Annette Hudson había seguido muy de cerca el juicio y había leído los reportajes diarios del Ada Evening News. El martes 12 de abril, el titular de primera plana rezaba: «Fritz declarado culpable en el caso Carter».
Como de costumbre, en el reportaje se mencionaba a su hermano: «Ron Williamson, también acusado de asesinato en primer grado en el mismo caso, será juzgado aquí el 21 de abril». De hecho, en los seis reportajes que habían cubierto el proceso contra Fritz se mencionaba la implicación de Ron y su inminente juicio.
«¿Cómo pueden creer que el jurado será imparcial? —se preguntaba Annette—. Si un coacusado es declarado culpable, ¿cómo puede el otro esperar un juicio imparcial en la misma ciudad?»
Le compró a Ron un traje gris, otro par de pantalones azul marino, dos camisas blancas, dos corbatas y un par de zapatos.
El 20 de abril, víspera del juicio, Ron fue conducido a la sala para mantener una charla con el juez Jones. El magistrado temía que pudiera observar una conducta perturbadora, un temor muy justificado. Cuando Ron se situó delante del estrado, Jones le dijo:
—Quiero ver cómo se encuentra para su comparecencia de mañana y asegurarme de que no provocará ninguna alteración del orden. ¿Comprende mi preocupación?
—Mientras no empiecen a decirme que he matado alguien…
—¿Acaso cree eso?
—Pues sí lo creo. Y no me parece nada bien.
El juez Jones sabía que Ron había sido un destacado deportista y decidió utilizar la analogía de una contienda deportiva:
—Un juicio es como un partido de fútbol. Cada bando tiene la oportunidad de atacar y de defender, y nadie puede oponerse a que cada bando tenga estas oportunidades. Son las reglas del juego. Un juicio es igual.
—Sí —repuso Ron—, pero yo soy el balón que recibe los puntapiés.
Para la acusación, el juicio Fritz había sido un estupendo ejercicio de precalentamiento con vistas al principal acontecimiento. Se utilizarían prácticamente los mismos testigos y más o menos en el mismo orden. Pero esta vez la acusación contaría con dos ventajas adicionales. En primer lugar, el acusado estaba mentalmente incapacitado y solía volcar mesas y proferir insultos, un comportamiento ante el cual la mayoría de los jurados fruncía el entrecejo. Podía infundir temor y asustar a la gente. En segundo lugar, su abogado era ciego y estaba solo. Desde que Baber, el ayudante nombrado de oficio, se retirara del caso en marzo, no se había designado ningún sustituto. Barney era muy rápido en protestar y muy hábil en las repreguntas, pero obviamente las discusiones sobre huellas digitales, fotografías y análisis capilares no eran su fuerte.
La defensa estaba deseando que el juicio empezara cuanto antes. Barney estaba harto de Ron Williamson y exasperado por la cantidad de horas que el caso le robaba a sus restantes clientes, los de pago. Y Ron le daba miedo, un miedo físico. Consiguió que su hijo, que no era abogado, se sentara muy cerca de Ron y a su espalda en la mesa de la defensa. Por su parte, él tenía previsto sentarse lo más lejos posible, para que si Ron efectuaba un movimiento agresivo hacia él, su hijo pudiese sujetarlo por la espalda y devolverlo a su asiento.
Tal era el grado de confianza y armonía que reinaba entre abogado y cliente.
Sin embargo, pocas personas en la abarrotada sala se dieron cuenta el 21 de abril de que el hijo de Barney estaba allí para proteger a su padre del cliente. Casi todos los presentes eran miembros potenciales del jurado. Había también reporteros, abogados curiosos y el habitual surtido de cotillas que suelen atraer los juicios en las pequeñas ciudades.
Annette Hudson y Renee Simmons se sentaron en primera fila, lo más cerca posible de Ron. Varias íntimas amigas de Annette se habían ofrecido a acompañarla a lo largo del juicio y prestarle apoyo. Ella rehusó el ofrecimiento. Su hermano está enfermo y era un hombre imprevisible; además, no quería que sus amigas lo vieran esposado. Tampoco quería exponerlas a unas desagradables y espeluznantes declaraciones. Ambas hermanas ya habían sufrido durante la vista preliminar y probado el amargo sabor del juicio venidero.
No había ningún amigo de Ron.
Al otro lado del pasillo la familia Carter ocupaba la primera fila, el mismo lugar que durante el juicio contra Fritz. Los bandos contrarios procuraban no cruzar la mirada.
Era un jueves, un año después de la exhumación del cadáver de la víctima y de las detenciones de Ron y Dennis. El último tratamiento significativo de Ron había tenido lugar en el hospital estatal unos trece meses atrás. A petición de Barney, en Ada lo había examinado sólo una vez Norma Walker, una breve visita que había terminado como casi todas sus visitas a las clínicas locales. Durante un año la medicación, cuando recibía alguna, se la habían administrado irregularmente los celadores de la prisión. El tiempo transcurrido en su solitario agujero de la cárcel no había servido precisamente para mejorar su salud mental.
Sin embargo, por su salud mental sólo se preocupaba su familia. Ni la acusación ni la defensa, ni siquiera el tribunal, habían planteado la cuestión.
Había llegado la hora del juicio.
La emoción del día inaugural se esfumó rápidamente en cuanto el aburrimiento de la selección del jurado empezó a ejercer su aletargador efecto. Pasaban las horas mientras los abogados ponían objeciones a los sucesivos candidatos y el juez los iba rechazando uno tras otro.
Por su parte, Ron se comportó muy bien. Ofrecía un aspecto impecable: cabello recién cortado, rostro bien afeitado, ropa nueva. Tomó varias páginas de notas bajo la vigilante mirada del hijo de Barney, que pese a estar tan aburrido como los demás, consiguió cumplir su cometido. Ron no sabía por qué aquel joven no le quitaba ojo.
A última hora de la tarde terminó la selección: siete hombres y cinco mujeres, todos de raza blanca. El juez Jones les dio las correspondientes instrucciones y los envió a casa. No iban a mantenerlos aislados.
Annette y Renee abrigaron cierta esperanza. Un miembro del jurado era yerno de un vecino que vivía en la acera de en frente de Annette. Otro estaba emparentado con un predicador pentecostal que seguramente había conocido a Juanita Williamson y su devoción por su iglesia. Otro era primo lejano de un pariente de los Williamson por matrimonio.
Casi todos los jurados resultaban caras conocidas. Annette y Renee los habían visto en algún momento por la zona de Ada. Era efectivamente una ciudad muy pequeña.
El juicio propiamente empezó a las nueve de la mañana del día siguiente. Nancy Shew pronunció la alocución inicial en nombre de la acusación, casi una repetición de la utilizada para Fritz. Barney hizo sus comentarios iniciales cuando concluyó la representante de la fiscalía.
El primer testigo de cargo fue una vez más Glen Gore, pero las cosas no salieron como estaba previsto. Tras decir su nombre, Gore se sumió en un obstinado mutismo, negándose a declarar. Retó al juez Jones a condenarlo por desacato; ¿qué más le daba? De todos modos, estaba cumpliendo una condena de cuarenta años. Su actitud quizá se debía al hecho de estar cumpliendo condena en una prisión estatal, donde los chivatos estaban mal vistos por sus compañeros, a diferencia de lo que ocurría en la cárcel del condado de Pontotoc, donde los chivatos campaban a sus anchas.
Tras unos momentos de desconcierto, el juez ordenó que se leyera la declaración de Gore en la vista preliminar del anterior mes de julio. De ese modo, el jurado pudo oír su fantasioso relato de que había visto a Ron en el Coachlight la noche del asesinato.
Barney no tuvo la oportunidad de machacar a Gore a propósito de sus numerosos delitos y su carácter violento. Y tampoco tuvo ocasión de interrogarlo acerca de su paradero y movimientos la noche del asesinato.
Una vez superado el episodio, la acusación volvió a encauzar rápidamente el caso. Tommy Glover, Gina Vietta y Charlie Carter repitieron la misma declaración por tercera vez.
Gary Allen volvió a contar la extraña historia de los dos hombres que había visto mojándose con una manguera de regar a las tres y media de la madrugada a principios de diciembre de 1982, pero insistió en que no había podido identificar a Ron Williamson. El otro hombre quizás era Fritz, pero sólo quizá.
La verdad era que Gary Allen no podía identificar a nadie y no tenía ni idea de cuándo había ocurrido el incidente. Era un drogadicto, viejo conocido de la policía. Conocía a Dennis Fritz porque habían sido compañeros de clase en el colegio universitario local.
El detective Smith se puso en contacto con él poco después del asesinato y le preguntó si había visto u oído algo en las primeras horas del 8 de diciembre. Allen dijo haber visto a dos hombres mojándose con una manguera de regar en la casa de al lado, pero no recordaba la fecha. Y entonces Smith y Rogers llegaron a la conclusión de que eran Fritz y Williamson limpiándose la sangre de Debbie Carter. Insistieron a Allen e incluso le mostraron una fotografía de la escena del crimen. Le insinuaron que los hombres eran Fritz y Williamson ocupados en limpiarse la sangre de Debbie Carter, pero Allen no pudo o no quiso identificarlos.
Poco antes del juicio, Gary Rogers pasó por el apartamento de Alien y volvió a insistirle con el asunto. ¿No serían Fritz y Williamson y no los habría visto a primera hora de la mañana del 8 de diciembre?
No, Allen no estaba seguro. Rogers se desabrochó la chaqueta, dejando al descubierto su arma de reglamento junto a la cadera. Dijo que, como no mejorara su memoria, puede que el plomo lo envenenara. La memoria de Allen mejoró, pero no lo suficiente como para poder declarar.
A continuación, Dennis Smith acompañó al jurado en un recorrido por la escena del crimen: las fotografías, las huellas digitales, la recogida de pruebas. Se distribuyeron copias de las fotos entre sus miembros, provocándoles las previsibles reacciones de espanto. El fotógrafo de la policía había tomado algunas fotografías aéreas del apartamento de la víctima. Peterson cogió una y le pidió a Smith que dijera al jurado dónde estaba situada la casa de Williamson. A sólo unas manzanas de distancia.
—Déjenme ver estas fotografías —pidió Barney, y se las entregaron.
Siguiendo una tácita norma en Ada, Barney abandonó la sala con su ayudante Linda. Ella le describió cada una de las fotografías con todo detalle.
El interrogatorio directo se ciñó a los hechos, pero Barney se guardaba unos fuegos artificiales en la manga. Siempre le había parecido extraño que los dos presuntos asesinos hubieran podido cometer una violación y un asesinato tan bárbaro sin dejar ni una sola huella digital. Le pidió a Smith que explicara cuáles eran las mejores superficies para obtener unas buenas huellas. Las lisas y duras: cristal, espejos, plástico duro, madera pintada, etc. Después recorrió con Smith el pequeño apartamento y lo obligó a reconocer que había olvidado muchas localizaciones obvias: electrodomésticos de cocina, el cristal de la ventana del dormitorio, que estaba abierta, elementos del cuarto de baño, revestimientos de puertas, espejos. La larga lista fue dando la impresión de que, en la recogida de huellas digitales, Smith se había mostrado muy chapucero.
Con el testigo ya a su merced, Barney lo fue acorralando sin piedad. Cuando se volvía demasiado agresivo, Bill Peteson o Nancy Shew protestaban, lo que solía dar lugar a ácidas replicas de Barney.
A continuación subió al estrado Gary Rogers, el cual ofreció un detallado resumen de la investigación. Sin embargo, su mayor aportación a la causa de la acusación fue la descripción de la confesión del sueño hecha por Ron al día siguiente de su detención. En el interrogatorio directo sonaba muy bien, pero Barney contraatacó con eficacia.
Preguntó por qué la declaración no se había grabado. Rogers reconoció que la policía contaba con una videocámara y a menudo la utilizaba. Como Barney insistió, admitió que a veces, cuando no estaban seguros de lo que iba a decir el interrogado, preferían no usarla. ¿Por qué correr el riesgo de filmar algo perjudicial para la acusación y beneficioso para el acusado?
Por lo demás, Rogers reconoció que en la comisaría había magnetófonos, pero no se utilizó ninguno en el interrogatorio de Ron porque ello no entraba dentro de la tónica habitual. Barney sonrió.
Rogers reconoció también que el departamento de policía contaba con un variado surtido de lápices y papel, pero se hizo un lío cuando intentó explicar por qué él y Rusty Featherstone no habían permitido que Ron redactara su propia declaración. Tampoco le permitieron leerla al terminar. Barney siguió con su tarea de derribo. Mientras taladraba a Rogers con preguntas acerca de sus peculiares métodos, el detective cometió un error garrafal: recordó el interrogatorio de 1983 de Ron grabado en vídeo, en el cual éste había negado rotundamente cualquier implicación en el caso.
Barney no podía creerlo. ¿Por qué no había sido informado de aquella cinta? La exhibición de documentos previa al juicio exigía que la acusación entregara todas las pruebas eximentes que obraran en su poder. Barney había presentado la correspondiente petición meses atrás. En septiembre, el tribunal había ordenado a la fiscalía que facilitara al abogado todas las declaraciones efectuadas por Ron durante la investigación.
¿Cómo podían la policía y la fiscalía haber guardado la cinta durante cuatro años y medio, escamoteándola a la defensa?
Barney disponía de muy pocos testigos, puesto que la causa contra Ron era básicamente por «admisión», lo que significa que la acusación utilizaba a una serie de testigos, por más que éstos dejaran que desear, para demostrar que, en distintos momentos y de distintas maneras, Ron había admitido su culpabilidad. La única manera eficaz de luchar contra semejantes testimonios consistía en negarlos, y la única persona que podía hacerlo era el propio Ron. Barney tenía previsto que Ron subiese al estrado, pero la perspectiva lo aterrorizaba.
La cinta de 1983 habría sido una poderosa arma para exhibir ante el jurado. Cuatro años y medio atrás, mucho antes de que la acusación hubiera reunido su lista de dudosos testigos y mucho antes de que Ron tuviera a su espalda aquel largo historial delictivo, éste se había sentado delante de una cámara y había negado rotundamente su participación en el asesinato.
En una famosa decisión de 1983 en el caso Brady contra el pueblo de Maryland, el Tribunal Supremo de Estados Unidos había decretado que «la supresión por parte de la acusación de pruebas favorables a un acusado, tras el debido requerimiento, quebranta el oportuno proceso en el cual la prueba es esencial tanto para la culpabilidad como para el castigo, independientemente de la buena fe o mala fe de la acusación».
Los investigadores cuentan con toda suerte de recursos. A menudo descubren testigos u otras pruebas favorables a un sospechoso o un acusado. Durante décadas pudieron simplemente ignorar dichas pruebas eximentes y seguir adelante con la acusación. Una petición Brady es una de las muchas peticiones de rutina que presenta un abogado defensor al principio de una causa. Una petición Brady. Una vista Brady. Notas Brady. «Lo trinqué con una Brady». La expresión se abrió camino hasta instalarse en la jerga diaria del derecho penal.
Ahora Barney se encontraba delante del juez Jones mientras Rogers permanecía en el estrado de los testigos y Peterson se estudiaba los zapatos tras haber cometido una flagrante transgresión Brady. Barney presentó una petición de nulidad de las actuaciones, pero fue denegada. El juez prometió celebrar una vista sobre el asunto… ¡cuándo el juicio hubiera terminado!
Era última hora del viernes y todo el mundo estaba cansado. Jones decretó un receso hasta las ocho y media de la mañana del lunes. Ron fue esposado y sacado de la sala. Se había portado bien de momento y el hecho no había pasado inadvertido.
El titular de la primera plana del Ada Evening News rezaba: «Williamson se muestra contenido el primer día del juicio».
El primer testigo del lunes fue el doctor Fred Jordan, el cual, por tercera vez en el mismo lugar, declaró con todo detalle acerca de la autopsia y la causa de la muerte. Fue también la tercera vez que Peggy Stillwell pasaba por aquel tormento, pero no por ello le fue más fácil encajarlo. Por suerte, no pudo ver las fotografías que los miembros del jurado se estaban pasando.
Al doctor Jordan le sucedieron Tony Vick, el vecino; Donna Walker, la dependienta de la tienda abierta toda la noche, y Letha Caldwell, la amiga de última hora de la noche… todos tan irrelevantes como en el juicio contra Fritz.
Los fuegos artificiales empezaron cuando Terri Holland subió al estrado. Durante la vista preliminar había conseguido explayarse sin temor a que la pillaran, pero ahora, en presencia de Ron, que la miraba con furia y sabía la verdad, las cosas iban a ser distintas.
Holland empezó por repetir los comentarios que, según ella, había hecho Ron en la cárcel acerca de Debbie Carter, y enseguida resultó evidente que el aludido iba a estallar. Meneó la cabeza, apretó las mandíbulas y miró a Holland como dispuesto a saltarle al cuello. La testigo concluyó:
—Y dijo que si ella hubiera accedido a irse con él, no la habría matado.
—Oh —dijo Ron en voz alta.
Nancy Shew preguntó:
—¿Oyó usted alguna conversación telefónica en la que el acusado hiciera algún comentario acerca de Debbie Carter?
—Yo estaba trabajando en la lavandería, era la encargada, y Ron estaba hablando por teléfono con su madre. Quería que le llevara cigarrillos o no sé qué, no estoy segura, pero él le gritaba. Y le dijo que si no se los llevaba, la mataría como había matado a Debbie Carter.
Ron saltó hecho una furia:
—¡Está mintiendo!
Nancy Shew no se inmutó:
—Señora Holland, ¿le oyó usted alguna vez describir o mencionar algún detalle de la muerte de Debbie Carter?
—Dijo… creo que fue en el patio con los chicos que estaban allí… dijo que le metió una botella de Coca-Cola por el trasero y las bragas en la garganta.
Ron se levantó de un brinco, la apuntó con el dedo y gritó:
—¡Mientes! ¡Yo jamás he dicho algo así! ¡Yo no maté a esa chica y tú no eres más que una maldita embustera!
—Calma, Ron —terció Barney.
—Ni siquiera sé quién eres —prosiguió Ron—, pero te juro que ésta me la pagas.
Hubo una pausa mientras todos contenían la respiración y Barney se levantaba muy despacio de su silla. El fiscal estaba obligado a una urgente labor de reparación. Su testigo estrella había metido la pata en dos cuestiones esenciales —las bragas y la botella de Coca-Cola—, algo habitual en las declaraciones falsas.
Con toda la sala en tensión, un testigo falso al descubierto y Barney a punto de echársele encima, Nancy Shew trató de reparar los daños.
—Señora Holland, permítame hacerle una pregunta acerca de los detalles que acaba de mencionar. ¿Está segura de los objetos que el acusado afirmó haber utilizado? Ha dicho usted una botella de Coca-Cola.
—Con la venia del tribunal —terció Barney—, protesto. He oído muy bien lo que ha dicho la testigo y no quiero que la fiscal tergiverse su declaración.
—Dijo que una botella de Coca-Cola, o un frasco de ketchup o una botella de… —vaciló Holland.
—Ya ven lo que quiero decir —asintió Barney—. Con la venia del tribunal.
—Han pasado cuatro años —se justificó la testigo.
—¡Sí, y tú eres una…! —saltó Ron.
—¡Chis! —lo acalló Barney.
—Señora Holland, ¿podría usted…? —terció la fiscal Shew—. Sé que usted oyó varias cosas…
—Con la venia del… —insistió Barney.
—¿Puede usted recordar…? —insistió Shew.
—Protesto —se obstinó el abogado—. Las insinuantes preguntas que está formulando la fiscal ya llevan implícita la respuesta.
—Formule la pregunta sin acompañarla de ninguna aclaración —terció el juez.
—¿Le dijo el acusado alguna vez por qué…? —insistió la fiscal—. Dijo usted que él había confesado haber matado…
—Él quería acostarse con Debbie Carter —le respondió Holland.
—¡Zorra embustera! —chilló Ron.
—Cállese —ordenó Barney.
Ron se incorporó de golpe:
—Es una cochina mentirosa. No pienso aguantarlo. Yo no maté a Debbie Carter y tú mientes.
—Vamos, Ron, siéntese —dijo Barney.
—Señor juez —terció Bill Peterson—, ¿podría concedernos un receso, por favor? Barney… ejem… Me opongo a los comentarios adicionales del letrado de la defensa, señoría.
—No son comentarios adicionales —repuso el abogado—, con la venia del tribunal.
—Espere un momento —dijo el juez.
—Sólo estoy hablando con mi cliente, señoría —se obstinó Barney.
—Espere un momento —insistió el juez—. Formulé su siguiente pregunta, señora Shew. Señor Williamson, debo advertirle que no está usted autorizado a hablar desde la silla en que ahora se encuentra.
—Señora Holland —retomó Shew—, ¿recuerda usted si el acusado explicó alguna vez por qué hizo lo que hizo?
—Porque ella no quería irse a la cama con él.
—¡Mientes, maldita sea! —saltó Ron—. Di la verdad. Yo jamás he matado a nadie.
—Señoría —terció Barney—, solicito un breve receso.
—Concedido. El jurado puede retirarse.
—¿Podría hablar con ella, por favor? —pidió Ron—. Déjeme hablar con ella, señor juez. ¡No entiendo por qué se está inventando todo eso!
La breve pausa enfrió la situación. En ausencia del jurado, el juez habló serenamente con Ron, el cual le prometió que sería capaz de comportarse. Cuando el jurado regresó, el juez explicó que la causa se fallaría sobre la base de las pruebas y nada más. Nada de comentarios por parte de los abogados y, por supuesto, nada de comentarios o desmanes por parte del acusado.
Pero los miembros del jurado habían escuchado con toda claridad la estremecedora amenaza de Ron: «Te juro que ésta me la pagas». Ellos también le tenían miedo. En el transcurso de la refriega, Nancy Shew no consiguió resucitar por entero a su testigo. Con sugerentes preguntas que ya llevaban implícita la respuesta, logró convertir la botella de Coca-Cola en una botella de ketchup, pero el pequeño detalle de las bragas en la boca no se pudo rectificar. Terri Holland no mencionó ni una sola vez la pequeña toalla ensangrentada.
La siguiente testigo llamada por la acusación para contribuir al hallazgo de la verdad fue Cincy McIntosh, condenada por librar cheques sin fondos, pero la pobre chica estaba tan aturdida que no logró recordar qué historia debía contar. Se quedó en blanco y, al final, se retiró sin haber cumplido con su misión. Mike Tenney y John Christian declararon sobre sus conversaciones con Ron en su celda y de ciertas cosas raras que éste había dicho. Ninguno de los dos se molestó en comentar que Ron había negado repetidamente cualquier implicación en el asesinato y a menudo se pasaba horas proclamando su inocencia a grito pelado.
Después de un rápido almuerzo, Peterson alineó a los peritos del OSBI en el mismo orden en que habían comparecido en el juicio contra Fritz. Jerry Peters fue el primero y contó la historia de la segunda toma de huellas palmares tras la exhumación del cadáver porque tenía ciertas dudas respecto a una minúscula parte de su palma izquierda. Barney trató de atraparlo, preguntándole cómo y por qué exactamente semejante detalle podía tener importancia cuatro años y medio después de la autopsia, pero Peters se mostró evasivo. ¿Había estado reflexionando sobre sus hallazgos iniciales durante todo aquel tiempo? ¿O acaso el fiscal Peterson lo había llamado a principios de 1987 para hacerle algunas sugerencias?
Larry Mullins expresó la misma opinión que Peters: la huella ensangrentada del pladur pertenecía a Debbie Cartel y no a algún misterioso asesino.
Mary Long declaró que Ron Williamson era un no-secretor y, por consiguiente, estaba incluido en el 20 por ciento de la población que compartía esa característica. Probablemente el violador de Debbie pertenecía al mismo grupo. Con cierto esfuerzo, Barney consiguió acorralarla preguntándole por el número exacto de personas analizadas, que eran veinte, incluida la víctima. Y de ellas, doce eran no-secretoras, es decir, un 60 por ciento del grupo. Se lo pasó bien bromeando un poco a costa de las estadísticas.
Susan Land efectuó una breve declaración. Ella había analizado al principio las muestras capilares del caso Carter, pero después se las había pasado a Melvin Hett. Al preguntarle Barney por qué, contestó:
—Por entonces estaba trabajando en varios homicidios y, con tanta tensión, comprendí que no podría ser imparcial. No quería cometer un error.
Melvin Hett prestó juramento y soltó la misma docta conferencia que ya les había endilgado en el juicio contra Fritz. Describió el laborioso proceso de comparar microscópicamente muestras de cabello. Consiguió transmitir la idea de que los análisis capilares eran absolutamente fiables. No tenía más remedio que ser así, pues se utilizaban asiduamente en las causas penales. Añadió que había realizado «miles» de análisis capilares. Sacó unos sencillos diagramas de distintos tipos de cabello y explicó que el cabello tiene entre veinticinco y treinta características definibles.
Cuando llegó finalmente al acusado, declaró que dos pelos de vello pubiano encontrados en la cama eran microscópicamente compatibles y habrían podido proceder de la misma fuente: Ron Williamson. Y lo mismo ocurría con dos cabellos de la cabeza encontrados en la ensangrentada toalla.
Los cuatro pelos encontrados habrían podido con la misma facilidad no proceder de Ron, pero eso Hett volvió a callárselo. Con un lapsus linguae, Hett empezó a engañar. Mientras declaraba acerca de los dos cabellos de la cabeza, dijo:
—Estos fueron los únicos cabellos que coincidían o eran compatibles con los de Ron Williamson.
El verbo «coincidir» no se utiliza en los análisis capilares porque puede mover a engaño. Los miembros del jurado, profanos en la materia, puede que tuvieran dificultades para comprender el concepto de compatibilidad microscópica, pero no tuvieron ninguna en comprender el significado de una coincidencia. Es más rápido, claro y fácil de entender. Como una huella digital, una coincidencia disipa cualquier duda.
Tras utilizar Hett por segunda vez el verbo «coincidir», Barney protestó. El juez Jones no admitió la protesta, señalando que podría resolver la cuestión en su turno.
Sin embargo, la aportación más peculiar de Hett fue su manera de declarar. En lugar de instruir a los miembros del jurado, Hett optó simplemente por otorgarles la bendición de sus opiniones.
Para ayudar al jurado, casi todos los analistas capilares presentan fotografías ampliadas del cabello objeto de discusión. Una fotografía de un cabello de origen conocido se monta al lado de la de un cabello dudoso, y el perito explica con todo detalle las similitudes y diferencias. Tal como dijo Hett, el cabello posee unas veinticinco características discernibles y un buen analista enseña al jurado de qué está hablando exactamente.
Hett no hizo nada de eso. Tras llevar casi cinco años trabajando en el caso y después de cientos de horas y de tres informes distintos, no mostró al jurado ni una sola fotografía ampliada de su trabajo. Ni un solo cabello procedente de Ron Williamson fue comparado con uno recogido en el apartamento de Debbie Carter.
De hecho, Hett le estaba diciendo al jurado que se limitara a confiar en él: «No pidas pruebas, limítate a creer en mis opiniones».
El testimonio de Hett contenía la clara insinuación de que cuatro cabellos encontrados en el apartamento de Debbie Carter procedían de Ron Williamson. De hecho, éste había sido el único propósito de llamar a Hett al estrado.
Su presencia y su declaración subrayaron lo difícil que resulta para un insolvente tener un juicio imparcial si no cuenta con el asesoramiento de expertos en medicina forense. Barney había solicitado dicho asesoramiento varios meses atrás, pero el juez Jones lo había denegado.
Jones habría tenido que saberlo. Tres años atrás, un importante caso de Oklahoma había terminado en el Tribunal Supremo de Estados Unidos y su resultado había sacudido los juzgados de lo penal de todo el país. En Ake contra el pueblo de Oklahoma, el máximo órgano judicial dictaminó: «Cuando un estado ejerce su poder judicial sobre un insolvente en una causa penal, tiene que adoptar las medidas necesarias para que éste tenga las máximas garantías del debido proceso. La justicia no cumple con su cometido sí, simplemente por su insolvencia, se niega a un acusado la oportunidad de defenderse de manera efectiva en un procedimiento judicial en el cual está en juego su libertad».
La decisión Ake estableció que el estado debe facilitar a un acusado insolvente las herramientas necesarias para su adecuada defensa. El juez Jones no lo tuvo en cuenta en los juicios contra Fritz y Williamson.
Las pruebas de medicina forense constituían un elemento esencial para la acusación. Jerry Peters, Larry Mullins, Mary Long, Susan Land y Melvin Hett eran peritos. Ron sólo tuvo a Barney, un competente y experimentado abogado, pero lamentablemente imposibilitado de ver las pruebas.
El ministerio público dio por finalizada su intervención después de la declaración de Hett. Al principio del juicio, Barney se reservó su alocución inicial para el comienzo de su defensa. Fue una maniobra arriesgada. Casi todos los abogados defensores desean dirigirse ya de entrada al jurado para sembrar dudas acerca de las pruebas de la acusación. La alocución inicial y el alegato final son las dos únicas etapas de un juicio en que un abogado se puede dirigir directamente al jurado, dos únicas oportunidades demasiado buenas como para desaprovecharlas.
En cuanto la fiscalía terminó, Barney sorprendió a todo el mundo renunciando una vez más a su alocución introductoria. No dio ningún motivo y nadie se lo exigió, pero fue una táctica insólita.
Barney llamó al estrado a siete celadores de la prisión. Todos negaron haber oído a Ron Williamson decir algo que lo implicara en el caso.
Wayne Joplin era el secretario judicial del condado de Pontotoc. Barney lo llamó como testigo para que revisara el expediente de Terri Holland. Había sido detenida en Nuevo México en octubre de 1984 y trasladada de nuevo a la cárcel de Ada, donde muy pronto había contribuido a resolver dos sensacionales casos de asesinato, aunque había esperado dos años para informar a la policía acerca de la supuesta confesión que Ron le había hecho. Se declaró culpable de librar cheques sin fondos y fue condenada a cinco años de prisión con tres de suspensión. Fue obligada a pagar las costas del juicio por valor de 70 dólares, a devolver 527,09 dólares, a pagar 225 dólares en concepto de honorarios a los abogados a razón de 50 dólares al mes, a pagar 10 dólares mensuales al Departamento de Prisiones y 50 dólares mensuales al Fondo de Compensación para las Víctimas de Delitos.
Efectuó un pago de 50 dólares en mayo de 1986 y después, al parecer, todo le fue perdonado.
Barney ya había llegado a su último testigo, el propio acusado. El hecho de llamar a Ron era muy arriesgado. Tenía un carácter explosivo —aquel mismo día había lanzado un virulento ataque contra Terri Holland— y ya intimidaba al jurado Peterson podría utilizar su historial delictivo para desacreditarlo como testigo. Nadie sabía qué dosis de medicamentos le administraban, si es que le administraban algo. Era colérico e imprevisible y, aún peor, su abogado no lo había preparado.
Barney pidió permiso para acercarse al estrado del juez y le dijo:
—Bueno, señoría, ahora empieza el espectáculo. ¿Podría disponer de un breve receso para tranquilizar lo más posible al chico? Parece que… bueno, por lo menos no ha armado alboroto y se lo ve sereno. Pero igualmente me gustaría que se me concediera un receso.
—¿Sólo tiene un posible testigo?
—Pues sí, señoría, sólo tengo uno, y creo que acierta con lo de «posible».
Cuando el juez accedió a suspender la sesión, Ron fue conducido al piso de abajo para regresar a la cárcel. Vio al padre de la víctima y le gritó:
—¡Charlie Carter, yo no maté a tu hija!
Los alguaciles se lo llevaron a rastras, apretando el paso al máximo.
A la una de la tarde prestó juramento. Después de las preguntas preliminares, negó haber mantenido la menor conversación con Terri Holland y negó haber conocido alguna vez a Debbie Carter.
—¿Cuándo se enteró por primera vez de la muerte de Debbie Carter? —le preguntó Barney.
—El ocho de diciembre, mi hermana Annette llamó a casa y mamá se puso al teléfono. Annette le dijo: «Bueno, al menos sé que Ronnie no lo hizo porque estaba en casa». Pregunté qué ocurría y mamá dijo que habían matado a una chica en nuestro barrio.
La falta de preparación de Ron se hizo más patente unos minutos después, cuando Barney le preguntó por su primer encuentro con Gary Rogers.
—Ocurrió poco después de que yo fuera a la comisaría para someterme al detector de mentiras —dijo Ron.
Poco faltó para que Barney se atragantara.
—Ronnie, no… no tiene usted que hablar de eso —le susurró tras acercarse.
Cualquier mención a un detector de mentiras delante del jurado estaba prohibida. De haberlo hecho la acusación, habría estado justificada la anulación del juicio. Nadie se había tomado la molestia de informar a Ron. Segundos después, éste volvió a desbarrar al comentar un incidente con Dennis Fritz.
—Estaba con Dennis y yo le comenté que el detective Smith me había llamado para decirme que los resultados del detector de mentiras no habían sido concluyentes.
Barney cambió rápidamente de tema y le preguntó por la condena por falsificación documentaria. Después hubo algunas preguntas acerca del lugar en que se encontraba la noche del asesinato. Barney terminó con un endeble «¿Mató usted a Debbie Carter?».
—No, señor. Yo no la maté.
—Eso es todo.
Nervioso y concentrado en lograr que su cliente no lo estropeara todo con sus declaraciones, Barney olvidó rebatir casi todas las aseveraciones de los testigos de cargo. Ron habría podido explicar su «confesión de un sueño» a Rogers y Featherstone la noche siguiente de su detención. Habría podido aclarar sus conversaciones en la cárcel con John Christian y Mike Tenney. Habría podido presentar un plano de la cárcel y explicar al jurado la imposibilidad de que Terri Holland hubiera oído nada sin que los demás lo oyeran también. Habría podido negar rotundamente las afirmaciones de Glen Gore, Gary Allen, Tony Vick, Donna Walker y Letha Caldwell.
Como todos los fiscales, Peterson estaba dispuesto a darle un buen vapuleo al acusado, pero no esperaba que éste no se mostrara en modo alguno amedrentado. Empezó atribuyendo una gran importancia a la amistad de Ron con Dennis Fritz, ahora un asesino convicto.
—¿Es cierto, señor Williamson, que usted y el señor Dennis Fritz son prácticamente el único amigo que tiene el otro? ¿Es así?
—Podría decirse así —contestó fríamente Ron—. Usted lo incriminó con pruebas falsas y ahora está intentando lo mismo conmigo.
Peterson se quedó de una pieza y cambió de asunto rápidamente. Le preguntó si era verdad que no había conocido a Debbie Carter. Repitió la pregunta y Ron estalló:
—Peterson, se lo voy a dejar bien claro una vez más…
El juez Jones ordenó al testigo que se limitara a responder sin añadir comentarios. Así pues, una vez más, Ron negó haber conocido alguna vez a Debbie Carter.
Peterson se movía como en un cuadrilátero, tratando de soltar golpes cortos que acababan en el aire. Volvió a meterse en un lío cuando regresó a su ficción.
—¿Sabe usted dónde estaba pasadas las diez de la noche de aquel 7 de diciembre?
—En casa.
—¿Haciendo qué?
—Pasadas las diez de la noche de hace cinco años, puede que viendo la televisión o durmiendo.
—¿No es cierto que usted salió por la puerta y cruzó aquel…?
—¡Qué pesado! Que no.
—¿… aquel callejón?
—Que no.
—Usted y Dennis Fritz.
—¡Pero bueno! He dicho que no. No y no.
—Y luego subieron al apartamento de la víctima.
—Que no.
—¿Sabe usted dónde estaba Dennis Fritz aquella noche?
—Sé que no estaba en casa de Debbie Carter. Eso seguro.
—¿Y cómo sabe usted que no estaba allí?
—Me apostaría la vida —contestó Ron—. Digámoslo así.
—Díganos cómo lo sabe —exigió el fiscal.
—Pues no lo sé… No me haga más preguntas. Bajaré de aquí y usted se lo podrá decir al jurado, pero sé muy bien que incriminó a Dennis con pruebas falsas y ahora quiere repetir conmigo.
—Ronnie —terció Barney.
—Mi madre sabía que yo estaba en casa. Usted hace cinco años que me hostiga. Vale, puede hacer lo que quiera conmigo. Me da igual.
Peterson se sentó.
En su alegato final, Barney se esforzó en desacreditar la labor policial: la lenta y prolongada investigación, la pérdida de las muestras capilares de Gore, su aparente indiferencia respecto a Gore, la chapuza de Dennis Smith al recoger huellas digitales en la escena del crimen, las numerosas peticiones de muestras a Ron, la dudosa validez de una confesión basada en un sueño, su olvido de facilitar a la defensa la declaración inicial de Ron, los extraños cambios de opinión de los peritos del OSBI. La lista de errores era larga, y en más de un ocasión Barney tildó a la policía de «loca academia de policía», en referencia a los ineptos oficiales de la serie cinematográfica homónima.
Tal como hacen todos los abogados, finalizó destacando la existencia de multitud de dudas razonables y pidió a los miembros del jurado que, aplicando el sentido común, emitieran un veredicto de inocencia.
Peterson sostuvo que no cabía la menor duda de la culpabilidad del acusado. Los policías, todos excelentes profesionales, habían realizado un trabajo ejemplar, y el ministerio público había facilitado al jurado pruebas sólidas e inequívocas. A propósito del testimonio de Mel Hett, echó mano de una terminología un tanto imprecisa.
—Durante largo tiempo —dijo—, el señor Hett examina cabellos y elimina, examina y elimina, junto con los otros casos que tiene encomendados. Hasta que en 1985 se produce una coincidencia.
Pero Barney estaba preparado y protestó de inmediato:
—Con la venia del tribunal, jamás ha habido una coincidencia capilar desde que el mundo es mundo. Protestamos por el uso del término.
—Ha lugar —admitió el juez.
Peterson siguió adelante y resumió la declaración de cada testigo de cargo. Cuando llegó a Terri Holland, Ron se puso tenso.
—Terri Holland ha declarado lo que recuerda al cabo de dos años, y afirma que oyó al acusado decirle a su madre que si no le llevaba algo que…
Ron se puso en pie de un salto y chilló:
—¡Alto ahí!
—… la mataría como había matado a Debbie Carter se apresuró a concluir el fiscal.
—¡Cierra tu bocaza, tío, yo jamás dije eso!
—Siéntese —le ordenó Barney—. Tranquilícese.
—Señor Williamson —terció el juez.
—¡Yo no le dije eso a mi madre!
—Ronnie, siéntate —insistió Barney.
—Hágale caso a su abogado —lo instó el juez.
Ron se sentó echando chispas.
Peterson siguió adelante a trancas y barrancas, resumiendo las declaraciones de sus testigos bajo una luz tan favorecedora que Barney se veía obligado a protestar a cada momento y recordarle la obligación de atenerse a los hechos.
El jurado se retiró a las diez y cuarto de la mañana del miércoles. Annette y Renee se quedaron un rato en la sala y después se fueron a almorzar. Les costó mucho comer. Tras haber escuchado todas y cada una de las declaraciones, estaban todavía más convencidas de que su hermano era inocente, pero el tribunal apoyaba al fiscal. Casi todas las resoluciones le habían sido favorables. Había presentado los mismos testigos sin apenas ninguna prueba y había conseguido un veredicto de culpabilidad contra Fritz.
Despreciaban a Kill Peterson con toda el alma. Era exhibicionista y arrogante y avasallaba a la gente. Lo aborrecían por lo que le estaba haciendo a su hermano.
Pasaron las horas. A las cuatro y media, cuando se comunicó la noticia de que el jurado había alcanzado un veredicto, la sala se llenó rápidamente. El juez Jones ocupó su lugar y advirtió a los presentes que evitaran las manifestaciones de emoción. Annette y Renee se tomaron de la mano y rezaron. Su dura prueba estaba a punto de terminar.
A las 16.40 el presidente del jurado entregó el veredicto al secretario del juzgado, el cual le echó un vistazo y se lo dio al juez Jones. Este anunció el veredicto: culpable de todas las actuaciones. Los Carter elevaron los puños en señal de victoria. Annette y Renee lloraron en silencio, lo mismo que Peggy Stillwell. Ron inclinó la cabeza, conmocionado pero no excesivamente sorprendido. Después de un año en la cárcel del condado de Pontotoc, se había convertido en parte de un sistema podrido. Sabía que Dennis Fritz era inocente y, sin embargo, había sido condenado por los mismos policías y el mismo fiscal en la misma sala.
El juez deseaba dar por terminado el juicio. Sin decretar ningún receso, ordenó iniciar el procedimiento para la fijación de la pena. Nancy Shew se dirigió al jurado y argumentó que, puesto que el asesinato había sido particularmente horrendo, atroz y cruel, que se había cometido con el propósito de escapar a la justicia, que había una elevada probabilidad de que Ron siguiera constituyendo una amenaza para la sociedad, éste debía ser condenado a muerte.
Para demostrarlo, llamó a cuatro testigos, cuatro mujeres a las que Ron había conocido, pero ninguna de las cuales se había tomado la molestia de presentar denuncia contra él. La primera fue Beverly Setliff, la cual declaró que el 14 de junio de 1981, siete años atrás, había visto a Ron Williamson merodear por su casa a última hora de la noche, cuando ella iba a acostarse.
«Oye —le gritó él—, sé que estás ahí dentro y voy por ti».
Jamás en su vida le había visto. Cerró las puertas con llave y él desapareció.
No llamó a la policía, ni siquiera se le ocurrió hacerlo, y tampoco pensaba presentar una denuncia, pero al día siguiente coincidió con un agente en una tienda abierta las veinticuatro horas y le comentó lo ocurrido. Si se redactó algún informe oficial, ella jamás lo vio.
Tres semanas más tarde, volvió a ver a Ron y una amiga le dijo su nombre. Transcurrieron seis años. Cuando Ron fue detenido, ella llamó a la policía y contó la historia del hombre que había rondado por su casa.
La siguiente testigo fue Lavita Brewer, que ya había declarado contra Dennis Fritz. Volvió a contar su historia: cómo había conocido a Ron y a Dennis en un bar de Norman, había subido a un coche con ellos, se había asustado, había saltado del vehículo y llamado a la policía. Según su versión, Ron no la tocó ni amenazó de ninguna manera. Simplemente se puso histérica en el asiento de atrás porque Dennis no quiso detenerse para que bajara, y lo peor que hizo Ron durante aquel episodio fue gritarle que se callara.
Al final, no presentó ninguna denuncia.
Letha Caldwell volvió a prestar testimonio. Conocía a Ron desde sus días en el instituto de Byng y siempre había sido su amiga. A principios de los años ochenta, él y Dennis empezaron a rondar su casa por las noches, siempre bebiendo. Un día ella estaba arreglando los parterres del jardín y apareció Ron. Charlaron un rato sin que ella dejara de ocuparse de las flores, cosa que a él no le agradó. En determinado momento, la agarró por la muñeca. Ella se soltó, entró en la casa y reparó en que sus hijos estaban dentro. Ron la siguió pero no volvió a tocarla y enseguida se fue. Ella no informó del incidente a la policía.
La última testigo fue la más perjudicial. Una divorciada llamada Andrea Hardcastle contó una dolorosa experiencia vivida durante más de cuatro horas. En 1981 Ron y un amigo fueron a su casa para convencerla de que saliera con ellos. Querían ir al Coachlight. Andrea estaba al cuidado de tres hijos suyos y otros dos niños, por lo que no podía salir. Los hombres se fueron pero Ron no tardó en regresar por el tabaco que había olvidado. Entró en la casa sin más y empezó a hacerle insinuaciones. Eran más de las diez de la noche, los niños estaban durmiendo y ella se asustó. No le interesaba el sexo. Entonces él estalló y le golpeó repetidamente la cabeza y el rostro, exigiéndole practicar sexo oral. Ella se negó una y otra vez, hasta que de pronto advirtió que cuanto más hablaba, tanto menos la aporreaba él.
Así pues, siguieron hablando. Él le contó de su carrera deportiva, de su fracaso matrimonial y de su afición a la guitarra. También habló de temas religiosos y de su madre. Ron había estudiado en el instituto con el exmarido de ella, portero ocasional del Coachlight. Ron se mostraba tranquilo e incluso sollozaba, aunque de vez en cuando se volvía irascible y gritaba. Andrea estaba preocupada por los cinco niños que tenía a su cargo. Mientras él hablaba, ella pensaba en cómo librarse de aquella pesadilla. De repente, él estalló en un violento acceso de furia, volvió a pegarle e intentó desgarrarle la ropa para poseerla. Estaba demasiado bebido para mantener una erección.
En determinado momento, al parecer Ron le dijo que iba a tener que matarla. Andrea rezó con fervor y decidió seguirle la corriente. Lo invitó para la tarde siguiente, cuando no estarían los niños, y ellos podrían disfrutar de todo el sexo que quisieran. La proposición satisfizo a Ron, que finalmente se marchó.
Ella llamó a su exmarido y a su padre, que juntos patrullaron por las calles en busca de Ron. Iban fuertemente armados y dispuestos a tomarse la justicia por su mano. Andrea tenía el rostro hecho un desastre: cortes, magulladuras, ojos hinchados, pues Ron llevaba un anillo con una cabeza de caballo grabada en relieve. Al día siguiente llamaron a la policía, pero ella se negó a presentar una denuncia. Ron vivía muy cerca de allí y ella tenía miedo.
Barney no estaba preparado para aquella declaración y se abrió paso como pudo a través de un embrollado turno repreguntas.
La sala guardó silencio cuando la testigo bajó del estrado. Los miembros del jurado miraron con severo ceño al acusado, Había llegado la hora de la horca.
Inexplicablemente, Barney no llamó a ningún testigo para intentar mitigar los daños y salvarle la vida a Ron. Annette y Renee se encontraban en la sala, dispuestas a declarar. A lo largo de todo el juicio no se había mencionado la incapacidad mental de Ron. No se había presentado ni un solo informe al respecto.
Las últimas palabras que oyeron los miembros del jurado fueron las de la testigo Andrea Hardcastle.
Bill Peterson pidió la pena de muerte en su alegato final. Además, disponía de nuevas pruebas, un par de cosas que no se habían demostrado durante el juicio. Antes de Andrea Hardcastle nadie había mencionado el anillo de la cabeza de caballo. Peterson reflexionó y dedujo que Ron había utilizado aquel mismo anillo para pegar a Debbie Carter; por tanto, sus heridas faciales debían de ser muy similares a las que Andrea había sufrido allá en enero de 1981. Se trataba simplemente de una idea, sin ninguna prueba al respecto, pero ni falta que hacía.
Peterson dijo teatralmente al jurado:
—Dejó su firma en Andrea Hardcastle y la rubricó en Debbie Carter. —Y concluyó—: Cuando ustedes, señoras y señores del jurado, regresen aquí, les voy a pedir que digan: Ron Williamson, usted merece morir por lo que le hizo a Debra Sue Carter.
Con una perfecta elección del momento, Ron estalló:
—¡Yo no maté a Debbie Carter!
El jurado se retiró. Las deliberaciones acerca de la pena fueron muy rápidas. En menos de dos horas regresaron con una recomendación de pena capital.
En un sorprendente ejemplo de puesta en duda a posteriori, el juez Jones decidió celebrar al día siguiente una vista para estudiar la transgresión Brady cometida por la acusación. Aunque Barney estaba agotado y harto de aquella causa, seguía indignado con Peterson y la policía por haberle ocultado deliberadamente el vídeo del interrogatorio de Ron con el detector de mentiras en 1983.
Pero ¿por qué molestarse a aquellas alturas? El juicio ya había terminado. El vídeo ya no podría servir de nada.
Como cabía esperar, el juez decretó que el hecho no había constituido en esencia una transgresión Brady. La cinta no había sido escondida deliberadamente, sólo ocurría que se había presentado después del juicio en una especie de entrega con retraso.
Ron Williamson ya estaba camino de la Cellhouse F, por entonces célebre corredor de la muerte de la prisión estatal de Oklahoma en McAlester.