Para Annette Hudson y Renee Simmons, la noticia de que mi hermano había sido detenido y acusado de asesinato fue devastadora. Desde su puesta en libertad en el anterior mes de octubre, ambas habían estado muy preocupadas por el deterioro de su estado mental y físico. A lo largo de los años habían corrido muchos rumores, pero había transcurrido tanto tiempo que la familia suponía que la policía había descartado a Ron como sospechoso. Al morir dos años atrás, Juanita estaba segura de haberle facilitado a Dennis Smith pruebas suficientes de que Ron no estaba implicado en el caso. Annette y Renee también lo creían así.
Ambas vivían modestamente, cuidando de la familia, trabajando esporádicamente, pagando recibos y ahorrando lo poco que podían. No tenían dinero para contratar un buen abogado. Annette habló con David Morris, pero éste, tras su desastrosa experiencia anterior, rehusó ocuparse del caso. John Tanner estaba en Tulsa, demasiado lejos y demasiado caro.
Aunque Ron les había dado muchos quebraderos de cabeza y preocupaciones sin cuento, no estaban preparadas para asimilar su repentina detención acusado de asesinato. Los amigos se apartaron de ellas. Empezaron a soportar cuchicheos y miradas de soslayo. Un conocido le dijo a Annette:
—Tú no tienes la culpa. No podías impedir lo que hizo tu hermano.
—Mi hermano no hizo nada —replicó ella.
Ambas hermanas no se cansaban de proclamar la inocencia de Ron, pero pocas personas las creían. «La presunción de inocencia es una majadería». «La policía ya tiene a su hombre; ¿por qué habrían detenido a Ron si no fuera culpable?»
Michael, el hijo de Annette, que entonces tenía quince años y cursaba el segundo año de bachillerato, lo pasó muy mal durante una discusión en clase acerca de la actualidad local, presidida por la detención de Ron Williamson y Dennis Fritz, acusados del asesinato. Puesto que su apellido era Hudson, sus compañeros de clase ignoraban que el tío de Michael era uno de los acusados. Todos los alumnos condenaron abiertamente a los dos hombres. Annette fue al instituto a la mañana siguiente hecha un basilisco. El profesor se deshizo en disculpas y prometió encauzar las discusiones de la clase en otros asuntos.
Renee y Gary Simmons vivían en Chickasha, a una hora por carretera, y eso les permitía respirar un poco más tranquilos. En cambio, Annette nunca había abandonado Ada y, aunque ahora anhelaba largarse de allí, tenía que hacer de tripas corazón y apoyar a su hermano menor.
El domingo 10 de mayo, la edición del Ada Evening News publicó en primera plana un reportaje acerca de las detenciones, acompañado de una fotografía de Debbie Carter. Bill Peterson confirmaba que el cuerpo había sido exhumado y que la misteriosa huella pertenecía efectivamente a la víctima. Señalaba que tanto Fritz como Williamson eran sospechosos desde hacía más de un año, pero no explicaba el porqué. En cuanto a la investigación propiamente, afirmaba: «Hace unos seis meses llegamos al final del camino en esta investigación y empezamos a planificar nuestra estrategia para dar sólido fundamento a una acusación».
Especial interés revestía la noticia de que el FBI había intervenido en el caso. Dos años atrás la policía de Ada había solicitado su ayuda. El FBI estudió las pruebas y facilitó un perfil psicológico de los asesinos, del cual, sin embargo, Peterson no mencionó nada al periódico.
Al día siguiente se publicó otro reportaje en primera plana, esta vez con las fotografías de las fichas policiales de Ron y Dennis. Las imágenes de ambos resultaban tan amenazadoras que habrían bastado por sí solas para condenarlos. El reportaje repetía los detalles del de la víspera, concretamente el hecho de que ambos hombres habían sido detenidos y acusados de violación premeditada y asesinato en primer grado. Curiosamente, no se mencionaba si los detenidos habían confesado. Por lo visto, los reporteros de Ada estaban tan acostumbrados a las confesiones que las daban por hechas en todas las investigaciones criminales.
Aunque se reservaron la información acerca de la confesión basada en el primer sueño de Ron, las autoridades dieron a conocer la declaración jurada que se había utilizado para la obtención de las órdenes de detención. El reportaje citaba que «tanto el vello pubiano como los cabellos encontrados en el cuerpo y la ropa de cama de la señorita Carter son compatibles microscópicamente con los de Ronald Keith Williamson y Dennis Fritz».
Ambos hombres tenían un largo historial delictivo. Ron había cometido quince faltas —conducción en estado de embriaguez y otras similares— y un delito de falsificación documentaria que lo había enviado a la cárcel. Dennis tenía en su haber dos faltas de conducción bajo el efecto de sustancias adictivas, algunas infracciones de tráfico, más la antigua condena por cultivo de marihuana.
Bill Peterson confirmaba una vez más que el cadáver se había exhumado para volver a examinar la huella palmar y confirmar que pertenecía a la víctima. Añadía que ambos hombres «eran sospechosos en el caso desde hacía más de un año».
El reportaje terminaba recordando que «Carter había muerto por asfixia a causa de una pequeña toalla introducida en su garganta durante la violación».
Aquel mismo lunes Ron fue sacado de la cárcel, cruzó el césped hasta el edificio de los juzgados situado a unos cuarenta metros e hizo su primera comparecencia ante el juez John David Miller, el magistrado encargado de las vistas preliminares. Dijo que no tenía abogado y no estaba seguro de poder contratar a alguno. Regresó a la cárcel.
Unas horas más tarde, un recluso llamado Mickey Wayne Harrell dijo haber oído llorar a Ron y decir «Perdóname, Debbie». El hecho fue comunicado de inmediato al celador. Posteriormente, parecía que Ron le había pedido a Harrell que le hiciera un tatuaje en el brazo que pusiera «Ron ama a Debbie».
Con un nuevo crimen a la espera de ser juzgado, los rumores en la cárcel estaban a la orden del día. Los chivatos, elementos omnipresentes de la vida carcelaria, estaban alerta día y noche. El camino más rápido hacia la libertad o una reducción de la pena es oír o alegar haber oído a un acusado pendiente de juicio confesar la comisión del delito y después canjear la información por un ventajoso acuerdo con el fiscal. En la mayoría de las cárceles, los chivatos van con pies de plomo porque temen ser represaliados por los demás reclusos. En Ada, en cambio, campaban a sus anchas y obtenían buenos resultados.
Dos días más tarde, Ron fue conducido de nuevo ante el juez para tratar la cuestión de su defensa. La cosa no fue demasiado bien. Seguía sin tomar medicación y se mostró descarado y agresivo y se puso a gritar:
—¡Yo no cometí ningún asesinato! ¡Ya estoy hasta las narices de esta acusación!
El juez Miller trató de hacerlo callar, pero Ron estaba desmandado.
—¡Yo no la maté! ¡No sé quién la mató! ¡Mi madre sabía muy bien dónde estuve aquella noche!
El magistrado trató de explicarle que aquella vista no era para que los acusados se defendieran de las acusaciones, pero Ron siguió empeñado en hacerse oír.
—¡Quiero que se retiren estas acusaciones! —gritó—. ¡Esto es ridículo!
El juez le preguntó si comprendía el carácter de las acusaciones que se formulaban contra él, a lo cual Ron contestó:
—Soy inocente, jamás hablé con esa chica, jamás estuve en un coche con ella.
Mientras le leían sus derechos para que constara en acta, Ron siguió desvariando.
—He estado tres veces en la cárcel y cada vez ellos han intentado colgarme este crimen.
Cuando se leyó en voz alta el nombre de Dennis Fritz, Ron volvió a interrumpir:
—Ese tío no tuvo nada que ver con esto. Yo lo conocía. No estuvo en el Coachlight.
Al final, para que se tranquilizase, el juez admitió a trámite una declaración de inocencia. Ron fue conducido fuera de la sala, soltando amargas maldiciones. Annette lo presenció todo, llorando en silencio.
Iba a verle a la cárcel cada día, a veces dos veces al día si los funcionarios se lo permitían. Los conocía a casi todos y todos conocían a Ronnie, y a menudo hacían la vista gorda con las visitas.
Ron estaba muy alterado, seguía sin tomar medicamentos y necesitaba ayuda especializada. Se mostraba iracundo y amargado por el hecho de que lo hubieran detenido por algo que no había hecho. Además, se sentía humillado. Durante cuatro años y medio se lo había considerado sospechoso de haber cometido un crimen execrable. La sola sospecha ya era grave de por sí, pero ahora se trataba de una acusación. Ada era su ciudad natal, allí estaba su gente, sus amigos, las personas que lo habían visto crecer, los que lo recordaban como un gran deportista. Las habladurías y las miradas torvas eran muy dolorosas, pero él las había soportado durante años. Era inocente y si la policía lograba descubrir la verdad alguna vez, ésta limpiaría su nombre. Pero, aun así, que lo hubieran detenido y encarcelado de repente y que la fotografía de su ficha policial se hubiera publicado en primera plana había sido devastador.
No estaba seguro de haber conocido alguna vez a Debbie Carter.
En su celda de la cárcel de Kansas City a la espera de un procedimiento de extradición que lo devolviera a Ada, Dennis, se sorprendía de la ironía de su detención. ¿Un asesinato? Había pasado años sufriendo las desastrosas consecuencias del de su mujer y muchas veces se había sentido casi una víctima.
¿Un asesinato? Jamás había causado el menor daño a nadie. Era de baja estatura y complexión delgada, y reprobaba las peleas y la violencia. Por supuesto que había estado en muchos bares y algunos lugares turbulentos, pero siempre había conseguido escabullirse cuando empezaban las refriegas. En cambio Ron Williamson, si no empezaba una pelea, se quedaba en el local para terminarla. Dennis jamás hacía tal cosa. Era sospechoso sólo por su amistad con Ron.
Fritz escribió una larga carta al Ada Evening News para explicar por qué había exigido un procedimiento de extradición. Decía que se negaba a volver con Smith y Rogers porque éstos querían endilgarle a cualquier precio aquel horrible asesinato. Era inocente, no había tenido nada que ver con el crimen y necesitaba tiempo para ordenar sus pensamientos. Estaba tratando de encontrar un buen abogado y su familia intentaba reunir el dinero necesario.
Después resumía por qué se había visto envuelto en la investigación de aquel caso. Como no tenía nada que ocultar y deseaba colaborar, había hecho todo lo que la policía le pidió: facilitar muestras de saliva, huellas digitales, escritura y cabello (incluso una muestra de su bigote); someterse dos veces al detector de mentiras. Según el detective Dennis Smith, no había superado dichas pruebas, pero más tarde él había averiguado que no había sido así.
Acerca de la investigación, Fritz escribía: «Durante tres años y medio ellos han tenido acceso a mis huellas digitales, escritura y muestras de cabello para compararlas con las pruebas recogidas en la escena del crimen y con cualquier otra prueba. Podrían haberme detenido hace tiempo si hubieran encontrado algo que me incriminase. Sin embargo, según su periódico, ellos llegaron al final del camino y tuvieron que decidir cómo dar “sólido fundamento” a la acusación. No soy tan tonto como para no comprender que un laboratorio policial no tarda tres años y medio en cotejar muestras voluntariamente entregadas con las pruebas existentes».
Dennis Fritz, en su época de profesor de ciencias había estudiado todo lo referido a pruebas capilares. Su carta incluía el siguiente párrafo: «¿Cómo se me puede acusar de violación y asesinato con una prueba tan endeble como el cabello, que sólo permite establecer distinciones entre grupos étnicos y no características individuales dentro de cada grupo? Cualquier experto en este campo sabe que podría haber más de medio millón de personas con la misma consistencia de cabello».
Terminaba con un conmovedor alegato de inocencia y planteaba la siguiente pregunta: «Así pues, ¿soy culpable hasta que no se demuestre lo contrario o inocente hasta que no se demuestre lo contrario?»
El condado de Pontotoc no tenía una oficina de abogados de oficio. El acusado que no podía contratar a un abogado tenía que firmar una declaración de insolvencia para que el juez designara a un abogado local como defensor de oficio sólo para ese caso.
Puesto que muy pocas personas pudientes son acusadas de delitos, casi todos los delitos tenían que ver con acusados insolventes. Las drogas y los delitos contra la propiedad eran propios de las clases bajas y, puesto que casi todos los acusados eran culpables, los abogados de oficio nombrados por el tribunal solían llegar a acuerdos con el fiscal para la rebaja de las penas, encargarse del papeleo, cerrar el caso y cobrar unos modestos honorarios.
De hecho, los honorarios eran tan modestos que casi todos los abogados rogaban no ser nombrados por el juez. El azaroso sistema de defensa de los insolventes estaba cuajado de problemas. Los jueces solían asignar los casos a abogados con escasa o nula experiencia en derecho penal. No había dinero para peritos y otros gastos.
No hay nada que induzca a los abogados de una pequeña localidad a poner pies en polvorosa más rápidamente que un caso de asesinato castigado con la pena de muerte. El hecho de estar constantemente en la palestra hace que el abogado sea observado con lupa en su función de garantizar los derechos de un insolvente acusado de un delito infame. Las horas insumidas son muy gravosas y pueden llevar a la bancarrota a un bufete pequeño. Los honorarios son de risa en comparación con el trabajo requerido. Y las apelaciones pueden prolongarse indefinidamente.
El mayor temor es que nadie acceda a representar al acusado y el juez nombre a alguien al azar. Casi todas las salas de justicia suelen estar llenas de letrados en las vistas preliminares para designar abogados, pero suelen vaciarse cuando un acusado de asesinato es llevado a la sala para firmar una declaración de insolvencia. Entonces los abogados huyen a sus despachos y desconectan los teléfonos.
Puede que el más pintoresco de los asiduos al tribunal fuera Barney Ward, un abogado invidente conocido por su elegancia en el vestir, la difícil existencia que le procuraba su ceguera, sus increíbles historias y su tendencia a estar «implicado» en la mayoría de los chismorreos relacionados con el mundillo jurídico de Ada. Parecía estar enterado de todo lo que ocurría en el tribunal.
Barney había perdido la vista en su adolescencia a causa de un accidente durante un experimento químico en el instituto. Aquello había sido para él un revés transitorio que no le impidió terminar el bachillerato. Una vez obtenida la graduación, se fue a estudiar Derecho a la Universidad de Oklahoma, con mi madre como secretaria para todo. Obtuvo la licenciatura, superó el examen del colegio de abogados, regresó a Ada y se presentó para el cargo de fiscal del condado. Ganó y durante varios años fue fiscal jefe. A mediados de los años cincuenta montó un bufete especializado en defensa penal y muy pronto se ganó fama de ser un eficaz defensor. Barney se levantaba de un brinco en cuanto advertía la menor debilidad en el argumento del fiscal y se echaba encima de los testigos de la acusación como una fiera. Era brutal en las repreguntas y le encantaban las trifulcas.
En un legendario enfrentamiento, Barney había llegado a soltarle un puñetazo a David Morris. Se encontraban en la sala discutiendo cuestiones probatorias, ambos exasperados y muy tensos, y Morris cometió el error de decir: «Mire, señoría, hasta un ciego podría verlo». Barney se abalanzó contra él —o en la dirección aproximada en que él se encontraba— y le lanzó un derechazo que falló por los pelos. Se restableció el orden. Morris pidió disculpas, pero se mantuvo a distancia.
Todo el mundo conocía a Barney y a menudo se le veía en la sala con su fiel ayudante Linda, que se lo leía todo y tomaba las notas. De vez en cuando utilizaba un perro lazarillo para desplazarse, aunque prefería a una señorita. Era amable con todo el mundo y jamás olvidaba una voz. Lo habían elegido presidente del colegio de abogados, y no por mera compasión. Barney era tan apreciado que una vez le pidieron que se incorporara a un club de póquer. Se presentó con una baraja de cartas en sistema Braille, dijo que sólo él podía repartirlas y no tardó en embolsarse todo el dinero. Los demás jugadores llegaron a la conclusión de que estaba bien que Barney jugara, pero que no repartiera jamás. Entonces sus ganancias disminuyeron ligeramente.
Cada año los demás abogados invitaban a Barney al llamado Campamento del Ciervo, una escapada de un fin de semana exclusivamente masculina con mucho bourbon y póquer, chistes verdes, espesos estofados y, si el tiempo lo permitía, un poco de caza. El sueño de Barney era cobrarse un venado. Sus amigos distinguieron en el bosque un precioso macho, colocaron hábilmente a Barney en la posición apropiada, le entregaron un rifle, lo ajustaron cuidadosamente, apuntaron y después le susurraron «Dispara». Barney apretó el gatillo y, aunque falló por más de tres metros, sus amigos le dijeron que el venado se había escapado por los pelos. Barney contó esa historia durante décadas.
Como muchos bebedores empedernidos, al final tuvo que dejarlo. Por entonces utilizaba un perro lazarillo que tuvo que ser sustituido por otro, ya que no logró cambiar la costumbre de guiar a Barney hasta la tienda de licores. Un vestigio de leyenda que todavía perdura cuenta que el establecimiento donde solía abastecerse se quedaba sin existencias cuando Barney iba por whisky.
Le encantaba ganar dinero y tenía muy poca paciencia con los clientes que no podían pagar. Su lema era «inocente hasta que se demuestre que está sin blanca». Sin embargo, a mediados de los ochenta, Barney empezó a dar muestras de deterioro. Se decía que a veces se quedaba dormido durante las audiencias. Llevaba unas gruesas gafas ahumadas que le cubrían buena parte de la cara, de manera que los jueces y abogados no sabían si estaba escuchando o echando una siesta. Sus adversarios se daban cuenta y la estrategia, comentada en susurros porque Barney lo oía todo, consistía en alargar una vista más allá de la hora del almuerzo, cuando él siempre echaba su siestecita. Si podías conseguir que la cosa se alargara hasta las tres y media de la tarde, tus posibilidades de derrotar a Barney aumentaban considerablemente.
Dos años atrás, la familia de Tommy Ward se había puesto en contacto con él, pero había rechazado el caso. Estaba convencido de que Ward y Fontenot eran inocentes, pero prefería no patrocinar casos punibles con la pena capital. El papeleo era tremendo y ése no era precisamente uno de sus puntos fuertes.
Ahora se habían vuelto a poner en contacto con él. El juez John David Miller le había pedido que representara a Ron Williamson. Barney era el abogado defensor más experto del condado y su experiencia era muy necesaria. Tras dudar brevemente, aceptó. Era un abogado en estado puro, se conocía al dedillo la Constitución y las leyes y era un convencido de que todo acusado, con independencia de la antipatía que pudiera despertar, tenía derecho a una vigorosa defensa.
El 1 de junio de 1987, Barney Ward fue nombrado por el tribunal para representar a Ron, su primer caso con la pena capital asomando en el horizonte. Annette y Renee se alegraron muchísimo.
Abogado y cliente pusieron manos a la obra con ciertos titubeos. Ron estaba harto de la cárcel y la cárcel estaba harta de Ron. Las entrevistas se realizaban en una pequeña estancia destinada a las visitas cerca de la entrada principal, un lugar que a Barney le pareció adecuado para su insufrible cliente. Hizo los arreglos para que le hicieran un nuevo chequeo psicológico. Le recetaron una nueva tanda de Thorazine y, para alivio de Barney y de toda la cárcel, el medicamento dio un resultado extraordinario. De hecho, le fue tan bien que los celadores decidieron aumentarle la dosis para mantenerlo sereno del todo. Ahora Ron volvía a dormir como un niño.
Sin embargo, durante una reunión con su abogado, éste se percató de que su cliente estaba como embotado. Se reunió con los celadores, ajustaron la dosis y Ron volvió a cobrar vida.
Por lo general, Ron se negaba a colaborar con su abogado y sólo le soltaba una retahíla de delirantes negativas. Lo estaban condenando de antemano, exactamente igual que a Ward y Fontenot. Su actitud exasperaba a Barney, pero siguió resueltamente hacia delante.
Glen Gore estaba en la cárcel, acusado de secuestro y agresión. Su abogado de oficio era Greg Saunders, un joven que se estaba iniciando en la práctica civil. En el transcurso de una reunión con su cliente, ambos estuvieron a punto de llegar a las manos. Al salir, Saunders se dirigió a los juzgados y le pidió al juez Miller que lo relevara del caso. El magistrado se negó y entonces Saunders dijo que si lo libraban de Gore, accedería a encargarse del siguiente caso que implicase la pena capital.
—Trato hecho —se apresuró a decir Miller—. Va usted a representar a Dennis Fritz en el caso Carter.
A pesar de que su nuevo caso lo preocupaba, a Greg Saunders le entusiasmó el hecho de poder trabajar en estrecha colaboración con Barney Ward. Cuando estudiaba en la East Center University soñaba con convertirse en un abogado criminalista y a menudo se saltaba las clases cuando sabía que Barney estaría en alguna audiencia. Lo había visto machacar testigos endebles e intimidar a los fiscales. Barney respetaba a los jueces pero no les tenía miedo, y era capaz de charlar amistosamente con un miembro de un jurado. Jamás sacaba partido de su minusvalía, pero en momentos cruciales podía servirse de ella para despertar simpatía. Para Greg Saunders, Barney era un brillante abogado penalista.
Trabajando independientemente el uno del otro pero también en apacible colaboración, ambos presentaron un montón de peticiones que hicieron sudar tinta a la oficina de la fiscalía del distrito. El 11 de junio el juez Miller fijó una vista para dilucidar las cuestiones planteadas tanto por la defensa como por la acusación. Barney solicitaba una lista de todos los testigos que el fiscal pensaba presentar. La legislación de Oklahoma autorizaba la revelación de dichos datos, pero Bill Peterson sólo estaba dispuesto a revelar los nombres de aquellos testigos que utilizaría en las vistas preliminares. Ni hablar, dijo el juez Miller, y Peterson recibió la orden de notificar oportunamente a la defensa el nombre de todos sus testigos.
Barney estaba muy pendenciero y consiguió su propósito en casi todas las peticiones que presentó. Pero también empezaba a dar muestras de desaliento. Por una parte, comentó que había sido nombrado de oficio y no quería perder demasiado tiempo en el caso. Quería hacer un trabajo como Dios manda, pero temía que le exigiera demasiado.
Al día siguiente presentó una petición, solicitando más asistencia legal para Ron. El fiscal no se opuso y el 16 de junio Frank Baber fue nombrado por el juez Miller como ayudante de Barney. Los tira y afloja legales y las batallas del papeleo siguieron adelante mientras ambas partes se preparaban para la vista preliminar.
Dennis Fritz fue instalado en una celda no muy lejos de la de Ron Williamson. No veía a Ron pero vaya si lo oía. Cuando no estaba atiborrado de medicamentos, Ron se pasaba todo el rato gritando, aferrado a los barrotes de su celda:
—¡Soy inocente! —vociferaba—. ¡Soy inocente!
Su profunda y ronca voz resonaba en toda la cárcel. Era un animal herido y enjaulado, necesitado de ayuda. Los reclusos ya estaban bastante nerviosos como para que, encima, el alboroto de Ron les añadiera una ración extra de inquietud.
Otros reclusos le replicaban a gritos y lo provocaban, burlándose de él. El ir y venir de imprecaciones y juramentos resultaba ocasionalmente divertido, si bien solía atacarles los nervios a todos. Los celadores sacaron a Ron de su celda de aislamiento y lo llevaron a una compartida por una docena de reclusos, una medida que resultó desastrosa. Los hombres no disfrutaban de la menor intimidad y vivían prácticamente hacinados. Ron no respetaba el espacio de nadie. Pronto se presentó una petición firmada por los reclusos para que devolvieran a Ron a la celda de aislamiento. Para evitar disturbios o incluso algo peor, los celadores accedieron.
A veces había largos ratos de silencio durante los cuales reclusos y guardias podían respirar tranquilos. Los reclusos no tardaron en averiguar cuándo estaba de guardia John Christian o cuándo los otros carceleros habían administrado a Ron una dosis extra de Thorazine.
El Thorazine lo calmaba, aunque a veces tenía efectos colaterales. A menudo se notaba escozor en las piernas y entonces el «vaivén del Thorazine» se convertía en parte de la rutina de la cárcel: Ron pasaba largos ratos aterrado a los barrotes de su celda oscilando de un lado a otro como un péndulo.
Dennis Fritz hablaba con él e intentaba calmarlo, en vano, Las proclamaciones de inocencia de Ron resultaban muy dolorosas de escuchar, sobre todo para Dennis, que era quien mejor lo conocía. Estaba claro que Ron necesitaba mucho más que unos comprimidos neurolépticos.
Los fármacos neurolépticos —tranquilizantes y antipsicóticos— suelen utilizarse en el tratamiento de la esquizofrenia. El Thorazine es un neuroléptico y cuenta con una azarosa historia. En los años cincuenta empezó a inundar todos los hospitales psiquiátricos. Se trata de un poderoso fármaco que reduce considerablemente la conciencia y el interés. Los psiquiatras que respaldan su uso aseguran que cura al paciente alterando la mala química cerebral.
Pero los críticos, que superan en gran número a los partidarios, citan numerosos estudios que demuestran que el fármaco produce una larga y aterradora lista de efectos adversos. Sedación, somnolencia, letargo, disminución de la concentración, pesadillas, dificultades emocionales, depresión, desesperación, falta de interés, embotamiento, debilitamiento de la conciencia y del control motriz. El Thorazine es tóxico para la mayoría de las funciones cerebrales y las altera casi todas.
Sus críticos más severos han llegado a calificarlo de «lobotomía química». Y señalan que el único y verdadero propósito del Thorazine es ahorrar dinero a las instituciones para enfermos mentales y las cárceles y convertir a los pacientes y residentes en seres más dóciles y manejables.
Los celadores administraban a Ron el Thorazine, a veces siguiendo las instrucciones de su abogado. Pero a menudo sin ninguna supervisión. Cuando se ponía demasiado pesado le administraban una píldora y listo.
A pesar de que Dennis Fritz llevaba cuatro años viviendo en Ada después del asesinato, se consideró que otorgarle la libertad condicional implicaba un riesgo de fuga. Como en el caso de Ron, se le fijó una fianza desorbitada y de todo punto imposible de satisfacer.
Como a todos los acusados, la inocencia se les presumía, pero aun así se les mantenía en prisión para evitar que se fugaran o anduvieran sueltos por las calles matando a la gente. La inocencia se les presumía, pero tuvieron que esperar casi un año a que se celebrara el juicio.
Unos días después de la llegada de Dennis a la cárcel, un tal Mike Tenney se presentó de repente delante de su celda. Obeso, medio calvo y no muy bien hablado, Tenney exhibía, sin embargo, una ancha sonrisa y unos amables modales y trataba a Dennis como si fuera un viejo amigo. Quería hablar del caso Carter.
Dennis sabía que la cárcel era un inmundo nido de chivatos, embusteros y criminales, y que cualquier conversación con alguien se podía repetir en una sala de justicia en una versión muy sesgada y contraria a los intereses del acusado. Todos los reclusos, celadores, guardias y personal de servicio, todos podían ser soplones en potencia, deseosos de averiguar detalles para transmitir a la policía.
Tenney dijo que era un celador en período de pruebas, aunque aún no figuraba en la nómina del condado. Pese a que nadie se lo había pedido, el novato Tenney tenía muchos consejos que dar. En su opinión, Dennis estaba metido en un buen lío, se enfrentaba con una posible ejecución. Así pues, la única manera de salvar el pellejo era decir la verdad, confesar, alcanzar un acuerdo con el fiscal y echarle toda la mierda a Ron. El fiscal Peterson sería justo y equitativo.
Dennis se limitaba a escuchar.
Pero Tenney no cejaba. Regresaba cada día, preocupado por la apurada situación en que se encontraba Dennis, y le hablaba del sistema y de cómo funcionaba todo y le daba sabios consejos que nadie le pedía.
Dennis se limitaba a escuchar.
Se había programado una vista preliminar para el 20 de julio en presencia del juez John David Miller. Como en todas las jurisdicciones, las vistas preliminares revestían en Oklahoma una importancia fundamental porque al fiscal se le exigía exhibir sus cartas, mostrar al tribunal y a todo el mundo quiénes serían sus testigos y qué iban a decir.
El desafío para un fiscal en una vista preliminar consiste en exhibir suficientes pruebas para convencer al juez de que hay motivos razonables para suponer que el acusado es culpable, evitando al mismo tiempo revelárselo todo a la defensa. Se trata de una maestría que requiere el uso de ciertos trucos que entrañan cierto riesgo.
Por regla general, sin embargo, un fiscal no tiene por qué preocuparse. A los jueces locales les cuesta mucho ser reelegidos si desestiman las acusaciones criminales.
Sin embargo, dada la fragilidad de las pruebas contra Fritz y Williamson, Bill Peterson tenía que poner toda la carne en el asador en la vista preliminar. Disponía de tan pocas cosas que mostrar que no le convenía ocultar nada. Además, la prensa local estaría presente, ansiosa de informar acerca de todo lo que allí se dijera. Tres meses después de su publicación, Los sueños de Ada seguía siendo objeto de acaloradas discusiones en toda la ciudad. La vista preliminar sería la primera actuación de Peterson en un importante juicio desde la publicación del libro.
Una considerable multitud abarrotaba la sala. Allí estaban la madre de Dennis Fritz, así como Annette Hudson y Renee Simmons. Peggy Stillwell, Charlie Carter y sus dos hijas llegaron temprano. Los habituales —abogados aburridos, chismosos de la zona, funcionarios ociosos, jubilados sin nada que hacer— estaban esperando la ocasión de dar un buen repaso a los dos asesinos. El juicio quedaba a muchos meses vista, pero se iban a escuchar unas declaraciones en directo.
Antes de salir para el juzgado y por mero afán de tomarle el pelo, un policía había dicho a Ron que Dennis Fritz había hecho finalmente una confesión que los involucraba a los dos en la violación y el asesinato. La espantosa noticia desquició a Ron.
Dennis estaba tranquilamente sentado con Greg Saunders a la mesa de la defensa, examinando unos papeles a la espera de que empezara la vista. Ron permanecía sentado a escasa distancia, todavía esposado, mirando a Dennis como si quisiera estrangularlo. De repente, se levantó de su silla y se puso a insultarlo a gritos. Una mesa salió volando por los aires y aterrizó sobre Linda, la ayudante de Barney Ward. Dennis huyó hacia el estrado de los testigos mientras los alguaciles corrían a reducir a Ron.
—¡Dennis! ¡Cochino hijo de puta! —gritaba éste—. ¡Esto lo vamos a arreglar ahora mismo!
Su profunda y ronca voz resonaba por toda la sala. Barney, desconcertado, se cayó de la silla.
Los alguaciles rodearon a Ron y lo sujetaron. Se agitaba y coceaba como un loco y apenas si podían con él. Todos los presentes contemplaban con incredulidad el confuso alboroto que se había organizado en el centro de la sala.
Tardaron varios minutos en tranquilizar a Ron, el cual era más corpulento que los alguaciles. Mientras lo arrastraban fuera, espetó una retahíla de juramentos y amenazas contra Fritz.
Cuando desapareció por la puerta entre los alguaciles, las mesas y sillas volvieron a colocarse en su sitio y todo el mundo lanzó un suspiro de alivio. Barney no vio el alboroto, pero supo que había estado en el epicentro de la pelea. Entonces se levantó y dijo:
—Solicito que conste en acta mi petición de retirarme del caso. Este chico no va a colaborar conmigo en absoluto. Aunque me pagara, yo no estaría aquí. No puedo representarlo, señoría, sinceramente me es imposible. Ignoro quién lo hará, pero yo no puedo. Si mi solicitud es denegada, recurriré al tribunal de apelaciones. No pienso soportar esta situación. Soy demasiado viejo para esto, señoría. No quiero tener nada que ver con este caso. No tengo la menor idea acerca de la culpabilidad o la inocencia del chico, pero no pienso soportar esta situación. Cuando menos lo esperara, se me echaría encima y, si lo hiciera, ambos tendríamos graves problemas.
El juez Miller replicó escuetamente:
—No ha lugar.
A Annette y Renee les partía el alma ver a su hermano comportarse como un loco. Estaba enfermo y necesitaba ayuda, una larga estancia en alguna institución con buenos médicos que lograran curarlo. ¿Cómo podía el estado de Oklahoma someterlo a juicio estando tan enfermo?
Al otro lado del pasillo, Peggy Stillwell contempló el arrebato del asesino de su hija y se estremeció al imaginar la violencia que habría ejercido contra Debbie.
Al cabo de unos minutos de paz, el juez Miller ordenó que Williamson fuera conducido de nuevo a la sala. En el cuarto de detención, los alguaciles le explicaron que su conducta podía constituir un nuevo delito y que cualquier nuevo arrebato sería castigado con la máxima severidad. Pero, cuando lo llevaron de nuevo a la sala, él volvió a cargar contra Dennis Fritz. El juez ordenó que lo llevaran a la cárcel, mandó despejar la sala y decretó un receso de una hora.
De vuelta en la cárcel, los guardias insistieron en sus advertencias, pero a Ron le daba igual. Las falsas confesiones eran muy frecuentes en el condado de Pontotoc, pero él no podía creer que los policías le hubieran arrancado una a Dennis Fritz. Ron era inocente y estaba dispuesto a conseguir que no lo juzgaran como a Ward y Fontenot. Si pudiera ponerle la mano encima a Dennis, lo obligaría a decir la verdad.
Su tercera entrada en la sala fue idéntica a las dos anteriores. En cuanto entró, se puso a gritar:
—¡Dennis, esto lo vamos a arreglar tú y yo ahora mismo! ¡Cacho cabrón!
El juez le ordenó callar, pero Ron prosiguió:
—¡No dudes que lo vamos a arreglar, hijoputa! ¡Yo jamás he matado a nadie!
—Acérquenlo aquí —ordenó el juez Miller—. Señor Williamson, como vuelva a tener un arrebato, esta vista se celebrará sin su presencia.
—Me parece muy bien —le espetó Ron.
—Pues comprenda que…
—Prefiero no estar aquí. Si a usted no le importa, regreso a mi celda.
—¿Quiere renunciar a su derecho a estar presente en la vista preliminar?
—Sí, renuncio.
—Nadie le ha amenazado ni obligado a hacerlo, es una decisión personal suya…
—Pues yo sí amenazo —replicó Ron, mirando enfurecido a Dennis.
—Si renuncia a su derecho, es una decisión personal muy suya…
—Ya le he dicho que quiero largarme de aquí.
—De acuerdo. Usted no desea comparecer en esta vista, ¿es así?
—Es así.
—Muy bien. Conducidlo a la cárcel del condado. Se hará constar en acta que el acusado Ronald K. Williamson renuncia a su derecho de comparecencia a causa de sus arrebatos de cólera y su conducta perturbadora. Este tribunal considera que la vista no se puede celebrar en su presencia a causa de… de sus declaraciones y de sus arrebatos.
Ron regresó a su celda y la vista preliminar siguió adelante.
En 1956, el Tribunal Supremo, en el caso Bishop contra el pueblo de Estados Unidos, decretó que la condena de una persona que no se halla en pleno uso de sus facultades mentales es causa de nulidad del proceso. Si existen dudas acerca de la capacidad mental de una persona, el hecho de no llevar a cabo una adecuada investigación al respecto constituye un menoscabo de sus derechos constitucionales.
Al cabo de dos meses de estancia en la cárcel, nadie implicado en su acusación o su defensa había puesto en duda la capacidad mental de Ron Williamson. La evidencia era descaradamente obvia. Su historial médico era muy amplio y podía estar fácilmente a la disposición del tribunal. Sus desvaríos en la cárcel, aunque condicionados en cierto modo por la arbitraria administración de medicamentos por parte de su abogado y sus celadores, constituían una clara advertencia. La fama de que gozaba en Ada era bien conocida, especialmente por la policía.
Y su comportamiento irascible en la sala ya se había observado en otras ocasiones. Dos años atrás, cuando el fiscal había intentado anular la suspensión de pena por quebranto de la libertad condicional, Ron había armado tal alboroto que lo habían enviado a un hospital para una evaluación psiquiátrica. El tribunal lo presidía entonces John David Miller, el mismo juez que ahora tramitaba la vista preliminar. El propio Miller era quien entonces lo había considerado mentalmente incapacitado.
Ahora, dos años después y estando en juego una condena a muerte, el juez no veía ninguna necesidad de llevar a cabo un examen psiquiátrico de Ron.
La legislación de Oklahoma permite que un juez, incluso el de la vista preliminar, suspenda el procedimiento en caso de que haya alguna duda acerca de la capacidad mental de un acusado. No es necesaria ninguna petición por parte de la defensa. Casi todos los abogados luchan porque se evalúe el historial de problemas mentales de su cliente, pero, en ausencia de una petición expresa, el deber del juez es amparar los derechos constitucionales del acusado.
Barney Ward tendría que haber roto el silencio del juez. Como abogado de la defensa, éste habría debido solicitar una exhaustiva evaluación psicológica de su cliente. El siguiente paso habría sido solicitar una vista acerca de su capacidad mental, el mismo procedimiento de rutina que había seguido David Morris dos años atrás. El último paso habría sido una defensa basada en la enajenación mental.
En ausencia de Ron, la vista preliminar se desarrolló en paz y con toda normalidad. Duró varios días. Poco importaba establecer si Ron estaba o no capacitado para enfrentarse a un juicio.
El doctor Fred Jordan fue el primero en declarar. Especificó los detalles de la autopsia y la causa de la muerte: asfixia provocada por el cinturón alrededor del cuello o bien por la toallita introducida en la boca, o probablemente por ambas cosas a la vez.
Las mentiras empezaron con el segundo testigo, Glen Gore, el cual declaró que la noche del 7 de diciembre él estaba en el Coachlight con unos amigos, entre ellos Debbie Carter, una antigua compañera de colegio a la que conocía de casi toda la vida. En determinado momento, ella le pidió a Gore que la «salvara o la rescatara», pues Ron Williamson la estaba incordiando. Por lo demás, Gore declaró no haber visto a Dennis Fritz en el Coachlight aquella noche.
Durante las repreguntas, Gore afirmó haberle dicho todo esto a la policía el 8 de diciembre, pero en el informe del interrogatorio policial no se mencionaba a Ron Williamson. El informe tampoco se entregó a la defensa, tal como exigían las normas procesales.
De esta manera, Glen Gore se convirtió en el único testigo con pruebas directas contra Ron. Colocando a éste en conflicto con Debbie Carter apenas unas horas antes del asesinato, establecía técnicamente el nexo entre el asesino y la víctima. Todas las demás pruebas eran circunstanciales.
Sólo un fiscal tan cegado como Hill Peterson habría permitido que una escoria como Glen Gore se acercara lo más mínimo a su caso. Gore había sido conducido a la vista preliminar esposado. Cumplía una condena de cuarenta años de cárcel por allanamiento de morada, secuestro e intento de asesinato de un policía. Cinco meses atrás, Gore había allanado la casa de su ex esposa Gwen y la había tomado como rehén junto con la hija de ambos. Estaba borracho y las había retenido cinco horas a punta de pistola. Cuando el policía Rick Carson había mirado a través de una ventana, Gore le había disparado y alcanzado en la cara. Por suerte, la herida no fue grave. Antes de rendirse, Gore había disparado contra otro agente.
No era su primer altercado violento con Gwen. En 1986, durante la disolución de su inestable matrimonio, Gore allanó la vivienda de su mujer y la apuñaló con un cuchillo de carnicero. Ella sobrevivió y presentó denuncia, y ahora Gore se enfrentaba a dos acusaciones de robo en primer grado y una de lesiones graves.
Dos meses atrás lo habían acusado de atacar a Gwen y tratar de estrangularla.
En 1981 fue acusado de allanar la vivienda de otra mujer, y durante su servicio militar por agresión. Finalmente, contaba con una larga lista de condenas por delitos menores.
Una semana después de que su nombre se incluyera en la lista de testigos de cargo, alcanzó un acuerdo de declaración de culpabilidad a cambio de rebaja de la condena. Al mismo tiempo, se desestimó una acusación de secuestro y otra de agresión con arma blanca. Cuando Gore fue condenado, los padres de su exmujer presentaron una carta al tribunal, en la cual suplicaban una larga condena a prisión. La carta decía entre otras cosas:
Queremos que usted sepa lo peligroso que es este hombre. Pretende matar a nuestra hija, a nuestra nieta y a nosotros mismos. Así nos lo ha dicho. Hicimos un gran esfuerzo para asegurar el hogar de nuestra hija a prueba de allanamientos, pero todo falló. Detallar todas las veces que este hombre la ha atacado haría de esta una carta interminable. Por favor, conceda a nuestra hija el tiempo suficiente para criar a la niña antes de que él salga de la cárcel y empiece de nuevo a aterrorizarnos. La pequeña no se merece volver a pasar por un calvario así.
Barney Ward llevaba años sospechando que Glen Gore estaba implicado en el caso Carter. Era un delincuente habitual con un historial de violencia contra las mujeres, y era la última persona que había sido vista con la víctima. Resultaba insólito que la policía mostrara tan poco interés por Gore.
Sus huellas digitales jamás se entregaron al OSBI para su análisis. Se analizaron huellas de cuarenta y cuatro personas, pero no las de Gore. En determinado momento, éste había accedido a pasar por el detector de mentiras, pero la prueba nunca se realizó. La policía de Ada perdió las primeras muestras de cabello que Gore había facilitado dos años después del asesinato. Facilitó otras y puede que aun otras. Nadie lo recordaba exactamente.
Barney, con su asombrosa capacidad para escuchar y recordar los rumores que circulaban por los juzgados, creía que Gore hubiera debido ser investigado por la policía.
Y sabía que su insufrible chico, Ron Williamson, no era culpable.
El misterio Gore se explicó parcialmente catorce años más tarde. Glen Gore, todavía en la cárcel, firmó una declaración jurada en la cual decía que a principios de los ochenta él se dedicaba a la compraventa de droga en Ada, en particular metanfetamina. En algunas de sus transacciones estaban involucrados policías de Ada, concretamente un tal Dennis Corvin, a quien Gore calificaba de «proveedor habitual» que frecuentaba el Harold’s Club, donde Gore trabajaba.
Cuando Gore les debía dinero, los agentes lo detenían con falsos pretextos, pero habitualmente lo dejaban tranquilo. Y en su declaración jurada añadía: «A lo largo de los primeros ochenta siempre tuve claro que el trato favorable que recibía de los maderos se debía a que me dedicaba al trapicheos con ellos». Y: «El trato favorable terminó cuando dejé de trapichear con la bofia de Ada». Atribuía su condena a cuarenta años de cárcel al hecho de «no haber seguido actuando como camello por cuenta de la pasma de Ada».
Acerca de Williamson, Gore decía no recordar si Ron estaba en el Coachlight la noche del asesinato. Los policías le mostraron una serie de fotografías, señalaron a Ron y dijeron que ése era el hombre que les interesaba. «Y después me pidieron abiertamente que identificara a Williamson».
Y también: «Ni siquiera hoy sé si Williamson estaba en el bar la noche en que la chica fue asesinada. Hice la identificación porque eso era lo que la poli quería de mí».
La declaración jurada de Gore la preparó un abogado, respetando su lenguaje coloquial, y fue revisada por su propio abogado antes de que él la firmara.
El siguiente testigo de cargo fue Tommy Glover, un cliente habitual del Coachlight y uno de los últimos en ver a Debbie Carter. Su recuerdo inicial era haberla visto hablar con Glen Gore en el aparcamiento y cómo ella lo apartaba de un empujón antes de alejarse en su automóvil.
Pero cuatro años y siete meses después recordaba las cosas de una manera un poco distinta. Glover declaró en la vista preliminar que vio a Gore hablar con Debbie y luego subir a su coche y alejarse. Nada más y nada menos.
Charlie Carter declaró a continuación y contó el macabro hallazgo de su hija el 8 de diciembre de 1982.
El agente del OSBI Jerry Peters, «especialista en escenas de crimen», fue llamado al estrado. No tardó en contradecirse. A Barney le olió a chamusquina y lo machacó a propósito de sus dictámenes sobre la crucial huella palmar. En marzo de 1983, un dictamen firme, y en mayo de 1987, oh prodigio, un radical cambio de parecer. ¿Qué lo indujo a modificar su dictamen inicial de que la huella palmar no pertenecía a la víctima, ni a Ron Williamson ni a Dennis Fritz? ¿Acaso porque aquel dictamen favorecía precisamente los intereses de la acusación?
Peters reconoció que una llamada telefónica de Bill Peterson a principios de 1987 lo había inducido a tener dudas sobre su dictamen inicial. Tras la exhumación, un examen más minucioso de las huellas le hizo emitir un nuevo dictamen que, la postre, había resultado útil a la fiscalía, pero eso no era culpa suya.
Greg Saunders se incorporó al ataque en nombre de Dennis Fritz y afirmó que la prueba había sido manipulada. Sin embargo, se trataba sólo de una vista preliminar: aún no se requerían pruebas más allá de una duda razonable.
Peters declaró también que de las veintiuna huellas digitales halladas en el apartamento, diecinueve pertenecían a la víctima, una a Mike Carter y otra a Dennis Smith. Ninguna a Fritz ni a Williamson.
La estrella de la acusación fue la sorprendente Terri Holland. Desde octubre de 1984 a enero de 1985, Holland había sido inquilina de la cárcel del condado por extender cheques sin fondos. Sin relación con los asesinatos sin resolver, había resultado una llamativa y productiva estancia de cuatro meses.
Primero afirmó haber oído a Karl Fontenot reconocer todo lo relacionado con el secuestro y asesinato de Denice Haraway. Declaró en el primer juicio Ward/Fontenot en septiembre de 1985 y facilitó al jurado los espeluznantes detalles que los detectives Smith y Rogers le habían sugerido a Tommy Ward durante la confesión de su sueño. Tras haber declarado, fue condenada a una pena muy leve por librar cheques sin fondos, a pesar de contar en su haber con dos delitos anteriores. Ward y Fontenot fueron a parar al corredor de la muerte; Terri huyó del condado.
Dejó sin pagar unas cuantas multas judiciales y demás, cosa que en circunstancias normales las autoridades no se habrían tomado en serio. Pero la encontraron y la devolvieron al condado. Bajo la amenaza de nuevas acusaciones, de pronto se sacó de la manga una sorprendente noticia para los investigadores cuando estaba en la cárcel, había oído el relato de Fontenot y también a Ron Williamson hacer una detallada confesión.
¡Un verdadero golpe de suerte para la policía! No sólo habían obtenido una confesión —su herramienta de trabajo preferida, aunque fuese de un sueño—, sino que ahora contaban con una chivata, su segunda herramienta preferida.
Holland se mostró un tanto imprecisa sobre por qué no había comentado a nadie la confesión de Ron hasta bien entrada la primavera de 1987. Habían transcurrido más de dos años sin que dijese una palabra al respecto. Tampoco se le preguntó por qué corrió a informar a Smith y Rogers acerca de las confesiones de Fontenot.
Se lo pasó en grande con sus invenciones durante la vista preliminar. Con Ron ausente de la sala, se sintió libre de pergeñar toda suerte de historias. Contó un episodio en el cual Ron le había gritado a su madre por teléfono: «¡Te voy a matar tal como maté a Debbie Carter!» El único teléfono de la cárcel estaba en una pared de las oficinas. En las raras ocasiones en que se permitía a los reclusos efectuar llamadas, éstos se veían obligados a inclinarse sobre el mostrador, estirar el brazo para alcanzar el teléfono y hablar en presencia de quienquiera que estuviera en el mostrador de recepción. El que otro recluso pudiera escuchar furtivamente una conferencia era improbable, cuando no imposible.
Terri Holland declaró que una vez Ron telefoneó a una iglesia, le pidió tabaco a alguien de allí y amenazó con incendiar el edificio si no le llevaban unos cuantos paquetes.
Una vez más, nadie pudo contrastar sus palabras. Nadie le preguntó cómo era posible que una reclusa estuviera tan cerca de la zona de los hombres.
Peterson la fue guiando:
—¿Alguna vez le oyó decir algo acerca de lo que le había hecho a Debbie Carter?
—Sí, hablaba en el patio —contesto ella—. Fue justo cuando acababan de ingresar Tommy Ward y Karl Fontenot.
—¿Qué decía en el patio a propósito de lo que le había hecho a Debbie Carter?
—Pues… no sé cómo decirlo. Dijo que la muy bruja se creía mejor que él y que él le había demostrado lo contrario.
—¿Alguna otra cosa?
—Dijo que le había hecho el amor, aunque no lo dijo con estas palabras. No recuerdo qué palabra usó. Dijo que le había metido una botella de Coca-Cola o de ketchup por el trasero y las bragas por la garganta, y que eso había sido una buena lección.
Bill Peterson siguió adelante con preguntas que ya llevaban implícitas las respuestas.
—¿Mencionó si Debbie había dado su consentimiento para que le hiciera esas cosas?
—No. Dijo que le había hecho proposiciones, pero ella lo rechazó. Añadió que más le habría valido darle lo que él le pedía.
—Y ¿dijo que si la chica hubiera aceptado sus proposiciones él no habría tenido que…? —azuzó Peterson a su marioneta.
—Dijo que en ese caso no habría tenido que matarla.
Era asombroso que Bill Peterson, como fiscal obligado a buscar la verdad, hubiera podido extraer de alguien tantas mentiras.
Los chivatos siempre esperan algo a cambio. A Terri Holland le ofrecieron un trato para librarse de su apurada situación y salir de la cárcel. Aceptó un pago aplazado de sus deudas, pero muy pronto se olvidó de satisfacer las cuotas mensuales.
Por entonces pocas personas sabían que Terri Holland tenía una historia con Ron Williamson. Años atrás, cuando él vendía de puerta a puerta los productos Rawleigh, había tenido una curiosa experiencia sexual. Llamó a una puerta y una voz femenina le dijo que entrara. En cuanto lo hizo, una mujer llamada Marlene Keutel se le puso delante completamente desnuda. En la casa no había nadie más y una cosa llevó a la otra.
Marlene Keutel estaba mentalmente desequilibrada y una semana después de aquel episodio se suicidó. Ron regresó varias veces para venderle productos pero nunca la encontraba en casa. No sabía que había muerto.
La hermana de la suicida era Terri Holland. Poco después de aquel encuentro sexual, Marlene le comentó a Terri que Ron la había violado. No presentó ninguna denuncia y la idea ni siquiera le pasó por la cabeza. Aunque Terri sabía que su hermana estaba loca, seguía considerando a Ron culpable de su muerte. Él había olvidado hacía mucho tiempo aquel episodio y no tenía la menor idea de quién era Terri Holland.
El primer día de la vista preliminar siguió transcurriendo muy despacio a través de la exhaustiva declaración de Dennis Smith, el cual describió con lujo de detalles la escena del crimen y los pormenores de la investigación. La única sorpresa se produjo cuando el detective comentó los distintos escritos dejados por los asesinos: el mensaje en la pared garabateado con laca de uñas roja, el «no nos busquéis, o de lo contrario» escrito con ketchup en la mesa de la cocina, y las palabras casi ilegibles en la espalda y el vientre de Debbie. Los detectives Smith y Dennis se esmeraron en averiguar el origen de los escritos, y cuatro años atrás habían pedido a Fritz y Williamson que escribieran algo en una tarjeta blanca.
Ambos detectives carecían de experiencia en el análisis grafológico pero, sorprendentemente, llegaron a la conclusión de que las caligrafías se correspondían. Aquellas palabras escritas con bolígrafo en una tarjeta de cartulina eran sospechosamente similares a las del mensaje escrito en la pared y a las garabateadas en la cocina de Debbie Carter.
—Comunicaron sus sospechas a un agente del OSBI y, según Smith, este coincidió con ellos y les ofreció una confirmación «verbal» de sus conclusiones.
Durante las repreguntas a cargo de Greg Saunders, Smith declaró:
—Bueno, la escritura de Fritz y Williamson, según el agente del OSBI al que consultamos, era similar a la escritura encontrada en la pared del apartamento.
—¿También a la de la mesa?
—Ambas eran muy similares.
Minutos después, Barney machacó sin piedad a Smith. Le preguntó si podía presentar el informe del OSBI sobre la caligrafía de Ron.
—No hay tal informe porque no le entregamos la ficha reconoció el testigo.
Barney se mostró incrédulo. ¿Por qué no la habían entregado? En el OSBI había expertos grafológicos. Tal vez hubieran descartado a Ron y Dennis como sospechosos.
Smith se puso a la defensiva.
—Había similitudes en la escritura, pero, verá, todo se basó en nuestras observaciones, no fue nada científico. Quiero decir que vimos similitudes, ¿comprende?, porque la verdad es que comparar dos clases de escritura de este tipo es prácticamente imposible. Había un mensaje escrito con un pincel y otro con bolígrafo, y eso son dos clases de escritura distintas.
Barney replicó:
—Vaya, hombre, ¿trata de decirle a este tribunal que tal vez estos dos chicos, Dennis Fritz y Ronnie Williamson, se turnaron con el pincel de la laca o esmalte de uñas? Ya me entiende, cada uno de ellos escribía una letra o una palabra, y ambos se iban alternando. ¿A eso se refiere usted?
—No, pero nuestra opinión es que los dos intervinieron en la escritura, aunque no necesariamente en la misma palabra o frase. Recuerde que había varios escritos en el apartamento.
Aunque la declaración sobre la escritura tenía el propósito de promover el avance de la causa, al final acabaría resultando demasiado endeble para que el fiscal pudiera utilizarla en el juicio.
Al finalizar el primer día, al juez Miller le preocupaba la ausencia de Ron. En una reunión celebrada en su despacho, expresó sus inquietudes a los dos abogados.
—He leído alguna jurisprudencia acerca de la ausencia del acusado. Voy a pedir que traigan de nuevo al señor Williamson sobre las nueve menos cuarto y le preguntaré una vez más por su deseo de no estar presente.
A lo cual Barney, en un sincero deseo de ayudar, repuso;
—¿No querrá usted que lo atiborre con cien miligramos de…?
—Yo no he dicho eso —le soltó Miller.
A las 8.45 de la mañana siguiente, Ron fue escoltado a la sala. El juez se dirigió a él.
—Señor Williamson, ayer expresó usted su deseo de no estar presente durante la vista preliminar.
—Ni siquiera deseo estar aquí —dijo Ron—. Yo no tuve nada que ver con el asesinato de esa chica. Yo nunca… no sé quién la mató. No sé nada al respecto.
—Muy bien. Aun así, puede exigir su derecho a estar presente si así lo desea, pero tendrá que prometer y estar dispuesto a no comportarse de manera perturbadora y desordenada. Eso es lo que tendrá que hacer para exigir este derecho. ¿Desea estar presente?
—No, no deseo estar aquí.
—¿Pero sabe que tiene derecho a estarlo y escuchar las declaraciones de todos los testigos?
—No deseo estar aquí. No puedo impedir que ustedes hagan lo que quieran, pero estoy harto de soliviantarme por este motivo; me ha hecho sufrir demasiado. Simplemente, no quiero estar aquí.
—Muy bien pues, es su decisión. ¿No desea estar presente?
—No.
—¿Y renuncia a su derecho a replicar a los testigos de conformidad con la Constitución?
—Sí, renuncio. Pueden acusarme de algo que no hice. Pueden hacer lo que quieran. —Miró a Gary Rogers y le dijo—: Usted me da miedo, Gary. Puede acusarme después de haber pasado cuatro años y medio hostigándome. Todos ustedes lo pueden hacer porque son los que mandan, no yo.
Ron fue conducido de nuevo a la cárcel y la vista se reanudó con la declaración de Dennis Smith. A continuación, Gary Rogers hizo una aburrida descripción de la investigación y después los agentes del OSBI Melvin Hett y Mary Long declararon acerca de las pruebas forenses: análisis de huellas digitales, cabellos, sangre y saliva.
Cuando el fiscal finalizó su intervención, Barney llamó a diez testigos, todos funcionarios de la prisión, en activo o retirados. Ninguno de ellos recordó haber oído jamás nada similar a lo que Terri Holland afirmaba haber oído.
Finalizadas las declaraciones de los testigos, los abogados de la defensa pidieron al tribunal que desestimara las acusaciones de violación, prescritas en virtud de que no se habían presentado dentro de los tres años posteriores a la comisión del delito, tal como exige la legislación de Oklahoma. El asesinato no tiene ninguna prescripción temporal, a diferencia de los demás delitos. El juez Miller contestó que más adelante dictaría una resolución al respecto.
Dennis Fritz pasaba casi inadvertido en medio de aquella barahúnda. El objetivo principal de Peterson era Ron Williamson y todos sus testigos estrella —Gore, Terri Holland, Gary Rogers (con la confesión del sueño)— habían declarado en contra de Ron. La única prueba que relacionaba remotamente a Fritz con el asesinato era la declaración de Melvin Hett acerca del análisis capilar.
Greg Saunders argumentó larga y fundadamente que la acusación no había demostrado la relación de Dennis Fritz con el asesinato. El juez Miller lo tomó en consideración.
Barney se incorporó al ruedo pidiendo que se desestimaran todas las acusaciones, dada la endeblez de las pruebas, y Greg lo apoyó en todo. Al ver que el juez no iba a dictar inmediatamente una resolución y que se tomaba en serio las alegaciones de la defensa, tanto la policía como los fiscales comprendieron que necesitaban más pruebas.
Los peritos científicos ejercen una gran influencia sobre los jurados, especialmente en las pequeñas ciudades, y cuando además son funcionarios del estado, sus opiniones contra los acusados se consideran infalibles.
Barney Ward y Greg Saunders sabían que las declaraciones de los funcionarios del OSBI acerca de los análisis capilares y dactilares eran dudosas, pero para rebatirlas necesitaban bases sólidas. Se les permitiría someter a repreguntas a los peritos para tratar de desacreditarlos, aunque los abogados raras veces ganan semejantes intentos. Es muy difícil atrapar en falta a un perito y los jurados suelen confundirse con facilidad. Lo que necesitaba la defensa era contar con uno o dos peritos en su mesa.
Ambos presentaron una petición en este sentido. Tales peticiones suelen ser frecuentes pero raras veces son atendidas. Los peritos cuestan dinero y muchos funcionarios locales, incluidos los jueces, muestran reticencia ante la idea de obligar a los contribuyentes a pagar la defensa de un insolvente cuyos costes se disparan.
La petición fue desestimada y nadie mencionó que el abogado principal era ciego. Si alguien necesitaba ayuda en el análisis de fibras capilares y huellas digitales, ése era Barney Ward.