Oklahoma se toma muy en serio la pena de muerte. Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos aprobó la reanudación de las ejecuciones en 1976, los legisladores del estado de Oklahoma se apresuraron a convocar una sesión especial con el exclusivo propósito de aprobar la reinstauración de la pena capital. Al año siguiente, los legisladores sometieron a debate la innovadora idea de la muerte por inyección letal, en desmedro de la llamada Vieja Chispas, la fiel silla eléctrica del estado. Se argumentó que las sustancias químicas eran más compasivas y, por consiguiente, menos susceptibles de lesionar los derechos constitucionales del condenado, y con ello se acelerarían probablemente las ejecuciones. En medio de la emoción del momento y bajo la vigilante mirada de la prensa y la presión de los electores, los legisladores discutieron acerca de las distintas maneras de suprimir la vida humana. Algunos halcones pedían la horca, los pelotones de fusilamiento y antiguallas por el estilo, pero al final la inyección letal se aprobó por abrumadora mayoría y Oklahoma fue el primer estado en adoptarla.
Pero no el primero en utilizarla. Para exasperación de los legisladores, la policía, los fiscales y una amplia mayoría de electores, Oklahoma quedó rápidamente por detrás de otros estados muy diligentes en lo tocante a la aplicación de la pena capital. Transcurrieron trece largos años sin que se registrara ninguna ejecución. Finalmente, en 1990 la espera terminó y la cámara de la muerte volvió a prestar servicio.
En cuanto se abrieron las compuertas, la oleada fue imparable. Desde 1990, Oklahoma ha ejecutado a más convictos per cápita que cualquier otro estado de la nación. Ningún lugar, ni siquiera Tejas, se le acerca.
Las ejecuciones en Oklahoma tienen lugar en McAlester, una prisión de máxima seguridad situada a ciento sesenta kilómetros al sudeste de Oklahoma City. Allí está el corredor de la muerte, actualmente un infame sector llamado Módulo H.
La práctica lo perfecciona todo y en McAlester las ejecuciones se llevan a cabo con extrema precisión. El recluso a quien le ha llegado la hora dedica el último día a recibir visitas: miembros de la familia, amigos y, por regla general, su abogado. Cómo es natural, las visitas resultan muy dolorosas, tanto más porque no se permite el contacto físico. Conversan y lloran a través de una gruesa mampara de cristal y valiéndose de un telefonillo. Nada de abrazos y besos de despedida, sólo un desgarrador «Te quiero» a través de un auricular negro. A menudo el recluso y el visitante se besan simbólicamente presionando los labios contra el cristal. También imitan el contacto con las manos.
No hay ninguna ley que prohíba el contacto físico antes de una ejecución. Cada estado tiene sus propias normas y Oklahoma prefiere que los rituales sean lo más duro posible.
Si el alcaide está de buen humor, permite que el recluso haga unas llamadas telefónicas. Cuando terminan las visitas, llega la hora de la última comida, pero el precio del menú no puede superar los quince dólares y el guardia puede descartarlo que considere improcedente. Hamburguesas de queso, pollo frito, barbo y helado son los manjares más solicitados.
Aproximadamente una hora antes de la ejecución se prepara al recluso. Se le cambia de ropa y se le pone una ligera prenda azul muy parecida a las batas que utilizan los cirujanos. Se le asegura a una camilla por medio de unas anchas correas de velcro y, cuando se inicia su último paseo, se produce una especie de estallido de euforia entre sus compañeros, que sacuden y propinan puntapiés a las puertas de sus celdas. Golpean ruidosamente los barrotes de metal, gritan y lanzan insultos, y el alboroto no cesa hasta justo después del minuto previsto para la ejecución. Entonces todo termina de repente.
Mientras se prepara al recluso, la cámara de la muerte espera, muy bien organizada, por cierto. La estancia destinada a las víctimas dispone de veinticuatro sillas plegables, cuatro o cinco reservadas para la prensa, un par para los abogados y unas cuantas para el alcaide y sus colaboradores. El sheriff local y el fiscal raras veces se pierden el acontecimiento.
Detrás de esta estancia y tras unos paneles de cristal unidireccional se encuentra la sala para la familia del condenado. Dispone de doce sillas plegables, pero a menudo unas cuantas permanecen desocupadas. Algunos reclusos no quieren que su familia presencie el macabro espectáculo. Otros ni siquiera tienen familia.
También hay una sala para los familiares de la víctima, aunque algunas de ellas tampoco tienen familia. Por eso a veces su sala aparece semidesierta.
Ambas salas están separadas y los dos grupos de familiares se mantienen cuidadosamente separados. Mientras ocupan sus asientos, los testigos no pueden ver nada: unas delgadas persianas bloquean la vista de la cámara de la muerte.
La camilla es empujada hasta el sitio que le corresponde. Los técnicos esperan con tubos intravenosos, uno para cada brazo. Cuando todo está debidamente insertado y ajustado, se levantan las persianas y los testigos ven al recluso. El cristal unidireccional le impide ver a los familiares de la víctima, pero sí, gracias a un ingenioso sistema de reflejos, puede ver a los suyos y a menudo les dirige un gesto de reconocimiento. Un micrófono sobresale de la pared a unos cincuenta centímetros por encima de su cabeza.
Un médico conecta un dispositivo para controlar el corazón. Un auxiliar del alcaide permanece de pie en una pequeña tarima blanca situada en un rincón, anotándolo todo en un cuaderno. A su lado hay un teléfono de pared por si se produjera una llamada de última hora por parte de los letrados o un cambio de opinión en el despacho del gobernador. En el pasado, un capellán permanecía de pie en otro rincón, leyendo textos de las Sagradas Escrituras a lo largo de toda la ejecución.
El alcaide se adelanta y pregunta al condenado si desea pronunciar unas últimas palabras. Suelen rehusar, pero a veces alguien pide perdón, o proclama su inocencia, o reza, o suelta una amarga diatriba. Hubo uno que entonó un himno. Otro estrechó la mano del alcaide y le dio las gracias a él y a su equipo de colaboradores y a toda la prisión por haberlo atendido tan bien durante su prolongada estancia.
Hay un límite de dos minutos para esas últimas palabras, y nadie suele superarlo.
Los condenados siempre están relajados y más bien apagados. Han aceptado su destino y llevan años preparándose para este momento. Muchos lo agradecen. Prefieren la muerte al horror de vivir otros diez o veinte años en el Módulo H.
En una pequeña estancia situada detrás de la camilla se ocultan tres verdugos. No se les ve y sus identidades se ignoran. No son funcionarios del estado sino una especie de colaboradores externos contratados en secreto hace muchos años por un antiguo alcaide. Sus llegadas y salidas de McAlester son misteriosas. Sólo el alcaide sabe quiénes son, de dónde proceden y dónde consiguen las sustancias químicas. Les paga a cada uno de ellos dólares en efectivo por cada ejecución.
Los tubos pinchados en los brazos del recluso suben por la pared y pasan por unos orificios de cinco centímetros de diámetro hasta el cuartito donde los verdugos hacen su trabajo.
Una vez cumplidas todas las formalidades y cuando el alcaide está seguro de que no se van a producir llamadas de última hora, asiente con la cabeza y se inicia el procedimiento. Primero se inyecta una solución salina para dilatar las venas. La primera sustancia química es tiopental sódico, que rápidamente deja sin sentido al recluso. Otra inyección de solución salina y, a continuación, la segunda sustancia química, bromuro de vecuronio, impide la respiración. Otra rápida dosis salina y la tercera sustancia, cloruro de potasio, provoca una parada cardíaca.
El médico efectúa una rápida comprobación y certifica la muerte. Las persianas bajan de inmediato y los testigos, muchos de ellos profundamente emocionados, se retiran rápidamente en silencio. La camilla es sacada de la estancia y el cadáver es conducido a una ambulancia. La familia tiene que ocuparse de los trámites necesarios para recuperarlo, de lo contrario, es enterrado en el cementerio de la cárcel.
Delante de las puertas de la prisión, dos grupos celebran vigilias de distinto signo. Los Supervivientes de Homicidios permanecen sentados delante de sus versiones revisadas de la Biblia a la espera de la grata noticia del cumplimiento de la ejecución. A su lado, tres paneles expositores dedicados a la memoria de las víctimas de los condenados. Fotografías en color de niños y de sonrientes estudiantes; poemas dedicados a las víctimas; titulares de prensa anunciando algún horrendo doble asesinato; montones de fotografías de personas sanguinariamente asesinadas por los inquilinos del corredor de la muerte. La exposición recordatoria se llama «Recuerda a las Víctimas».
No lejos de allí, un sacerdote católico dirige al otro grupo en un círculo de oración e himnos. Algunos militantes contra la pena de muerte asisten a todas las ejecuciones, rezando no sólo por los condenados sino también por sus víctimas.
Ambos grupos se conocen y se respetan.
Cuando se recibe la noticia de que la ejecución ha terminado, se ofrecen más plegarias. Luego se apagan los cirios y se guardan los libros de himnos.
Se intercambian abrazos y despedidas. «Nos vemos en la próxima ejecución».
Cuando Ron Williamson llegó a McAlester el 29 de abril de 1988, el Módulo H estaba siendo objeto de discusión pero aún no se había construido. Los responsables de la cárcel pedían un nuevo corredor de la muerte para albergar al creciente número de condenados, pero la Administración no quería gastar dinero.
Ron fue conducido a la llamada Cellhouse F, residencia de otros ochenta y un condenados a muerte. La Cellhouse F, o el Corredor, tal como se la llamaba, comprendía los dos pisos inferiores de un ala del viejo edificio de la cárcel, o Big House, una enorme estructura de cuatro pisos construida en 1933 y abandonada finalmente cincuenta años después. Varias décadas de hacinamiento, violencia, pleitos y disturbios habían llevado a su inevitable clausura.
En la inmensa y desierta Big House medio en ruinas, sólo la Cellhouse F estaba en uso, y su único propósito era mantener a los condenados en un ambiente aislado.
En la Cellhouse F, Ron recibió dos pantalones caquis, dos camisas azules de manga corta, dos camisetas blancas, dos pares de calcetines blancos y dos de calzoncillos blancos. Todas las prendas estaban muy gastadas, limpias pero con manchas indelebles, sobre todo los calzoncillos. Los zapatos eran de trabajo y negros, también usados. Le entregaron una almohada, una manta, papel higiénico, un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico. Durante la breve instrucción le explicaron que podría adquirir otros artículos de aseo, comida, bebidas sin alcohol y demás en el economato de la prisión, conocido como la «cantina», un lugar que no estaría autorizado a visitar. Cualquier dinero que recibiera del exterior iría a parar a su cuenta y con él podría comprar lo que necesitara de la cantina.
Cuando se hubo puesto la ropa de la prisión y terminaron los trámites, fue conducido al ala, o el corral, donde pasaría muchos años a la espera de que el estado lo ejecutara. Lo esposaron y le colocaron grilletes en los tobillos. Mientras él sostenía la almohada, la manta, las mudas de ropa y otros objetos, los guardias abrieron la enorme puerta de barrotes y se inició el desfile.
Por encima de su cabeza, escrita en grandes letras negras, figuraba su dirección: CORREDOR DE LA MUERTE.
La galería medía treinta metros de longitud y sólo tres y medio de ancho, con celdas apretujadas a ambos lados. El techo tenía dos metros y medio de altura.
Caminando muy despacio, Ron y los dos guardias avanzaron por la galería. Era un ritual, una breve ceremonia de bienvenida. Sus vecinos sabían de su llegada y empezó la rechifla:
—¡Ha llegado el nuevo a la galería!
—¡Carne fresca!
—¡Hola, nene!
Los brazos asomaban entre los barrotes de las celdas, casi al alcance de la mano. Brazos blancos, brazos negros, brazos morenos. Brazos tatuados. «Hazte el duro —se dijo Ron—. No les demuestres que tienes miedo». Después empezaron a propinar puntapiés a las puertas, a gritar, a insultarlo, a proferir amenazas de carácter sexual. «Hazte siempre el duro».
Había visto otras cárceles anteriormente, había sobrevivido once meses en la prisión del condado de Pontotoc. Ni siquiera aquello podía ser peor, pensó.
Se detuvieron en la celda 16 y el ruido cesó de golpe. Bienvenido al Corredor. Un guardia abrió la puerta y Ron entró en su nuevo hogar. Hay un viejo dicho en Oklahoma a propósito de alguien encarcelado en McAlester: «Está cumpliendo condena en el Big Mac». Ron se tumbó en su estrecha litera, cerró los ojos y no pudo creer que estuviera encerrado en el Big Mac.
La celda estaba amueblada con literas metálicas, un escritorio y un taburete de metal fijado al suelo de hormigón, un combinado de lavabo/váter de acero inoxidable, un espejo, una serie de estantes metálicos para libros y una bombilla. Medía cinco metros de longitud, dos de ancho y dos y medio de altura. El suelo era de linóleo blanco y negro, imitación tablero de ajedrez. Las paredes de ladrillo eran blancas, pintadas tantas veces que parecían lisas.
Gracias a Dios había una ventana, pensó; aunque no permitiera ver nada, por lo menos daba paso a la luz. En la cárcel de Ada no había ventanas.
Se acercó a la puerta, que no era más que una serie de barrotes con una abertura conocida como «el agujero de las alubias», por donde se introducían las bandejas de la comida y los paquetes de pequeño tamaño. Al otro lado del pasillo vio a tres hombres, el que estaba enfrente de él en la celda 9 y los que se encontraban a ambos lados. Ron no dijo nada y ellos tampoco.
Los reclusos nuevos apenas hablaban durante los primeros días. La conmoción de llegar a un lugar donde vivirían quizá sus últimos años era insoportable. El miedo estaba en todas partes, miedo al futuro, miedo a no volver a ver a los seres queridos, miedo a no sobrevivir, miedo a ser apuñalado o violado por algún despiadado asesino al que uno oía respirar a escasos metros de distancia.
Se hizo la cama y arregló las cosas. Agradecía la soledad. Casi todos los condenados ocupaban una celda en solitario, pero cabía la posibilidad de contar con un compañero. En la galería, el ruido era constante: conversaciones entre reclusos, risotadas de los guardias, televisores y radios a todo volumen, gritos de una celda a otra. Ron se mantenía apartado de la puerta, lo más lejos posible del ruido. Dormía, leía libros y fumaba. Todo el mundo fumaba en el Corredor y el olor a tabaco se cernía sobre el corral como una espesa y agria niebla. Había viejos aparatos de ventilación, pero funcionaban mal. Las ventanas no se podían abrir a pesar de los gruesos barrotes que las protegían. La monotonía se hacía sentir. No había ningún programa de actividades, nada que uno pudiera esperar con entusiasmo. Una breve hora fuera de la celda algunas veces. El aburrimiento era aletargador.
Para unos hombres que pasaban veintitrés horas al día sin apenas hacer nada, el acontecimiento estrella era la comida. Tres veces al día las bandejas eran llevadas en unos carros de ruedas por la galería e introducidas a través del agujero de las alubias. Todas las comidas se hacían en la celda y en solitario. El desayuno se servía a las siete y solía consistir en huevos revueltos y maíz, un poco de tocino y dos o tres tostadas. El café estaba apenas tibio y era muy flojo, pero se agradecía de todos modos. El almuerzo era a base de bocadillos y alubias. La cena era la peor comida del día: una dudosa carne de mala calidad con verduras a medio cocer. Las raciones eran ridículamente pequeñas y siempre llegaban frías. Se preparaban en otro sitio y eran trasladadas en carritos que avanzaban muy despacio. Pero ¿a quién le importaba? Todos eran hombres muertos. Sin embargo, a pesar del menú bazofia, la hora de la comida era importante.
Annette y Renee le enviaban dinero y Ron compraba comida, cigarrillos, artículos de aseo y bebidas sin alcohol. Rellenaba un impreso en el cual se indicaban los artículos disponibles y se lo entregaba a la persona más importante del Corredor: el Hombre de la Galería. Era un recluso que se había ganado el favor de los guardias y tenía permiso para pasar casi todo el rato fuera de su celda, haciendo recados para los otros reclusos. Transmitía chismorreos y notas, recogía y entregaba ropa a la lavandería y artículos de la cantina, daba consejos y de vez en cuando trapicheaba droga.
El patio de los ejercicios, un territorio sagrado, era un espacio vallado del tamaño de dos canchas de baloncesto contiguo a la Cellhouse F. Una hora al día durante cinco días a la semana cada recluso estaba autorizado a salir al «patio» para tomar un poco el sol, conversar con los compañeros de encierro y jugar al baloncesto, las cartas o el dominó. Los grupos eran muy reducidos, por regla general de cinco o seis hombres, rigurosamente controlados por los propios reclusos. Los amigos y sólo los amigos salían juntos al patio. Un nuevo recluso tenía que ser invitado antes de poder sentirse seguro. Había peleas y agresiones y los guardias vigilaban estrechamente el patio. Durante el primer mes, Ron prefirió salir solo. El corredor estaba lleno de asesinos y a él no le interesaba el trato con ellos.
El otro lugar de contacto entre los presos era la ducha. Estaban autorizados a ducharse tres veces por semana durante quince minutos como máximo y sólo dos hombres por vez. Si algún recluso no quería o no se fiaba de tener un compañero de ducha, podía ducharse solo. Ron lo hacía así. Había un buen caudal de agua fría y caliente, pero no se podían mezclar. O te quemabas o te congelabas.
Las otras dos bajas judiciales del condado de Pontotoc se encontraban en el corredor de la muerte cuando llegó Ron, aunque éste no lo supo al principio. Tommy Ward y Karl Fontenot llevaban casi tres años esperando allí a que sus recursos recorrieran lentamente los distintos tribunales.
El Hombre de la Galería le pasó a Ron una nota, o una «cometa», un mensaje no autorizado que los guardias solían pasar por alto. Era de Tommy Ward, saludándole y deseándole lo mejor. Ron le envió una nota de respuesta, pidiéndole unos cigarrillos. Aunque lo sentía por Tommy y Karl, se alegraba de saber que no todo el mundo en el Corredor era un carnicero. Siempre había creído en su inocencia y había pensado a menudo en ellos durante su dura experiencia.
Tommy había pasado un tiempo con Ron en la cárcel de Ada y sabía que éste estaba emocionalmente desequilibrado. Años atrás, en mitad de la noche, una voz solía gritar desde la oscuridad del fondo de la galería: «Tommy, soy Denice Haraway, diles por favor dónde está mi cadáver». Oía los murmullos de los celadores y los reclusos reprimiendo la risa. Procuró no prestar atención a aquellos jueguecitos de desgaste y, al final, lo dejaron en paz.
Ron no podía hacer lo mismo. «Ron, ¿por qué te cargaste a Debbie Carter?», resonaba una inquietante voz por toda la cárcel de Ada. Ron se levantaba de su litera y se ponía a gritar.
En el corredor de la muerte Tommy batallaba diariamente con su cordura. Si el horror de aquel lugar ya era malo de por sí para los verdaderos asesinos, para un inocente resultaba enloquecedor. Temió por el bienestar de Ron en cuanto éste llegó.
Uno de los guardias conocía los detalles del caso Carter. No mucho después de la llegada de Ron, Tommy oyó gritar a un guardia: «Ron, soy Debbie Carter. ¿Por qué me mataste?»
Ron, que al principio no decía nada, se puso a proclamar su inocencia a grito pelado. A los guardias les encantó su reacción y enseguida empezaron a provocarlo. A los demás reclusos también les hacía gracia y muchas veces se unían al jolgorio.
Poco después de la llegada de Ron, Tommy fue sacado repentinamente de su celda y varios guardias bruscos y malcarados le pusieron esposas y grilletes. Debía de ser algo muy serio, aunque él no tenía ni idea. Nunca te lo dicen.
Se llevaron al frágil y enclenque muchacho, rodeado de suficientes guardias como para proteger al presidente.
—¿Adónde vamos? —preguntó, pero la respuesta era demasiado importante como para que se la dieran.
Salieron de la Cellhouse F, atravesaron la rotonda en forma de cúpula de la Big House, desierta a excepción de las palomas, y entraron en una sala de reuniones del edificio de administración.
El alcaide lo estaba esperando, y tenía malas noticias.
Lo mantuvieron aherrojado e inmóvil en un asiento al fondo de una alargada mesa de juntas rodeada de ayudantes, auxiliares y secretarios. Los guardias permanecían de pie a su espalda con rostro imperturbable, listos para intervenir si Tommy intentaba escapar en cuanto le comunicaran la noticia. Todo el mundo alrededor de la mesa sostenía un bolígrafo para anotar lo que estaba a punto de ocurrir.
El alcaide habló en tono muy serio. La mala noticia era que Tommy no había conseguido un aplazamiento de la ejecución y, por consiguiente, había llegado su hora. Sí, parecía un poco pronto, sus recursos no tenían ni tres años, pero a veces ocurre así.
El alcaide lo sentía muchísimo, pero se limitaba a cumplir con su deber. El gran día llegaría en cuestión de dos semanas Tommy respiró hondo y trató de asimilarlo. Sus abogados trabajaban en sus recursos, los cuales, como le habían dicho muchas veces, tardarían años en estar a punto. Había muchas probabilidades de que se celebrara un nuevo juicio en Ada.
Corría el año 1988. En Oklahoma no se había llevado a cabo una ejecución en más de veinte años. A lo mejor, aquella gente estaba un poco oxidada y no sabía lo que hacía.
El alcaide añadió que los preparativos se iniciarían de inmediato. Una cuestión importante era qué hacer con el cadáver.
«El cadáver —pensó Tommy—. ¿Mi cadáver?»
Los auxiliares, ayudantes y secretarios fruncieron el entre cejo mientras garabateaban las palabras del alcaide. «¿Por qué está aquí toda esta gente?», se preguntó Tommy.
—Envíenme a mi madre, supongo —dijo Tommy o trato de decir.
Se notó las rodillas muy flojas al levantarse. Los guardias lo devolvieron a la Cellhouse F. Se acurrucó en su litera y lloró no por él mismo, sino por su familia y especialmente por su madre.
Dos días después fue informado de que se había tratado de un error. Se habían equivocado en el manejo de los papeles. La suspensión de la pena seguía en vigor y la señora Ward ya no tendría que hacerse cargo del cadáver de su hijo en un futuro inmediato.
Semejantes episodios esperpénticos no eran insólitos. Semanas después de que su hermano abandonara Ada, Annette recibió una carta del alcaide. Pensó que se trataría de una cuestión de rutina. Puede que tuviera razón, dada la alegría con que solían interpretar los asuntos en McAlester.
Estimada señora Hudson:
Con hondo pesar, es mi deber comunicarle que la ejecución de su hermano Ronald Keith Williamson, número 134846 se ha fijado para el 18 de julio de 1988 a las 12.02 horas en la Penitenciaría Estatal de Oklahoma.
Será trasladado desde su actual celda a otra celda la mañana anterior al día de la ejecución. A partir de entonces su horario de visitas será el siguiente: 9-12 horas, 13-16 horas y 18-20 horas.
Las visitas durante las últimas veinticuatro horas se limitarán a un clérigo, su abogado y otros dos visitantes aprobados por el alcaide. Su hermano tiene derecho a que cinco testigos más presencien su ejecución; éstos también deberán ser aprobados por el alcaide.
Por duro que resulte, es necesario ocuparse de las disposiciones para el funeral, las cuales serán responsabilidad de la familia. Si dicha responsabilidad no es asumida, el Estado se encargará del entierro. Le ruego nos informe de su decisión a este respecto.
En caso de que necesite más información o de que yo pueda ayudarla de alguna manera, ruego se ponga en contacto conmigo.
Atentamente,
JAMES L. Safre, alcaide
La carta estaba fechada el 21 de junio de 1988, menos de dos meses después de la llegada de Ronnie a McAlester. Annette sabía que los recursos eran automáticos en los casos sentenciados a muerte. Quizá fuera conveniente que alguien informara a las autoridades encargadas de disponer las ejecuciones.
Por muy horrible que fuera la carta, Annette consiguió sobreponerse. Su hermano era inocente y algún día lo demostraría en un nuevo juicio. Lo creía firmemente y jamás se apartaría ni un ápice de su convicción. Leía la Biblia, rezaba constantemente y se reunía a menudo con su pastor.
Sin embargo, no pudo evitar preguntarse qué clase de personas estaban al mando de la prisión de McAlester.
Tras una semana en el Corredor, Ron se acercó un día a la puerta de su celda y saludó al hombre de la celda 9, al otro lado del pasillo, a unos tres metros y medio de distancia. Greg Wilhoit le respondió y ambos intercambiaron unas palabras. A ninguno de ellos le apetecía mantener una larga conversación Al día siguiente, ambos charlaron brevemente. Greg comentó que era de Tulsa. Ron había vivido allí algún tiempo con un tipo llamado Stan Wilkins.
—¿Trabaja en la metalurgia? —preguntó Greg.
En efecto así era, y Greg lo conocía. La coincidencia tenía gracia y consiguió romper el hielo. Hablaron de viejos amigos y de lugares de Tulsa.
Greg tenía también treinta años, también le encantaba el béisbol y también tenía dos hermanas que lo ayudaban.
Y también era inocente.
Fue el comienzo de una profunda amistad que los ayudó a sobrevivir a aquella dura experiencia. Greg lo invitó a ir a la capilla, un servicio religioso semanal que se celebraba fuera del Corredor y al que asistían muchos condenados a muerte. Esposados y aherrojados, eran acompañados a una pequeña estancia donde un piadoso capellán llamado Charles Story dirigía sus rezos. Ron y Greg raras veces se perdían el servicio y siempre se sentaban juntos.
Greg Wilhoit llevaba nueve meses en McAlester. Era un trabajador del ramo de la metalurgia, un duro sindicalista con antecedentes por posesión de marihuana, pero nada de carácter violento.
En 1985, Greg y su mujer Kathy se separaron. Tenían dos hijas pequeñas y numerosos problemas. Greg ayudó a Kathy a mudarse a un apartamento y casi todas las noches pasaba por allí para ver a las niñas. Ambos confiaban en que el matrimonio pudiera arreglarse, pero necesitaban tiempo para estar solos. Seguían manteniendo relaciones sexuales y se eran mutuamente fieles; ninguno de los dos andaba acostándose por ahí.
El 1 de junio, tres semanas después de la separación, una vecina del edificio donde vivía Kathy se alarmó al oír que las dos niñas lloraban sin cesar. Llamó a la puerta y, al no obtener respuesta, avisó a la policía. Dentro, encontraron el cadáver de Kathy. Las dos pequeñas permanecían en sus cunas, hambrientas y asustadas.
Kathy había sido violada y estrangulada. El momento de la muerte había sido entre la una y las seis de la madrugada. Cuando la policía interrogó a Greg, éste dijo que estaba durmiendo solo en su casa; por consiguiente, no disponía de ninguna coartada. Negó cualquier implicación en el asesinato y se tomó a mal el interrogatorio de la policía.
La investigación encontró una huella digital en un teléfono que había sido arrancado de la pared y estaba tirado en el suelo cerca de Kathy. La huella no correspondía ni a Greg ni a su mujer. La policía encontró vello pubiano y, lo más importante, lo que parecía la marca de un mordisco en el pecho de Kathy. Un perito de la policía científica confirmó que el asesino había mordido con fuerza un pecho de Kathy durante la agresión.
Tratándose del esposo separado, Greg se convirtió enseguida en el principal sospechoso, a pesar de que la huella digital no coincidía. Melvin Hett, del laboratorio de investigación criminal, dictaminó que el vello pubiano no era microscópicamente compatible con la muestra de Greg. Entonces la policía le pidió una impresión de su dentadura para compararla con la marca del mordisco.
A Greg le molestaba ser un sospechoso. Era inocente y no se fiaba de la policía. Con la ayuda de sus padres, pagó 25 000 dólares para contratar los servicios de un buen abogado.
Eso no gustó nada a la policía. Consiguieron un requerimiento judicial que le exigía la presentación de la impresión dental. Así lo hizo, y luego transcurrieron cinco meses sin saber nada. Cuidaba de sus dos hijas, trabajaba duro en la metalurgia y esperaba que la policía hubiera pasado a la historia, cuando unos agentes se presentaron un día de enero de 1986 con una orden de detención por un delito de asesinato en primer grado, susceptible de ser castigado con la pena capital.
Su primer abogado, pese a estar bien pagado y gozar de buena fama, pretendió negociar la conmutación de la pena a cambio de una declaración de culpabilidad. Greg prescindió de sus servicios un mes antes del inicio del juicio y cometió el gran error de contratar a George Briggs, un viejo abogado arruinado que ya había llegado al final de una larga y pintoresca carrera. Sus honorarios eran de 2500 dólares, una ganga y un peligro.
Briggs pertenecía a la vieja escuela de abogados provincianos: tú búscate tus testigos y yo me busco los míos, nos presentamos en el juzgado y nos enzarzamos en una buena pelea; nada de mostrar tus cartas antes del juicio; en caso de duda, confía en tu instinto judicial y sálvate por los pelos.
Briggs era, además, un alcohólico, adicto a los analgésicos que había empezado a tomar unos años atrás cuando un accidente de moto le había dañado parcialmente el cerebro. Cuando tenía un buen día apestaba a alcohol, pero lograba cumplir su papel con cierta compostura. Cuando tenía un mal día, era capaz de roncar en la sala, mojarse los pantalones y vomitar en el despacho del juez. Se le veía a menudo haciendo eses por los pasillos de los juzgados. Greg y sus padres se alarmaron al ver que Briggs apuraba varias cervezas durante un almuerzo.
Su adicción al alcohol era sobradamente conocida por el juez y por el colegio de abogados de Oklahoma, pero no se había hecho prácticamente nada para ayudarle o proteger a sus clientes.
La familia de Greg localizó en Kansas a un prestigioso experto en marcas dejadas por mordiscos, pero Briggs estaba demasiado ocupado o bebido para hablar con él. Aquel inefable abogado no interrogó a ningún testigo y, que Greg supiera, apenas preparó su defensa.
El juicio fue una pesadilla. La acusación llamó a declarar a dos peritos en marcas de mordiscos, uno de los cuales había terminado sus estudios de odontología hacía menos de un año. Briggs no tuvo nada con que rebatir sus afirmaciones. El jurado deliberó dos horas y declaró culpable a Greg. Briggs no llamó a declarar a ningún testigo de descargo, por lo que el jurado deliberó una hora más y aconsejó una condena a muerte, que el juez validó.
Un mes después, Greg fue conducido de nuevo a la sala para escuchar su sentencia a muerte.
En la celda 9, Greg cubrió con periódicos los barrotes de mi puerta para que nadie pudiera verlo. Se convenció de que no se encontraba en el corredor de la muerte sino en un pequeño y acogedor capullo, en otro lugar, donde pasaba el rato leyendo ávidamente y viendo la televisión en el pequeño aparato que su familia le había enviado. Sólo hablaba con el Hombre de la Galería, el cual ya la primera vez le preguntó si necesitaba un poco de marihuana. Pues sí.
Al principio, Greg no se dio cuenta de que algunos afortunados reclusos abandonaban vivos el Corredor. De vez en cuando, los recursos daban resultado, los buenos abogados trabajaban a fondo, los jueces despertaban y ocurrían milagros, pero nadie se lo había informado. Estaba seguro de que lo iban a matar y, la verdad, cuanto antes lo hicieran, mejor.
Pasó seis meses sin salir de su celda más que para ducharse, rápidamente y en solitario. Poco a poco, sin embargo, empezó a hacer alguna que otra amistad y lo invitaron a salir al patio para hacer ejercicio y charlar con sus compañeros. Pero eso le granjeó la antipatía de los demás. Greg era una rareza en el Corredor: un firme partidario de la pena de muerte. Si cometes el delito definitivo, tienes que pagar el precio definitivo, proclamaba inauditamente en voz alta.
Por si fuera poco, adquirió la molesta costumbre de ver la televisión a todo volumen por las noches. El sueño es muy apreciado en el Corredor y muchos hombres se pasan la mitad de cada día en otro mundo. Cuando duermes, engañas al sistema. El tiempo del sueño te pertenece a ti y no al Estado.
Los asesinos convictos no vacilan en amenazar con volver a matar y Greg no tardó en enterarse de que era un hombre marcado. Cada corredor de la muerte tiene por lo menos un cabecilla y varios que quieren serlo. Hay bandos que compiten por el control. Abusan de los débiles y a menudo les exigen el pago de una cuota por el derecho de «vivir» en el Corredor. Cuando le insinuaron a Greg que tenía que pagar un alquiler, éste se burló y envió un mensaje de respuesta diciendo que jamás le pagaría un céntimo a nadie por vivir en semejante ratonera.
El Corredor estaba gobernado por Soledad, apodo de un asesino que había pasado una temporada en la célebre prisión de California homónima. A Soledad no le hacía ninguna gracia la postura pro pena de muerte de Greg, y tampoco le gustaban demasiado los programas televisivos que Greg sintonizaba. Y, puesto que todo cabecilla que se precie tiene que estar dispuesto a matar, Greg se convirtió en su objetivo.
Todo el mundo tiene enemigos en el Corredor. Las disputas son muy desagradables y estallan rápidamente por cualquier cosa. Un paquete de cigarrillos puede provocar una paliza en el patio o en la ducha. Por dos te pueden matar.
Greg necesitaba a un amigo que le guardara las espaldas.
La primera visita de Annette a McAlester fue triste y desoladora, y no es que ella esperara otra cosa. Habría preferido no ir, pero Ronnie sólo tenía a sus hermanas.
Los guardias la cachearon y registraron su bolso. Avanzar por las distintas zonas de la Big House era como hundirse en el oscuro vientre de una bestia. Las puertas resonaban, las llaves chirriaban, los guardias la miraban con ceño. Estaba aturdida y caminaba como una sonámbula, se notaba un nudo en el estómago y tenía el pulso acelerado.
Los Williamson eran una agradable familia que vivía en una bonita casa de una calle arbolada. La iglesia el domingo. Cientos de partidos de béisbol cuando Ronnie era adolescente. ¿Cómo era posible que todo hubiera acabado en aquella cloaca?
«En adelante esto se convertirá en una costumbre», reconoció estremeciéndose. Oiría los mismos sonidos y vería los mismos guardias numerosas veces en el futuro. Preguntó si podría llevar algunas cosas —galletas, ropa, dinero en efectivo. No, fue la rápida respuesta. Sólo calderilla. Entonces ella le entregó al guardia un puñado de monedas de cuarto de dólar para que se las hiciera llegar a Ronnie.
La sala de visitas, larga y estrecha, estaba dividida en el centro por gruesos paneles de plexiglás subdivididos a su vez en tabiques para ofrecer un mínimo de privacidad. Todas las conversaciones se mantenían por telefonillo a través de una ventana. Ningún contacto en absoluto.
Al final, apareció Ronnie. Nadie tenía prisa en la cárcel. Ofrecía un aspecto saludable, puede que un poco más regordete, pero es que su peso siempre había tenido altibajos.
Él le dio las gracias por su visita. Dijo que lo estaba sobrellevando bastante bien pero que necesitaba dinero. La comida era espantosa y él quería comprar algo en la cantina. También anhelaba tener una guitarra, algunos libros y revistas y un pequeño televisor, todo lo cual se podía adquirir a través de la cantina.
—Sácame de aquí, Annette —le suplicó luego—. Yo no maté a Debbie Carter y tú lo sabes.
Ella jamás había dudado de la inocencia de su hermano, aunque ahora algunos miembros de la familia vacilaban. Ella y su marido Marlon trabajaban, tenían una familia propia y estaban procurando ahorrar un poco. El dinero no les sobraba. ¿Qué tenía que hacer ella? Los abogados de oficio estaban preparando los recursos judiciales.
—Vende la casa y contrata a un buen abogado —le dijo él—. Véndelo todo. Haz lo que sea pero sácame de aquí.
La conversación fue muy dolorosa e incluso hubo lágrimas. Otro recluso recibió una visita en la cabina de al lado. Annette apenas podía verlo a través del cristal, pero preguntó quién era y cuál era su delito.
—Roger Dale Stafford —contestó Ronnie, el famoso asesino de la churrasquería.
Tenía nueve condenas a muerte, el récord del momento en el Corredor. Había acabado con seis personas, incluidos cinco adolescentes, en la trastienda de un restaurante especializado en bistecs de Oklahoma City durante un robo fallido, y después había matado a los tres miembros de una familia.
—Aquí todos son asesinos —comentó Ronnie—. Sólo hablan de matar. Es de lo único que se habla en el Corredor. ¡Sácame de aquí, Annette, te lo suplico!
—¿Te sientes seguro? —preguntó ella.
—Eso es imposible conviviendo con un hatajo de asesinos.
Él siempre había creído en la pena de muerte, pero ahora era un firme partidario de ella. Sin embargo, en aquel lugar no podía manifestarlo abiertamente.
No había límite de tiempo para las visitas. Al final, ambos se despidieron con sinceras promesas de escribir y llamar. Annette estaba emocionalmente exhausta cuando abandono McAlester.
Las llamadas empezaron de inmediato. En el Corredor colocaban un teléfono en un carrito de ruedas y lo acercaban a las celdas. Un guardia marcaba el número y pasaba el auricular entre los barrotes. Las llamadas eran a cobro revertido. Por aburrimiento y desesperación, Ron no tardó en convertirse en el que más veces pedía el carrito.
Por lo general empezaba pidiendo dinero, veinte o treinta dólares, para comida y cigarrillos. Annette y Renee procuraban enviarle cuarenta dólares mensuales cada una, pero tenían sus propios gastos y les sobraba muy poco. Nunca le enviaban suficiente y Ronnie se lo recordaba una y otra vez. A menudo se enfadaba con ellas y les decía que no lo querían, ya que no lo sacaban de allí. Era inocente, todo el mundo lo sabía, y fuera no había nadie que pudiera liberarlo más que sus hermanas.
Las llamadas raras veces resultaban agradables aunque ellas procuraban no pelearse con él. Ron siempre se las arreglaba para recordarles lo mucho que las quería.
El marido de Annette le envió unas suscripciones al National Geographic y el Ada Evening News. Ronnie quería enterarse de las cosas que ocurrían fuera.
No mucho después de su llegada a McAlester tuvo noticia de la extravagante confesión de Ricky Joe Simmons. Barney estaba al corriente de aquella confesión grabada, pero había optado por no utilizarla en el juicio. Un investigador de la oficina de Defensa Jurídica del Insolvente llevó la cinta de la confesión a McAlester y se la mostró a Ron. Este se puso exultante. ¡Alguien había reconocido haber matado a Debbie Carter y el jurado ni se había enterado!
Seguro que la noticia no tardaría en circular por Ada y él quería leerla en el periódico local.
Ricky Joe Simmons se convirtió en otra fijación, tal vez la principal, y Ron pasaría muchos años obsesionado con él.
Intentó llamar a todo el mundo; quería que todos supieran de Kicky Joe Simmons. Su confesión era su billete a la libertad y Ron quería que alguien llevara a juicio al chico. Llamó a Barney, a otros abogados, a funcionarios del condado e incluso a viejos amigos, pero casi todos rehusaron aceptar el cobro revertido.
Las normas se modificaron y los privilegios telefónicos se limitaron cuando dos reclusos fueron sorprendidos haciendo llamadas a las familias de sus víctimas por pura diversión. Habitualmente se permitían dos llamadas por semana y cada número telefónico tenía que ser previamente aprobado.
Una vez a la semana, el Hombre de la Galería empujaba un carrito de gastados libros de bolsillo procedentes de la biblioteca y recorría toda la Cellhouse F. Greg Wilhoit leía todo lo que se le ofrecía: biografías, novelas de misterio y del Oeste. Stephen King era uno de sus preferidos, pero lo que más le gustaba eran las obras de John Steinbeck.
Animó a Ron a leer como evasión y ambos no tardaron en comentar los méritos de Las uvas de la ira y Al este del Edén, unas conversaciones de lo más insólitas en el corredor. Se pasaban horas apoyados contra los barrotes de sus celdas, hablando sin cesar. Libros, béisbol, mujeres, sus juicios.
A ambos les extrañaba que los reclusos del Corredor no reivindicaran su inocencia. En su lugar, solían embellecer sus crímenes al comentarlos entre ellos. La muerte era un tema constante: asesinatos, juicios por asesinato, asesinatos todavía por cometer…
Al ver que Ron insistía en su inocencia, Greg empezó a creerle. Todos los reclusos tenían a mano la transcripción de sus juicios, y Greg leyó la de Ron, las dos mil páginas enteras. Le causó una profunda impresión. A su vez, Ron leyó la transcripción de Greg y se quedó igualmente impresionado Creían el uno en el otro e ignoraban el escepticismo de sus vecinos.
En las primeras semanas, la amistad ejerció en Ron un efecto terapéutico. Había encontrado finalmente a alguien que le creía, alguien con quien podía hablar durante horas, alguien que lo escuchaba con inteligencia y comprensión. Lejos de la cavernosa celda de Ada y teniendo un amigo con quien desahogarse, su conducta se estabilizó. Ya no desvariaba, ni se paseaba arriba y abajo, ni proclamaba a gritos su inocencia. Los cambios de humor ya no eran tan bruscos. Dormía mucho, dedicaba bastantes horas a la lectura, fumaba sin cesar y hablaba con Greg. Salían juntos al patio y se protegían mutuamente. Annette logró enviarle más dinero y Ron compró un pequeño televisor en la cantina. Ella sabía lo importante que era una guitarra para su hermano, por lo que se ocupó de conseguirle una. En la cantina no había. Después de varias llamadas y cartas, logró autorización de los funcionarios de la prisión para enviarle una comprada en una tienda de McAlester.
Los problemas empezaron cuando llegó. En su afán de impresionar a los demás con su talento, Ron la tocaba y cantaba a pleno pulmón. Los demás se quejaron airadamente pero a Ron no le importó. Le encantaba su guitarra y le encantaba cantar, sobre todo el repertorio de Hank Williams. Your Cheatin’ Heart resonaba arriba y abajo de la galería. Los demás soltaban improperios, y él se los devolvía.
Al final, Soledad se hartó de la música de Ron y amenazó con que esta vez sí lo mataría.
—¿Qué más da? —replicó Ron—. Yo ya tengo mi pena de muerte.
No se hizo nada por instalar aire acondicionado en la Cellhouse F, por lo que, cuando llegó el verano, aquello parecía una sauna. Los reclusos iban sólo en calzoncillos y se agrupaban delante de los pequeños ventiladores que vendían en la cantina. A menudo los hombres despertaban antes del amanecer con las sábanas empapadas de sudor. Algunos se pasaban los días completamente en cueros.
Curiosamente, la prisión organizaba visitas guiadas por el corredor de la muerte. Los visitantes solían ser estudiantes de instituto cuyos padres y profesores buscaban asustarlos para que se mantuvieran apartados del crimen. Cuando hacía más calor, los guardias ordenaban a los reclusos que se vistieran porque estaba a punto de iniciarse un recorrido. Algunos obedecían y otros no.
Un indio llamado Buck Naked prefería el toque nativo e iba constantemente desnudo. Tenía la rara habilidad de soltar pedorretas a voluntad y, cuando se acercaban los grupos de visitantes, su broma preferida consistía en pegar el trasero a los barrotes de su puerta y soltar sonoras descargas. Tal cosa desconcertaba a los jóvenes estudiantes y estropeaba sus instructivas visitas.
Los guardias le decían que parara, pero él no hacía caso. Sus compañeros lo animaban a que siguiera, pero sólo durante aquellos recorridos turísticos. Al final, los guardias decidieron alejarlo de allí cuando llegaran los visitantes. Varios reclusos intentaron imitarlo, pero les faltaba habilidad.
Ron se limitaba a tocar y cantar para las visitas.
El Cuatro de Julio de 1988 Ron despertó de muy mal humor y ya jamás se recuperó. Era el día de la Independencia, una fiesta nacional repleta de festejos, desfiles y celebraciones, pero él estaba encerrado en un lugar impío por un crimen que no había cometido. ¿Dónde estaba su independencia?
Se puso a gritar, maldecir y proclamarse inocente. Al ver que ello daba lugar a una rechifla general a lo largo de la galería, se volvió loco y empezó a arrojar todo lo que tenía a mano: libros, revistas, artículos de tocador, su pequeña radio, su Biblia, su ropa… Los guardias le decían que se calmara. Él los maldijo y se puso a gritar todavía más fuerte. Lápices, papeles, comida de la cantina. Después agarró el televisor y lo arrojó contra la pared, dejándolo destrozado. Al final, tomó su querida guitarra y la golpeó repetidamente contra los barrotes de la celda.
Casi todos los condenados tomaban diariamente un suave antidepresivo llamado Sinequan. Tranquilizaba los nervios y ayudaba a dormir.
Cuando los guardias lograron que Ron tomara algo más fuerte, por fin se sosegó y volvió a reinar la paz en la galería. Aquel mismo día empezó a limpiar su celda.
Después llamó a Annette deshecho en lágrimas y le contó lo ocurrido. Ella lo visitó más tarde y la cosa no fue muy agradable. Ron le gritó a través del telefonillo, la acusó de no hacer nada por sacarlo de allí y, una vez más, le pidió que vendiera todo y contratara a un buen abogado capaz de resolver aquella injusticia. Ella le pidió que se calmara y dejara de gritar y, al ver que no lo hacía, amenazó con irse.
A lo largo del tiempo, ambas hermanas sustituyeron la radio, la guitarra y el televisor destrozados.
En septiembre de 1988, un abogado de Norman llamado Mark Barrett viajó por carretera a McAlester para reunirse con su nuevo cliente. Mark era uno de los cuatro abogados que se encargaban de las apelaciones de los insolventes condenados a pena capital. Le habían asignado el caso Williamson. Barney Ward ya había desaparecido de la escena.
Las apelaciones son automáticas en las condenas a muerte. Se habían presentado en plazo y el lento proceso ya estaba en marcha. Mark se lo explicó a Ron y luego escuchó sus insistentes declaraciones de inocencia. Todos los condenados solían hacerlo, pero Mark aún no había estudiado la transcripción del juicio.
Deseoso de colaborar con su nuevo abogado, Ron le entregó una lista de todos los testigos perjuros y le describió con todo detalle la naturaleza y el alcance de sus mentiras.
Mark observó que Ron era inteligente, se expresaba con lógica y era plenamente consciente de su apurada situación y del espantoso ambiente que lo rodeaba. Sabía manifestar sus emociones y sentimientos y fue capaz de exponerle minuciosamente todas las mentiras que la policía y la acusación habían urdido contra él. Estaba un poco asustado, pero era comprensible que así fuera. Mark desconocía por completo el historial médico de Ron.
El padre de Mark era pastor de la Iglesia de los Discípulos de Cristo, lo que dio pie a Ron para tocar el tema religioso. Quería que Mark supiera que era un devoto cristiano, había sido educado en la iglesia por unos padres temerosos de Dios y leía a menudo la Biblia. Citó numerosos versículos de las Sagradas Escrituras, impresionando a Mark. Había uno en particular que no entendía del todo y pidió la opinión del abogado. Ambos lo analizaron exhaustivamente. Para Ron era importante comprender aquel versículo y su propia incapacidad para interpretarlo lo exasperaba. Las visitas de los abogados no tenían límite de tiempo y los condenados deseaban permanecer fuera de sus celdas todo lo posible. Hablaron por espacio de una hora.
La primera impresión de Mark Barrett fue que Ron era un fundamentalista con mucha labia y puede que un poco cuentista. Como siempre, se mostraba escéptico ante las consabidas alegaciones de inocencia, aunque su mente distaba mucho de permanecer cerrada. Era también el encargado de los recursos de Greg Wilhoit, y en este caso sí estaba convencido de que Greg no había matado a su mujer.
Mark sabía que había inocentes en el corredor de la muerte, y cuantas más cosas averiguaba acerca del caso de Ron, tanto más le creía.