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Ron Williamson estaba muy al tanto del caso Haraway. Tras cumplir seis meses de su condena de tres años, le concedieron la libertad condicional y regresó a Ada bajo arresto domiciliario, lo que limitaba severamente sus movimientos. Como era de esperar, no dio resultado. Ron no recibía tratamiento médico y era incapaz de cumplir con los horarios, las fechas o cualquier otra cosa.

En noviembre lo acusaron de «haber abandonado su domicilio deliberada e ilegalmente, sin autorización del oficial de libertad condicional, estando en situación de arresto domiciliario como parte de su condena por falsificación documentaria».

Ron alegó que había bajado a la calle por tabaco y regresado a su casa media hora después de lo previsto. Fue encarcelado, y cuatro días después lo acusaron de quebrantar la libertad condicional. Se declaró insolvente y solicitó un abogado de oficio nombrado por el tribunal.

En la cárcel no se hablaba más que del caso Haraway. Tommy Ward y Karl Fontenot ya estaban allí. Los reclusos hablaban de todo ello por los codos. Ward y Fontenot ocupaban el centro de la atención porque su delito era ciertamente sensacional. Tom contó que en realidad había confesado un mero sueño y describió los métodos utilizados por Smith, Rogers y Featherstone. Los detectives eran bien conocidos por su público.

Tommy insistía en que no había tenido nada que ver con la desaparición de Denice Haraway. Los verdaderos asesinos seguían en libertad, repetía una y otra vez, riéndose de los dos imbéciles que habían confesado y de los policías que los habían inducido a hacerlo mediante engaño.

Sin el cuerpo del delito, el fiscal Bill Peterson se enfrentaba a un impresionante desafío legal. Su acusación se basaba exclusivamente en dos confesiones grabadas. Los hechos contradecían prácticamente todo lo que contenían las cintas, y las confesiones se contradecían entre sí. Peterson tenía los retratos robot de los sospechosos, pero hasta eso era problemático. Estaba claro que uno de ellos se parecía a Tommy Ward, pero nadie había señalado que el otro no se parecía ni de lejos a Karl Fontenot.

El día de Acción de Gracias quedó atrás sin que se hubiera encontrado el cadáver. Después llegó Navidad. En enero de 1985, Peterson convenció a un juez de que existían suficientes pruebas de que Denice Haraway estaba muerta. Durante una vista preliminar, las confesiones grabadas se oyeron en una sala abarrotada de gente. La reacción fue de sobresalto, aunque muchos repararon en las contradicciones en que incurrían Ward y Fontenot. No obstante, había llegado la hora de celebrar un juicio, con cadáver o sin él.

Sin embargo, los entresijos legales también contaban, y dos jueces se declararon incompetentes. Poco a poco, la búsqueda del cadáver perdió fuelle y, un año después de los hechos, finalmente se suspendió. Casi todos en Ada estaban convencidos de que Ward y Fontenot eran culpables —¿por qué si no habrían confesado?—, pero muchos también hacían conjeturas acerca de la ausencia de pruebas. ¿Por qué se postergaba tanto el juicio?

En abril de 1985, un año después de la desaparición de Denice, el Ada Evening News publicó un reportaje de Dorothy Hoghe acerca de la frustración de la ciudad a propósito del lento ritmo de las investigaciones. «Dos horrorosos crímenes sin resolver obsesionan a nuestra ciudad», rezaba el titular, y Hogue presentaba un resumen de ambos. Acerca del caso Haraway, escribía: «Aunque las autoridades han realizado batidas en muchas zonas, tanto antes como después de las detenciones de Ward y Fontenot, jamás se ha encontrado el menor rastro de Denice. Sin embargo, el detective Smith está convencido de que el caso se ha resuelto». Las presuntas confesiones ni siquiera se mencionaban.

Acerca del caso Carter, Hogue escribió: «Las pruebas encontradas en la escena del crimen y las relacionadas con el sospechoso se enviaron al laboratorio de la Agencia Estatal de Investigación hace menos de dos años, pero la policía dice que aún están a la espera de los resultados». Se comentaba la acumulación de trabajo en el OSBI. Dennis Smith dijo: «La policía tiene un sospechoso, pero aún no se ha detenido a nadie en relación con el caso».

En febrero de 1985, Ron compareció ante un juez para responder del quebrantamiento de la libertad condicional. Su abogado de oficio era David Morris, un hombre que conocía muy bien a la familia Williamson. Ron se declaró culpable y fue condenado a dos años de cárcel, buena parte de los cuales quedarían suspendidos si Ron 1) seguía algún tratamiento psicológico, 2) no se metía en problemas, 3) no abandonaba el condado de Pontotoc y 4) se abstenía de consumir bebidas alcohólicas.

Meses después fue detenido en estado de embriaguez en el condado de Pottawatomie. Bill Peterson presentó una petición de anulación de la suspensión de la condena y de cumplimiento del resto de la misma. David Morris fue nombrado nuevamente por el tribunal para que lo representara. La vista de anulación de la suspensión de la condena se celebró el 26 de julio en presencia del juez especial de distrito John David Miller, o por lo menos se intentó celebrar. Ron, que no se estaba medicando, se negó a guardar silencio. Discutió con Morris, con el juez Miller y con los alguaciles, y opuso tanta resistencia que la vista tuvo que aplazarse.

Tres días más tarde volvieron a intentarlo. El juez Miller pidió a los alguaciles que advirtieran a Ron acerca de su comportamiento, pero éste entró en la sala gritando y soltando maldiciones. El juez le hizo repetidas advertencias y él lo increpó repetidamente. Pidió un nuevo abogado y, al preguntarle el juez por qué, no supo responder.

Su comportamiento fue atroz pero, incluso en medio del alboroto, evidenció que necesitaba ayuda terapéutica. A veces parecía centrarse en lo que estaba ocurriendo, pero a los pocos momentos empezaba a desvariar y pronunciar frases inconexas. Se mostraba furioso y amargado y despotricaba contra el mundo.

Después de varias advertencias, el juez Miller lo envió de nuevo a la cárcel y la vista volvió a aplazarse. Al día siguiente, David Morris presentó una petición para que se examinara el estado mental de Ron. Y otra para ser relevado de su defensa.

En su retorcido mundo, Ron se veía a sí mismo como una persona completamente normal. Así pues, se sintió agraviado por el hecho de que su abogado pusiera en tela de juicio su equilibrio mental y, enfurruñado, le retiró la palabra. Morris estaba hasta la coronilla.

Su petición de un examen mental fue aceptada, pero no así la petición para ser relevado del caso.

Dos semanas más tarde se inició la vista y rápidamente se suspendió. Ron estaba más alterado que nunca. El juez Miller ordenó una evaluación psiquiátrica exhaustiva.

A principios de 1985 le diagnosticaron un avanzado cáncer de ovario a Juanita Williamson. Había vivido dos años y medio con los constantes rumores de que su hijo había matado a Debbie Carter y quería que el caso se resolviera antes de su muerte.

Juanita era muy minuciosa en cuestiones de papeleo. Llevaba décadas escribiendo un detallado diario. Los archivos de su local de belleza eran escrupulosos; en un minuto podía decirle a cualquier clienta las fechas de sus últimas citas. No arrojaba nada a la papelera, ni siquiera facturas pagadas, cheques anulados, recibos antiguos, carnets de notas de sus hijos y demás.

Había examinado cien veces su diario y sabía que la noche del 7 de diciembre de 1982, Ron había estado en casa con ella. Se lo había dicho a la policía en más de una ocasión. La teoría de la policía era que Ron podía haber abandonado furtivamente la casa, cruzado rápidamente el callejón trasero, cometido el delito y regresado a casa. Olvidando la ausencia de móvil. Olvidando las mentiras de Glen Gore respecto a que aquella noche había visto a Ron en el Coachlight importunando a Debbie Carter. Minucias sin importancia; la policía ya tenía a su hombre.

Pero la policía también sabía que Juanita Williamson era una mujer muy respetada. Era una devota cristiana conocida en todas las iglesias pentecostales. Tenía cientos de clientas en mi salón de belleza y a todas las trataba como amigas íntimas. En caso de que Juanita subiera al estrado de los testigos y declarara que su hijo estaba en casa la noche del asesinato, el jurado la creería. Puede que el chico tuviera problemas, pero no cabía duda de que había sido educado con sólidos principios.

Ahora Juanita recordó otra cosa. En 1982 empezaba a popularizarse el alquiler de vídeos, y una tienda muy cercana a su casa estaba haciendo su agosto. El 7 de diciembre Juanita alquiló un reproductor de vídeo y cinco de sus películas preferidas, que ella y Ron estuvieron viendo hasta la madrugada siguiente. Así pues, él estaba en casa aquella noche, en el sofá del estudio, pasándolo bomba con aquellas películas antiguas en compañía de su madre. Y Juanita conservaba el ticket del alquiler.

David Morris siempre se había encargado de los pequeños trámites legales que Juanita necesitaba. La admiraba muchísimo y algunas veces le había hecho el favor de representar a Ron en algunos de sus líos, a pesar de que éste distaba mucho de ser un cliente ideal. Morris escuchó su relato, examinó el ticket y no tuvo la menor duda. Lanzó también un suspiro de alivio porque, como todos en la ciudad, él también había oído los constantes rumores acerca de la participación de Ron en el asesinato de Debbie Carter.

Morris se dedicaba sobre todo al derecho penal y le tenía respeto a la policía de Ada. Pero los conocía, y concertó una reunión entre Dennis Smith y Juanita. La llevó en su coche a la comisaría y estuvo presente mientras ella le explicaba las cosas al detective. Este la escuchó atentamente, examinó el ticket de la tienda de vídeo y le propuso grabar una declaración. Faltaría más.

David Morris miró a través de una ventana mientras acompañaban a Juanita a una silla y ésta, de cara a la cámara, contestaba a las preguntas de Smith. Durante el camino de regreso a casa, la mujer se mostró muy tranquila, convencida de que todo se había arreglado.

Si en el aparato de vídeo había una cinta, ésta jamás se visionó. Si el detective redactó un informe acerca de la entrevista, éste jamás se presentó en ninguna instancia jurídica.

En la cárcel, Ron se preocupaba por su madre. En agosto Juanita ya estaba agonizando en el hospital, pero a él no le permitieron visitarla.

Aquel mes, por orden judicial, volvió a examinarlo el doctor Charles Amos, el cual le hizo rellenar algunos tests. Observó que Ron escribía «verdadero» en todas las respuestas. Al preguntarle Amos por qué, Ron replicó:

—¿Qué es más importante, esta prueba o mi madre?

La evaluación se suspendió, pero Amos anotó: «Cabe señalar que el señor Williamson muestra un acusado deterioro de la función emocional desde nuestro último encuentro en 1982».

Ron suplicó a la policía que le permitieran ver a su madre moribunda. Annette también lo pidió. A lo largo de los años, ésta había hecho amistad con los funcionarios de la cárcel. Cuando le llevaba galletas y bizcocho de chocolate con nueces a su hermano, llevaba también para el resto de los reclusos y los funcionarios. Hasta había preparado comidas enteras para todos en la cocina de la cárcel.

El hospital no quedaba muy lejos, aducía Annette. Y Ada era una localidad muy pequeña; todo el mundo conocía a Ron y su familia. No era probable que se agenciara un arma y causara daño a nadie. Al final, se llegó a un acuerdo y Ron fue autorizado a salir de la cárcel pasada la medianoche, con grilletes y custodiado por agentes del sheriff. Fue conducido al hospital, donde lo sentaron en una silla de ruedas y lo empujaron por el pasillo.

Juanita había dicho que no quería ver a su hijo esposado. Annette suplicó a los policías que satisficieran ese deseo de su madre y ellos accedieron a regañadientes. Pero luego se olvidaron de ello, y no le quitaron las esposas ni los grilletes de los tobillos. Ron pidió que lo liberaran un momento mientras veía a su madre por última vez. No pudo ser. Le dijeron que permaneciera sentado en la silla de ruedas.

Ron pidió una manta para cubrir las esposas y los grilletes. Los policías vacilaron un instante, pero cedieron. Lo entraron en la silla de ruedas en la habitación de Juanita e insistieron en que Annette y Renee se retiraran. Ellas solicitaron quedarse para que la familia estuviese reunida por última vez.

—Es un riesgo de seguridad —alegaron los agentes—. Vayan y esperen en el pasillo.

Ron dijo a su madre lo mucho que la quería, lo mucho que lamentaba haberse convertido en un desastre y todas las decepciones que le había hecho sufrir. Lloró y le pidió su perdón, cosa que ella le concedió, naturalmente. Ron mencionó algunos pasajes de las Sagradas Escrituras, pero la intimidad resultaba un poco difícil porque los policías se habían quedado en la habitación, vigilantes.

La despedida fue muy breve. Los agentes la interrumpieron a los pocos minutos, pues tenían que regresar a la cárcel. Annette y Renee oyeron llorar a su hermano mientras se lo llevaban en la silla de ruedas.

Juanita murió el 31 de agosto de 1985. Al principio, la prisión rechazó la petición de la familia de que Ron asistiera al entierro. Se ablandaron sólo cuando el marido de Annette se ofreció a pagar a dos exagentes del sheriff, que eran primos suyos, para que vigilaran estrechamente a Ron durante la ceremonia.

Para incrementar el efecto dramático, la policía trató su presencia en el funeral como un asunto de máxima seguridad. Ordenaron que todo el mundo estuviera sentado antes de que entrara el preso. Y se negaron a quitarle las esposas. Estaba clara la necesidad de semejantes precauciones, tratándose de un delincuente que había falsificado un cheque por valor de dólares.

El templo estaba abarrotado de gente. El féretro abierto se encontraba delante del altar para que todo el mundo pudiera ver el afilado perfil de Juanita. Se abrieron las puertas de atrás y su hijo avanzó por el pasillo escoltado por sus guardias. Tenía los tobillos aherrojados al igual que las muñecas, y ambas cadenas estaban unidas a otra alrededor de la cintura. Mientras avanzaba con medios pasos, el ruido de las cadenas contribuyó a inquietar aún más a los asistentes. Cuando vio a su madre en el féretro, Ron empezó a sollozar.

—Lo siento, madre —balbuceó—. Lo siento en el alma.

Los sollozos se convirtieron en gemidos a medida que se acercaba al ataúd.

Lo acomodaron en su asiento con un guardia a cada lado y las cadenas que matraqueaban al menor movimiento.

Sentado en la Primera Iglesia de la Santidad Pentecostal, en el templo donde había rezado de niño, donde Annette seguía tocando el órgano todos los domingos por la mañana y donde su madre jamás se había perdido una reunión, Ron lloró mientras contemplaba el marchito rostro de su abnegada progenitora.

Después de la ceremonia se sirvió un almuerzo en la sala de la comunidad. Ron se dirigió hacia allí arrastrando los pies, flanqueado por los guardias. Llevaba casi un año alimentándose con la austera comida de la cárcel, por lo que la sencilla comida que le ofrecieron le representó un festín. Annette pidió a los guardias que le quitaran las esposas, en vano. Ella suplicó en voz baja. No hubo caso.

La familia y los amigos contemplaron con tristeza cómo Annette y Renee se turnaban para darle de comer.

En el lugar de la sepultura, después de oír algunos pasajes de las Sagradas Escrituras y unas oraciones, los presentes desfilaron por delante de Annette, Renee y Ron para darles el pésame y pronunciar palabras de consuelo. Hubo compasivos apretones de manos y sentidos abrazos, pero no por parte de Ron. Imposibilitado de levantar los brazos, éste se vio obligado a corresponder con torpes besos en las mejillas de las mujeres y desmañados apretones de manos acompañados de chirridos de cadenas a los hombres. Corría septiembre, aún hacía mucho calor y el sudor le perlaba la frente y le resbalaba por las mejillas. Annette y Renee se encargaban de enjugarle el rostro cada poco.

El doctor Charles Amos presentó al tribunal un informe que acreditaba que Ron Williamson era una persona mentalmente enferma según las leyes de Oklahoma, incapaz de comprender las acusaciones que pesaban sobre él e incapaz de colaborar con su abogado defensor, y añadía que no recuperaría el pleno uso de sus facultades mentales sin someterse a un tratamiento. El médico señalaba también que, en caso de que Ron fuera puesto en libertad sin tratamiento, podría suponer un peligro para sí mismo y para los demás.

El juez Miller aceptó los criterios del doctor Amos y declaró a Ron mentalmente incapacitado. Lo trasladaron al hospital estatal en Vinita para una ulterior evaluación y tratamiento. Allí lo visitó el doctor R. D. Garcia, quien le recetó Dalmane y Restoril para el insomnio, Mellaril para las alucinaciones y los delirios, y Thorazine para la esquizofrenia, la hiperactividad, la agresividad y la fase álgida de la depresión maníaca. Los medicamentos le fueron administrados durante unos días y Ron se tranquilizó y empezó a mejorar.

Al cabo de un par de semanas, el doctor Garcia informó: «Es un sociópata y tiene un historial de abuso de alcohol. Debe seguir tomando 100 mg de Thorazine cuatro veces al día. No presenta riesgo de fuga».

Respondiendo a unas preguntas por escrito del tribunal, el doctor García contestó: «1) Es una persona capaz de comprender las acusaciones formuladas contra él. 2) Es capaz de hablar con un abogado y ayudarlo racionalmente en la preparación de su defensa. 3) Ya no está mentalmente enfermo. 4) Aunque fuera puesto en libertad sin tratamiento, terapia o preparación, probablemente no supondría una amenaza significativa para sí mismo o para terceros, a menos que se agudizase su faceta sociópata, especialmente en caso de un elevado consumo de alcohol».

Ron fue devuelto a Ada, donde se iba a reanudar el juicio pendiente. Sin embargo, en lugar de ampliar o cotejar el informe inicial del doctor García, el juez Miller se limitó a aceptar sin más sus conclusiones. Ron, mentalmente incapacitado por orden judicial, jamás fue declarado capacitado.

Basándose en las conclusiones del doctor García, la sentencia de suspensión de la pena fue revocada y Ron fue enviado de nuevo a la cárcel para el cumplimiento del resto de sus dos años de condena. Al salir del hospital, le entregaron Thorazine suficiente para dos semanas.

En septiembre, Tommy Ward y Karl Fontenot fueron sometidos a juicio en Ada. Sus abogados habían luchado con denuedo para que sus casos se ventilasen por separado y, sobre todo, fuera del condado de Pontotoc. Denice Haraway seguía desaparecida y su caso era objeto de muchos comentarios, además de que cientos de ciudadanos habían participado en las labores de búsqueda. Su suegro era un prestigioso dentista local. Ward y Fontenot llevaban once meses en la cárcel y sus confesiones habían sido un tema candente en los bares, cafeterías y salones de belleza desde octubre, cuando se habían publicado en la prensa.

¿Cómo podían esperar un jurado imparcial? Normalmente, los juicios que generan excesiva expectación se trasladan a otras jurisdicciones. Sin embargo, las peticiones en ese sentido fueron rechazadas.

La otra batalla previa al juicio atañía a las confesiones. Los abogados de Ward y Fontenot las declaraban inadmisibles, especialmente por los métodos utilizados por la policía para conseguirlas. Las historias que habían contado los chicos eran claramente falsas; no había ni una prueba material que corroborara sus dichos.

Peterson contraatacó con todas sus fuerzas. Sin las cintas, no podía formular ninguna acusación. Después de largas y acaloradas discusiones, el juez decretó que el jurado podría ver las grabaciones de las confesiones.

El ministerio público llamó a cincuenta y un testigos, pocos de los cuales aportaron algo significativo. Muchos eran amigos de Denice Haraway y subieron al estrado sólo para confirmar que había desaparecido y era dada por muerta. El juicio sólo presentó una sorpresa. Una delincuente habitual llamada Terri Holland fue llamada como testigo y declaró ante el jurado que en octubre, cuando Karl Fontenot ingresó en la cárcel del condado, ella se encontraba recluida allí. Ambos hablaban a veces y él le había contado que, junto con Tommy Ward y Odell Titsworth, había secuestrado, violado y asesinado a la chica Haraway.

Fontenot negó conocer de nada a la mujer.

Terri Holland no fue la única chivata de la cárcel en declarar como testigo. Un delincuente de poca monta llamado Leonard Martin también se encontraba entre rejas. La fiscalía lo llevó a rastras al juicio y, una vez allí, declaró haber oído a Karl repitiendo solo en su celda: «Sabía que nos iban a trincar. Sabía que nos iban a trincar».

Tales fueron las pruebas del fiscal, unas pruebas presentadas con el fin de convencer a un jurado de que dictara un veredicto de culpabilidad más allá de toda duda razonable.

En ausencia de pruebas materiales, las confesiones grabadas eran cruciales, pero estaban llenas de contradicciones y mentiras obvias. La acusación se vio obligada a reconocer grotescamente que Ward y Fontenot habían mentido, pese a lo cual pedía al jurado que creyera sus confesiones de todos modos.

«Por favor, olvídense de Titsworth porque él no tuvo realmente nada que ver».

«Por favor, pasen por alto cuestiones insignificantes como la casa incendiada con el cadáver dentro, porque la casa había sido incendiada diez meses atrás».

Llevaron a la sala unos monitores en mesillas de ruedas y se redujeron las luces. Se conocieron entonces los detalles más espeluznantes y, de esta manera, Ward y Fontenot fueron enviados directamente al corredor de la muerte.

En su alegato final —era su primer caso de asesinato—, Chris Ross optó por el máximo dramatismo. Con gráfica elocuencia recordó los detalles más truculentos de las confesiones: las heridas de arma blanca, la sangre y las entrañas desparramadas, la brutal violación y apuñalamiento de aquella muchacha tan bella, y finalmente la horrible quema del cuerpo.

Los miembros del jurado estaban horrorizados. Después de unas breves deliberaciones dictaron veredictos de culpabilidad, y el juez condenó a muerte a los dos acusados.

Pero la verdad es que el cuerpo no había sido acuchillado y tampoco quemado, a pesar de lo que Ward y Fontenot hubieran manifestado en sus falsas confesiones y a pesar de lo que Bill Peterson y Chris Ross le hubieran dicho al jurado.

Denice Haraway había sido asesinada de un solo disparo de escopeta en la cabeza. Sus restos fueron encontrados el siguiente mes de enero por un cazador en la espesura del bosque cerca de Gerty, pueblo del condado de Hughes, a cuarenta y cinco kilómetros de Ada y lejos de cualquier lugar donde se la hubiera buscado.

Aquello habría debido convencer a todos los interesados de que Ward y Fontenot habían soñado efectivamente sus ridículas historias y habían sido obligados a confesar por medio de coacciones. Pero no fue así.

Aquello habría debido inducir a las autoridades a reconocer su error y emprender la búsqueda del verdadero asesino. Pero no fue así.

Después del juicio, pero antes de que se descubriera el cadáver, Tommy Ward estaba esperando su traslado al corredor de la muerte de McAlester, una prisión a ochenta y cinco kilómetros al este de Ada. Todavía aturdido por los acontecimientos que lo habían conducido a aquel desastre, estaba asustado, perplejo y deprimido. Un año atrás era un típico veinteañero de Ada en busca de un buen trabajo, una fiesta divertida y una chica bonita.

Los verdaderos asesinos andaban sueltos por ahí, pensaba, riéndose de ellos dos y de la policía. Se preguntó si ellos, los asesinos, habrían tenido la desvergüenza de presenciar su juicio. ¿Por qué no? Estaban a salvo.

Un día recibió la visita de dos policías de Ada. Ahora eran sus amigos, sus valedores, preocupados por la suerte que le esperaba en McAlester. Se mostraban considerados, tranquilos y mesurados. Nada de amenazas, gritos o maldiciones, nada de mencionar inyecciones letales. Deseaban de veras encontrar el cadáver de Denice Haraway, y por eso le ofrecían un trato. Si Tommy les revelaba dónde estaba enterrada, ellos ejercerían presión en el despacho de Peterson y conseguirían que la condena a muerte se conmutara por cadena perpetua. Afirmaban tener autoridad para ello, pero no era cierto.

Tommy no sabía dónde estaba el cadáver y no se cansaba de repetirlo, como desde hacía casi un año: él no tenía nada que ver con ningún crimen. Incluso enfrentado a la muerte, Tommy Ward seguía sin poder decir lo que la policía quería oír.

No mucho después de las detenciones de Ward y Fontenot, su caso había llamado la atención de un prestigioso periodista de Nueva York, Robert Mayer, que por entonces vivía en el Sudoeste: se la contó la mujer con quien salía, cuyo hermano estaba casado con una hermana de Ward.

A Mayer le intrigó la historia del sueño y el estrago que estaba causando. ¿Por qué, se preguntó, iba alguien a confesar un crimen terrible a partir de un sueño? Se desplazó a Ada y empezó a investigar los hechos. A lo largo del prolongado proceso previo al juicio y después durante el juicio propiamente, Mayer hizo averiguaciones por toda la ciudad e investigó a su gente, el delito, la policía, los fiscales y, especialmente, a Ward y Fontenot.

Los lugareños lo observaban con recelo. Les parecía raro que un verdadero periodista anduviese indagando y sondeando para escribir cualquiera sabía qué. No obstante, con el tiempo Mayer se ganó la confianza de casi todos. Entrevistó a fondo a Bill Peterson. Mantuvo largos encuentros con los abogados de la defensa. Pasó horas con los policías. Durante una de las entrevistas, el detective Smith le habló de la presión que suponía para ellos el hecho de tener dos asesinatos sin resolver en una localidad tan pequeña. Sacó una fotografía de Debbie Carter y se la mostró a Mayer.

—Sabemos que Ron Williamson la mató —añadió—. Lo que ocurre es que todavía no podemos demostrarlo.

Cuando inició su investigación, Mayer pensaba que había un cincuenta por ciento de probabilidades de que los chicos fueran culpables. Pero muy pronto quedó consternado por la conducta de Smith y Rogers y por los procedimientos legales contra Ward y Fontenot. No había ninguna prueba aparte de unas confesiones que, por espeluznantes que fueran, estaban tan plagadas de contradicciones que nadie podía tomarlas en serio.

Pese a ello, Mayer trató de ofrecer una imagen equilibrada del crimen y del juicio. Su libro Los sueños de Ada fue publicado por Viking en abril de 1987 y esperado con gran expectación en la ciudad.

La reacción fue rápida y previsible. Algunos desestimaron el libro a causa de la amistad del autor con la familia Ward. Otros estaban convencidos de que los chicos eran culpables porque habían confesado, por lo cual nada podría hacerles cambiar de opinión.

Pero también había una extendida creencia de que la policía y los fiscales habían metido la pata, enviando a la cárcel dos inocentes y dejando fuera a los verdaderos asesinos.

Dolido por las críticas —no es frecuente que un libro sobre el caso de un fiscal de una pequeña localidad resulte poco halagador para él—, Bill Peterson retomó furiosamente el caso Carter. Tenía algo que demostrar.

La investigación se estaba pudriendo —la pobre chica llevaba más de cuatro años muerta—, pero ya era hora de encerrar a alguien. Peterson y la policía llevaban años creyendo que el asesino era Ron Williamson. Puede que Dennis Fritz estuviera implicado y puede que no, pero sabían que Williamson había estado en el apartamento de la víctima aquella noche. Carecían de pruebas, simplemente tenían la convicción moral.

Ron había salido de la cárcel y se encontraba de nuevo en Ada. Al morir su madre en 1985, él estaba en la cárcel a la espera de la vista sobre su estado mental y se enfrentaba con la perspectiva de otros dos años de prisión. Annette y Renee habían vendido a regañadientes la casita donde habían crecido. Cuando en octubre de 6 obtuvo una nueva libertad condicional, no tenía ningún sitio donde vivir. Se instaló con Annette, su marido y su hijo y durante unos días se esforzó por adaptarse. Pero enseguida recuperó sus antiguas costumbres: comidas a horas intempestivas que preparaba metiendo un ruido infernal, televisor encendido toda la noche a pleno volumen, tabaco, alcohol y siestas durante todo el día en el sofá. Al cabo de un mes, con los nervios a flor de piel y su familia hecha polvo, Annette tuvo que pedirle que se marchara.

En el momento de su puesta en libertad, el Departamento de Prisiones había concertado una cita para que Ron fuera recibido por una asistente social de la clínica psiquiátrica de Ada. El 15 de octubre conoció a Norma Walker, la cual comprobó que estaba tomando litio, Navane y Artane. Ron le pareció simpático, con pleno dominio de sí mismo aunque un poco extraño, «a veces se queda mirando sin decir nada durante más de un minuto». Dijo tener intención de matricularse en estudios bíblicos y quizá convertirse en clérigo. O puede que montara su propia empresa constructora. Grandes proyectos, tal vez un poco exagerados, pensó Norma Walker.

Dos semanas más tarde, todavía bajo medicación, acudió a la segunda cita en la clínica y dio la impresión de que todo iba bien. Se saltó las dos siguientes y, cuando se presentó el 9 de diciembre, pidió ver a la doctora Marie Snow. Había dejado de tomar la medicación porque salía con una chica que no creía en ellos. La doctora Snow trató de convencerlo de que volviera a tomarlos, pero él contestó que Dios le había ordenado dejar la bebida y todas las drogas.

Faltó a las citas del 18 de diciembre y el 14 de enero. Dos días después, Annette llamó a Norma Walker y le dijo que no podía controlar a su hermano. Lo calificó de «psicópata» y dijo que había manifestado su intención de matarse con una pistola. Al día siguiente Ron se presentó muy nervioso pero con una actitud bastante razonable. Pidió que le cambiaran la medicación. Tres días después Walker recibió una llamada de la capilla McCall’s. Ron estaba armando alboroto, gritaba y exigía un trabajo. Walker les aconsejó que lo trataran con cuidado y avisaran a la policía en caso necesario. Aquella tarde, Annette y su marido lo acompañaron a una entrevista con Walker. Estaban aturdidos y buscaban ayuda.

Norma Walker constató que Ron no estaba medicado y se mostraba confuso, desorientado, alucinado, lejos de la realidad y completamente incapaz de cuidar de sí mismo. Dudaba mucho que pudiera arreglárselas por su cuenta incluso debidamente medicado. La solución era «el ingreso a largo plazo en un centro asistencial debido a la disminución de sus facultades mentales y a su conducta ingobernable».

Los tres se fueron sin nada concreto. Ron pasó algún tiempo vagando por Ada y, al final, desapareció. Gary Simmons estaba una noche en su casa de Chickasha charlando con un par de amigos cuando llamaron a la puerta. Al abrir, mi cuñado entró precipitadamente y se desplomó en el suelo de la sala.

—Necesito ayuda —farfulló—. Estoy loco y necesito ayuda. —Sin afeitar, sucio y con el cabello enmarañado, estaba desorientado y ni siquiera sabía muy bien dónde se encontraba—. Ya no aguanto más —añadió.

Los amigos de Gary no conocían a Ron y se quedaron impresionados. Uno de ellos se fue y el otro se quedó. Ron se tranquilizó y se sumió en un estado de letargo. Gary le prometió que lo ayudaría en todo lo que pudiera y, al final, consiguieron meterlo en un coche. Se dirigieron al hospital más cercano, donde los enviaron al centro psiquiátrico de la zona. De allí los mandaron al hospital estatal de Norman. Por el camino, Ron se sumió en un estado casi catatónico. Consiguió decir que estaba muerto de hambre. Gary conocía un asador donde servían raciones abundantes y hacia allí se dirigió. Cuando se detuvieron en el aparcamiento, Ron preguntó:

—¿Dónde estamos?

—Vamos a comer algo —contestó Gary.

Ron juró que no tenía apetito y entonces volvieron a ponerse en marcha en dirección a Norman.

—¿Por qué nos hemos detenido allí atrás? —preguntó Ron.

—Porque dijiste que te morías de hambre.

—No es verdad —repuso Ron, molesto con su cuñado.

Cuando se encontraban unos kilómetros más cerca de Norman, Ron volvió a decir que se moría de hambre. Gary se detuvo en un McDonald’s.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Ron.

—Vamos a comer algo —contestó Gary.

—¿Por qué?

—Porque has dicho que estás famélico.

—No tengo hambre. Vamos al hospital, si no te importa.

Abandonaron el McDonald’s y, cuando llegaron finalmente a Norman, Ron anunció que tenía apetito. Gary buscó pacientemente otro McDonald’s y, como cabía esperar, Ron volvió a preguntar por qué se detenían.

La última parada antes de llegar al hospital fue una estación de servicio Vickers en Main Street. Gary regresó al automóvil con dos chupa-chups de gran tamaño que Ron liquidó en cuestión de segundos. Gary y su amigo se sorprendieron de la rapidez con que los engullía.

En el hospital, Ron entraba y salía del estado de estupor en que se encontraba. El primer médico perdió la paciencia al ver que el paciente no quería colaborar y, en cuanto abandonó la estancia, Gary reprendió a su cuñado.

Ron reaccionó levantándose para colocarse de cara a una pared desnuda; dobló los brazos en una ridícula pose y permaneció inmóvil. Gary trató de hablarle, pero estaba ausente. Transcurrieron diez minutos sin que se moviera. Miraba el techo sin emitir sonido alguno ni mover un solo músculo. Veinte minutos después, Gary ya estaba a punto de estallar. Al cabo de media hora, Ron abandonó su inmovilidad, pero siguió sin hablar con Gary.

Por suerte, llegaron unos miembros del personal del centro y acompañaron a Ron a una habitación.

—Quise venir aquí porque en ese momento necesitaba un sitio adonde ir —dijo.

Le administraron litio para la depresión y Navane, un antipsicótico utilizado en el tratamiento de la esquizofrenia. Una vez estabilizado, pidió el alta en contra de la opinión de sus médicos, y a los pocos días regresó a Ada.

El siguiente viaje de Gary con su cuñado fue a Dallas, a un centro de recuperación cristiano destinado a exconvictos y drogodependientes. El pastor de la iglesia de Gary había conocido a Ron y deseaba ayudarlo. El religioso le había dicho a Gary:

—Las luces de Ron están encendidas, pero no hay nadie en casa.

Lo ingresaron en el centro de Dallas. Cuando Ron estuvo instalado, Gary se despidió de él y, en el momento de hacerlo, le dio cincuenta dólares, una transgresión de las normas, aunque ninguno de los dos lo sabía. Gary regresó a Oklahoma y lo mismo hizo Ron. A las pocas horas de haber ingresado, utilizó el dinero para comprar un billete de autocar a Ada, adonde llegó no mucho después que su cuñado.

Su siguiente ingreso en el hospital estatal de Norman no fue voluntario. El 21 de febrero trató de suicidarse ingiriendo veinte pastillas de Navane. El motivo que le dio a una enfermera fue que estaba deprimido porque no lograba encontrar trabajo. Lo estabilizaron y le recetaron los correspondientes medicamentos, que él dejó de tomar al tercer día. Los médicos llegaron a la conclusión de que constituía un peligro para sí mismo y para los demás y aconsejaron un tratamiento de veintiocho días en el hospital. El 24 de marzo le dieron el alta.

A su regreso a Ada, Ron encontró una habitación detrás de una casita de la calle Doce, en la zona oeste de la ciudad. No tenía cocina ni agua corriente. Para ducharse utilizaba una manguera. Annette le llevaba comida y trataba de atenderlo. Durante una de sus visitas, observó que le sangraban las muñecas. Se había cortado con una cuchilla de afeitar, explicó él, para poder sufrir como todas las personas que habían sufrido por su culpa. Quería morir y reunirse con sus padres, las dos personas a las que tanto daño había causado. Ella le suplicó que acudiese a un médico, pero él se negó. También se negó a recibir ayuda en los servicios psiquiátricos a los que tantas veces había acudido.

Había dejado de tomar por completo los medicamentos.

El anciano propietario de la casa lo trataba con mucha amabilidad. El alquiler era una bagatela y en ocasiones ni siquiera se lo cobraba. En el garaje había un viejo cortacésped al que le faltaba una rueda. Ron lo empujaba arriba y abajo por las calles de Ada, cortando céspedes por cinco dólares y entregándole el dinero a su casero.

El 4 de abril, la policía recibió una llamada de una casa particular situada en la manzana oeste de la calle Diez. El hombre le explicó al policía del coche patrulla que tenía que irse de viaje y temía por la seguridad de su familia, pues Ron Williamson llevaba algún tiempo vagando por el barrio a altas horas de la noche. Estaba claro que el hombre conocía muy bien a Ron y no le quitaba el ojo de encima. Le dijo al agente que Ron había efectuado cuatro viajes a una tienda de la cadena Circle K abierta toda la noche y dos a otra tienda Love’s, todo en una misma noche.

El policía se mostró comprensivo —todo el mundo sabía que Ron se comportaba de una manera muy rara—, pero no existía ninguna ley que impidiera a la gente pasear por la calle pasada la medianoche. Prometió patrullar por la zona.

El 10 de abril, a las tres de la madrugada, la policía recibió una llamada del Circle K. Ron había estado varias veces por allí y se había comportado de una manera sospechosa. Mientras el agente Jeff Smith redactaba el informe, Ron volvió a presentarse. Smith le pidió a «Ronnie» que se marchara y éste así lo hizo.

Una hora más tarde, Ron se dirigió a la comisaría y anunció que deseaba confesar varios delitos cometidos en el pasado. Le entregaron un impreso de declaración voluntaria y se puso a escribir. Reconoció haber robado un bolso en el Coachlight cuatro años atrás, haber robado un arma de fuego en una casa, haber hecho tocamientos indecentes a dos chicas y haber golpeado y casi violado a una chica en Asher. Pero dejó la confesión sin terminar y se marchó. El agente Rick Carson lo siguió y le dio alcance unas manzanas más allá. Ron trató de explicarle lo que estaba haciendo a aquella hora, pero se le veía muy alterado. Al final, dijo que había salido en busca de trabajo con el cortacésped. Carson le aconsejó que se fuera a casa y le dijo que, a lo mejor, le sería más fácil encontrar esa clase de trabajos durante el día.

El 13 de abril, Ron acudió a la clínica psiquiátrica y les pegó un susto de muerte a los empleados. Uno de ellos señaló que «babeaba». Exigió ver a la doctora Snow y echó a andar por el pasillo en dirección a su despacho. Al decirle ellos que la doctora no estaba, se fue sin provocar ningún incidente.

Tres días después se publicó Los sueños de Ada.

Por mucho que la policía quisiera endosarle a Ron el asesinato de Debbie Carter, le faltaban pruebas. A finales de la primavera de 1987 tenía tan pocas pruebas como en verano de 1983. Los análisis de cabello en el OSBI se habían completado en 1985. Algunas muestras pertenecientes a Ron y Dennis eran «microscópicamente compatibles» con algunos pelos recogidos en la escena del crimen, pero las comparaciones de cabello eran muy poco fiables.

La acusación tropezaba con un obstáculo muy significativo: la ensangrentada huella palmar encontrada en la pared del dormitorio de Debbie Carter. A principios de 1983, Jerry Peters del OSBI había examinado cuidadosamente la huella y dictaminado que no pertenecía ni a Dennis Fritz ni a Ron Williamson. Tampoco a la víctima. Era una huella dejada por el asesino.

Pero ¿y si Jerry Peters se equivocaba o había hecho el análisis con muchas prisas o le había pasado por alto algún detalle? Si la huella perteneciera a Debbie Carter, Fritz y Williamson no podrían ser descartados como sospechosos.

A Peterson se le ocurrió exhumar el cadáver y volver a examinar las huellas palmares. Con un poco de suerte, puede que las manos no estuvieran demasiado descompuestas y que una nueva serie de huellas, examinadas más a fondo, facilitara una información útil para que la acusación llevase finalmente a los asesinos ante la justicia.

Peggy Stillwell recibió una llamada de Dennis Smith. El detective le pidió que acudiera a la comisaría, pero no mencionó el motivo. Ella pensó que quizás había novedades en el caso. Cuando llegó, Bill Peterson estaba sentado a un escritorio con un folio delante. Le explicó que querían exhumar el cadáver de Debbie y necesitaban su firma. Charlie Carter ya había pasado a firmar.

Peggy se horrorizó. La idea de perturbar el reposo eterno de su hija le pareció repugnante. Dijo que no, pero Peterson ya estaba preparado. Insistió, preguntándole a Peggy si quería que el caso se resolviera. Por supuesto que sí, pero ¿no había otra manera? No. Si quería que encontraran al asesino de Debbie, tenía que autorizar la exhumación. A los pocos minutos, Peggy garabateó su firma, abandonó a toda prisa la comisaría y se dirigió en coche a casa de su hermana.

Le contó a Glenna lo ocurrido. Para entonces ya estaba emocionada con un enfermizo anhelo de volver a ver a su hija.

—Podré tocarla y abrazarla de nuevo —repetía como ida.

Glenna no compartía su entusiasmo y no estaba muy convencida de que semejante encuentro fuera demasiado saludable. Y tenía serias dudas acerca de las personas encargadas de la investigación. En los cuatro años y medio transcurridos desde el asesinato, había hablado varias veces con Bill Peterson acerca del caso.

Peggy no estaba del todo en sus cabales. Jamás había aceptado la muerte de su hija. Glenna le había pedido a Peterson y la policía que cualquier noticia acerca de la investigación se la comunicaran a ella u otro miembro de la familia. Peggy no estaba en condiciones de afrontar los acontecimientos inesperados y necesitaba la protección de su hermana.

Glenna llamó al fiscal y le preguntó qué se proponía. Él le explicó que la exhumación era necesaria si la familia quería que Ron Williamson y Dennis Fritz fueran acusados formalmente. Aquella ensangrentada huella palmar se interponía en el camino y, en caso de que perteneciera efectivamente a Debbie, tanto él como la policía actuarían de inmediato contra Fritz y Williamson. Y le prometió a Glenna que la exhumación sería muy rápida y terminaría antes de que nadie se enterara.

Glenna se quedó perpleja. ¿Cómo podía Peterson conocer el resultado del nuevo análisis de las huellas si el cuerpo aún no había sido exhumado? ¿Cómo podía estar tan seguro de que la exhumación implicaría a Fritz y Williamson?

Peggy estaba obsesionada con la mórbida idea de volver a ver a su hija. En determinado momento, le comentó a Glenna:

—He olvidado el sonido de su voz.

Al otro día, Peggy se encontraba en su puesto de Brockway Glass cuando una colaboradora se le acercó y le pregunto que estaba ocurriendo en el cementerio de Rosedale, cerca de la sepultura de Debbie. De inmediato, Peggy abandonó la fábrica y cruzó a toda prisa la ciudad, pero sólo encontró un sepulcro vacío. Se habían llevado a su hija.

La primera serie de huellas palmares la había tomado el agente del OSBI Jerry Peters el 9 de diciembre de 1982 durante la autopsia. En aquel momento las manos se encontraban en perfecto estado y a Peters no le cupo duda de que había tomado una serie completa y exhaustiva. Cuando redactó el informe tres meses después, estaba seguro de la fiabilidad de sus hallazgos en el sentido de que la huella ensangrentada del pladur no pertenecía a Fritz, ni a Williamson ni a la víctima.

Pero ahora, cuatro años y medio después, con el asesinato sin resolver y unas autoridades que buscaban un golpe de suerte, le entraron repentinas dudas acerca de su trabajo inicial. Tres días después de la exhumación entregó un informe revisado en el cual aseveraba que la huella ensangrentada pertenecía a la mano de Debbie Carter. Por primera y única vez en sus veinticuatro años de carrera, Jerry Peters había cambiado de opinión.

El informe era justo lo que Bill Peterson necesitaba. Provisto de la prueba según la cual la huella ensangrentada no pertenecía a un anónimo asesino sino que la había dejado la propia Debbie mientras luchaba por salvar la vida, ahora ya podía lanzarse contra sus principales sospechosos. Y era importante alertar a los ciudadanos… los miembros en potencia del jurado.

A pesar de su afirmación de que tanto la exhumación como los detalles relacionados con la misma tendrían carácter confidencial, Peterson concedió una entrevista al Ada Evening News. «Los hallazgos han confirmado plenamente nuestras sospechas», decía la cita textual de sus palabras.

¿Qué se había encontrado exactamente? Peterson rehusó entrar en detalles, pero una «fuente autorizada» no se anduvo con rodeos: «Se exhumó el cadáver para tomar huellas palmares de la víctima y compararlas con la ensangrentada huella palmar encontrada en la pared de su apartamento. —Y añadió—: Confirmar que la huella palmar ensangrentada pertenecía a la víctima revestía una importancia fundamental en la investigación».

«Tengo grandes esperanzas a propósito de la resolución del caso», declaró Peterson.

Obtuvo órdenes de detención contra Ron Williamson y Dennis Fritz.

La mañana del viernes 8 de mayo, Rick Carson vio a Ron empujando su cortacésped de tres ruedas por una calle del oeste de la ciudad. Ambos se detuvieron a charlar un momento. Con el pelo alborotado, el torso desnudo, unos vaqueros raídos y unos mocasines hechos polvo, Ron tenía un aspecto tan desastroso como siempre. Quería encontrar un trabajo en el ayuntamiento y Rick prometió recogerle un impreso de solicitud. Ron dijo que lo esperaría en casa por la noche.

A continuación, Carson comunicó a su teniente que el sospechoso estaría aquella noche en su apartamento de la calle Doce. Se organizó la detención y Rick pidió participar en ella. En caso de que Ron adoptara una actitud violenta, Rick quería asegurarse de que nadie saliese herido. En cambio, fueron enviados cuatro policías, entre ellos el detective Mike Baskin.

Ron fue detenido sin ningún incidente. Llevaba los mismos vaqueros y mocasines que por la mañana y seguía con el torso desnudo. Una vez en una celda, Mike Baskin le leyó sus derechos Miranda y le preguntó si estaba dispuesto a hablar. Por supuesto que sí, por qué no. El detective James Fox se incorporó al interrogatorio.

Ron aseguró no haber conocido jamás a Debbie Carter, no haber estado jamás en su apartamento y, que él supiera, no haberla visto jamás en su vida. No vaciló en ningún momento, a pesar de los gritos y amenazas de los policías que le repetían una y otra vez que tenían pruebas de su culpabilidad.

Ron fue enviado a la prisión del condado. Hacía por lo menos un mes que no tomaba ninguna medicación.

Dennis Fritz vivía con su madre y una tía en Kansas City y se ganaba la vida pintando casas. Había abandonado Ada unos meses atrás. Su amistad con Ron Williamson no era más que un lejano recuerdo. Llevaba cuatro años sin hablar con un policía y ya casi había olvidado el caso Carter.

Al anochecer del 8 de mayo estaba viendo la televisión. Había trabajado todo el día y aún llevaba puestos sus sucios pantalones blancos de pintor. La noche era cálida y las ventanas estaban abiertas. Sonó el teléfono y una voz femenina preguntó:

—Con Dennis Fritz, por favor.

—Yo mismo —contestó, y entonces ella colgó.

Quizá su exmujer estaba tramando algo. Volvió a sentarse delante del televisor. Su madre y su tía ya estaban durmiendo en sus habitaciones. Eran casi las once y media.

Un cuarto de hora después oyó varias portezuelas de automóvil cerrándose de golpe. Descalzo, se dirigió hacia la puerta cuando vio un pequeño ejército de tropas de combate vestidas de negro y armadas hasta los dientes, cruzando el césped del jardín. ¿Pero qué coño era aquello? Por una décima de segundo pensó en llamar a la policía.

Sonó el timbre y, cuando abrió, dos agentes de paisano tiraron de él hacia fuera y le preguntaron:

—¿Es usted Dennis Fritz?

—Sí, pero…

—Queda detenido por asesinato en primer grado —ladró uno de ellos mientras el otro le colocaba las esposas.

—¿De qué me hablan? —preguntó Dennis, y se le ocurrió una idea—: ¿Cuántos Dennis Fritz hay en Kansas City? Seguro que se equivocan de persona.

Su tía apareció en la puerta, vio a los hombres del SWAT y se puso histérica. Su madre salió del dormitorio mientras la policía irrumpía en la casa para «protegerla», si bien, preguntados al respecto, los hombres no supieron muy bien a quién tenían que proteger ni de qué. Dennis no tenía armas de fuego. No había asesinos conocidos o sospechosos en la casa, pero los chicos del SWAT tenían sus propios métodos.

Cuando ya creía que iban a abatirlo de un disparo allí mismo, Dennis levantó la vista y vio un blanco sombrero Stetson acercándose. Dos pesadillas de su pasado avanzaban hacia él por el camino particular de la casa. Dennis Smith y Gary Rogers se incorporaron a la reunión con sus anchas sonrisas de comemierdas.

Ah, bueno, era por lo de aquel asesinato, pensó Dennis. En un momento de inspiración, aquellos dos vaqueros de ciudad de tres al cuarto habían persuadido a la Brigada de Captura de Fugitivos de Kansas City de que efectuara aquella aparatosa y absurda redada.

—¿Puedo ir por mis zapatos? —preguntó Dennis, y los policías accedieron.

Fritz fue metido en el asiento trasero de un coche patrulla, donde se unió a él un Dennis Smith exultante. Un detective de Kansas City iba al volante. Mientras se alejaban, Fritz contempló a los chicos fuertemente armados del SWAT y pensó: «Vaya tontos». Cualquier agente en prácticas habría podido practicar la detención con las manos en los bolsillos. A pesar del asombro que le producía todo aquel montaje, no pudo menos que sonreír al ver el abatido aspecto que ofrecían los policías de Kansas City.

La última imagen que conservó en la retina fue la de su madre en el porche, cubriéndose la boca con las manos.

Lo llevaron a una pequeña sala de interrogatorios de la jefatura de policía de Kansas City. Smith y Rogers le hicieron las consabidas advertencias Miranda y después le anunciaron que pretendían obtener una confesión. Recordando a Ward y Fontenot, Dennis estaba firmemente decidido a no decir nada. Smith se convirtió de pronto en un buen chico, en el amigo que deseaba sinceramente ayudarle. Y Rogers empezó a comportarse como un bruto, amenazando, soltando maldiciones, empujando el pecho de Dennis con el índice.

Habían transcurrido cuatro años desde la última sesión. En junio de 1983, después de que Fritz hubiera «fallado gravemente» por segunda vez con el detector de mentiras, Smith, Rogers y Featherstone lo habían retenido tres horas en el sótano de la comisaría de Ada, hostigándolo sin compasión. No habían conseguido nada entonces, y ahora tampoco lo conseguirían.

Rogers estaba furioso. La policía sabía desde hacía años que Fritz y Williamson habían violado y asesinado a Debbie Carter y ahora el crimen se había resuelto. Lo único que necesitaban era una confesión.

—No tengo nada que confesar —repetía Fritz una y otra vez—. ¿Qué pruebas tienen? Enséñenme las pruebas.

Una de las frases preferidas de Rogers era: «Estás insultando mi inteligencia». «¿Qué inteligencia?», habría deseado replicar Fritz. Pero se callaba porque no quería que le soltaran un guantazo.

Al cabo de dos horas de vapuleo, Fritz dijo finalmente:

—De acuerdo, confesaré la verdad.

Los policías suspiraron de alivio; puesto que carecían de pruebas, iban a resolver el caso con una confesión. Smith se apresuró a ir por una grabadora. Rogers preparó rápidamente su ordenador portátil, bolígrafos y papel.

Una vez todo apuntó, Fritz clavó la mirada en la grabadora y dijo:

—Esta es la verdad: yo no maté a Debbie Carter y no sé nada acerca de su asesinato.

Smith y Rogers se pusieron como basiliscos: más amenazas, más maltrato verbal. Fritz estaba asustado pero se mantuvo firme. Se ratificó en su inocencia hasta el final del interrogatorio. Se negó a ser extraditado a Oklahoma y esperó en una celda a que el procedimiento siguiera su curso.

Más tarde aquel mismo sábado, Ron fue trasladado desde la cárcel a la comisaría para ser sometido a interrogatorio. Smith y Rogers, de vuelta de su arriesgada detención de Fritz, lo esperaban.

El interrogatorio se había planeado la víspera de la detención. Como en Los sueños de Ada se criticaba duramente los métodos empleados por Rogers y Smith, decidieron que este último, que vivía en Ada, fuera reemplazado por Rusty Featherstone, que vivía en Oklahoma City. También decidieron no utilizar el vídeo.

Dennis Smith se encontraba en el edificio, pero no entró en la sala de interrogatorios. Tras cuatro años dirigiendo la investigación y a pesar de estar prácticamente seguro de la culpabilidad de Williamson, prefería evitar el crucial interrogatorio.

El Departamento de Policía de Ada estaba bien provisto de equipos de audio y vídeo. Los interrogatorios y, sobre todo, las confesiones, casi siempre se filmaban. La policía sabía muy bien el impacto que ejercía el visionado de una confesión en un jurado. Que se lo preguntaran a Ward y Fontenot. La segunda prueba de Ron con el detector de mentiras cuatro años atrás la había grabado Featherstone en la comisaría de Ada.

Cuando no se grababan en vídeo, las confesiones se recogían en audio. La policía contaba con suficientes magnetófonos. Y cuando no se utilizaban ni vídeos ni audios, al sospechoso se le pedía que redactara de su puño y letra la confesión. En caso de que el sospechoso fuera analfabeto, un policía redactaba la declaración y después se la leía al sospechoso y le pedía que la firmara.

Ninguno de dichos métodos se utilizó el 9 de mayo. Williamson, que sabía leer y escribir y poseía un vocabulario mucho más amplio que sus dos interrogadores, lo observó todo atentamente mientras Featherstone tomaba notas. Dijo haber entendido sus derechos Miranda y accedió a hablar.

La versión de la policía decía lo siguiente:

Williamson dijo: «La noche del 8 de diciembre de 1982 yo estaba en el Coachlight como otras muchas veces, mirando a una chica muy guapa y pensando que me gustaría acompañarla a su casa».

Williamson hizo una pausa y después pareció querer decir algo que empezaba con la letra M, pero no lo hizo. A continuación añadió: «Pensé que quizá podría ocurrir algo malo aquella noche y la seguí hasta su casa».

Williamson hizo una digresión para hablar de la vez en que robó un equipo de alta fidelidad. Después dijo: «Estaba con Dennis y nos fuimos al Holiday Inn y le dijimos a una chica que teníamos bebida en el coche y conseguimos que subiera».

Williamson hablaba con frases inconexas y entonces el agente Rogers le pidió que se concentrara en el caso de Debbie Carter.

Williamson dijo: «De acuerdo, soñé que mataba a Debbie, que me echaba encima de ella, le colocaba una cuerda alrededor del cuello, la apuñalaba repetidamente y le apretaba fuertemente la cuerda alrededor del cuello». Añadió: «Estoy preocupado por lo que todo esto pueda suponer para mi familia. —Y luego—: Ahora mi madre ha muerto». El agente Rogers le preguntó si él y Dennis estaban allí aquella noche y Williamson contestó que sí. El agente featherstone le preguntó: «¿Fue usted allí con la intención de matarla?» Williamson contestó: «Probablemente».

El agente Featherstone preguntó: «¿Por qué?»

Williamson contestó: «Me hacía enfadar».

El agente Featherstone preguntó: «¿Qué quiere decir? ¿Era una zorra?»

Williamson contestó: «No».

Williamson hizo una breve pausa y después dijo: «Oh, Dios mío, no esperará usted que confiese, tengo una familia, tengo un sobrino que proteger. Mi hermana quedará destrozada. Ahora ya no puedo hacerle daño a mi madre porque está muerta. No puedo quitármelo de la cabeza desde que ocurrió».

Sobre las 19.38 horas, Williamson dijo: «Si me van a someter a juicio por eso, quiero a Tanner, de Tulsa. No; quiero a David Morris».

La solicitud de un abogado asustó a los policías, que interrumpieron la confesión. Llamaron a David Morris, el cual les dijo que dejaran de interrogar a Ron de inmediato.

Ron no firmó la declaración. Jamás se la mostraron.

Provistos de otra confesión de un sueño, el caso se estaba arreglando estupendamente tanto para la policía como para la fiscalía. Habían averiguado con Ward y Fontenot que la ausencia de pruebas materiales no era obstáculo suficiente para una acusación. El hecho de que Debbie Carter no hubiera sido apuñalada no tenía demasiada importancia. Los miembros de un jurado emiten un veredicto de culpabilidad siempre que se les logre escandalizar adecuadamente.

Si la confesión de un sueño podía condenar a Williamson, otra podía absolverlo. Unos días más tarde, un celador llamado John Christian pasó por la celda de Ron. Ambos habían crecido en el mismo barrio. En la familia de Christian había muchos chicos, uno de ellos de la misma edad de Ron, y éste era invitado a menudo a comer o cenar. Jugaban al béisbol en las calles y las ligas y ambos habían sido alumnos del instituto de Byng.

Sin tratamiento y sin medicación, Ron distaba mucho de ser un recluso modelo. La cárcel del condado de Pontotoc es un edificio de hormigón sin ventanas, construido por alguna razón junto al césped de los juzgados. De techos bajos, dispone de muy poco espacio, se respira una atmósfera claustrofóbica y, cuando alguien grita, todo el mundo se entera. Ron gritaba muy a menudo. O se ponía a cantar, lloraba, gemía, se quejaba, proclamaba su inocencia o desvariaba acerca de Debbie Carter. Lo instalaron en una de las dos celdas de confinamiento lo más lejos posible de la abarrotada zona común, pero la cárcel era tan pequeña que Ron podía alterar su ritmo desde cualquier sitio donde estuviera.

Sólo John Christian sabía calmarlo, y los demás reclusos esperaban con ansia su turno. Cuando llegaba, Christian acudía inmediatamente a la celda de Ron y lo tranquilizaba. Hablaban de los viejos tiempos, de cuando eran pequeños, de cuando jugaban al béisbol, de los amigos en común. Hablaban del caso Carter y de lo injusto que era la acusación contra Ron. Así, éste se pasaba ocho horas tranquilo. Su solitaria celda de confinamiento era muy reducida, pero él conseguía dormir y leer. Antes de irse, Christian iba a despedirse. Ron solía fumar como un poseso mientras se preparaba para armar alboroto cuando llegara el otro celador.

Al anochecer del 22 de mayo, Ron estaba despierto y sabía que Christian se encontraba en el mostrador de la entrada. Lo llamó para hablar del asesinato. Tenía un ejemplar de Los sueños de Ada y decía que, a lo mejor, él también podía confesar un sueño. Según Christian, Ron dijo: «Imagínate que sueño que todo ocurrió así: yo vivo en Tulsa y me he pasado todo el día bebiendo y tomando pastillas de quaaludes. Luego voy en mi coche al Coachlight, e imagínate que bebo un poco más y me coloco un poco más. Y supón que acabo llamando a la puerta de Debbie Carter y ella me dice: “Un momento, estoy hablando por teléfono”. Y supón que yo echo abajo la puerta, la violo y la mato».

Después Williamson añadió: «¿No crees que si yo fuese el asesino, habría conseguido un poco de dinero con mis amigos y me habría largado de la ciudad?»

Christian no dio demasiada importancia a esa conversación, pero se la comentó a un compañero. La historia se fue propagando hasta que llegó a Gary Rogers. El detective vio en ella una oportunidad de añadir otra prueba contra Ron. Dos meses después le pidió a Christian que se la contara de nuevo. Rogers tecleó un informe, añadió comillas donde le pareció apropiado y, de esta manera, la policía y el fiscal dispusieron de una segunda confesión de un sueño. No se incluyó ni una sola palabra que reflejara las numerosas veces que Ron negó haber participado en el crimen.

Como de costumbre, las incongruencias pasaron a segundo plano. Ron no vivía en Tulsa en el momento del asesinato. No tenía coche ni permiso de conducir.