8

El papeleo volaba arriba y abajo. La oficina del fiscal de distrito modificó las acusaciones y quitó las de violación. No obstante, la defensa atacó el nuevo auto de acusación. Se necesitaba otra vista.

El juez de distrito asignado fue Ronald Jones, del condado de Pontotoc, que junto con los de Seminole y Hughes constituía el Vigésimo segundo Distrito Judicial. El juez Jones, elegido en 1982, era favorable a las acusaciones y muy duro con los acusados. Era un firme defensor de la pena de muerte, un devoto cristiano y diácono de la Iglesia Baptista. Entre sus apodos figuraban Ron el Bautista y Jones Reglamento. Sin embargo, tenía debilidad por las conversiones en la cárcel. Algunos abogados aconsejaban discretamente a sus clientes que un repentino interés por la palabra del Señor podría resultarles beneficioso en sus comparecencias ante el severo juez Jones.

El 20 de agosto, Ron, impenitente, fue conducido ante su presencia, la primera vez que ambos se veían en la sala. Jones le preguntó cómo estaba y Ron le soltó un aluvión de quejas.

—Tengo una cosa que decir, señor —dijo, levantando la voz—. Y es que… bueno… que siento mucho lo ocurrido a la familia Carter. Lo siento tanto como si yo fuera de la familia.

El juez pidió silencio.

Ron añadió:

—Señor, ya sé que usted no quiere que… pero yo… yo no lo hice.

Los alguaciles le dieron un pellizco y él se calló. La acusación quedó aplazada hasta que el juez examinara la transcripción de la anterior vista.

Dos semanas después Ron regresó con más peticiones redactadas por sus abogados. Los guardias habían aprendido a dosificar debidamente el Thorazine. Cuando Ron se encontraba en su celda y ellos deseaban tranquilidad, lo atiborraban de medicamento y listo. Pero cuando tenía que comparecer ante el tribunal, reducían la dosis para que se mostrara locuaz y beligerante. Norma Walter, de los Servicios de Salud Mental, sospechaba que los guardias estaban manipulando a Ron e hizo una anotación en el expediente.

La segunda comparecencia ante el juez Jones no salió bien. Ron habló sin pelos en la lengua. Se ratificó en su inocencia, señaló que la gente mentía acerca de él y, en determinado momento, soltó:

—¡Mi santa madre sabía que yo estaba en casa aquella noche!

Al final, lo devolvieron a la cárcel y la vista siguió sin él.

Los abogados habían solicitado insistentemente juicios separados, en especial Greg Saunders, que quería su propio jurado sin la carga añadida de un coacusado tan peliagudo como Ron Williamson.

El juez accedió a la petición y dispuso la celebración de procesos independientes. También planteó la cuestión de la capacidad mental de Ron y le dijo a Barney que la cuestión tendría que resolverse antes del comienzo del juicio. Por fin, se formuló la acusación contra Ron, éste presentó una declaración formal de inocencia y regresó a la cárcel.

El caso Fritz seguía ahora un camino distinto. Jones había decretado la celebración de una nueva vista preliminar habida cuenta de las escasas pruebas presentadas por la acusación contra Dennis.

Las autoridades no disponían de suficientes testigos.

Por lo general, una acusación sin pruebas contundentes es motivo de preocupación para la policía, pero no en Ada. Allí nadie tenía miedo. La cárcel del condado de Pontotoc estaba llena de chivatos en potencia. El primero que encontraron para Dennis Fritz fue una delincuente de tres al cuarto, Cindy McIntosh.

Dennis había sido colocado en una celda más próxima a la de Ron para que ambos pudieran hablar. La disputa entre ellos había terminado; Dennis lo había convencido de que él no había confesado.

Cindy McIntosh afirmó haberse acercado lo bastante como para oírlos hablar e informó a la policía de que tenía una buena noticia. Al parecer, Fritz y Williamson se habían puesto a comentar unas fotografías presentadas en la primera vista preliminar. Ron no estaba presente, por supuesto, y sentía curiosidad por lo que Dennis había visto. Las fotografías correspondían a la escena del crimen y Ron le preguntó a Dennis:

—¿La chica estaba en la cama o en el suelo?

—En el suelo.

Eso, según la policía, constituía una prueba evidente de que ambos estaban en el apartamento y habían cometido la violación y el asesinato.

Bill Peterson no puso reparos y el 22 de septiembre presentó una petición para añadir a Cindy McIntosh como testigo de la acusación.

El siguiente soplón fue James Riggins, aunque su carrera como tal fue muy breve. Estaba en prisión pendiente de juicio. Una noche, de regreso a su celda, al pasar por delante de la celda de Ron lo oyó confesando haber matado a Debbie Carter. Y bromeó con que ya había salido bien librado de dos acusaciones de violación en Tulsa, y que ahora también saldría bien librado. Riggins no supo decir a quién le estaba haciendo Ron semejante confesión, pero estos detalles carecen de importancia en el mundo de los soplones.

Aproximadamente un mes después, Riggins cambió de parecer. Dijo a la policía que se había equivocado con respecto a Ron Williamson y que, en realidad, el hombre al que habla oído hacer aquella confesión era Glen Gore.

Las confesiones eran contagiosas en Ada. El 23 de septiembre, un joven drogadicto llamado Ricky Joe Simmons acudió a la comisaría y dijo ser el asesino de Debbie Carter. Dennis Smith y Gary Rogers encendieron una videocámara y Simmons empezó su relato. Reconoció que llevaba años consumiendo droga y que su preferida era un mejunje doméstico llamado crank que incluía entre sus muchos ingredientes ácido de batería. Por fin, había dejado la droga y encontrado a Dios. Una noche de diciembre de 1982 —aunque no estaba seguro del año— estaba leyendo la Biblia cuando, por alguna razón, salió a pasear a pie por Ada y se tropezó con una chica, probablemente Debbie Carter. Proporcionó varias versiones contradictorias de cómo habían ligado. Quizá la había violado y quizá no. Creía que la había estrangulado con sus propias manos. Después se había puesto a rezar y a vomitar por todo el aparta mentó. Unas extrañas voces le decían lo que tenía que hacer. Los detalles eran confusos.

—Parecía un sueño —dijo el chico en cierto momento.

En aquel momento no pareció que a Smith y Rogers les entusiasmara demasiado otra confesión onírica.

Preguntado por qué había tardado casi cinco años en confesar, explicó que los recientes rumores que circulaban por la ciudad le habían hecho recordar aquella fatídica noche de 1982, o puede que de 1981. Sin embargo, no conseguía recordar cómo había entrado en el apartamento de Debbie, ni cuántas habitaciones había ni en cuál de ellas la había matado. De pronto, recordó la botella de ketchup y las palabras que había garabateado en la pared. Más tarde comentó que un compañero de trabajo había estado hablando de los detalles.

Simmons aseguró no estar drogado ni bebido durante la confesión, pero a los detectives les pareció evidente que el crank se había cobrado su tributo. Desecharon la historia de inmediato. A pesar de contener tantas inexactitudes como la de Tommy Ward, no les interesó. Al final, Smith se hartó y le dijo:

—Vale, chico, los tres sabemos que tú no mataste a Debbie Carter. —Y le ofreció ayuda para encontrar un buen terapeuta.

Simmons, perplejo, insistió en que sí la había matado.

Los detectives le dieron las gracias por su colaboración y lo despidieron sin más.

Las buenas noticias no abundaban en la cárcel del condado de Pontotoc, pero a principios de noviembre Ron recibió una. Un tribunal administrativo le había concedido la prestación por invalidez de conformidad con la ley de la Seguridad Social.

Un año atrás Annette la había solicitado en nombre de Ron, alegando que su hermano llevaba desde 1979 sin poder trabajar. El juez Howard O’Bryan había examinado el amplio historial médico y había fijado una audiencia para el 26 de octubre de 1987. Ron fue sacado de la cárcel.

En su decisión, el juez O’Bryan señalaba: «El solicitante posee una adecuada documentación médica que muestra un historial de alcoholismo y depresión estabilizada con litio. Se le ha diagnosticado un trastorno bipolar atípico combinado con un trastorno de la personalidad atípico, probablemente entre paranoico y antisocial. Sin medicación, su conducta es ofensiva y violenta, con delirios religiosos y trastorno de la personalidad». Y también: «Sufre episodios de desorientación temporal y disminución de la atención, así como alteración del pensamiento abstracto y del nivel de conciencia».

Al juez O’Bryan le costó muy poco llegar a la conclusión de que Ron «padece un grave trastorno de la personalidad, probablemente derivado del abuso de sustancias adictivas». Además, su estado estaba tan deteriorado que le impedía conseguir un empleo estable.

Finalmente, decretó su invalidez con carácter retroactivo a partir del 31 de marzo de 1985, y seguía sin cambios.

La principal tarea de un juez administrativo consiste en establecer si los solicitantes están física o mentalmente incapacitados y, por tanto, tienen derecho a prestaciones mensuales de la Seguridad Social. Eran situaciones serias, pero no de vida o muerte. Por su parte, los jueces Miller y Jones tenían el deber de garantizar a todos los acusados, especialmente a los que se enfrentaban a una posible condena a muerte, un juicio imparcial. Era una triste ironía que el juez O’Bryan pudiera ver los evidentes problemas de Ron y, en cambio, no así los jueces Miller y Jones.

Barney Ward estaba tan preocupado que solicitó una evaluación psicológica de Ron. Dispuso lo necesario para que se le efectuaran unas pruebas en el Departamento de Salud Mental del condado. La directora clínica, doctora Claudette Ray, lo sometió a una serie de pruebas y redactó un informe que terminaba de la siguiente manera: «Ron está conscientemente ansioso a causa de un intenso estrés. Se ve incapaz de modificar su situación o mejorar su conducta. Cabe perfectamente que presente comportamientos lesivos para sí mismo, como no asistir a las vistas preliminares, a causa del pánico y de un pensamiento confuso. Cualquier persona con las facultades mentales no alteradas desearía recibir información y escuchar opiniones que influirán en su vida o su muerte».

Barney guardó el informe en su carpeta y allí se quedó. La petición de una evaluación psicológica era una cuestión de rutina para el abogado. Su cliente se encontraba en la cárcel a unos cuarenta metros de los juzgados, un lugar que Barney visitaba casi a diario.

Sin embargo, el caso estaba pidiendo a gritos que alguien planteara la cuestión de la capacidad mental del acusado.

La acusación de Dennis Fritz recibió un fuerte impulso merced a la declaración de un tal James C. Harjo, un indio semianalfabeto. A sus veintidós años, Harjo ya estaba en la cárcel por robo. Lo habían atrapado allanando por segunda vez la misma casa. En septiembre y octubre, mientras esperaba el traslado a una prisión estatal, su compañero de celda había sido Dennis Fritz.

Ambos hicieron cierta amistad. Dennis compadecía a Harjo y había escrito varias cartas por él, la mayoría a su mujer. No obstante, sabía perfectamente lo que tramaba la policía. Cada dos por tres sacaban a Harjo de la celda sin motivo aparente —sus comparecencias ante el tribunal ya habían terminado— y, en cuanto regresaba, empezaba a hacerle preguntas acerca del caso Carter. En una cárcel llena de chivatos redomados, Harjo era sin duda el más inepto.

El plan era tan obvio que Dennis preparó una declaración de un párrafo que le hacía firmar a Harjo cada vez que los policías lo sacaban de la celda. Entre otras cosas, la declaración rezaba: «Dennis Fritz siempre ha asegurado que es inocente». Y Dennis nunca le comentaba nada referido al caso.

Pero eso no sirvió para desacreditar a Harjo. El 19 de noviembre, Peterson lo incluyó en la lista de testigos de cargo. Ese mismo día se reanudó la vista preliminar de Dennis, presidida por el juez John David Miller.

Cuando Peterson anunció que su siguiente testigo era Harjo, Dennis dio un respingo. Pero ¿qué se habría inventado ahora aquel imbécil?

Harjo, bajo juramento y mintiendo de mala manera, explicó a Bill Peterson, que lo escuchaba con semblante muy serio, que había sido compañero de celda de Fritz y que, aunque al principio la relación había sido amistosa, la noche de Halloween la conversación había adquirido un mal cariz. Harjo le estaba preguntando a Dennis sobre los detalles del asesinato y éste tenía dificultades para recordar, pero Harjo consiguió abrir unas brechas en su relato. Estaba convencido de que Dennis era culpable y por eso decidió preguntárselo directamente. Dennis se puso muy nervioso. Salió a pasearse por el pequeño patio abierto donde se reunían los presos, debatiéndose visiblemente con su culpa. Al regresar a la celda, miró a Harjo con lágrimas en los ojos y le dijo: «Nosotros no queríamos hacerle daño».

En la sala, Dennis no pudo permanecer impertérrito escuchando aquellas mentiras y le gritó:

—¡Mientes! ¡Todo lo que dices es mentira!

El juez restableció el orden. Harjo y Peterson siguieron adelante. Según Harjo, Dennis había expresado preocupación por su hijita. ¿Qué pensaría si su papá fuera un asesino?, había comentado. Después llegó una declaración auténticamente increíble. Dennis le había confiado a Harjo que él y Ron habían bebido unas cervezas en el apartamento al terminar con la violación y el asesinato, y que luego habían recogido las latas vacías y limpiado el apartamento para borrar las huellas digitales.

En su turno, Greg Saunders preguntó al testigo si Dennis le había explicado cómo habían limpiado él y Ron sólo algunas huellas digitales, dejando docenas de otras. Harjo no tenía ni idea. Declaró que había media docena de reclusos cerca de ellos cuando Dennis le había hecho esa confesión la noche de Halloween, pero nadie había oído nada. Greg presentó copias de las declaraciones preparadas por Dennis y firmadas por Harjo.

Si Harjo ya estaba desacreditado cuando prestó juramento, después de las repreguntas de Greg parecía un personaje patéticamente ridículo. No importó. El juez Miller no tuvo más remedio que procesar a Dennis. Según la legislación de Oklahoma, en una vista preliminar un juez no puede determinar la credibilidad de un testigo.

Se fijaron las fechas del juicio, pero después éste se aplazó. El invierno de 1987-1988 transcurrió lentamente mientras Ron y Dennis soportaban la vida en la cárcel, esperanzados en que no tardaría en llegar el día de su liberación. Tras varios meses entre rejas, seguían creyendo que se haría justicia y se demostraría la verdad.

En las escaramuzas previas al juicio, la única victoria significativa para la defensa había sido la decisión del juez Jones de celebrar dos juicios por separado. Aunque Bill Peterson se había opuesto a ello, el hecho de que se juzgara a uno y después al otro ofrecía una gran ventaja. Que se juzgara primero a Fritz y que la prensa informara de los detalles a una ciudad expectante.

Desde el día del asesinato, la policía había insistido en que los culpables habían sido dos, y desde el principio había sospechado de Fritz y Williamson. En cada etapa —sospecha, investigación, acusación, detención, acusación, vista preliminar— se había establecido un nexo entre ambos. Las fotograbas de sus fichas policiales se habían publicado juntas en el periódico local. Los titulares rezaban repetidamente «Williamson y Fritz…».

Si Bill Peterson conseguía una condena para Fritz en el primer juicio, los miembros del jurado del caso Williamson empezarían a buscar una soga nada más tomar asiento.

En Ada, la idea de imparcialidad le tocó primero a Fritz y después a Williamson: la misma sala, el mismo juez, los mismos testigos y el mismo periódico informando acerca de todo.

El 1 de abril de 1988, tres semanas antes del comienzo del juicio de Ron, Frank Baber, su abogado de oficio auxiliar nombrado por el tribunal, presentó una petición para retirarse del caso. Baber había conseguido un puesto de fiscal en otro distrito.

El juez Jones dio su visto bueno y Baber se largó. Barney se quedó solo: no habría unos ojos letrados que colaboraran en la revisión de los documentos, pruebas instrumentales, fotografías y diagramas que se presentarían contra su cliente.

El 6 de abril, cinco años y medio después del asesinato de Debbie Carter, Fritz fue conducido a una sala abarrotada de gente, situada en el segundo piso de los juzgados del condado de Pontotoc. Iba perfectamente afeitado, se había cortado el pelo y vestía su único traje, que era el que su madre le había comprado para la ocasión. Wanda Fritz se sentó en primera fila, lo más cerca posible de su hijo. A su lado se sentaba su hermana Wilma Foss. No pensaban perderse ni una sola palabra del juicio.

Cuando le quitaron las esposas, Dennis miró al público y se preguntó cuáles de los aproximadamente cien jurados potenciales llegarían a formar parte de los doce elegidos. ¿Quiénes de los votantes sentados allí serían los encargados de juzgarle?

Su larga espera había terminado. Tras soportar once meses de asfixiante cárcel, ahora ya se encontraba en el tribunal. Tenía un buen abogado; suponía que el juez le garantizaría un juicio imparcial; doce personas sopesarían las pruebas del fiscal y las desecharían por inverosímiles.

El comienzo del juicio era un alivio, pero también un motivo de angustia. A fin de cuentas, estaban en el condado de Pontotoc y Dennis sabía muy bien que allí se podía incriminar a personas inocentes. Había compartido brevemente una celda con Karl Fontenot, una pobre y perpleja criatura que ahora se encontraba en el corredor de la muerte por un asesinato que no había cometido.

El juez Jones hizo su entrada y saludó al grupo de personas del cual saldría el jurado. Los asuntos preliminares eran lo primero, por lo que se inició la selección del jurado. Fue un proceso lento y aburrido. Las horas pasaban muy despacio mientras se iba desechando a los ancianos, los sordos y los enfermos. Después empezaron las preguntas, algunas por parte de los abogados, aunque la mayoría del juez. Abogado y fiscal discutieron sobre algunos candidatos a jurados.

En cierto momento, el juez preguntó a un candidato llamado Cecil Smith:

—¿Cuál ha sido su último trabajo?

—En la Comisión Municipal de Oklahoma.

Ni el juez ni los abogados insistieron al respecto.

Lo que Cecil Smith no incluyó en su escueta respuesta fue el hecho de haber pertenecido durante mucho tiempo a las fuerzas del orden.

Momentos después el juez le preguntó si conocía al detective Smith o si estaba emparentado con él.

—No somos parientes —respondió.

—¿Y hasta qué extremo lo conoce? —preguntó Jones.

Bueno, he oído hablar de él y he hablado algunas veces con él, y puede que hayamos mantenido algún que otro pequeño contacto.

Horas más tarde, los miembros elegidos prestaron juramento. A Fritz le preocupaba especialmente la presencia de Cecil Smith. Cuando tomó asiento en la tribuna del jurado, Smith le dirigió al acusado una dura mirada, la primera de otras muchas.

El juicio propiamente empezó al día siguiente. Nancy Shew, ayudante del fiscal de distrito, explicó al jurado en qué consistirían las pruebas. Greg Saunders la rebatió señalando que, en realidad, no había pruebas.

El primer testigo fue Glen Gore, al que trajeron de la cárcel. Sometido a interrogatorio directo por Peterson, hizo una declaración un tanto extraña, señalando que no había visto a Dennis Fritz con Debbie Carter la noche del asesinato.

Casi todos los fiscales prefieren empezar con un testigo fuerte que sitúe al asesino cerca de la víctima aproximadamente a la misma hora del asesinato. Peterson eligió lo contrario. Gore dijo que quizás había visto a Dennis en el Coachlight en algún momento del pasado, pero también cabía que no lo hubiese visto nunca por allí.

La estrategia del fiscal resultó evidente: condujo al testigo a hablar más de Ron Williamson que de Dennis Fritz. Estaba utilizando el sistema de culpabilidad-por-asociación.

Antes de que Greg Saunders tuviera ocasión de recordar a Gore su largo historial delictivo, Peterson decidió desacreditar a su propio testigo y le preguntó por su carrera delictiva. Este contaba con muchas condenas por delitos tales como secuestro, agresión con intimidación y disparo contra un agente de policía.

Así pues, el primer testigo de cargo no sólo no implico a Dennis sino que resultó ser un delincuente reincidente que estaba cumpliendo una condena de cuarenta años.

Después de ese dudoso comienzo, Peterson llamó a un testigo que prácticamente no sabía nada. Tommy Glover explicó al jurado que había visto a Debbie Carter hablando con Glen Gore, el anterior testigo, en el aparcamiento del Coachlight antes de irse a casa. Poco después, Glover se retiró sin haber mencionado el nombre de Dennis Fritz.

Gina Vietta contó su historia acerca de las extrañas llamadas telefónicas de Debbie en las primeras horas del 8 de diciembre. Declaró también haber visto varias veces a Dennis Fritz en el Coachlight, pero no la noche del asesinato.

A continuación, Charlie Carter contó la desgarradora historia del hallazgo de su hija muerta. Después fue llamado Dennis Smith. El detective tuvo que describir la escena del crimen y presentar como prueba numerosas fotografías. Habló de la investigación llevada a cabo, de la recogida de muestras de saliva y cabello y así sucesivamente. La primera pregunta de Nancy Shew acerca de los posibles sospechosos no fue, tal como era de esperar, acerca de Dennis Fritz.

—¿Interrogaron ustedes en el transcurso de su investigación a Ronald Keith Williamson? —preguntó.

—Sí, en efecto.

Y se lanzó a detallar cómo se había investigado a Ron Williamson y cómo y por qué se había convertido en sospechoso. Al final, Nancy Shew le recordó a quién estaban juzgando y preguntó acerca de una muestra de saliva de Dennis Fritz.

Smith describió cómo había recogido la muestra y la había enviado al laboratorio del OSBI en Oklahoma City. En este momento Shew dio por terminado su turno y cedió al testigo para las repreguntas. Cuando Shew volvió a sentarse, la acusación no había facilitado ninguna explicación sobre el porqué y el cómo Dennis Fritz se había convertido en sospechoso. No había tenido ninguna relación con la víctima y nadie lo había situado cerca de ella en el momento del asesinato, aunque el detective declaró que Fritz vivía «cerca» del apartamento de Debbie. No se mencionó ningún móvil.

Al final, Fritz acabó relacionado con el delito a través de la declaración de Gary Rogers, el siguiente testigo, el cual dijo:

—Durante nuestra investigación de Ron Williamson surgió el nombre de Dennis Fritz, el acusado, como cómplice de Williamson.

Rogers explicó al jurado cómo él y Dennis Smith habían llegado sagazmente a la conclusión de que el crimen había requerido la presencia de dos asesinos: parecía demasiado violento para que lo hubiera cometido un solo hombre, y los asesinos habían dejado una pista al escribir con ketchup la frase «No nos busquéis, o de lo contrario…». El plural presuponía existencia de más de un asesino, y los detectives lo habían entendido así.

A través de una diligente labor policial habían averiguado que Williamson y Fritz habían sido amigos y eso, según su teoría, establecía un nexo entre ambos.

Greg Saunders había dado instrucciones a Dennis en el sentido de que ignorara al jurado, pero le resultó imposible. Su destino, y quizá también su vida, estaba en manos de aquellas doce personas, por lo que no podía evitar mirarlas de vez en cuando. Cecil Smith estaba sentado en la primera fila y, cada vez que Dennis miraba al jurado, le devolvía una mirada de odio.

¿Qué le ocurría?, se preguntaba Dennis. Muy pronto lo averiguó. Durante un breve receso, cuando Greg Saunders regresaba a la sala, un veterano abogado de Ada le preguntó:

—¿Quién ha sido el gracioso cabrón que ha dejado que Cecil Smith formara parte del jurado?

—Bueno, supongo que he sido yo —contestó Greg—, ¿Quién es Cecil Smith?

—Fue jefe de policía aquí en Ada, nada menos.

Saunders se quedó de piedra. Fue al despacho del juez Jones y exigió la nulidad de las actuaciones basándose en que un miembro del jurado no había dicho toda la verdad durante la selección, un jurado que sería obviamente favorable a la policía y la acusación.

La petición fue desestimada.

El doctor Fred Jordan declaró acerca de la autopsia que había realizado y el jurado escuchó los espeluznantes detalles, Se presentaron fotografías del cuerpo y se hicieron circular por la tribuna del jurado, provocando horror e indignación. Varios miembros miraron asqueados a Fritz.

Con la espeluznante declaración del doctor Jordan todavía pendiendo en el aire, el fiscal decidió introducir unos cuantos testigos inesperados. Un tal Gary Allen prestó juramento y subió al estrado. Su condición de testigo era más que dudosa. Declaró que vivía cerca de Dennis Fritz y que una noche de principios de diciembre de 1982, sobre las tres y media de la madrugada, oyó a dos hombres armando alboroto. No estaba muy seguro de la fecha pero, por alguna razón, sabía con toda certeza que había sido antes del 10 de diciembre. Los dos hombres, a ninguno de los cuales había visto con claridad suficiente para identificarlo, se encontraban en el patio de la casa, riéndose, soltando maldiciones y mojándose el uno al otro con una manguera de regar. La temperatura era muy baja pero los hombres tenían el torso desnudo. Conocía a Dennis Fritz desde hacía algún tiempo y creyó reconocer su voz, pero no estaba seguro. Prestó atención al alboroto durante unos diez minutos y después regresó a la cama.

Cuando Allen fue rechazado como testigo, hubo en la sala alguna que otra mirada de perplejidad. ¿Qué se buscaba con un testimonio así? Las cosas iban a adquirir un sesgo todavía más surrealista con Tony Vick, el siguiente testigo.

Vick vivía en un pequeño apartamento debajo del de Gary Allen y conocía tanto a Dennis Fritz como a Ron Williamson. Declaró haber visto a Ron en el porche de la casa de Dennis, y sabía a ciencia cierta que ambos habían hecho un viaje juntos a Tejas en el verano de 1982.

¿Qué más podía pedir el jurado para un veredicto de culpabilidad?

Las «comprometedoras» pruebas se siguieron acumulando con Donna Walker, una dependienta de una tienda abierta veinticuatro horas que identificó a Dennis ante el tribunal y dijo haberle tratado con frecuencia en otros tiempos. Allá por 1982 Dennis era un asiduo cliente de su tienda; solía tomar un café y quedarse a charlar con ella hasta altas horas. Ron también era cliente y ella sabía con toda seguridad que él y Dennis eran amigos. Un día dejaron de acudir a la tienda por las buenas. Reaparecieron varias semanas después como si nada hubiera ocurrido. ¡Pero habían cambiado! ¿Cómo?

—Su carácter, su manera de vestir. Antes siempre vestían muy bien e iban impecablemente afeitados, pero a partir de entonces llevaban la ropa sucia, iban sin afeitar y con el pelo alborotado; les cambió el carácter. Se los veía nerviosos y paranoicos, creo.

Preguntada por Greg Saunders, Walker no supo explicar por qué había esperado cuatro años para dar a conocer aquella prueba tan importante a la policía. Reconoció que la policía se había puesto en contacto con ella el anterior mes de agosto, tras la detención de Dennis y Ron.

El desfile prosiguió con Letha Caldwell, una divorciada, condiscípula de Ron en el instituto de Byng. Declaró que Dennis Fritz y Williamson la visitaban a menudo en su casa bien entrada la noche, y que siempre bebían mucho. En una ocasión se había asustado y les había pedido que se fueran. Como ellos se negaban, ella tuvo que ir por una pistola y enseñársela. Entonces ellos comprendieron que hablaba en serio.

Su declaración no guardaba relación con el crimen que se juzgaba y en un proceso habría sido recusada por ella. La protesta se produjo finalmente cuando declaró el agente del OSBI Rusty Featherstone. Peterson, en un torpe intento de demostrar que Ron y Dennis habían pasado cuatro meses de juerga en Norman antes del asesinato, decidió llamarlo como testigo Featherstone había sometido a Dennis a dos pruebas con el detector de mentiras en 1983, pero por muchas y buenas razones, los resultados no habían sido admitidos como pruebas. Durante los interrogatorios, Dennis había hablado de una noche de bares y borracheras en Norman. Cuando Peterson trató que Featherstone contara dicha historia, Greg Saunders protestó enérgicamente. El juez aceptó la protesta por tratarse de un hecho irrelevante.

Durante las discusiones, Peterson se acercó al estrado del juez y alegó:

—Featherstone descubrió la relación entre Ron Williamson y Dennis Fritz en agosto de 1982.

—Explíqueme la pertinencia de esta declaración —replicó Jones.

Peterson no pudo hacerlo y Featherstone fue instado a abandonar el estrado. Fue uno más de los muchos «testigos» que no sabían nada acerca del asesinato de Debbie Carter.

El siguiente fue tan irrelevante como el anterior, aunque su declaración resultó en cierto modo interesante. William Martin era el director del Instituto de Bachillerato Inferior de Noble cuando Dennis enseñaba allí en 1982. Declaró que la mañana del miércoles 8 de diciembre Dennis había llamado para decir que se encontraba indispuesto y otro profesor lo sustituyó en sus clases. Según los archivos de asistencia que Martin presentó al tribunal, Dennis había faltado siete días durante los nueve meses del año lectivo.

Después de nueve testigos, la acusación aún no había conseguido ponerle la soga al cuello a Dennis Fritz. Sólo había logrado demostrar que consumía alcohol, alternaba con gente de mal vivir (Ron Williamson), compartía un apartamento con su madre y su hija en el mismo barrio del apartamento de Debbie Carter y había faltado a su trabajo el día siguiente del asesinato.

El estilo de Peterson era metódico. Construía lentamente sus acusaciones ladrillo a ladrillo, testigo a testigo, sin dejarse arrastrar por los vuelos de la fantasía o el ingenio. Amontonando gradualmente las pruebas y borrando cualquier duda que pudieran albergar los miembros del jurado. Pero Fritz le suponía todo un reto porque carecía de pruebas contundentes.

Se necesitaban unos cuantos chivatos.

El primero en declarar fue James Harjo, traído, como Gore, directamente de la cárcel. Torpe y corto de luces, Harjo no sólo había robado dos veces en la misma casa sino que, además, lo había hecho de manera idéntica: entrando por la misma ventana del mismo dormitorio. Al ser atrapado, fue interrogado por la policía. Utilizando un bolígrafo y una hoja, artículos desconocidos para Harjo, los agentes habían guiado al muchacho a lo largo de su confesión por medio de diagramas y, de esta manera, habían resuelto su delito. Eso debió de impresionar tremendamente a Harjo. Estando en la cárcel con Dennis y a instancias de la policía, había decidido contar la historia del caso Carter llenando de garabatos una hoja.

Explicó su sagaz estrategia al jurado. En el abarrotado patio de la cárcel, había interrogado a Dennis acerca del asesinato. Y cuando le pareció que por fin lo entendía todo, le comentó: «Bueno, pues parece que eres culpable, ¿no?» Dennis, abrumado por la hábil lógica de aquel indio semianalfabeto, sucumbió bajo el peso de la culpa y balbuceó entre lágrimas: «No queríamos hacerle daño».

Cuando Harjo había contado esta historia en la vista preliminar, Dennis le había gritado: «¡Mientes! ¡Todo lo que dices es mentira!» Pero ahora, bajo la atenta mirada de los miembros del jurado, se tuvo que aguantar impertérrito. Aunque le fue muy difícil, hasta consiguió animarse al ver que varios jurados contenían una sonrisa ante la disparatada historia de Harjo.

En su turno, Grog Saunders estableció que Dennis y Harjo estaban alojados en uno de los dos patios, pequeños espacios abiertos sobre los que se abrían cuatro celdas, cada una provista de dos literas. Estos espacios tenían capacidad para ocho hombres, pero siempre había más. Incluso allí, los reclusos se echaban prácticamente el aliento en la cara. Pero, curiosamente, nadie más había escuchado la dramática confesión de Dennis.

Harjo declaró que le encantaba contarle mentiras a Ron acerca de Dennis y viceversa. Greg Saunders le preguntó:

—¿Y por qué iba y venía contándole mentiras al uno acerca del otro?

—Pues para ver qué decían. A ver si se cortaban la garganta el uno al otro.

—Así pues, usted le mentía a Ron acerca de Dennis y a Dennis acerca de Ron para ver si se peleaban. ¿Correcto?

—Pues sí, sólo para ver… para ver qué decían.

Harjo reconoció más tarde que no conocía el significado de la palabra «perjurio».

El siguiente confidente fue Mike Tenney, el aspirante a celador de la prisión, utilizado por la policía para averiguar los trapos sucios de Dennis. Sin apenas experiencia ni preparación como funcionario de prisiones, Tenney inició su carrera de confidente con Dennis Fritz. En su afán de causar buena impresión a quienes tal vez lo contrataran con carácter permanente, pasaba largos ratos delante de la celda de Dennis, charlando acerca de todo, especialmente sobre el caso Carter. Tenía muchos consejos que dar. En su docta opinión, la situación de Dennis parecía muy apurada, por consiguiente, lo mejor era cerrar un trato, negociar un acuerdo para declararse culpable a cambio de una reducción de la pena. Eso suponía declarar contra Ron Williamson. Peterson sería justo con él.

Dennis le había seguido la corriente, procurando no decir nada, pues cualquier cosa que hubiera dicho se habría podido usar en su contra durante el juicio.

Como era un novato, Tenney había declarado demasiado y no había ensayado bien su discurso. Empezó por mencionar una historia acerca de Dennis y Ron yendo de bar en bar en Oklahoma City, una historia ni de lejos relacionada con el caso. Saunders protestó enérgicamente. El juez Jones admitió la protesta.

Después Tenney metió la pata al declarar que él y Dennis habían comentado un posible acuerdo para la reducción de la pena. Dos veces mencionó dicho acuerdo, una cuestión que jamás se ha de mencionar ante un jurado pues da a entender que el acusado ha barajado la posibilidad de declararse culpable.

Greg Saunders protestó airadamente y presentó una petición de nulidad de las actuaciones. El juez la desestimó.

Al final, Tenney consiguió declarar sin que los abogados defensores brincaran de sus sillas. Explicó que había hablado varias veces con Dermis y que, después de cada conversación, iba a las oficinas de la cárcel y anotaba todo lo que éste le había dicho. Según su entrenador Gary Rogers, así era como se tenían que hacer las cosas. Buena labor policial. Durante una de sus pequeñas charlas, al parecer Dennis le dijo:

«Digamos que quizás ocurrió de esta manera. Ron quizá forzó la cerradura del apartamento de la chica y quizá se dejó llevar por la situación y decidió darle una lección. Quizá las cosas se le fueron de las manos y ella murió. Digamos que así fue como ocurrió. Pero yo no vi cómo Ron la mataba; por consiguiente, ¿cómo puedo contarle al fiscal algo que yo no vi?»

Después de Tenney, se decretó un receso hasta el día siguiente y Dennis fue conducido de nuevo a la cárcel. Allí se quitó cuidadosamente su traje nuevo y lo colgó de una percha. Un celador se llevó el traje a las oficinas de la cárcel. Dennis se tumbó en la litera, cerró los ojos y se preguntó cómo terminaría aquella pesadilla. Sabía que los testigos mentían, pero ¿lo sabía también el jurado?

A la mañana siguiente, Bill Peterson llamó al estrado a Cindy McIntosh, la cual declaró haber estado en la cárcel por librar cheques sin fondos y haber conocido allí a Dennis Fritz y Ron Williamson. Dijo haber oído a Ron preguntarle a Dennis acerca de las fotografías de la escena del crimen. «¿La chica estaba en la cama o en el suelo?», le preguntó. No hubo respuesta.

McIntosh añadió que al final no había sido condenada por sus delitos.

—Pagué el importe de los cheques y me soltaron —explicó.

Una vez terminadas las declaraciones de los soplones, Peterson regresó a las pruebas más creíbles. Ligeramente más creíbles. Llamó al estrado a cuatro testigos que trabajaban en el laboratorio de investigación criminal del estado. Su impacto en el jurado fue muy profundo, tal como es habitual con esta clase de testigos. Eran cultos y titulados, tenían una muy buena preparación y una larga experiencia, y trabajaban para el estado de Oklahoma. ¡Eran verdaderos expertos! Y estaban allí para declarar contra el acusado y contribuir a demostrar que éste era culpable.

El primero de ellos fue el perito en huellas digitales Jerry Peters. Explicó al jurado que había analizado veintiuna huellas procedentes del apartamento y el automóvil de Debbie Carter, diecinueve de las cuales pertenecían a la propia Debbie, una al detective Dennis Smith y otra a Mike Carpenter. Ninguna pertenecía a Dennis Fritz o Ron Williamson.

Fue curioso que el perito declarase que ninguna de las huellas encontradas pertenecía al acusado.

Larry Mullins describió cómo había vuelto a tomar las huellas palmares de Debbie cuando se había exhumado el cadáver el mes de mayo anterior. Había entregado las nuevas huellas a Gary Peters, el cual había visto de repente cosas que le habían pasado por alto cuatro años y medio atrás.

La teoría de la acusación, la misma que se utilizaría después contra Ron Williamson, era que durante la prolongada y violenta agresión Debbie había resultado herida, la sangre le había manchado la palma de la mano izquierda y esta palma había tocado una pared de su dormitorio a la altura del zócalo. Puesto que la huella palmar no pertenecía ni a Ron ni a Dennis, y ciertamente no podía pertenecer al verdadero asesino, tenía necesariamente que pertenecer a Debbie.

Mary Long era una experta criminóloga que trabajaba principalmente con fluidos corporales. Explicó que en un 20 por ciento de las personas, el grupo sanguíneo no se revela en fluidos corporales como la saliva, el semen y el sudor. Este segmento de personas se conoce como «no-secretoras». Basándose en su examen de las muestras de sangre y saliva de Ron y Dennis, estaba segura de que éstos eran no-secretores.

El hombre que había dejado el semen en la escena del crimen era también con toda probabilidad un no-secretor, aunque Long no estaba segura porque la prueba era insuficiente.

Así pues, alrededor del 80 por ciento de la población quedaba libre de toda sospecha.

Los cálculos matemáticos de Long quedaron desacreditados en las repreguntas, cuando Greg Saunders la hizo reconocer que la mayoría de las muestras de sangre y saliva del caso Carter que ella había analizado pertenecían a no-secretores. De las veinte muestras analizadas, doce pertenecían a no-secretores, incluidos Fritz y Williamson. El sesenta por ciento de su grupo de sospechosos correspondía a no-secretores, contradiciendo el promedio nacional de sólo un veinte por ciento.

No importaba. Su declaración excluía a muchos y contribuyó a reforzar la sospecha que pendía sobre la cabeza de Dennis Fritz.

El último testigo de cargo fue con mucho el más eficaz. Peterson se había guardado un buen puñetazo para el último asalto. Cuando Melvin Hett dio por concluida su declaración, el jurado ya estaba convencido.

Hett era el perito capilar del OSBI, un asiduo de los juicios penales que había contribuido a enviar a la cárcel a muchas personas.

El examen forense del cabello humano tuvo unos comienzos un tanto azarosos allá por 1882. En un juicio de aquel año en Wisconsin, un «experto» a las órdenes de la fiscalía comparó una muestra «conocida» de cabello con otra recogida en la escena del crimen y declaró que ambas procedían de la misma fuente. La «fuente» fue condenada, pero, tras el recurso, el Tribunal Superior de Wisconsin revocó la sentencia y señaló que «semejante prueba es de carácter extremadamente endeble».

Miles de inocentes acusados se habrían podido salvar si se hubiera prestado oído a aquella decisión. En cambio, la policía, los investigadores, los laboratorios forenses y los fiscales siguieron adelante con los análisis de cabello, a menudo la única pista que había en la escena del crimen. Dicho análisis acabó convirtiéndose en algo tan habitual y polémico que fue objeto de numerosos estudios a lo largo del siglo XX.

Muchos de estos estudios revelaron una elevada tasa de errores y, en respuesta a la controversia, el Organismo de Ayuda a la Aplicación de la Ley creó en 1978 un programa de mejora de la eficacia de los laboratorios de investigación criminal. Doscientos cuarenta de los mejores laboratorios de todo el país participaron en el programa, que comparaba sus resultados analíticos en distintas clases de pruebas, incluidas las capilares.

La evaluación del cabello era espantosa. Casi todos los laboratorios se equivocaban cuatro de cada cinco veces.

Otros estudios animaron el debate acerca de la validez de los análisis capilares. En uno de ellos, la precisión del resultado aumentó cuando el analista comparó el cabello procedente de la escena del crimen con el de cinco hombres, sin indicación de cuál de ellos era el sospechoso más probable según la policía; de ese modo, la posibilidad de parcialidad involuntaria quedaba eliminada. Y en el mismo estudio, la precisión disminuyó cuando al analista se le dijo cuál era el «verdadero» sospechoso. Así pues, puede haber una conclusión preconcebida que incline los resultados en contra de determinado sospechoso.

Los expertos capilares pisan un hielo legal muy delgado y relativizan sus opiniones con advertencias como: «El cabello recogido en la escena del crimen y el cabello analizado son microscópicamente compatibles y podrían proceder de la misma fuente». Siempre cabe la posibilidad de que no procedan de la misma persona, pero semejante afirmación rara vez se hace, por lo menos en los interrogatorios directos.

Los cientos de cabellos recogidos por Dennis Smith en la escena del crimen siguieron un retrasado y tortuoso camino hacia la sala de justicia. Por lo menos tres analistas del OSBI los manejaron junto con docenas de cabellos recogidos durante la consabida redada de sospechosos habituales ordenada por los detectives Smith y Rogers después del asesinato.

Primero Mary Long recogió y organizó todos los cabellos en el laboratorio, pero no tardó en entregárselos a Susan Land. Para cuando Land recibió los cabellos en marzo de 1983, Smith y Rogers estaban convencidos de que los asesinos eran Fritz y Williamson. Sin embargo, para su frustración, el informe sólo determinaba que los cabellos eran microscópicamente compatibles con los de Debbie Carter.

Durante un breve período, Fritz y Williamson se vieron libres de la apurada situación en que se encontraban, aunque no tuvieron manera de saberlo. Y años más tarde sus abogados tampoco serían informados de los hallazgos de Susan Land.

La fiscalía necesitaba una segunda opinión.

En septiembre de 1983, debido al agotamiento y la tensión que el exceso de trabajo le había provocado a Land, su jefe ordenó que el caso fuera «transferido» a Melvin Hett. Semejante transferencia era insólita, tanto más por cuanto Land y Hett trabajaban en distintos laboratorios de investigación criminal de distintas regiones del estado. Land, en el laboratorio central de investigación criminal en Oklahoma City. Hett, en una subsección en la ciudad de Enid; su región abarcaba dieciocho condados, pero ninguno de ellos era Pontotoc.

Hett era un investigador muy puntilloso. Tardó nada menos que veintisiete meses en analizar el cabello, un período tanto más insólito si se tiene en cuenta que sólo se trataba de examinar las muestras de Fritz, Williamson y la víctima. Las restantes veintiuna no eran tan importantes y podían esperar.

Puesto que ya conocía la identidad de los asesinos, la policía tuvo la amabilidad de informar a Melvin Hett. Cuando éste recibió las muestras de Susan Land, la palabra «sospechoso» figuraba escrita junto a los nombres de Fritz y Williamson.

Glen Gore aún no había facilitado ninguna muestra a la policía.

El 13 de diciembre de 1985, tres años después del asesinato, Melvin Hett terminó su primer informe, el cual especificaba que diecisiete de las muestras de cabello analizadas eran microscópicamente compatibles con las muestras de Fritz y Williamson.

Tras haber necesitado más de dos años para analizar las primeras muestras, Hett cogió carrerilla y en menos de un mes liquidó las restantes veintiuna. El 9 de enero de 1986 terminó su segundo informe, que reveló que las muestras procedentes de «habituales» de Ada no eran compatibles con nada de lo encontrado en el apartamento de Debbie Carter.

Glen Gore seguía tan campante y nadie le pedía que entregase muestras.

Era una tarea aburrida y no exenta de incertidumbres. Hett cambió varias veces de dirección mientras bregaba con el microscopio. Un día estaba seguro de que un pelo pertenecía a Debbie Carter, pero al siguiente lo consideraba de Fritz.

Así es la naturaleza escurridiza de los análisis capilares. Hett negaba algunos resultados de Susan Land e incluso dudaba de su propio trabajo. Descubrió inicialmente que un total de trece pelos pubianos pertenecían a Fritz y sólo dos a Williamson, pero más tarde modificó las cantidades: doce a Fritz y dos a Williamson. Y finalmente, once a Fritz más dos pelos de la cabeza.

Por alguna razón, los pelos de Gore entraron finalmente en liza en julio de 1986. Alguien de la policía de Ada despertó de repente y advirtió que Gore había sido olvidado. Dennis Smith recogió muestras de cabello y vello pubiano de Gore y del asesino confeso Ricky Joe Simmons y las envió por correo a Melvin Hett, el cual debía de estar muy atareado pues hacía un año que no comunicaba nada a la policía. En julio de 1987 volvieron a pedirle muestras a Gore. ¿Por qué?, preguntó. Porque la policía había extraviado las anteriores.

Transcurrieron varios meses sin que se recibiera ningún informe de Hett. En la primavera de 1988, cuando ya se acercaban los juicios, aún no se habían recibido los informes de Hett sobre las muestras de Gore y Simmons.

El 7 de abril de 1988, ya iniciado el juicio contra Fritz, Hett envió finalmente su tercer y último informe. Las muestras de Gore no eran compatibles con los cabellos en cuestión. Hett tardó casi dos años en llegar a dicha conclusión y la lentitud de su trabajo resultó muy reveladora. Se trataba de otro claro indicio de que la fiscalía, convencida de la culpabilidad de Fritz y Williamson, no consideraba necesario meterle prisa al perito del estado.

A pesar de los riesgos e incertidumbres que entrañaba, Melvin Hett creía en los análisis capilares. Él y Peterson se hicieron amigos y, antes del comienzo del juicio contra Fritz, Hett le pasó varios artículos científicos que respaldaban la fiabilidad de unas pruebas probadamente muy poco fiables. En cambio, no le facilitó ninguno de los numerosos artículos que desacreditaban los análisis capilares y las pruebas basadas en ellos.

Dos meses antes del comienzo del juicio contra Fritz, Hett fue a Chicago y entregó sus resultados a un laboratorio privado llamado McCrone. Allí, un conocido suyo, un tal Richard Bisbing, revisó su trabajo. Bisbing había sido contratado por Wanda Fritz para revisar las pruebas capilares y declarar en el juicio. Para pagarle, Wanda había tenido que vender el coche de Dennis.

Bisbing se mostró más eficiente en el uso de su tiempo, pero sus conclusiones fueron tan imprecisas como las de Hett.

En menos de seis horas Bisbing rebatió casi todos los hallazgos de Hett. De los once pelos pubianos que Hett consideraba microscópicamente compatibles con los de Fritz, Bisbing comprobó que sólo en tres de ellos ocurría tal cosa. Hell se equivocaba en los ocho restantes.

Sin amilanarse porque un colega hubiese desacreditado su trabajo, Hett regresó a Oklahoma dispuesto a reafirmarse en su opinión.

Subió al estrado de los testigos la tarde del viernes 8 de abril y se lanzó a un ampuloso discurso cuajado de términos científicos, más destinados a impresionar al jurado que a aclararle las cosas. Dennis, que tenía un título de colegio universitario y experiencia en enseñanza de ciencias, no logró seguir las explicaciones de Hett y no le cupo duda de que los jurados no entendían ni jota. Los miró varias veces y vio que estaban irremediablemente perdidos, aunque parecían visiblemente impresionados por aquel gran experto. ¡Sabía tantas cosas!

Utilizó palabras como «morfología», «córtex», «protrusión a escala», «brecha superficial», «husos corticales» y «cuerpos ovoides», como si todos los presentes supieran exactamente a qué se refería. Sólo en contadas ocasiones se entretuvo en facilitar una explicación de algo.

Hett era el perito estrella rodeado de una aureola de credibilidad basada en su experiencia, su vocabulario, la confianza que exhibía y las firmes conclusiones según las cuales los cabellos de Dennis Fritz eran compatibles con algunos de los encontrados en la escena del crimen, En seis ocasiones repitió que el cabello de Dennis y el recogido en el apartamento de la víctima eran microscópicamente compatibles y podían pertenecer a la misma fuente. Ni una sola vez mencionó que también cabía la posibilidad de que no fuese así.

A lo largo de la deposición del perito, Bill Peterson se refirió constantemente «al acusado Ron Williamson y al acusado Dennis Fritz». En aquellos momentos, Ron permanecía en su celda de aislamiento rasgueando la guitarra, ajeno al hecho de que estaba siendo juzgado en ausencia y de que las cosas no estaban yendo nada bien.

Hett remató su declaración resumiendo sus resultados. Once pelos de vello pubiano y dos cabellos de la cabeza podían proceder de Dennis. Eran los mismos once pelos de vello pubiano que se había llevado a los laboratorios McCrone de Chicago para conocer una segunda opinión.

El turno de Greg Saunders no fue demasiado fructífero.

Hett tuvo que reconocer que los análisis capilares ofrecen demasiado margen de error como para que puedan utilizarse en identificaciones inapelables. Como todos los peritos, supo zafarse de las preguntas comprometedoras echando mano de su arsenal de inextricables términos científicos.

Cuando se retiró, la acusación pidió un receso.

El primer testigo de la defensa fue el propio Dennis Fritz. Declaró acerca de su pasado, de su amistad con Ron, etc. Reconoció su condena por cultivo de marihuana en 1973 y haber mentido a este respecto en su instancia para optar a una plaza de profesor en la ciudad de Konawa siete años atrás. El motivo estaba muy claro: necesitaba trabajo. Negó firmemente haber conocido alguna vez a Debbie Carter y afirmó no saber nada acerca de su asesinato.

A continuación fue cedido a Bill Peterson para las repreguntas.

Según un viejo adagio que circula entre los malos abogados, cuando no dispones de hechos irrebatibles tienes que desgañitarte. Peterson subió ruidosamente al estrado, miró con ceño al asesino del pelo sospechoso y se puso a vociferar.

A los pocos segundos el juez Jones lo llamó a su estrado para reprenderlo.

—Puede que a usted no le guste este acusado —le dijo severamente—, pero evite enfadarse en mi tribunal.

—No estoy enfadado —replicó Peterson en tono airado.

—Sí lo está. Es la primera vez que levanta la voz ante mi estrado.

—De acuerdo.

Peterson estaba indignado porque Fritz hubiera mentido para conseguir un trabajo. Esto era suficiente para no dar crédito a nada de lo que dijese. Después Peterson se sacó de la manga otra mentira, un impreso que Dennis había rellenado al empeñar una pistola en una tienda de Durant, Oklahoma. Una vez más, había ocultado sus antecedentes por cultivo de estupefacientes. Dos clarísimas muestras de engaño descarado, aunque ninguna guardaba relación con el caso. Peterson le echó un rapapolvo durante todo el tiempo que aquella mentira admitida le permitió alargarse.

De no haber sido tan tenso el ambiente, era una ironía rayana en la comicidad que Peterson se indignara tanto por un testigo que en un par de ocasiones había mentido, ya que su acusación se basaba en mentiras de presidiarios y soplones.

Cuando decidió finalmente seguir adelante, Peterson tuvo problemas. Fue picoteando de las declaraciones de todos sus testigos, pero Dennis supo mantenerse firme y conservar en todo momento la credibilidad. Por fin, tras un borrascoso turno de repreguntas de una hora de duración, Peterson se sentó.

El otro testigo de descargo fue Richard Bisbing, el cual explicó al jurado que no estaba de acuerdo con las conclusiones a que había llegado Melvin Hett.

Ya estaban a última hora de un viernes y el juez Jones suspendió la sesión hasta el lunes. Dennis efectuó a pie el breve recorrido hasta la cárcel, se cambió de ropa y trató de relajarse en su pequeña celda. Estaba convencido de que el fiscal no había conseguido demostrar su culpabilidad, pero no se fiaba demasiado. Había visto las escandalizadas expresiones de los jurados al ver las espeluznantes fotografías de la escena del crimen. Y los había observado escuchar fascinados a Melvin Hett y tragarse sus conclusiones.

Para Dennis, fue un fin de semana muy largo.

Los alegatos finales empezaron el lunes por la mañana. Nancy Shew intervino en primer lugar y se lanzó a una descripción de cada uno de los testigos de cargo y sus declaraciones.

Greg Saunders contraatacó con una cuestión crucial no demostrada por el ministerio público: la culpabilidad de Dennis más allá de cualquier duda razonable. Y añadió que aquello no era más que un ejemplo de culpabilidad por asociación, y que el jurado debía declarar inocente a su representado.

Bill Peterson intervino en último lugar. Habló yéndose por las ramas durante casi una hora, repitiendo los puntos más destacados de cada uno de sus testigos y tratando de convencer al jurado de que sus presidiarios y soplones eran dignos de crédito.

El jurado se retiró al mediodía para deliberar y regresó seis horas después para anunciar que se registraba entre ellos una discrepancia de once a uno. El juez Jones los mandó volver a retirarse con la promesa de la cena. Sobre las ocho de la tarde regresaron con un veredicto de culpabilidad.

Dennis escuchó el veredicto en gélido silencio, aturdido porque era inocente y horrorizado de que lo hubieran condenado con pruebas tan miserables. Hubiera deseado arremeter contra los jurados, el juez, los policías, el sistema en su totalidad, pero el juicio aún no había terminado.

Sin embargo, no se sorprendió del todo. Había observado al jurado y visto su expresión de desconfianza. Representaban a la ciudad y Ada necesitaba una condena. Si la policía y el fiscal estaban tan convencidos de que Dennis era el asesino, así debía de ser.

Cerró los ojos y pensó en su hija Elizabeth, que ahora tenía catorce años, ya lo bastante mayor para distinguir entre la culpa y la inocencia. Ahora que lo habían condenado, ¿cómo podría convencerla de su inocencia?

Mientras el público se iba retirando de la sala, Peggy Stillwell se desmayó sobre el césped de los juzgados. Estaba agotada y desbordada por la emoción y el dolor. La llevaron al hospital más cercano, donde la reanimaron.

Ahora el juicio pasaría rápidamente a la etapa de la fijación de la pena. En teoría, el jurado recomendaría la sentencia basándose tanto en las circunstancias agravantes presentadas por el fiscal para conseguir la pena de muerte como en las atenuantes presentadas por la defensa para salvar la vida del acusado.

La fijación de la pena llevó muy poco tiempo. Peterson llamó a declarar a Rusty Featherstone, el cual consiguió decirle finalmente al jurado que Dennis le había confesado que cuatro meses antes del asesinato él y Ron habían pasado una noche de parranda en Norman. Este fue todo el alcance de su declaración. Era efectivamente cierto que los dos habían recorrido ciento veinte kilómetros hasta Norman, donde habían pasado una larga noche en los clubs y las salas de fiestas de la ciudad.

El siguiente y último testigo amplió esta significativa historia. Se llamaba Lavita Brewer y, mientras se tomaba una copa en el bar de un Holiday Inn de Norman, se había tropezado con Fritz y Williamson. Después de varias copas, los tres se fueron juntos. Brewer se acomodó en el asiento de atrás. Dennis al volante y Ron en el asiento del pasajero. Estaba lloviendo. Dennis circulaba a gran velocidad, saltándose los semáforos en rojo y demás, y muy pronto ella se había puesto histérica. A pesar de que ninguno de los dos la tocó o amenazó, ella decidió bajar. Pero Dennis no quería frenar. La discusión duró quince o veinte minutos, hasta que el vehículo aminoró la marcha lo suficiente para que ella abriera la portezuela y saltara. Inmediatamente corrió a un teléfono público y llamó a la policía.

Nadie sufrió la menor lesión. No se presentó ninguna denuncia. Nadie fue condenado jamás por aquel episodio.

Pero, para Bill Peterson era una clara demostración de que Dennis Fritz constituía una amenaza real para la sociedad y tenía que ser condenado a muerte para proteger a todas las jóvenes inocentes del estado. Lavita Brewer fue su mejor testigo.

Durante su vehemente alegato en pos de una condena a muerte, Peterson miró a Dennis, lo señaló con el dedo y le dijo:

—Dennis Fritz, merece morir por lo que usted y Ron Williamson le hicieron a Debra Sue Carter.

Dennis replicó:

—Yo no maté a Debbie Carter.

Dos horas después, el jurado regresó con una recomendación de cadena perpetua.

Dennis se levantó, miró al jurado y dijo:

—Señoras y señores del jurado, quisiera simplemente decir que…

—Deténgase, señor Fritz —lo cortó el juez.

—Dennis, eso no se puede hacer —le dijo Greg Saunders.

Pero a Dennis no había quien lo hiciera callar.

—El Señor sabe que yo no lo hice —prosiguió—. Quiero decirles simplemente que los perdono. Rezaré por ustedes.

De vuelta en su celda, en la sofocante oscuridad de su pequeño rincón del infierno, el hecho de haber evitado una condena a muerte no le deparó ningún consuelo. Tenía treinta y ocho años, era inocente y no tenía la menor tendencia violenta. La perspectiva de pasarse el resto de su vida en la cárcel le resultaba inconcebible.