba un guardia, y todos corrían a guarecerse.

Finalmente lo llevaron a Vinita para someterlo a otra serie de evaluaciones psiquiátricas.

Pasó un mes en el hospital en julio y agosto de 1990. Volvió a examinarlo el doctor Lizarraga, el cual le diagnosticó los mismos problemas de antes. Al cabo de tres semanas, Ron pidió regresar al corredor de la muerte. Estaba preocupado por su apelación y pensaba que podría trabajar mejor en él desde McAlester, donde había una biblioteca jurídica. Le habían ajustado las dosis de los medicamentos, parecía que estaba estabilizado y lo devolvieron al Corredor.